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“Toma de conciencia”
de "El nieto de Dios"

Ángela Cáceres
anaeluy@yahoo.com.ar

 
 

En este rodeo de depredadores, las flores redimen. Se redimen. Un momento en la planta. Al siguiente en un vaso. Del jardín a la ventana, de la ventana a la mesa. Del follaje, al lecho de hojas y a la hierba.

De la copa al cemento. Me pongo los lentes para mirar mejor los crisantemos. Cada crisantemo. Los pétalos, cada pétalo. Un desborde, un estallido, una cadena de soles, mil pétalos de oro puro, de incandescencia. Una hoguera llena de pensamientos, cantos inesperados, asaltos enigmáticos. Y la razón hecha polvo.

Ahora sorprendo los secretos de los instantes. Los doy vuelta... y dejo caer diversiones y encantamientos.

De niña no era así. Es decir... al principio si. Todo ocurría en tanto estaba ocurriendo. Nada se salía de los instantes. Y no me perdía ninguna maravilla. Me alegraba sin derrochar nada. Como ahora.

Pero... después, todo lo bueno comenzó a quedar preso en el pasado, o sucedía en otra parte, lejos, inalcanzable. Los sueños se dispersaban como arenales al paso del viento.

¿Cómo se mantendrá el espíritu de la belleza en un asentamiento, en un cantegril, en una villa, en un campo de refugiados, en una reservación? Él no puede morir.

¿Será que se mantiene sano por las miradas, por las percepciones que lo descubren?

Seguramente ha de brillar en los ojos y en las sonrisas de los niños sobrevivientes, en los que no se hundieron del todo, en los que, aún viviendo sumergidos, sacan la cabeza para respirar, y en todo el cortejo de criaturas silvestres, resistentes, empeñadas en animarlo todo.

Yo sobreviví al sismo familiar. Mi mente brillaba pero sólo para mí en el gran espejo que me asustaba. ¿Por qué toda esa luz? Pero en tanto podía verme con semejante claridad... los demás pasaban de largo o a través de mi. Hablaba y las voces y risas de los grandes tapaban mis palabras. Entonces las palabras se mutaron en balbuceos y luego se deshicieron. Quedó el silencio. Un largo silencio. Lo que no cambió fue mi herida de la mejilla. La fea marca con que nací.

Con el tiempo me fui con un circo y me convertí en payasa. Solo cuando me cubría de pintura la gente me veía, pero la pintura oprimía mi verdadero resplandor. Así crecí.

Hoy, ahora ya no necesito pertenecer a un circo. Ya la vida es un circo. Un circo que no tiene nada que ver con aquel en que yo existía como la payasa Mirita.

Aquel era un buen circo, con un suave equilibrio entre normas y flexibilidad.

¿Quién que no sea flexible podría actuar en un circo? Y, ¿quién que no sea disciplinado podría mantenerse vivo en él?

La vida ahora se parece a un circo mucho más antiguo. A un circo romano, quizá, con un público cruel, ávido de sangre, que se conforma cada vez menos con la ficción. En esta clase de circo el rojo ha de ser sangre de verdad y cuando caen las máscaras, caen los cuerpos sin vida, también. ¿Y quién me prestaría atención? Tendría no sólo que pintarme mucho más sino revestirme de acero y de púas para defenderme y lastimar al mismo tiempo. Entonces, ¿quién me reconocería? Pero, ¿qué digo? ¿Alguien me conoció alguna vez?

Quizá... por la cicatriz...

¿Cómo fue lo del circo? Resultará increíble pero me fui por el amor de una elefanta. Una mañana volvía de la escuela y, al llegar a la esquina de mi casa, vi a la elefanta en el medio de la calle. El tránsito detenido, gente amontonada y la elefanta corriendo. Dando varias vueltas a la manzana. Viéndola, pensé que lo que decían algunos cuentos era verdad. Si una elefanta podía correr en medio de una calle céntrica, los árboles podían hablar, y los globos escaparse. Comprendí que la vida verdadera era otra cosa. Otra manera de contar. Y, entonces, la elefanta, con su sombrero florido y lleno de cintas, dejó su rumbo, se vino hacia mí y se echó a mis pies. Tan enorme y amistosa, me miró. ¡Una elefanta fue el primer ser que me vio, que me prestó atención. Supe enseguida que escuchaba el batir de mis pensamientos. Y también comprendí claramente que esperaba que me subiera a su lomo. Así que largué el delantal y la cartera de la escuela y me subí.

La elefanta levantó vuelo y me llevó a su circo, del otro lado del mar. Allí fue donde empecé a pintarme toda para que la gente me divisara haciendo morisquetas y cabriolas, tocando el tambor y riéndome del mundo dejado atrás. Pero, después de las funciones, cuando me metía en la tina y quedaba sin pintura, mi elefanta venía con los otros animales y me rodeaban con los ojos muy abiertos. Ellos sí me veían. Yo también les veía el corazón de los ojos. Nada había que decir. Conociendo nuestra verdad, nos bastaba la inocencia para alegrarnos.

El dueño del circo protestó al principio: no quería líos con niñas robadas. Pero la elefanta se mantuvo firme y yo juré mi libertad. Desde entonces creo que sólo me recordaba cuando leía mi nombre en el programa: “LA PAYASA MIRITA BAILA Y HACE MAGIA”.

No fue mala mi carrera como payasa. Coleccionistas de autógrafos y programas me agasajaron por varios años. Creo que fui un tanto real para esas personas. Hoy todo aquello no es más que algo de niebla donde vislumbro a mi colosal socia, la elefanta Dorita. Ojalá todo volviera a suceder. Pero la noche en que me trajo de vuelta a casa... sabíamos ambas que no volaríamos juntas nunca más. Una payasa jubilada, con las piernas hinchadas, reuma, demasiada melancolía, alergia al redoble del tambor y a los gritos y los aplausos, con deseo de reposo y silencio... no tiene esperanza. No habrá más contratos. Y no cuento la cicatriz de la mejilla...

Pero, aunque no puedo ser más aquella niña aventurera... aún me queda poder. Todavía nacen crisantemos en mi sombrero y avena salvaje en mi cabello. Las flores se multiplican en este pequeño cuarto, se amontonan sin manos que las reciban y, sobre todo, porque no se marchitan. Son incandescentes.

Pero todavía queda una ventana en mi vida, y un árbol que, desde la calle, me mira llorar. Aunque ahora el llanto es diferente. Ya no traza surcos en las gruesas capas de mi maquillaje. Ahora empapa y enfría mi carne, y las lágrimas desbordan los dibujos de mi piel marchita. Ay, es un dolor, un llanto que ya es parte de mi piel, que los poros resecos agradecen. Así como los ojos que, anegados, pueden ver cosas que secos no podrían. Cada lágrima es un prisma, un diamante lleno de arco-iris. Y el mundo, aún este limitado mundo mío, resplandece de revelaciones. ¿Será éste el secreto del dolor? ¿Es la pena la portadora del tesoro de otra manera inaccesible? Lo que algunos llaman “despertar”... ¿será ésto? Dejarse arrancar de un lado y de otro sin respeto por las primeras raíces, hasta que los desgarros y trasplantes se vuelvan habituales, como respirar?

Y la pena que destila sueños imposibles desde los lugares de paso, siempre equivocados, siempre inadecuados... hasta ese instante sagrado en que la roca se quiebra y el agua viva se libera... y queda justificado todo ese dolor.

La elefanta no volverá. Y, sin ella, aún recuperando mi resplandor, no podría encontrar mi circo. No conozco las rutas del cielo.

Ignoro el nombre de aquella ciudad que rodeaba la carpa... porque jamás fui más allá de las intrincadas lonas y de los carromatos. ¿Para qué? Allí tenía todo. En mi vida me habían cuidado tanto. Especialmente  el tigre. De día era una fiera entrenada y celosa, mantenía las distancias y ponía todo su vigor en los ojos. Lo sé, lo recuerdo bien; a nadie miraba como a mí. Y los rayos que soltaba de sus ojos lo atravesaban todo. Lo sólido se disolvía, lo opaco quedaba transparente. En verdad... por bastante tiempo le tuve miedo. Se relamía y yo tenía el impulso de tantear mi cuerpo como si pudiera faltarme un pedazo. Hasta aquella mañana en que, a escondidas, intenté probar los trapecios y la gravedad estuvo por devorarme. El tigre me salvó. Me atrapó en el aire y me recostó en la arena con suavidad de madre. Como me desmayé, después supe que, cuando nos encontraron, el tigre tenía una mano sobre mi pecho y la otra sobre mi frente, en tanto soltaba el aliento sobre mí. Así supe del amor del tigre. Fue por el tiempo en que me puse linda. A mi alrededor iban y venían susurros... “la niña ahora es mujer, y hermosa...” repetían. Lo extraño era que jamás hubo nadie cerca cuando me quitaba la pintura. ¡Yo no era más que la payasa Mirita. Así supe que eran los animales los únicos que me veían tal cual, con o sin pintura. Ojos inocentes que sólo percibían lo esencial. Y así existí de verdad sólo para ellos.

Pero ahora estoy sola, con mi alma atrapada en esta payasa retirada, incapaz de hacer algo en este mundo tan bajo. Pobre alma, me duelo por ti. Con tantas luces no te merecías esta niña crónica que se ha envejecido sin crecer. ¿Cómo se hace para vivir aquí? Las pinturas están rancias. No hay manera de reanimar a la payasa Mirita. Y la elefanta voladora se quedó lejos. Demasiado lejos. En sueños la he visto alguna vez atravesando lugares que no parecen de esta Tierra.

Los crisantemos refulgen, inundan de luz el cuarto y luego languidecen, cada vez más pronto. Antes no era así o yo no me daba cuenta. Sin duda se marchitaron siempre, como todo. Como yo.

Alma mía, háblame. ¿Qué hice con mi vida? ¿Hay algún sentido en el circo, en mi trabajo en aquella pista? ¿Era mi destino estremecer niños bajando mariposas y recoger risas y lágrimas de los jóvenes y los viejos? ¿Y dejar escapar todos aquellos globos que se volvían pájaros cuando la gente olvidaba?

A los cinco años tuve un sueño. Veía un ómnibus con el motor en marcha en un cruce de caminos. Mi padre estaba ahí, con los ojos cubiertos por unos lentes muy oscuros. Yo sabía que estaba a punto de irse. Aunque no podía ver sus ojos yo sabía que estaba muy triste. Desperté llorando y le conté a mi madre que papá había muerto. Ya sabía que viajar era morir. Y así fue. Mi padre a través de mi sueño se fue para siempre. Mamá no se repuso de la pena; se escapó de sí y nunca pude saber por donde andaba. De manera que me quedé sola. Por primera vez. Aunque también es verdad que tías y tíos me adoptaron. Entonces comencé a comer a las horas que ellos veneraban, soporté que me vistieran a la moda de las niñas obedientes, sombrerito, guantes blancos, organdí... Pero nadie me escuchaba. Así encontré el país del silencio. Región misteriosa y poco frecuentada. Me gustaba perderme allí. En su profundidad descubrí una tremenda fuerza de atracción. Ahora me parece comprender que esa fuerza trajo a la elefanta voladora hasta mis pies. Porque yo tenía que existir para alguien, después de todo. Y aprender a ganarme la vida. El trabajo de payasa era perfecto para mí. Me pintaba toda, de la cabeza a los pies y lograba una presencia. Si no me escuchaban era seguro que me veían. Cuando me pintaba toda de rojo, cuerdas y lonas se agitaban, el aire bramaba, los hombres se removían en los asientos y los niños se quedaban muy quietos, en tanto las mujeres parecían irritadas. Y, en sus jaulas, los animales giraban quejándose, como oliendo tormenta.

Cuando elegía el naranja... la gente no festejaba mis cabriolas. Se hacía un tremendo silencio y mis manos se relajaban tanto que no podía hacer ningún malabarismo. Pero si aparecía toda amarilla la pista se llenaba de crisantemos (¡claro!) y girasoles, entonces la gente sí aplaudía y salían resplandores de todas las manos. Pintada de verde, en cambio, arrancaba brotes en la arena, la pista se cubría de hierba, de flores y caían lluvias de mariposas sobre la gente. Las mujeres se prendían en el pelo los claveles que podían atrapar, o mordían los tallos de las anémonas o se ponían los lirios tras las orejas. ¡Era hermoso!

Cubierta de azul... ¡levitaba! Flotaba, planeaba suavemente encima de la pista, como un pez dentro de un acuario azul y, luego, algo me impulsaba hacia el público, y lo envolvía y acariciaba con mis auras expandidas como enormes alas. Y todos se ponían a cantar muy, muy bajito. Y, cuando terminaba mi actuación, todos se miraban unos a otros, azorados, como despertando. Pero nada, nada me gustaba tanto como pintarme de violeta. Me paraba en el centro de la pista jugando con clavas y pelotas, los músicos dejaban los redobles y emprendían una melodía muy dulce, como el corazón del acebo, y la gente creía que era Navidad; se abrazaban y se daban besos. Pero... lo mejor era cuando dejaba la pista y me retiraba caminando entre las jaulas, hacia mi carromato. Porque los animales, echados, con las patas y las cabezas pegadas a los barrotes, me iluminaban con sus ojos.

Vestida de blanco... sencillamente desaparecía. El público protestaba, silbaba. Nadie se daba cuenta aunque yo estaba ahí llevando a un caballito mágico de la brida. ¡Y sobre mi bajaban tantas abejas, golondrinas y ángeles que quedaba aturdida, atravesada sobre el lomo del caballo pequeñito que me sacaba de la pista, repentinamente loco. Como yo, loco de felicidad.

Sólo una vez me vestí y me pinté toda de negro. Fue una sola vez porque no me gustó lo que apareció. Ni el frío que nos hizo temblar a todos. Así que... con el negro nunca más.

Después, el dueño del circo, incómodo con todas aquellas alteraciones, me obligó a vestirme como todos en el circo, con todos los colores al mismo tiempo, de manera que mi trabajo se me volvió rutinario y empecé a languidecer. Y le habría pedido a la elefanta que me llevara la vuelta... si alguien que me importara estuviera esperando por mí. ¿Pero quién?

Si por lo menos mi maravilloso teatro, aquella adorada miniatura no hubiera desaparecido tendría un motivo para volver y sumergirme en mis primeros sueños. Pero... ¿qué quedaba de aquellas diminutas escenografías, de aquellos telones con transparencias... y de las pequeñas luces con sus alargadas sombras sobre el fondo misterioso, inalcanzable, lleno de promesas que me llamaban y espantaban al mismo tiempo?

Ese lugar oculto en el fondo de todos los escenarios, aún de los pequeños. Quizá allí se oculta la dicha que nunca tocamos. Pero mi teatro ardió. Lo quemaron y me ofrecieron sus cenizas sonriendo. ¿Cómo volver?

Por eso el circo era un mejor lugar para mí. Con todos aquellos hermosos animales. Y, muy pronto, cuando el león más viejo se preparó para morir, encontré un poderoso motivo para quedarme. Pedí permiso para cuidarlo y aprendí a navegar en sus ojos dorados, detrás de la niebla creciente de sus pensamientos. Pronto, inmóvil en su jaula, se negó a comer. Sólo aceptaba agua de mis manos. La melena comenzó a ralear, desapareció y, entonces, le salieron alas. Salió de la jaula suavemente dejando un hueco en el techo y levantó vuelo.

De pronto me doy cuenta que hay menos crisantemos. Cada vez menos. En cambio cada vez hay más niebla. Toda la casa nublada. Las ventanas rechazan el sol. Caen gotas. Llega el viento y se desata una tormenta. Recorro esta casa tormentosa y atormentada sin encontrar la razón de mi retorno. ¿Qué estoy haciendo aquí? Me estoy resfriando. La bruma, la humedad me hace toser. ¿Qué está pasando? Me da miedo mirar por la ventana, no me atrevo a abrir la puerta. ¿Qué puedo esperar de la calle? ¿Quién podría venir hasta aquí? ¿Quién querría? Mi pasado está lleno de animales amistosos, de público afectuoso... pero eso era en otra parte donde no sé volver. Aquí no hay nadie. Apenas tengo experiencia con humanos... pero creo que me gustaría tener algún amigo. Estaría bien hablar sabiendo que alguien escucha, que alguien quiere escuchar. Y estaría mejor que alguien me hablara, que alguien se dejara escuchar. Si supiera donde está el mar llenaría botellas con todo lo que escribo. Y en algún lugar del tiempo... algunos sabrían de mí. Algo de mí quedaría entretejido en la trama de la vida. Sin dolor ni ofensa.

Amainó. Una brisa cálida secó la casa, disipó la niebla. No hay crisantemos pero sí hay luz. La luz parece interesada en el espejo y yo también. Me estuve mirando un rato. Apenas me veo sin maquillaje. Pero hago el esfuerzo, necesito conocerme más. ¿Y si el espejo fuera un lago donde me pudiera sumergir? Algo me anuncia una revelación. En la profundidad hay algo para mí. Algo que perdí hace mucho tiempo. Tanto que no podré saber qué es a menos que me zambulla y lo alcance.

¿Y si estuvieran mis padres allí? ¿O el único amante que tuve? Aquel que en el circo venía a dormir conmigo pero que nunca me mostró su rostro. Jamás pude descubrir el momento en que llegaba. Simplemente lo sentía sobre mi cuerpo, o dentro, silencioso y potente, lamiéndome o besándome sin pausa. Sin más que un susurro contra mi oído: “... no trates de mirarme; si me miras, no vendré más”. Y aquel susurro volvía más oscura la oscuridad. Pero una noche, seguramente sin querer, me rasgó una mejilla y al sentir mi sangre desapareció. Y no volvió.

Aún tengo la cicatriz como una media luna. Más profunda que la otra.

Pruebo el agua del espejo. Está fresca y sabe bien. Y me lanzo. Es muy profundo. Mientras desciendo siento que me estoy arriesgando mucho, como si me soltara del trapecio sin red... Espero oscuridad pero, en realidad hay mucha luz en el fondo. De pronto estoy en un jardín, junto a una casa de tejado brillante y cubierta de hiedra. Hay una mesa larga puesta para el té y varias mujeres vestidas de blanco, todas con sombrero menos una que me toma de la mano y me hace sentar junto a ella y me alcanza una taza. No sé quién es pero ella parece conocerme.

-Irma –me dice- Tienes una gota de sangre en la blusa, todavía.

-¿Quién ha lastimado a esta niña en la mejilla? –pregunta una de las otras.

-Algún puma, seguramente. Se escapa y anda siempre entre felinos.

Siento una señal en la nuca, un mechón agitándose. Y diviso ojos de gato mirándome desde la espesura.

No es éste el lugar donde quiero estar. Y desaparezco mientras ellas gritan. No sé qué vida mía sea ésta; pero también aquí me he visto vulnerable y señalada. También aquí la garra de mi amante me marcó.

Sin duda dejo atrás una de mis madres, desolada. Pero nada puedo hacer.

Una de ellas se fue una vez... ahora me voy yo. Atravieso el agua y llego a la superficie del espejo. Aquí estoy de nuevo. No volveré a entrar en el espejo. Pero en realidad sólo estoy tomando aliento y soy empujada sobre el agua. Vuelvo a hundirme y caigo sobre... mi carromato. Atravieso el frágil techo suavemente, como un fantasma. Todo está igual. Mi catre, mi mesa, mi otro espejo. Pero hay alguien allí. Un hombre, de negro, con lentes muy oscuros, se mece en mi único sillón. El no puede verme.

Pero sé que es papá, mi último padre. Entonces comprendo que no se fue de viaje, después de todo, y que siempre estuvo cerca de mí. “¿Cómo no me di cuenta antes?” Hay una pesada lágrima en su mejilla. Una lágrima que le atraviesa la piel. Y comprendo. En realidad, nadie se va. Sólo desaparecen. No los vemos pero están, quizá pidiendo perdón o señalando el futuro.

Pero hay alguien más allí, agazapado en el suelo. Más animal que hombre. Me mira fijo con ojos de tigre, o de puma, o de lobo. No sé. Lo miro, también, y él desaparece arrastrándose.

Quién sea no me amará ni me rasgará más. Porque lo he visto.

Y, serenamente, retorno. Tiro el espejo y me descubro libre. Mi habitación, mi casa está vacía. Ni una flor. Nada. Y todo por descubrir y hacer. Pero, lo primero de todo es salir. Buscar en la calle mi delantal y los cuadernos. Los levantaré y empezaré otra historia sin la elefanta voladora. 

Ángela Cáceres
anaeluy@yahoo.com.ar

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