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El Arcano |
Estás ahí, pronto para salir, lamentándote por el calor que te hace transpirar como si fueras un caballo enfermo, así es como te ves. La camisa pegada al cuerpo, las gotas resbalando por la espalda y por el pecho, hasta las manos sientes humedecidas. Aunque esto de las manos pudiera ser que no se debiera al calor sino a la inquietud que te domina desde que te levantaste. Hoy será el día, hoy podrás darle tu libro, finalmente Él te conocerá. Te queda tiempo todavía, el suficiente para preguntarte por qué se te ocurrió compararte con un caballo enfermo, debiste imaginar simplemente un caballo, con eso hubiera bastado. Sí, lo aceptas, transpiras como un caballo. Y basta. Sin embargo, queda algo en esa figura que no te convence. ¿Será que el nerviosismo por el acontecimiento que vivirás dentro de poco no te permite pensar con la soltura literaria que siempre te ha distinguido? Transpirar parece que no se refiriera a un animal. Sudas como un caballo, eso es lo que en realidad quiso emitir tu pensamiento. ¡Perfecto, ya no hay nada para corregir! Estás ahí, pronto para salir, lamentándote por el calor que te hace sudar como si fueras un caballo. Un calor endemoniado, excepcional para la época, un fuego que reseca a los árboles, a las plantas, a las flores, un infierno en el que también se achicharran los animales, sean caballos sanos o enfermos, una jugarreta del azar que pretende molestarte justo hoy. Ahora te ves obligado a secarte el rocío que te cubre la frente, esa transpiración sudorosa -¿sudor transpirado, quizás?- que te hace acordar a perlitas brillantes mientras gotean sobre la camisa. ¿Y de dónde salió semejante asociación? Ni rocío ni perlitas brillantes, pegajosas estrellitas titilantes, así es como querías poetizar a la transpiración que aceptaste comparar con el sudor propio de un caballo. Y que también te cubre la frente. Bien, ahora ya estás a punto de emprender el histórico viaje. Te miras en el espejo, te arreglas el nudo de la corbata, te alisas los pelos tan rebeldes, te sacudes alguna pelusa de los hombros y te vas. Bajo el brazo, fuertemente apretado, te acompaña el libro que has tenido la precaución de proteger con un forro de plástico grueso. Antes de ponerlo en sus manos lo librarás de esa funda vulgar, la dejarás caer disimuladamente atrás de un mueble y te despreocuparás por el plástico que algún día descubrirá la limpiadora de la embajada. Ya falta muy poco para que te sientas como un joven noble que será recibido por primera vez en el palacio real. Caminas directamente hacia la parada de taxis y, ya en el auto, es el propio chofer quien debe sacarte del ensimismamiento al preguntarte a qué calle te lleva. Es que te habías detenido en la escalinata del palacio tratando de sacarte de encima a ese joven noble que se afana por apoderarse de tu personalidad. No sientes algo ni siquiera parecido. Cualquier camino del pensamiento que quisiera acercarte a lo que crece en tu interior debería remitirte a un monje en un templo. De eso se trata, ahora estás bien encaminado, sales orgulloso al encuentro de Dios, llevando la obra que casi los iguala, lo mejor que has hecho en tu vida, un resultado que, por no parecer humano, merecería que al menos se lo considerara semidivino. Razón suficiente para que viajes en el taxi con la expresión característica de los semidioses. Y ya en la puerta de la embajada, quien te vea podrá comentar después que un semidiós –monje, además- que sudaba como un caballo, entró en el templo para ofrendar su inigualable obra, mientras se secaba con el pañuelo las pegajosas estrellitas titilantes que le humedecían la frente. Estás más calmado, de lo contrario te hubieras angustiado por el nuevo llamado que te llega en este preciso instante, el momento en el cual, después de haber entregado la invitación en la puerta principal, esperas turno para darle la mano al embajador y a su esposa que, uno junto al otro, saludan a los invitados que van desembocando en el salón dorado. No es el mejor momento para que tu pensamiento te desafíe a resolver este imprevisto problema, es verdad, pero tú estás acostumbrado a aceptar sus libertades, después de todo es gracias a su constante vigilancia que puedes escribir con esa formidable contundencia que los críticos mezquinos insisten en ocultar. De modo que, una vez más, lo sigues y adviertes que te arrastra hacia atrás, que tu pensamiento continúa preocupado porque en verdad no tiene la menor idea si los caballos han sido creados con una frente al estilo de la tuya. No, tampoco es esto exactamente lo que pretende transmitirte. Lo que quiere puntualizar es que desconoce la palabra que designa esa región de la anatomía equina en la cual se supone que existe algo similar a una frente humana. Alguna palabra debe haber, una siquiera, sigue emitiendo con persistencia tu pensamiento, decidido a acercarte la luz de siempre. El embajador está mirándote a los ojos y te ofrece el brazo extendido, todo lo cual parece indicar que espera que le estreches la mano. Y mientras le acercas la tuya para cumplir con ese formalismo impuesto por las ñoñas costumbres diplomáticas, sigues cavilando hasta que aceptas que provisionalmente le llamarás testuz a esa zona en litigio de un caballo que suda tanto como tú transpiras. De esa manera quedarás en libertad de exprimir rabiosamente cada minuto de la velada que ya estás a punto de comenzar. Por eso haces bien en no distraerte con las señales de alerta que nacen en tu cabeza, realmente no te sientes en condiciones de considerar el nuevo asunto, si exprimir cada minuto resistiría un análisis profundo en el contexto en el cual se ha insertado. Lo único seguro es que ahora Él se acerca y que te lo van a presentar. Aunque tengas empapada la testuz. Es decir, la frente. Estás temblando. Lo miras venir, aprietas el libro y te olvidas de que antes de dárselo deberías quitarle el forro, desnudarlo para que su alma, que en realidad es la tuya, es decir, la de su creador, quede dolorosamente expuesta como una fractura. Ese gigantesco y atormentado desgarramiento que siempre ha sido tu poesía. ¡No, por favor, ya lo tienes enfrente! No importa si pudiste encontrar metáforas más conmovedoras que desnudar el libro y la fractura expuesta del alma. Si es que se trata de metáforas, claro, porque podrías estar en medio de tropos diferentes y si algún crítico vernáculo te sorprendiera pensando con errores, inmerso en tantas dudas, estarías perdido. Y ni hablar si fuera Él mismo quien te descubriera. Es necesario que dejes de investigar si lo que harías sería desnudar el libro y si el alma de tu obra quedaría tan a flor de piel que parecería una fractura expuesta. Lo mismo debes hacer con la pregunta de si estás o no frente a casos de metáforas. A quien tienes a tu frente es a Él, sobre esto no puede haber dos opiniones. Y será mejor que cierres los ojos para no ver ese a flor de piel que saltó como una rana dentro del charco de tus pensamientos. ¡Basta! Tampoco sentiste croar a rana alguna, no hay tiempo para perder con los batracios. Sí, es verdad, pertenecen al orden de los anuros, no es que se quiera dudar de la solidez de tus conocimientos. Sería revelador saber por qué cuando Él termina de saludarte y tú deberías limitarte a contestarle pronunciando tu nombre, agregando de inmediato un convincente "conocerlo es un placer que he esperado toda mi vida", inesperadamente le tiras encima las hilachas del penúltimo entrevero de tu pensamiento con la grave cuestión de los tropos. -Yo sé que es probable que haya entusiastas y hasta fanáticos de la metonimia, puede ser, no voy a discutir ahora con usted en la embajada si enriquece la poética individual o la limita, pero lo que sí le aseguro es que de ninguna manera aceptaría que me considerase un obsecuente de la sinécdoque o del tropo que fuere, nunca me sentí atado a muletas que pudieran trabar el libre tránsito de mi poesía. Él no cambia su expresión de estupor ni cuando le entregas el libro. Lo agarra, es verdad, pero también es cierto que no desvía los ojos del grueso forro plástico, a pesar de que tu aclaración debería bastarle. -Lo hice para protegerla, de modo que mi poesía llegara a sus manos incontaminada. Y aun considerando que de inmediato te dedicas a explicarle la razón última de tu libro, a qué arcano quisiste manotear con tu lírica imaginación y de qué forma la poesía brotó de tu interior desparramándose por las páginas en blanco hasta que comprendiste que el nacimiento se había producido, no hay caso, Él no quiere dejar de mirar alternativamente tu cara y el forro. Y mucho menos -esto es evidente- tiene la intención de cerrar la boca, sigue con ella abierta y la exige hasta límites inverosímiles, especialmente cuando le arrebatas de pronto el libro de las manos, le arrancas el forro -para tu tranquilidad provisional quizás deberías permitirte pensar que lo desnudas- dejas caer el plástico al suelo y lo empujas ostensiblemente con el pie hasta hacerlo desaparecer abajo de un sillón. Y al devolverle el libro, otra vez te rindes a la fuerza de una explicación esclarecedora. -En verdad, es recién en este momento único cuando pongo mi poesía bajo su protección. Ya lo dejaré a solas con ella, pero antes de conocerla íntimamente deberá atravesar el puente de mi admiración por la suya. Es preocupante que no te quede claro si Él entiende que la alusión poética al puente -acertada figura, sin duda- significa que te gustaría que leyera la dedicatoria delante de ti, que sería la realización de un sueño que deseabas desde hace mucho tiempo. Y tampoco te ha quedado claro si Él intuyó el valor de la obra que le acabas de regalar. Por eso, cuando te dispones a hablarle nuevamente de modo que tome conciencia de quién eres, lo que recibes es un violento golpe en el plexo solar al escuchar su disculpa porque debe hablar con el embajador. Aunque también es verdad que suaviza el instante, quizás arrepentido por abandonarte de modo tan abrupto, y te dice, por primera vez sonriente, que el tropo que más lo seduce es la metáfora. Y agrega algo realmente inesperado. -La que me fascina es "la primavera de la vida". ¿Sabe por qué? Siempre me ha parecido extraordinariamente reveladora y original. Después te da la espalda, anda unos pasos y se pone a conversar con los invitados. De pronto, se interrumpe, se da vuelta, admite casi gritando que también a Él le ha sucedido, que muchas veces no tuvo más remedio que manotear el arcano, hasta con las dos manos a la vez, se ríe y vuelve a lo suyo. Puedes sentirte feliz, tu explicación prendió, ya lo ves. El libro se lo llevó, menos mal. Aunque no pudieras volver a hablar con Él, estás seguro de que en algún momento, cuando tenga un minuto de tranquilidad, lo abrirá, andará primero por el puente que construiste con tanta devoción, y finalmente se introducirá en tus irrepetibles poemas. Entonces, estará a tu merced, ya no podrá resistir el magnetismo de tu poesía, quedará atrapado para siempre. Con ese simple acto habrá descubierto la estatura del hombre a quien conoció en la embajada. Al fin de cuentas, así debe ser. Las palabras escritas, las tuyas al menos, resultan más elocuentes que las habladas, por algo eres un poeta no un vulgar político en campaña electoral. El whisky te ayudará a planificar tus próximos pasos, no debes pensar ni en el calor que ha quedado afuera borrado por los aparatos de aire acondicionado ni en lo sorprendente que te ha resultado que Él considerase original la expresión "la primavera de la vida". Eso es lo que tienen los grandes. Van sembrando sorpresas a cada paso. ¿Este sentido figurado de sembrar también lo considerará original? En cuanto lo tengas cerca se lo preguntarás. Y de paso podrás aprovechar para también preguntarle qué es lo que opina, si es que quiere hacerlo públicamente, por supuesto, sobran los malintencionados en estas reuniones, sobre la sensación que tuviste de haber recibido un violento golpe en el plexo solar. Si así, tal como te viboreó en la cabeza, estaría bien pensado para una poesía íntimamente personal, si más allá de la arteria aorta ventral, del gran simpático y del nervio vago -sabes muy bien qué región abarca el plexo solar, como sabes todo lo que piensas-, existiría alguna otra figura con más violencia lírica y estruendo representativo que fuera útil para incluirla en un próximo libro. En cuanto a la rana en el charco de tus pensamientos, rayo efímero en tu cabeza que continúa llamativamente presente, también le trasladarás la duda: ¿Tratándose de pensamientos limpios es literariamente lícito, mediante una licencia, presentarlos mientras se revuelcan en un charco, espacio sucio por definición? Y tampoco te olvidas del anterior viborear en la cabeza. Todas grandes dudas que, llegado el momento, tendrás el privilegio de plantearle a un grande de verdad. Así le trasladarás las preguntas. No se molestará. Ha caído en tus redes, está aturdido con la coincidencia que los ha hermanado en el único e insondable manoteo del arcano. Sin objeciones: caer en las redes soportaría las críticas más despiadadas, hasta las de Él. Adelante, continúa pensando que lo estás haciendo correctamente. Otro vaso de whisky, mientras gastas rápidas conversaciones con algunos de los invitados, aunque no sean personas brillantes ni sus palabras resulten enriquecedoras, así vas arrimándote al lugar en el cual Él conversa animadamente con una flaquita de vincha floreada con la cual sustituyó a un gordo de cara enrojecida. Recostado contra un piano silencioso, mientras saboreas un tercer whisky, no dejas de observarlo. Todavía tiene el libro en la mano. Eres un buen estratega, te acercas paso a paso a su posición, estás preparando el abordaje con mucha inteligencia. Ya es tiempo de abandonar el piano y de integrarse a ese grupo de personas que charlan a su lado. Perfecto. No lo descuides ahora que lo tienes a alcance de la mano, ni te dejes envolver por esta nueva vacilación. ¿El abordaje podrá utilizarse para el extremo de un aterrizaje? Siempre lo has visto usado en la literatura que narra hechos que suceden en el mar, nunca en casos típicamente terrenales. Terrestres, parece más apropiado. ¡Qué rapidez! Ya está, corrección realizada de inmediato. Y bien. Trata de retener aquella nueva duda, también se la plantearás cuando después de aterrizar en su sitio puedas abordarlo. Muchos saludos has recibido. Ademanes caricaturescos y teatrales inclinaciones de cabezas a la distancia, hasta algunos apretones de manos de quienes hoy se consideran iguales a ti, formas al fin de un reconocimiento innegable. Allá afuera, en el mundo que pisan todos los días, apenas si te tienen en cuenta. Pero basta con que te vean en una embajada participando del homenaje que se le hace a Él, para que se preocupen por dejar en claro que te ven como a uno de ellos. ¿En qué quedamos? ¿Se consideran iguales a ti o te ven como a uno de ellos? En una primera y somera aproximación parecería que fuera lo mismo, no deberías perder más tiempo en el análisis de esa cuestión. Seguramente no te han leído, ni siquiera tu último libro deben conocer. En cambio, tú sí que los lees. Y no hay ni uno solo que pague el sacrificio de ocuparse de sus desechos impresos. Es preferible que continúen esquivando tu poesía, no entenderían nada de lo que escribes. Sigue contestando con inclinaciones de cabeza los saludos y gasta tus cartuchos en el único blanco que debes acertar. Su lectura, la que Él haga, valdrá por mil balbuceos de estos fatuos que de golpe han recordado que eres un escritor, algo que nunca sabrán lo que quiere decir. Nuevamente lo has perdido de vista, debe ser la tercera vez que desaparece. Seguramente, cada tanto busca una tregua de algunos minutos en las habitaciones interiores de la embajada. Los fatuos lo acosan, no lo dejan tranquilo. Mientras tanto, no está de más verificar que por fin no tienes nada que cuestionarle a tu pensamiento. Es que, por ejemplo, aquello de los cartuchos en el único blanco es indiscutible, hasta un niño comprendería lo que esa expresión quiere transmitir. Lástima que no lo veas por ningún lado. ¡Presta atención, por favor! ¡Al niño no! ¡A Él! Intenta el máximo de concentración, tú puedes lograrla. Es probable que Él haya ido al baño, los grandes también van. Uno de esos momentos lamentables en los cuales se toma conciencia de que hasta un espíritu genial como el de Él, vive encerrado en un cuerpo miserable que cada tanto necesita exonerar sus órganos de molestos humores. ¿¡Viste!? ¡Recuperaste la concentración!. Encontrar la perfección del término humores tan rápido, sin tener a mano siquiera el más modesto diccionario de sinónimos para eludir vocablos más gruesos, menos poéticos, muchos de los cuales manejan a diario esos que te han saludado, demuestra lo que eres tú. Un restaurador de la higiene de la palabra, un albañil semántico, eso es lo que debes interpretar ahora que te imaginas vestido de blanco reconstruyendo la arquitectura de un hospital cuyas paredes, levantadas con palabras en lugar de ladrillos, han empezado a descascararse y cuyas frases herrumbrosas, destruidas por el orín de los barbarismos y de las vulgaridades, se desprenden en medio de estrepitosos crujidos provocados por la incontenible grosería semántica transformada en humedad perniciosa. ¡Perdón! Olvidaste agregar otra calidad de esa humedad: maloliente. Ahora sí, el orden se ha reinstaurado en tu cabeza: maloliente humedad perniciosa. Él sigue perdido. No alimentes tu suspicacia, pero es verdad que ya hace quince minutos que no lo ves por ninguna parte. Mientras tú transpirabas entre las paredes agrietadas, tuvo tiempo de ir varias veces al baño. Quizás tenga razón este fanático de la ciencia ficción que por una vez en su vida acepta ubicarse en el tiempo presente de nuestro planeta, y que acaba de comentar a tu lado que ya se sabía que Él iba a estar en la embajada apenas una hora y media, que su agenda le impide quedarse más de medio día en nuestro país. Parece que después irá a cenar a la casa del Ministro de Cultura y que un poco más tarde tomará el avión que lo llevará a la vanidosa ciudad del país que queda al otro lado del río, donde piensa permanecer una semana. Tu pregunta no suena improcedente, es la consecuencia natural de lo que acabas de enterarte: ¿también Él nos verá como a los ocupantes del patio trasero de aquella ciudad extranjera? Si fuera así, la culpa, sin duda, debería buscarse en la actitud provinciana de gente como la que hoy está en la embajada. Queda claro que tú no tienes responsabilidad en este desgraciado asunto. Y tampoco debes afanarte por descubrir sus causas. Eres poeta, no sociólogo. Él y el embajador han reaparecido inesperadamente. Están despidiéndose de algunos cargosos, en realidad ya caminan hacia la salida. Preocúpate únicamente de mirar sus manos, en una de ellas debe tener tu libro. Tu palidez tiene una sola explicación: el libro se ha esfumado. ¡Ah, por supuesto! ¡En el portafolios, claro! Es ahí donde debe guardarlo. Cuando tú llegaste, Él ya estaba en la embajada, de modo que no sabías que había entrado con ese carterón. Y durante la reunión, para no pasearse entre los invitados con semejante portafolios de ejecutivo en una mano y un vaso de whisky en la otra, lo habrá puesto a buen recaudo. Ahora, antes de marcharse, debe haberlo retirado del lugar en el cual lo había dejado. Es raro que no tenga algo más digno de su literatura. Debería llevar un cartapacio lírico apropiado para almacenar el sedimento poético con el cual viaja de un país a otro, un portapoemas con rostro menos mundano que ese portafolios. Ya salen, la reunión acaba de perder el único sentido que te trajo a la embajada. Si te quedaras, todos te harían sentir su envidia, fue evidente que Él te sonrió y te dedicó un ademán amistoso con la mano levantada al pasar cerca del piano. En realidad, puede decirse que fuiste el único escritor de quien se despidió ostensiblemente. Por eso mismo será mejor que tú también te vayas. A pesar de todos los inconvenientes, ha sido una experiencia inolvidable que mañana o pasado se verá reflejada en tus poemas. Es cierto que no pudiste hablar demasiado con Él, pero lograste darle el libro y llegaste a sentir esa afinidad que nació entre ustedes, sobre todo cuando admitió que también manotea el arcano. Es un hombre agradable, joven todavía, vestido con tanta prolijidad que por momentos uno se olvida que es uno de los grandes escritores contemporáneos. En fin, hay que admitir que está en la primavera de la vida. Antes de retirarte también tú irás al baño, hasta en eso seguirás sus pasos. Después, ya en tu casa, pesarás en soledad lo que ha significado conocerlo. Tampoco se trata de que imagines una vida radicalmente distinta -en esta ciudad monótona, nada cambia demasiado- pero una voz muy fuerte te dice con tono convincente que muy pronto algo se transformará para favorecerte. Puedes fijarte, si esto te tranquiliza, un plazo de dos meses. Antes de ese lapso seguramente te llegará su voz temblando en una carta, en un correo electrónico o en un fax para transmitirte su emoción por tu libro. ¡Su voz temblando en una carta, en un correo electrónico o en un fax, realmente eres genial! No son genuflexiones las que esperas, apenas el reconocimiento que, aun frente a aciertos semejantes, este país -que es el tuyo- te niega. En las asépticas embajadas también hay que soportar un olor semejante al de cualquier baño vulgar. Hasta quienes se consideran intelectuales son descuidados con sus materialidades. De materia, por supuesto, no importa si los demás estarían dispuestos a usar esa palabra. Los escritores como tú son quienes renuevan la lengua día a día. Deberás perdonarme, pero ya es hora de que dejes de cavilar y que hagas lo que te trajo al baño. Hablo de exonerar los humores, claro. En este reservado estarás a salvo de quienes llegan con tanto apuro que parecen la avanzada de una estampida de rinocerontes. Cerrar la puerta es lo más indicado, que al escribir desnudes el alma para carpir tu cantero literario, no quiere decir que acá debas exhibir tus partes pudendas. Estampida de rinocerontes, novedad que apareció junto a carpir el cantero literario, formas que continúan demostrando la fertilidad de tu pensamiento. ¡Fertilidad, carpir, cantero!, maneras, además, de vincularte con la tierra, nuestra amada raíz común abonada por las materialidades de aquellos mismos rinocerontes. Como ya no puedes preguntarle a Él, las admites y las incorporas a tu diccionario interior. No dudes nunca más, hoy diste varios ejemplos de que tu pensamiento exuda poesía al instante. Tampoco deberías dudar que lo que acabas de ver tirado en el suelo, entre el inodoro y el bidet, es un libro abandonado. Dejas de orinar, te subes el cierre metálico del pantalón y te agachas para recogerlo. La humedad que lo cubre -salpicaduras notorias- no te hará desistir del deseo de satisfacer tu curiosidad. Hay comprobaciones difíciles de enfrentar. Me refiero a comprobaciones dramáticas, por supuesto. Y una de ellas podría ser que el libro abandonado que acabas de levantar y que te tiembla en la mano fuera el tuyo, el mismo que le regalaste a Él y que imaginabas meciéndose en el fondo de su cartapacio lírico, el que tiene la dedicatoria que te llevó una semana perfeccionar. No puedes evitarlo, lo abres al azar, te sientas en el inodoro y embelesado lees en voz alta uno de tus poemas, casualmente el que le da el título al libro. Luego lo cierras y continúas declamando de memoria, siempre con la cabeza gacha y los ojos depositados en tus pies. Los demás no tienen derecho a armar semejante escándalo golpeando la puerta. Por apurados que estén, no podrán obligarte a desalojar el inodoro antes de que hayas terminado. Te irás cuando te calles y te callarás cuando llegues al punto final de tu portentosa "Concupiscencia tangencial". Únicamente los necios serían capaces de recriminarte que antes de levantarte del inodoro atendieras una vez más a tu pensamiento. No seas modesto, él está elogiando tu presencia de ánimo, susurrándote que, al no lamentarte por el impacto vivido, diste muestras de una fortaleza increíble. Aunque, como al principio, te domine la inquietud y los nervios te hagan sudar como a un caballo. Era previsible. ¡Otra vez tienes la testuz cubierta por pegajosas estrellitas titilantes! Irse, entonces, apretar fuertemente el libro –el tuyo, claro- bajo el brazo, abrir la puerta del baño y repetir en voz alta la última ocurrencia de tu pensamiento: los dioses envidiosos nunca soportaron las hazañas de los semidioses. Salir ahora, caminar con paso firme e ignorar la humedad del libro. De tu libro, insisto. Al fin de cuentas, casi podría afirmarse que las salpicaduras notorias las causaste tú mismo con tus propios humores. |
Del libro "Entre humanos y
otros animales"
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