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Final sin tiempo |
Cuando llegaron no despertaron sospechas. Hasta hubo quien se resignó a perder diez segundos para observar el enorme lunar rosado del gato gris que los acompañaba. Se trataba de una pareja negra, aparentemente normal que hablaba y sonreía siempre. Quizás su sonrisa franca fuera, precisamente, la única actitud que molestaba. Los habitantes de la ciudad no tenían tiempo para conversar con extraños, menos aún para reír con ellos. Tampoco lo hacían con sus amigos. En realidad, ninguno era amigo del otro. Solo se detenían en la calle para preguntarse mutuamente la hora y obtener de esa manera la confirmación de que debían apurar el paso. Y no lo hacían porque carecieran de relojes. El primero lo llevaban en sus muñecas desde los cuatro años de edad. Al llegar a la mayoría, una vez cumplidos los dieciocho, tenían derecho a recibir de la Asamblea Cronológica un grueso reloj plateado de bolsillo, con su cadena de sesenta centímetros de largo. Luego, los adultos, a los treinta y cinco años exactamente, eran condecorados en una ceremonia pública realizada en la plaza central con un largo reloj de pared que debían obligarse bajo juramento a colgar en el dormitorio principal. Esto no significaba que a medida que obtenían los nuevos relojes tuvieran que desprenderse de los anteriores. Por el contrario, conservaban el cuadrado en la muñeca, el circular asegurado a la cadena y, por supuesto, el rectángulo de madera regulando con su tictac el amor, el descanso y la enfermedad en la pared de la cabecera de la cama. La clase alta, además de los tres inherentes a su condición de ciudadanos, se afanaba por lucir los últimos modelos de lujo. La pareja se alojaba en el pequeño hotel que daba la espalda al río. En los primeros días se les consideró como turistas de paso. La belleza de la playa y, sobre todo, la fama del jardín zoológico, de la catedral y del museo justificaban la llegada de extranjeros. Llevaban la vida propia de quienes se encuentran de vacaciones. Bajaban a la playa solitaria, nadaban, visitaban el zoológico. Aquí –la perfecta organización parecía explicarlo- acostumbraban pasar buena parte del día. Observaban con especial atención los relojes colocados en el interior de las jaulas, a una altura imposible de alcanzar por los animales. Había, sin embargo, una excepción: debido a los constantes destrozos que sufrían los destinados a las jaulas de los monos –hábiles para alcanzar las alturas más lejanas- se había decidido condenar a esos revoltosos animales a vivir sin relojes, de modo que, como eran los únicos que no estaban regidos por el transcurso del tiempo, también eran los únicos que se distinguían por llevar una existencia caótica, siempre convulsionada. El resto de los animales, en cambio, llevaba una vida completamente diferente. Dos golpes de las campanas de los relojes indicaban la hora de las comidas de las fieras; tres, el momento de la limpieza; cuatro, el anuncio de que los raros ejemplares debían retirarse a descansar. El golpe único –grave y prolongado– se reservaba para avisar que se había consumado el apareamiento en algún rincón oscuro de una jaula. Del placer de esta vida ordenada se habían apartado los monos. Y no parecían darse cuenta de lo que habían perdido. El hombre y la mujer habían visitado incluso la catedral, otro de los orgullos de la ciudad. En sus dos gigantescas torres, ocho relojes musicales de cuatro caras informaban hacia todos los puntos la hora exacta con una diferencia final de siete segundos. Comenzaba el del lado oriental con el tema más conocido de “¡Oh, Dios, protege la exactitud!”, y terminaba el ubicado en el extremo opuesto haciendo sentir las últimas seis estrofas de “Retrasarse es morir”. Los intermedios dejaban escuchar con sus engranajes infalibles variaciones de marchas en honor del jonio Anaximandro. A la izquierda de la catedral, en el único museo de la ciudad, las colas de los fines de semana eran interminables. Miles de ciudadanos esperaban con nerviosa paciencia el momento de llegar a los salones dorados. Desde su inauguración, todos cuantos alguna vez habían aguardado afuera, habían visto cómo se sacaba del museo a los visitantes desmayados por el paroxismo sufrido al tomar conciencia de que estaban frente al reloj que Carlomagno había recibido del Califa Harún al-Raschid. Los desvanecimientos llegaban a su culminación a las 12 en punto, cuando al sonar el timbre del histórico objeto salían de su interior una docena de caballeros asomados a igual cantidad de ventanitas. Ver las figuras asomadas y desplomarse ruidosamente era casi simultáneo. Y un privilegio que solo correspondía a los afortunados que habían entrado en el museo antes del mediodía. Los apetitos de la gente se dividían entre el reloj de Carlomagno y el primer cronómetro construido por el discípulo predilecto de John Harrison. Quienes al final del horario debían marcharse sin haber logrado entrar, permanecían hasta la noche apretujados en las escalinatas besando, lamiendo y acariciando la colosal estatua oscilante de Galileo que recordaba el descubrimiento de la ley del péndulo. Los vergeles que rodeaban al museo –oficialmente llamado Palacio del Cronólogo- habían sido engalanados con espléndidos relojes de sol traídos desde Grecia. La rosaleda conducía directamente a la cabañuela en la que, custodiada por ocho lanceros impecablemente vestidos con uniformes de gala, se guardaba la célebre clepsidra de Cantón. Y cuatro veces la pareja negra había meditado tendida al pie de los rosales. La vida de la ciudad, pues, no había cambiado por la presencia de la pareja negra. Ella, de ojos claros y pelo recogido en la nuca, no dejaba de comentar con su afinado compañero las visitas realizadas en el día. Lo hacía en voz baja, con un suave tono que hubiera cautivado a quien no tuviera prisa, y al fin los dos terminaban festejando con largas risas que rompían el duro silencio de los nativos, especialmente cuando pasaban frente a los baños públicos ubicados en los bares y restaurantes. Fácilmente reconocibles por el reloj de arena que los distinguía, solo podían usarse dentro de horarios estrictamente establecidos. A los hombres se les permitía entrar desde las 15 a las 16 y 30. Las mujeres, en cambio, podían utilizarlos únicamente por la mañana, de 10 a 11 y 5. El movimiento adquiría características formidables en las horas masculinas, en particular en las puertas de las cervecerías populares. Pero una soleada tarde, a las 17 y 40, mientras se desarrollaba la condecoración de adultos, los negros cruzaron por la plaza central seguidos por el gato gris. El vendedor de palomitas de maíz consultaba en ese mismo momento sus dos relojes disponibles y, al verlos venir hacia su carrito, les preguntó la hora. Los extranjeros se miraron, sonrieron y le contestaron que no llevaban reloj. El estupefacto nativo cayó fulminado sobre la fresca mercancía. Mientras el gato saboreaba perezosamente las dulces palomitas desparramadas en los canteros, el pobre hombre fue llevado al hospital por un obeso mayor de treinta y cinco a quien la pareja decidió acompañar. Allí murió antes de ser acostado en una camilla. Y se necesitaron dos fornidos enfermeros para abrirle el puño y arrancarle los relojes que heredaría su esposa. A partir de aquella tarde la ciudad toda aceptó que los negros eran distintos. La inexplicable forma en que el gato había descubierto el camino de regreso al hotel contribuyó para que esto se entendiera más rápidamente. Solo se supo que cinco minutos después ya dormía sobre su alfombra blanca, mucho antes de que la pareja regresara del hospital. Fue entonces cuando el dueño del hotel, serio hombre de barba enmarañada, que tenía por costumbre bañarse a las 18 y 14, les hizo notar la conveniencia de que usaran sus relojes fuera de las habitaciones. Para evitar las habladurías, agregó. Los negros volvieron a mirarse y sonriendo como siempre contestaron que, en realidad, ellos nunca habían usado objetos semejantes. Ni siquiera en la intimidad. Ahora la noticia corrió a mayor velocidad. Los periódicos publicaron sus fotografías –tomadas por periodistas apostados en el vestíbulo del hotel- y todas las emisoras de radio y de televisión emitían cada media hora en punto un boletín especial, con sus señas y las del gato, a fin de que la población pudiera identificarlos con facilidad. La pareja no modificó su alegría. Continuó con los paseos, con las risas, con los saltos en la arena. Hasta se les volvió a ver cerca de la cabañuela. Cierta noche, el hotelero admitió frente a sus familiares que ya no podía soportar más. Después de acariciarse la barba, de mirar sus relojes, de preguntar la hora a varios huéspedes y de enviar a su hijo mayor a la plaza central para verificar los datos obtenidos, convencido ya de que efectivamente eran las 21 y 10, hizo llamar a los extranjeros. Cuando estuvieron en el comedor les comunicó que debían marcharse del hotel esa misma noche. Deberían hacerlo antes de las 22, de lo contrario llamaría a los guardias para que se encargaran de echarlos sin más trámite. Y si bien no estaba en su ánimo provocar escenas violentas, llegado el momento no las evitaría. El respeto del tiempo –afirmó enfáticamente- siempre estaría por sobre cualquier conveniencia o costumbre personal. Los extraños se miraron y sin dejar de sonreír dijeron algo al gato que ninguno de los presentes entendió. Luego se abrazaron y salieron del hotel. El tiempo transcurrió sin que un solo minuto fuera capaz de evadir el cerco de los relojes. Pasaron dos meses. De la pareja no se tenían noticias. Después, inesperadamente, empezaron a llegar los rumores. En la madrugada de un lunes, mientras los integrantes de las fuerzas vivas dormían profundamente, los negros corrían por la plaza aprovechando la brisa creciente para remontar cometas de largas colas amarillas. Un jueves, a las 18, cuando los ciudadanos honestos todavía trabajaban y las mujeres preparaban la cena para esos mismos hombres, casi siempre sus maridos, la pareja estaba perdiendo el tiempo sentada en la escollera con los pies en el agua. A su lado el gato gris bebía leche en un plato azul. Por la noche, en ese momento exacto en el que todos los pijamas pasaban a cubrir la piel de las formas humanas en el interior de los sagrados hogares, se les había visto sentados en la escalinata de la catedral riendo estruendosamente sin razón aparente. Desde el campanario dos ojos luminosos vigilaban a sus amos. Se hablaba de rebelión. Unos alertaron sobre la marcha de grupos sonrientes dispuestos a tomar la ciudad. Otros comentaban la destrucción de relojes en la zona suburbana, donde, al parecer, la pareja se había ocultado los dos últimos meses. A pesar de la gravedad de las informaciones se mantuvo la calma. ¿Para qué existía el Ejecutivo Cronométrico que diariamente comenzaba a sesionar a las 9 y 42? Que a partir de esa hora adoptara entonces las medidas adecuadas para que el tiempo fuera respetado. Y los integrantes del Ejecutivo Cronométrico se preguntaban cómo era posible que siendo turistas no se hubieran marchado todavía. Nunca hasta entonces un extranjero había permanecido más de quince días en la ciudad. La otra pregunta que alarmaba cada vez más a las autoridades se dirigía a averiguar cuál era la ocupación de la pareja. Allí los vagos no sobrevivían. Los propios individuos que por vivir de rentas no necesitaban trabajar, trabajaban duro desde las 9 para aumentarlas. Las respuestas a las preguntas de los integrantes del Ejecutivo no llegaron nunca. Pero terminó por saberse lo peor. El viernes a las 10 y 18, un conjunto de hombres y de mujeres jóvenes se les había unido. Las parejas se besaban despreocupadamente en las calles o deambulaban tomadas de las manos sin pretender llegar a ningún sitio en particular. Ninguno de ellos llevaba relojes. Trepados sobre los hombros de Galileo, varios muchachos se columpiaban mientras sonreían descaradamente. Y decenas de gatos inundaban ahora los alrededores del Palacio del Cronólogo. Todo había comenzado –se sabría después- en el Barrio Alto, donde, con la presencia de representantes del Ejecutivo Cronométrico, se realizaba la Asamblea Anual de la Liga Rural Contra la Producción Tardía. Cuando el acto empezaba, luego que los mil quinientos asistentes miraran al unísono sus respectivos relojes, bajando a un tiempo la cabeza en señal de que era la hora fijada para la apertura de las asambleas, un joven y su novia descubrieron a una pareja negra desnuda acostada a la derecha del estrado. Mientras hacían el amor sonreían con amabilidad entrecortada a quienes los observaban revolcarse en la calle. Al mismo tiempo, un gato gris lamía melosamente a la brillante gata negra del Presidente de la Liga Rural. Llamados por aquel imán poderoso, el joven y su novia se quitaron la ropa con la rapidez de una flecha. A los diez segundos jineteaban también ellos bajo el estrado. Y a los cinco minutos y tres segundos, cuatrocientos cuarenta y seis personas –más treinta gatos caídos sorpresivamente desde los árboles- cabalgaban unos sobre otros. El estrado, demasiado débil para soportar la danza de los cuerpos descontrolados, vino a derrumbarse sobre quienes se oponían airadamente a que se hiciera el amor a una hora tan intempestiva. ¡Jamás hasta aquel día maldito hombre alguno había poseído a una mujer antes de las 23 y 35! Así lo gritaban los escandalizados adoradores de la clepsidra de Cantón. Pero el fuego, estimulado por la incansable pareja negra, crecía con tanta rapidez que no se conocían armas para combatirlo. Y las llamas, como lava de un volcán, bajaron desde el Barrio Alto hasta la ciudad. Era la tarde de un día cualquiera. Mientras algunos campesinos de piel oscura nadaban en las espaciosas piscinas construidas en el mismo lugar en el que años atrás se levantaba una pesada catedral, los niños dormían acostados sobre el césped de los parques sumergidos. Había cuatro en total y todos habían nacido después de que el museo y el zoológico fueran dinamitados y volados en pedazos. Ya no interesaba diferenciar un día del otro. Únicamente unos pocos obstinados se preocupaban todavía por conservar viva la costumbre de medir el tiempo. Para estos eran las 15 horas de un día llamado martes. Constantemente en pugna con la mayoría, los recalcitrantes veladores del tiempo que pretendían volver a la desaparecida era cronológica habían llegado al extremo de sacar a las calles los escasos relojes que todavía quedaban en la ciudad. Los grandes, fabricados para ser colgados en las paredes; los insoportables conocidos como despertadores; los pequeñuelos ridículos utilizados en otra época ceñidos a las muñecas. Todos se amontonaban en el Barrio Alto, donde el minoritario grupo de los recalcitrantes había decidido instalarse empujado por la presión cada vez mayor de la gente sin hora. En sus calles se caminaba perseguido por las alarmas chillonas de los relojes circulares con patitas que habían sido colocados en las ventanas, sorteando minúsculos grupos geométricos de correas negras y cadenas plateadas depositados sobre las aceras, amenazado por gigantescos rectángulos de madera color caoba atornillados en las puertas de las casas. Los árboles habían sido cortados de raíz y en su lugar, sobre la tierra apisonada, se erguían los monstruos mayores de péndulos infatigables que, según recordaban las inscripciones en los muros, habían servido en aquella misma época pasada para adornar el interior de las mansiones. La mayoría, en cambio, se dejaba guiar por la brillante presencia de los astros. Había buenas razones para suponer que el sol seguiría señalando la duración del día. Y nada indicaba que la noche no continuaría siendo anunciada por la luna y las estrellas. No necesitaban para seguir respirando ponerse al servicio de aquellos absurdos mecanismos despóticos que los actuales habitantes del Barrio Alto se empeñaban en lustrar y aceitar diariamente. La mayoría, explotando esa condición hasta las últimas consecuencias, había decidido separar a los recalcitrantes y confinarlos en la zona más fértil, vecina a la colina. De este modo los obligaban además a trabajar la tierra, forzándolos a alimentar a quienes ya no contabilizaban los minutos. El Barrio Alto era en verdad un caserío miserable, deshabitado la mayor parte del día, poblado durante la noche por transpirados contumaces que volvían del trabajo en la colina impacientes por saber la hora en que regresaban. El silencioso pueblo se transformaba de pronto con hombres y mujeres que corrían de un lado a otro para examinar los relojes en las puertas, en las ventanas y en las veredas. Enfurecidos se acostaban junto a los diminutos, se encaramaban en los que sustituían a los árboles, se abrazaban a los atornillados y todos se comunicaban la hora, rojos de orgullo, cegados por la milimétrica fidelidad de los relojes consultados. Los gritos cubrían la noche del Barrio Alto y el ruido del escándalo alcanzaba límites insoportables. En ese momento intervenían los guardias de los sin hora. Llegaban silenciosos, bastón en mano, auxiliados por los temidos gatos grises de lunares rosados. Generalmente, varios rebeldes quedaban tirados sobre los relojes de manecillas angostas, con los rostros ensangrentados abiertos por las garras inflexibles. Y los más obstinados terminaban con la cabeza destrozada, muertos a palos por haberse negado a callar. |
Del libro "Entre humanos y
otros animales"
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