El día en que bautizaron al mar. de "Por mar y por tierras" |
Volviendo al tema de los bautismos: no siempre se bautizaba a los recién nacidos. Mientras nuestro pariente, el marino Giacomo Calcagno, seguía cabalgando sobre el océano rumbo a América del Sur, y se hallaba ya bastante próximo a arribar al anchuroso río parecido a un mar, por los mismos días, en la costa italiana de la misma Arenzano de la que aquél partiera, tenía lugar una nunca vista ceremonia que era -hay que reconocerlo- bastante disparatada: U batesimu du mar (el bautismo del mar). Consistía en una liturgia colectiva de todo el pueblo de Arenzano, a la que se le asignaba un contenido emocional e intensamente poético. Hombres, mujeres, niños, llegaban en procesión hasta la orilla misma del Mediterráneo y en él volcaban grandes baldes de agua de pozo, mientras los monaguillos desfilaban portadores de antorchas y el Cura iba rezongando solemnes letanías incomprensibles, y terminaba asperjando con un hisopo embebido en agua bendita las rompientes del propio mar. Fue una fiesta de campanillas en todo el sentido de la palabra, no sólo por el brillo que le prestaba al acto el pueblo entero, sino porque las niñas pequeñas iban agitando unos cencerritos de hierro que soltaban alegres, aunque algo ásperos, tintineos. En un comienzo esta fiesta había sido inventada y propiciada por la frondosa imaginación de varias mujeres del lugar ¡ con el objeto de bendecir las aguas el día de la Virgen; pero después la gente misma de Arenzano, al ver los artilugios a que se recurría, las procesiones de vecinos y vecinas alzando velas y estandartes; al sentir el repiqueteo de las campanillas y el toque enloquecido de las dos campanas de la Iglesia Mayor, no tuvo ocurrencia mejor que llamar a todo este sacro bochinche "U batesimu du mar", según quedó dicho. Y con ese nombre se lo reconoció en lo sucesivo. Era un primor ver desfilar a las doncellas de la región, cubiertas de flores blancas la cabeza, portando cirios también blancos en la mano; en tanto que las viejas arrastraban largos mantos de gala por las veredas arenosas. Iban todas con porte de reinas, envueltas en una especie de capa pluvial de tres metros de largo, que cubría las cabezas y caían a un costado de cada hombro y se desplegaba como una cola de sirena o de gentildonna, ya fuera que la llevaran con el mismo orgullo las mujeres de pueblo o de la burguesía. Y aquí aparecía siempre, encabezando el cortejo, un personaje algo extravagante que todo Arenzano conocía y festejaba: una tal Caracoleta Miú Miú, quien, para muchos, había sido una de las musas inspiradoras del famoso "bautismo del mar". Se la veía marchar a la cabeza de la comitiva, vistiendo hábito de San Antonio (nadie sabía bien por qué), muy fresca y oliendo a esencia de rosa y a salitre, con un lejano y casi encantador tufillo a bacalá, que se entremezclaba a los aromas del incienso. Cierta vez, en una de estas procesiones, un Calcagno se interpuso -en su marcha extasiada hacia el mar. Era un rosado chiquilín que se escapó de las manos de su madre y se puso a bailotear burlonamente delante de Caracoleta. La mujer se enfureció al sentir que se reían de ella y se puso a mascullar como si rezara: Fil de demún, lascia u Sant Antún! Pero no contenta con dirigirle este conjuro lleno de iracundia, y viendo que las burlas del Calcagno niño no cesaban, se agachó prestamente, recogió una piedra del suelo y se la arrojó con tal puntería que le dio en mitad del pecho. El chico -que se llamaba Giuanín (Juancito) Calcagno, y era hijo de un Nicoló, hijo a su vez de un Giácomo- rompió a llorar con tal estruendo de ayes y lamentaciones que hizo callar a las campanas y a las campañillas con sus alaridos. Chillaba el infante sin dejar de acompañar la procesión, y las salmodias del Cura cada vez se entendían menos. Entonces Caracoleta Miú Miú, apiadada del niño que ella había lastimado, le gritó en medio de la ceremonia: - Gíuanín, sta zitto! Es decir: "Cállate, Juancito!" Y agregó: "Esta noche te daré el pan de San Antonio empapado en menestrún de acíbar". Y Juancito Calcagno se quedó zitto, zitto (callado, callado) porque le pareció que Caracoleta Miú Miú era propiamente N'a strega (una bruja), con aquel hábito tan imponente que llevaba. Pero Caracoleta no tenía nada de bruja. Era una buena mujer de aldea, con delirios entre místicos y de grandeza. Así, había mañanas que se levantaba creyéndose reina, y pasaba de cabeza altiva y porte majestuoso, llevando alzado un gran cetro de berenjenas. Otras veces, ostentando sobre su persona un mésere desgarrado y mugriento los días de Viernes Santo, se adornaba con una ristra de ajos como si fuera un collar. En ocasiones, recatada y puntillosa, amanecía vestida de negro de la cabeza a los pies, y -arrastraba un rosario gigante que ella misma había fabricado con bellotas o castañas durante las duras noches de invierno. Con frecuencia sorprendía al vecindario vestida de albañil, con falda de tela marinera, gruesa y azul (la que después se convertiría -como ya contamos- en el blue jean de los americanos), que ella misma se fabricaba con retazos robados a su marido cuando éste traía varios rollos del mercado. Una vara por acá, otra vara por allá, y al final Caracoleta se aparecía de falda basta, blusa arremangada y delantal de albañil, con el clásico gorrito de papel de diario en la cabeza, y el martillo, la escuadra y la plomada amarrados al cordón de cuero de su cintura. Entonces iba de casa en casa blandiendo su cuchara de albañil para ofrecer sus servicios como reparadora de paredes carcomidas por la humedad, o levantadora de muretes de piedra o de brocales de ladrillos pelados. Pero todo lo hacía torcido, porque no se fiaba nunca ni de la plomada ni del nivel, y sólo se guiaba por lo que el ojo le dictaba tomando como punto de referencia la superficie del suelo donde realizaba su trabajo... No es de extrañar, entonces, que los muretes le salieran jorobados, los brocales con altibajos y las piedras desniveladas y tortuosas. Sin embargo ella se sentía feliz con sus "obras maestras" y recibía agradecida. La retribución que quisieran darle: dos palancas (monedas) de cobre, que ella mordía antes de guardarlas para asegurarse de que no fueran falsas; o si no, una gallina o tres docenas de huevos con que solían pagarle su jornal. Entonces ella llevaba huevos y gallinas envueltos en su mésero, repartía los huevos entre los pobres del lugar y le llevaba la gallina al Cura para que la sobrina de éste -que era tan piadosa como solterona- le hiciera un sustancioso caldo a las parturientas del Ospedale... |
Por mar y por tierras
Celia Calcagno
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