Vivo a dos cuadras de la estación. Las voces de los trenes fugaces,
suaves, largas, se vuelven grises como humo y niebla al dispersarse. Ya
son parte de mi entorno. Me gustan. Al alejarse dejan algo en mi aliento
y baja una tristeza hermosa.
Anoche soñé que debía ir a la estación muy temprano porque en el primer
tren viajaría mi padre. ¿Llegaría para quedarse? ¿Bajaría un instante
para saludar? ¿Haría apenas una seña tras la ventanilla? ¿O pasaría sin
verme, sin esperar verme, sin saber que yo estaría en la estación?
Hace muchos años soñé con él de pie junto a un ómnibus de larga
distancia a punto de partir. Escuchaba el sonido del motor y trataba de
ver sus ojos grises de perro siberiano pero los ocultaba tras unas gafas
negras. Yo sentía que me miraba y esperaba que me dijera algo. Pero no
lo hizo. Desperté llorando segura de que mi papá moriría hasta que mi
madre me hizo escuchar su voz en el teléfono.
Amanece. Me despierto y urgida por el sueño me visto rápido. Hace frío y
me abrigo para caminar hasta la estación. El día ya es de color gris. Si
hubo verdad en el sueño, mi padre vendrá en el primer tren. Llego a
tiempo. El andén bastante solitario todavía. La voces se adelantan y los
primeros vagones aparecen casi vacíos. Se atropella mi pulso mientras
las portezuelas se abren. Muy poco movimiento. Cuando siguen su camino
no queda nadie en el andén salvo un niño salido del último vagón.
“Pobrecito” me pienso mirando la soledad. Ya está. ¿Qué esperaba? Y
dejo la estación. Una vez más me digo que el lenguaje de los sueños es
oscuro, no dice todo, quizá no tenga que decir nada.
Sin embargo apenas me sorprende que una mano muy chica se tome de la
mía. Precisamente cuando escucho: “Ángela, ¿me llevás a casa?” |