Lluvia en la plaza |
Estoy en la habitación, a oscuras. Estoy esperando algo, o a alguien. Es una habitación grande y desconocida. Más que desconocida, inexistente. Es una habitación de una novela que leí hace muchos años Pero, más que el sitio, es el personaje. Me siento como aquel personaje de aquella novela, esperando a alguien que ha cometido un asesínalo, o soy el propio asesino que espero a quien desea vengar el crimen. Atrapada en una escena que no logro recordar bien de un novelón de trescientas paginas. Mañana, cuando el sol entre a raudales en mi casa, porque en esta época del año el sol siempre irrumpe así por la ventana de mi cuarto que no tiene cortinas, debería buscar entre los libros la novela, la escena, la sensación que me invade ahora y releer y encontrar el principio y también el final. Pero no estoy segura de tener ese amanecer entre mis posibilidades. Estoy detrás de unos cortinados, como escondida, mirando por la ventana la noche de una ciudad que no reconozco, salvo por haberla visto otras veces en sueños. Miro una desolada plaza circular rodeada de edificios de cuatro o cinco pisos. Todos iguales. Todos a oscuras. Silencio total. Y una lluvia tenue y fina, persistente. Llueve desde siempre y parece que lloverá eternamente. Soy una mujer triste, muy triste. Y culpable. Porque cometí un asesinato o alguien mató por mi culpa. Estoy sola. La soledad me cala hasta los huesos y me impregna los brazos y las piernas y el rostro sereno y pálido. Nunca logro que mi rostro refleje lo que siento. Quizás debería llorar, la lluvia de afuera moja calladamente la plaza, limpia el empedrado de los restos de la feria que hubo por la mañana. Hay un perro negro y flaco que husmea en los restos de verduras. Parece estar hambriento y se moja y me acompaña y me distrae por un rato, antes de irse por la calle que sale hacia el puerto. Y entonces me doy cuenta de que yo conozco esta ciudad. Se muy bien donde están la iglesia, el municipio, el cementerio y el puerto. ¿Por qué no puedo reconocerme? ¿Dónde están mi padre, mi madre, mis abuelos? ¿Y las tías? Nadie. Para atrás no hay nadie. Y hacia adelante esta sensación de espera, de alguien que me debe algo o que me reclama algo. El presente es esta piel, estos huesos y la carne dolida, no de dolor sino de tristeza. Machucada por los sufrimientos pero sobre todo inerte, incapaz de sentir más. Es una noche larga, la de la espera. Una forma de acortaría sería adelantar la muerte pero es necesario un valor y una fuerza que ya no tengo. Tuve valor antes, cuando tenía veinte años y soñaba futuros de sol. Cuando creía con certeza que el sol aclaraba cualquier noche por oscura y lluviosa que fuera, cuando no había crímenes en mi haber, cuando la piel no estaba cansada y seca. Miro la lluvia interminable, el perro que se aleja, unos focos de luz diluidos por la lluvia en torno a la plaza circular. Las casas de inquilinato como la que me cobija están a oscuras. Están deshabitadas o quizás todos duermen. Ya no puedo esperar más, me alejo de la ventana. Encuentro un sillón y unas mantas, me acuesto para dormir, así vestida como estoy, me abrigo aún más, voy a dormir, a soñar con el día. • • • Desde hace una semana espero que llegue el jueves. Hoy es jueves, día de primavera, jueves de octubre. Me levanto bien, casi alegre, me preparo para desayunar frutas y queso y té con leche. También les llevo a mis hijos el desayuno a la cama. El sol entra a raudales por las ventanas de los dormitorios. Al prender la radio también se inundan de música las dos habitaciones del apartamento. La dejo encendida para que ellos, mis hijos, se despierten alegres y me voy a una reunión de trabajo, que he combinado hace bastante tiempo, con unos colegas. Es para preparar un trabajo en el que he decidido no participar. La reunión es buena, la decisión de no seguir colaborando también es buena y bien aceptada por los demás. Almuerzo en un bar del centro. Estoy contenta, esta noche voy a salir con un hombre que me interesa. Estoy contenta. Voy a la peluquería. Paso dos horas, haciéndome lavar el pelo y peinar, y leyendo esas revistas de mujeres que sólo me permito leer en la peluquería pero que, en realidad, me encantan. Cuando termino, decido caminar un rato por la ciudad y la gente me mira y se sonríe. Me entretengo en las vidrieras de los comercios y elijo una blusa nueva para usar esta noche. La compro. Las horas pasan livianas y alegres. Vuelvo a casa. Mis hijos no están. Pongo de nuevo música en la radio. La llamada que espero para concretar la cita es a las nueve y media. Son las siete y media. Me voy a bañar, a poner cremas, y vestirme y pintarme y perfumarme. El pelo me quedó bien. A las ocho y media estoy lista. Hace una semana que dejé de fumar pero en este momento las ganas de fumar son irresistibles. Tengo que salir a comprar cigarrillos. Cuando vuelvo de la calle, empiezo a esperar. Nunca estuve tan segura de que el teléfono fuera a sonar. Es mi segunda oportunidad. La vida no ha sido fácil pero todavía quedan buenos años para vivir. El tiempo parece enlentecido. Cada cigarrillo se fuma en cinco minutos. Cada vez que enciendo uno, pienso que antes de terminarlo el teléfono va a sonar. El me lo dijo claramente: "Te llamo el jueves cuando termine de trabajar". Cinco minutos cada cigarrillo y espero otros cinco minutos para encender el siguiente. Ya he fumado seis. Hasta las diez y media es lógico que pueda demorar la llamada. Cuando son las diez y media pienso que puede ser hasta las once. No hay por qué angustiarse, esta vez es distinto, tengo la certeza de que me va a llamar. No sé por qué recuerdo otras veces, otras esperas. Estoy en otro momento, no debo dejarme invadir por los malos recuerdos. Este hombre es diferente. Pero son las once y el teléfono no suena. He fumado mucho, casi me duele la garganta; me levanto y me acerco a la ventana. Afuera hay una llovizna, fría y persistente. Es una plaza circular, hay un perro negro que husmea entre los restos de comida de la feria que hubo por la mañana. Son las doce de la noche, voy a dormir en el sillón, traigo unas mantas del dormitorio. Me pregunto si habrá sol, mañana. |
Sonia Calcagno
El País Cultural N° 297
14 de julio de 1995
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