Hernán |
La
ciudad duerme en la fría noche de agosto, Hernán sube el cuello de su
gabán pues el frío congela hasta los huesos. Ajusta
el sombrero para cubrir más las orejas, hunde las manos en los bolsillos
y apura el paso. Es el único caminante en la calle, solo oye el ruido de
los latidos de su corazón, que con fuerza parece querer salirse del
pecho. Mientras
camina piensa en los años perdidos, recuerda aquellos dos viejitos que
con tanto amor le pedían que cambiara. Nunca escuchó sus voces, y todo
consejo estaba de más. ¿Por
qué cuando somos jóvenes no queremos poner atención a los consejos…? Recuerda
que cuando llegaba a altas horas de la noche con frío o calor, allí
sentadita en un rincón estaba ella, su madre. Pequeña,
sufrida, paciente, y al verlo llegar le decía con amor ¡ tenés la
comida en el horno hijo! gracias a Dios que llegaste puedo irme tranquila
a dormir. Desde el cuarto la voz de su padre que gritaba ¡vas a matar a
tu madre, no tenés cura!; Hernán sonreía al ver que sus viejos lo
miraban como un adolescente -caray, tengo 22 años, que dejen vivir. Así
transcurría el tiempo, hasta que una tarde llegaron a la casa, golpeando
con fuerza y atropellando todo a su paso. Recuerda que su madre se desmayó
y el padre mudo sin saber que hacer los miraba con terror. Luego
de revolver todo marcharon con él y… por un largo tiempo no los volvió
a ver. Una
mañana le anunciaron que tenía visitas, el se imaginó quienes serían,
por supuesto sus padres. Cuando se acercaron los vio tan eternos, los años
los estaban castigando con todo. La madre casi no veía, del brazo del
padre que se apoyaba en un bastón. Se
saludaron sin poder tocar sus rostros pues tenían una reja por medio. No
lloraron, no hablaron, sólo lo miraban como que era la última vez. Hernán
con un montón de remordimientos pues sabía que la causa de que sus
padres llegaran a ese estado era su error cometido. No les dijo nada, se
comunicaron con la mirada, de repente la madre dice - te alimentan hijo?
te veo desmejorado; espero que muy pronto estarás con nosotros, te extrañamos… Llegando
el momento del fin de la visita, los dos con los ojos impregnados en lágrimas
le dicen -nos veremos pronto. Hernán se da vuelta y… no puede ocultar
el llanto que brota ahogado. Todos
estos son recuerdos, sólo recuerdos… Siente
cada vez más frío y que no llega nunca, cuando divisa a lo lejos los árboles
de su vereda aquellos que lo vieron crecer y en los que grabó un corazón
con el nombre de la primera novia. Acelera
el paso, la vereda de su casa ya está ahí. Se
detiene, cierra los ojos, respira hondo y siente lejanas aquellas queridas
voces, cuando llega al zaguán golpea con fuerza, nadie responde, el corazón
late velozmente, de repente ve se enciende una luz y de adentro preguntan
-¿Quién? Abran
viejos, soy yo Hernán, vengo a quedarme con ustedes. El gran portal se
abre, y allí pequeña, sufrida, allí, está ella. Sus cabellos
plateados, su rostro surcado por los malos años extiende sus brazos mirándolo
largamente y le dice te estaba esperando, la comida está en el horno.
Dice Hernán, madre mía y mi padre? Se oye la voz del cuarto que dice –
vas a matar a tu madre, no cambias más. Hernán
levanta en andas aquella figurita frágil y luego de bajarla la rodea con
sus brazos. Juntos se dirigen al cuarto con el padre. Viejo,
viejo querido, les pido que me perdonen por lo que les hice pasar. Se
funden en fuerte abrazo, los temas brotan uno tras otro. Bueno,
dice el padre, anda, come algo y duerme, mañana conversamos. Eso
hizo, su madre por supuesto sentadita a su lado hasta que se fue a dormir.
Al abrir la puerta del cuarto todo estaba igual; su cama con la mesita de
luz, el escritorio con la máquina de escribir, la biblioteca llena de
libros, todo ordenado en su lugar como esperándolo. Hernán
se saca el gabán y se tira en la mullida cama, cierra los ojos y poco a
poco va quedando dormido. Entre sueños ve el rostro avejentado de su madre que acariciando su frente da gracias a Dios por tenerlo nuevamente con ellos. |
Josefina Camacho
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