…Maldito Bendito Amor |
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“ Qué rico es el amor poseído cuando hasta su sombra es rica en felicidad. William Shakespeare |
La Rueda de la Fortuna
ha girado bruscamente. Con brutalidad. El verano no ha comenzado y las
hojas se desprenden ya secas de los árboles. Pájaros casi asfixiados
caen como rayos, así cruzan ante las ventanas donde agonizan
prematuramente las plantas con capullos que han intentado en vano abrir. Pero es imperativo
simular que todo sigue igual aunque se desmadren los ríos y estallen las
represas, aunque llueva en tres días como antes en un año. Hay quienes no se dan
por enterados, pase lo que pase. Y están los que sufren más porque
han perdido todo y además la esperanza entre sismos y maremotos. Los calendarios siguen
señalando la inminencia de las Fiestas y muchos todavía se consuelan
adornando pinos muertos o artificiales, cuelgan guirnaldas, eligen ropa
nueva, compran regalos y los esconden. Julia, aunque se va
esclareciendo más, lo que no querría , ha decidido limitarse a recoger
la flor de cada día por mustia que se vea. De manera que contempla lo
inmediato, un horizonte con encuentros de familia, demasiados niños, y
una recepción de fin de año en un hotel con pretensiones de palacio
donde no se puede saber si será o no la última oportunidad de lucimiento
esplendoroso. Julia se mira en el
espejo. Aun se encuentra bella. Pero no hay demasiada ilusión en su
mirada. Saca de su pequeño escritorio una caja llena de fotos. Casi todas
son de veinte, treinta años atrás. Se mira en ellas rodeada de amigos,
vestida de fiesta o disfrazada y una cierta sonrisa se le escapa. Faltan
muchas imágenes. Algunas fueron destrozadas y quemadas minuciosamente,
sobre todo aquellas donde la registraron con Víctor. Pero no pudo
incinerar el odioso, irresistible sentimiento. No. Reconoce una cierta
incandescencia en sus entrañas. La aceptación le fue llegando como el
tiempo. Mujer quemada para siempre. Así es y será. Sólo una cosa ha
cambiado. Inesperadamente. Y es que Víctor viajará desde Ginebra para
encontrase con la familia ahora que el abuelo agoniza pausada,
disimuladamente. Volverán a verse. Julia no imaginó que se atreviera a
volver. Nunca se pensó frente a él de nuevo, como ahora, volviendo al
espejo. El día declina y, en la suave luz que llega de la ventana, la
imagen de Julia, de pronto evanescente, simula dar un salto hacia atrás
en la línea del tiempo. Podría inventar algún pretexto para no aparecer
en la cena de Noche Buena pero al baile de fin de año no podrá faltar
porque todos cuentan con su presencia en el escenario. Ha de cantar cuando
comience el nuevo año, la canción que la ha hecho famosa. También el
abuelo quiere oírla una vez más, vestido de etiqueta, dispuesto a fingir
que la vida no termina. Aunque si fuera sólo por el viejo se quedaría
muda. “Bien, no pensar –
se dice, dejándose caer en la cama -
no pensar en Víctor por el momento. Sólo decidir, sólo elegir el
vestido”. Un vestido como para
matar. Como para matarlo a él, ya que no puede matar el maldito amor. Al día siguiente,
desde la mañana, sale a recorrer boutiques. Se dejó estar con su modista
de manera que ha de encontrar algo hecho, lo suficiente bello pero apto
para recibir un toque personal. Un vestido que pueda combinar con alguna
de las pocas joyas que le quedan. Hay agitación en las calles, el
transporte se demora y en el clima de protesta no deja de sentirse extraña.
Hay muchos
reclamando una canasta navideña para los más pobres y ella
deambula en busca de un vestido. Hasta podría sentirse vana y estúpida.
Pero es Víctor volviendo. Víctor atravesando tiempo y espacio cuando ya
nadie lo esperaba. Y Julia siente en las entrañas que ha de fraguar su
aparición como una estrategia de guerra. Como un castigo, como una
venganza. Hay un lugar en el
tiempo, tal vez no más que en una memoria, donde una y otra vez se repite
un encuentro en una playa. La memoria decae, de manera que la silueta de
los dos que se miran por primera vez cerca de la orilla sobre la arena húmeda
es cada vez más tenue. La delicada rompiente puede verse a través de
esos dos cuerpos cada vez más transparentes. Pero aun se reconoce que el
hombre es algo más joven que la mujer. Luego de la mirada ella intenta
alejarse caminando rápido por la orilla pero él es más rápido y camina
delante de ella, volviéndose para mirarla y hablarle, ignorando la fuga.
Y así estarán por siglos si es que queda quien mida el tiempo y aunque
se vuelvan definitivamente invisibles. Encuentro, mirada, intento de fuga
de ella y firme determinación de él se consumaron y nada podría cambiar
eso. Nada. Después hubo dos
encuentros más en el balneario. Una conversación sentados ambos en el
auto del padre de él, a la noche, y un paseo largo en bicicleta. La única
vez que ella se subió a una milagrosamente. Y luego, por años, los unió
una amistad cada vez más profunda, encubriendo sentimientos que ni uno ni
otra, por alguna misteriosa razón, se atrevieron a interpretar y menos a
expresar.
Cada tanto, sin anunciarse, él llegaba desde Buenos Aires y se
presentaba en la casa de ella en Montevideo y ella lo recibía, con el
beneplácito de la familia, como un hecho natural, inevitable. Tejían
conversaciones larguísimas, llenas de sabor, que se reanudaban con más
intensidad en cada visita y se cambiaban libros, voraces lectores ambos.
Un día ella lo acompañó al puerto. El abordaría un hidroavión, tal
vez el último viaje de una decadente compañía, y ella lo vio alejarse
confundida, preguntándose por primera vez qué pasaría después, hacia
donde serían conducidos. Hubo un largo tiempo de
cartas, cartas intensas que luego, de a poco, se fueron espaciando. Después
silencio. No hubo ya ni cartas,
ni llamados, ni fotos, sólo tarjetas de Navidad y cumpleaños casi
impersonales que también se fueron demorando hasta desaparecer en tanto
la familia iba olvidando al chico simpático y fiel de la otra
orilla...menos Julia. Posiblemente hubo otra
visión, o tal vez varias, del proceso seguido por la amistad de aquel par
de jóvenes. El siguió contemplando por largo tiempo a la mujer de la
playa, una aparecida de ojos vibrantes que le sostuvo la mirada con cierto
atrevimiento para luego fingir una huída. La vio más grande que él,
segura de sí, sonriendo con benevolencia como si él no fuera más que un
niño. Es cierto que también a él las imágenes se le fueron
desvaneciendo hasta perderse en la idea, ya casi abstracta, de una mujer
imposible, inaccesible, que jugaba divertida a recibirlo, a escucharlo, a
leerle cosas como si estuviera destinada a despertarlo. Pero no más.
Después, perdida la esperanza, dejó perder también las ganas de
escribirle. Porque no faltaron testigos ofreciendo otras demoradas y
gastadas visiones de una relación incompleta, despareja, considerando que
ella se iba convirtiendo en una especie de diosa para muchos. Para otros.
Jamás para él. Seis o siete años
después, él reapareció. Repentinamente, también sin anunciarse y no
sin haber temido que ella hubiera cambiado de casa. Dejó, en una
madrugada, por debajo de la puerta, por las dudas, una tarjeta con la
dirección y el teléfono de un hotel del centro, perdido el derecho de
tocar el timbre y entrar sin más, como solía. Esperó dos días y, en la
mañana del tercero, ella lo llamó sorprendida y acordaron encontrarse
tarde, en la noche, como para ir a bailar, algo que nunca habían hecho.
Salvo el ligero beso en la mejilla de los saludos, nunca se habían
tocado. Y así fue que, en plena pista, ya bailando, al tomarla por la
cintura y recostarla a su cuerpo, que se había estirado mucho desde el
primer encuentro, él se estremeció
como si nunca hubiera estrechado a una mujer. Pero lo inesperado,
lo insólito, fue todo lo que empezó a comunicar el cuerpo y la voz, y la
entrecortada respiración de ella. El beso que se dieron más tarde en una
de las calles de Punta Carretas, el beso que mas bien se robaron uno al
otro, fue lo que el tiempo no pudo vencer, ni despojar del fuego. Por
instantes, caminando demudados y encendidos, ella se sintió victoriosa,
completamente dueña de él, hasta que él abruptamente le confesó que
estaba casado y que su mujer esperaba un hijo. -No
la amo – dijo - pero la embaracé. Hice lo correcto. -¿A
eso viniste, a contarme que hiciste lo correcto? -No.
Vine por negocios. Pero necesitaba verte una vez más, al menos, Julia.
Tampoco estaba seguro de que quisieras verme. Me sorprendió que me
llamaras. -Ah...te
sorprendió. ¿Y ahora qué? Julia
se sintió caer. El siguió hablando pero ella, a medida que se hundía en
su propia sombra, no pudo entender nada más. Cuando reaccionó, estaba en
un taxi con un chofer desconcertado porque ella no sabía donde iba. Y la
reparación a su imbatible orgullo fue una casi impuesta encamada con el
conductor. Lo mismo que si se hubiera vaciado una botella de vodka, o
engullido una tosca, quemante grapa, como solían algunos
hombres desesperados. Sólo
días después supo quién era la mujer de Víctor. La menor de sus
propias primas. Una mosca muerta que viajaba por sofisticados talleres y
cursillos a Buenos Aires y que alguno vez ofició de correo entre ambos.
Después se quedó en la poderosa y contaminada ciudad pero jamás nadie
la relacionó con Víctor. Julia intuyó, más tarde, que su prima debió
destilar algún veneno en los oídos de Víctor, susurrándole las
historias de sus aventuras, que escandalizaban y movían las imaginaciones
de la familia. Porque todo lo de Julia era así, ambiguas, confusas
historietas de poder sobre hombres descartables. Pero
con Víctor fue, pudo ser, totalmente diferente. La
pareja no se dejó ver en Montevideo y al cabo de unos años fue a dar a
Suiza, precisamente a Ginebra. Trabajando ambos. Pareció que se hundieron
en el olvido y nadie volvió a nombrarlos. Como al hijo que no les llegó
a nacer. Hijo o ardid de la intrigante prima como alguno llegó a pensar
antes de borrarlos del todo. Finalmente,
ahora, han de verse por fuerza porque el moribundo abuelo reclama a toda
la familia cerca. Y Malena, la insípida nieta menor, cuyos padres no son
más que ceniza, no será la excepción, ni su marido. Por eso Julia
recorre la ciudad en busca de un vestido. Un vestido de esos que se ponen
una sola vez, un vestido memorable. -
Abuelo...esto será un trago amargo para Julia. ¿Es tan importante
para ti ver a Malena, también? Yo ya ni me acuerdo de su cara. Si viene
Malena...viene Víctor. El
abuelo recostado
en una mecedora, la camisa entreabierta y dándose aire con una
pantalla, todavía tiene ánimo para reír. -
Será la lección que Julia merece. Ha caminado sobre mucha gente.
Ha bailado cuando muchos agonizaban y se ha vestido de rojo en los
velorios. Me hará gracia verla bajar los humos alguna vez. -
Julia no va a cambiar. Apuñalarle el amor propio no servirá de
nada. Y tal vez no resulte nada bueno para el propio Víctor y menos para
Malena. -Ah....la
pequeña hipócrita también merece un sismo. Además, querida Olga, todos
ustedes se han vuelto demasiado aburridos. Algo de drama en la
familia....me vendrá bien. Tengo que disfrutar mi último acto. Se
buenita y haz que me preparen café con hielo y jugo de limón. La
nieta mayor, la más formal, se aleja moviendo la cabeza pensando que el
viejo debiera tener otros pensamientos dadas las circunstancias. Cuando
vuelve con el café el abuelo la mira de otra manera. -
Olga...ya se me pasó la bronca con Dios.
Negociar...deprimirme...no me sirvió de nada. Ahora que empecé a aceptar
la muerte...quiero algo de fuego, algo de loca pasión cerca. Pero no te
engañes. Los quiero a todos. He sido bastante perverso pero también
quiero ser compasivo ahora. Pero no tan compasivo que no me permita
divertirme un poco más. Sólo un poco más, Olga. Y no te enojes conmigo. Olga
le quita el sudor de la frente con un pañuelo delicado y luego lo besa. -No
puedo enojarme. Todavía eres bastante encantador. El
viejo ha tomado un color ligeramente verdoso, pierde peso
vertiginosamente, huele mal, pero no se sabe cómo consigue alargar ese último
acto y mantener demorada a la muerte. Los médicos se asombran, y casi
todos están hartos a su alrededor. Salvo Olga. Para
la Noche Buena han abierto el enorme comedor y aprestado la larguísima
mesa. La familia es grande. Se han recibido docenas de flores y obsequios
ostentosos entre menudencias que se fueron dejando caer al pie del abeto
de siempre, más decaído de Navidad en Navidad y que el viejo nunca
permitió tirar. Olga no recuerda otro mientras le instala las luces. Tomarán
un cóctel media hora antes de la medianoche y la cena se servirá después.
Las hijas mayores, la madre de Olga entre ellas, irán a la iglesia,
quiera o no el viejo padre, ateo hasta la médula. Una devoción fiel y
extraña ya que en muy poco dejan ver la práctica de la fe. Olga se ha
hecho un diminuto pesebre junto a su cama porque ella si, aun sin estar
segura de nada, siente y celebra en secreto el encanto y el espíritu
perdido de la Navidad. Y le gusta imaginar la mesa puesta no para la
familia sino para alguna de esa gente hambrienta que duerme en la calle
cerca de la mansión del abuelo. El
24, la víspera de Navidad, Julia no consigue zafar. El abuelo la ha hecho
llamar con insistencia y él mismo la ha llamado exigiendo su presencia. -Este
año me tienes que traer una caja de marrons-glacé. Como le gustaban a tu
abuela. -No
será fácil conseguirlos, abuelo. -Entonces
que sea turrón de Jijona
o jalvá. O animales de mazapán. -¿En
qué quedamos? -En
que te ingenies, reina de las nieves. Aquí te espero, cerca de la
medianoche. Y nada de ropa loca. La Noche Buena no es la Noche Vieja. “Así que “reina de
las nieves”, ¿eh? No es una dama amable, abuelo. Podría hacerte pagar
todo ese machismo recalcitrante de sultán aun a las puertas de la muerte,
viejo patético. Siempre te molestó que siguiera mi santa voluntad y una
vez más voy a molestarte, abuelo, como paradigma de la liberación que
soy. Si el 31 a la noche volveré a cantar será porque el canto ha sido
la última razón de mi vida....después que todo murió. Ya no quedan
ilusiones, viejo. Sólo castigos y venganzas”. De manera que Julia
compró una caja de dátiles y otra de higos abrillantados con nueces que
el abuelo odiaba porque se le pegaban a los dientes y se apareció cerca
de la una de la mañana cuando estaban por servir los helados, el café y
el coñac. Vestida con sus jeans y una blusa negra abierta hasta el
ombligo, con media cara cubierta por los lentes oscuros más grandes que
encontró y el pelo ceñido, caminó por el costado de la mesa y echó sus
regalos sobre
la mesa con la intención de volcar el café sobre el abuelo. -Llegas
tarde. -Lo
siento. No encontré lo que querías. Estuve buscando hasta ahora mismo.
Así que....espero que te conformes con lo que te traje. El
abuelo empujó a un lado los paquetes. Julia sintió que todos la miraban.
Miradas aguzadas y seguramente maliciosas que sólo sintió porque trato
de no mirar a nadie deslizando sus ojos por las paredes sin querer saber dónde
estaban Víctor y Malena. Como siempre, Olga acudió en su auxilio tomándola
de un brazo y haciéndola sentar delante de una colina de crema rusa. -Te
guardé la cena, por las dudas – le susurró mientras le daba un beso
–Feliz Navidad, Julia. -Ah,
es cierto que hay que saludar. Feliz Navidad a todos, lo merezcan o no –
dijo Julia sentándose – Lo siento. No quiero helado ni café. En
realidad cené en otra parte. Algunas
tías se molestaron en responder y pronto todos siguieron conversando sin
preocuparse por Julia quien, apenas pudo se fue a la cocina detrás de
Olga. -No
me sigas, Julia. No lo desafíes así. El abuelo se está muriendo. -Con
mucha energía, por lo visto. ¿Vinieron? -Claro.
¿No los viste? -No
miré a nadie. No quiero verlos. -Y
tampoco que te vean. -Cierto.
Perdón, Olga. Sos un ángel. Esta noche no puedo ser amable con nadie, ni
siquiera contigo. ¿Ellos...me vieron? ¿Me miraron? -¿Víctor
y Malena? Supongo que si. -¿Suponés? -Los
dos vinieron con lentes negros. Como tú. -Ah...la
culpa. No pueden mostrar los ojos. -¿Y
tú qué, Julia? -Yo
no oculto mis ojos. Si pudiera me taparía la cara. Pero nadie usa máscaras
en Navidad. No quiero que Víctor me vea hasta la noche del 31. Olga
no pudo menos que reír. -¿Conseguiste
lo que querías? ¿Tu vestido para matar? -Gasté
una fortuna pero lo tengo. -¿Y
si ellos no fueran a despedir el año con nosotros? -Doy
por sentado que si....ya que obedecen las órdenes del abuelo. -Julia...no
sé si vale la pena. El tiempo hace lo suyo. Tu historia con Víctor es
muy vieja ya...y ni él ni tu son los mismos. -Te
equivocás. Yo soy la misma. Olga
no pudo retenerla. Julia escapó por la puerta de atrás. Y si los
pensamientos se escucharan...por ejemplo los de Víctor... serían algo así
como “siempre fugándose, siempre”.
De pronto, mientras ordenaba el coñac, Olga se acordó de una
omisión. “Me olvidé de decirle algo importante”, se dijo. La
Noche Vieja el hotel que fundara el padre del abuelo resplandecía. Una
imitación perfecta de los hoteles de lujo europeos de comienzos del siglo
XX. Dos
generaciones de ejecutivos llenaban con sus mujeres y sus hijos el salón
de baile. El abuelo sólo permitía orquestas y tenían que ser de
primera. Pagaba bien pero muchos músicos respondían porque
adoraban a Julia. Porque Julia ponía todo lo que tenía en su
canto. Sacaba la voz de una hondura que mareaba a los hombres y
ponía incómodas y celosas a las mujeres. Cantaba con la pasión,
la furia y el dolor de una Billie Holiday aunque a su propia manera.
Algunos decían que merecía ser negra. Porque ese fuego que tenía,
cuando la tomaba toda, hacía arder los escenarios. Y Julia quería un
incendio esa noche. Y si para quemar a uno tenía que quemarlos a
todos...así sería. Su
habitación tenía un enorme balcón sobre la rambla. Un balcón que
miraba al oeste y se estuvo mirando la puesta del sol sobre el río mar.
El sol, rojo como nunca, le prendió fuego al cielo y Julia lo sintió su
cómplice, como si le prometiera algo. -Hermano
sol, quiero brillar como tú – le dijo Julia, sonriendo al ocaso, segura
de ser escuchada. Temprano
había estado probando las luces en el escenario y casi volvió loco al
iluminador hasta que dio con lo que quería. Un resplandor moderado que la
cubriera como una luna llena. Sabía que su voz tenía mucho más poder
que su rostro, y de su cuerpo se encargaría el vestido lleno de delgados
metales, de lentejuelas como escamas, como diminutos espejos que se clavarían
en su carne. -La
luz no debe revelar mi cara, Juan. Mi cara debe aparecer como una
sugerencia apenas. Y quiero que de sobre mi cuerpo...con la levedad de una
primera caricia..¿me podés entender? Y
Julia sabía que Juan podía entenderla y que haría cualquier magia por
ella. Como tantos que la habían amado en secreto y sin esperanza. Sólo
que Juan era fiel, puntual como el sol, como la muerte. Una
sola vez Juan la tuvo. Sólo que ella tan mareada de alcohol, sol y
victorias ni se enteró. Fue en el tiempo de su esplendor, veinte años
atrás, en Punta del Este. Estaban en el hotel San Rafael, casi
amaneciendo, y ella de puro tomar no conocía nada ni a ella misma, con
todo el sol en la cabeza por añadidura y en la piel, quemante de puro oro
como su pelo. Juan la había sacado del escenario ya por completo alterada
y se había resignado a seguirla por varios boliches de moda hasta que se
le quedó sin sentido en los brazos y terminó llevándola al hotel y metiéndola
en la cama. Juan jamás se habría atrevido a tocarla sino fuera que ella
misma sin saber con quien estaba lo obligó a sacarle el vestido y se
abrazó a él arrastrándolo sobre las sábanas de seda y besándolo sin
saber a quien besaba salvo a su propia desesperación o al más perdido
amor. El conoció una manera de amar terrible, casi asesina y se entregó
con la misma voluntad de morir allí si
así fuera necesario. Se devoraron uno al otro y no salieron
indemnes ni las uñas ni los cabellos y los labios sangraron, los dientes
crujieron y la piel de una y otro quedo llena de huellas moradas y
dolientes como el mismo amor. Cuando ella cayó vencida y profundamente
dormida, Juan volvió a la realidad. La miró largo rato y luego se vistió
y se fue con su definitivo secreto. Ella recordó siempre, pero como quien
recuerda un sueño, al amante anónimo sin sospechar jamás de Juan. Y
finalmente dudó de su misma existencia como si aquel amor fuera elaboración
de su propia locura. Cierto que por días su cuerpo dio cuenta de la
verdad pero como nadie volvió a reclamarle esa pasión terminó pensando
que ella misma se había lastimado, loca como vivía. Pero
esas historias poco a poco dejaron de suceder y hasta con el tiempo se
volvieron irreales. Sólo quedó el talento, el arte de Julia madurando. Y
hasta se fue aproximando un tiempo distinto en que comenzó a desear dejar
su canto, ese tiempo en que deseaba estar sola, absorta en sí misma, sin
saber muy bien qué era lo que la transformaba. Sólo iba quedando la
antigua rabia, el viejo despecho, el lastimado y único amor. A
las once de la noche la comparsa familiar llegó al hotel. El abuelo, como
un padrino, fue rodeado con simulada reverencia por antiguos socios y
adversarios domesticados y sus mujeres y sus hijos. Eligió el mejor lugar
frente al escenario y solo admitió a su nieta Olga a su lado. -Confesá
abuelo que admirás a Julia. -Veremos
si conserva la voz... -Canta
menos pero mejor que nunca. -¡Bah,
bah...es una inconveniente mujer. Una brillante prostituta. La oveja más
negra de esta familia. -Yo
no la llamaría así. Jamás recibió dinero de un hombre, abuelo. -¿Y
cómo la llamo? ¿Perdida, loca...? -Loca
estaría bien. Y tiene a quien salir. No creas que desconozco tus hazañas.... -
Ah...eso fue en la antigua era... -¿Y
qué pasaría si te diera el cuero todavía? ¿Por qué fingirte duro con
ella? Por lo que sé sólo has admirado a las mujeres como Julia. -¿Con
quién podría pelear si no? Tuve que soportar a todas esas beatas
catoliconas de mis hijas, aburridas como la madre. -¿Te
obligó alguien a casarte con la abuela? -Así
eran las cosas antes. Tenías que casarte con alguna hembra respetable.
Ahora, luego de la revolución de ustedes, nadie se quiere casar sin
haberse emputecido primero. -Qué
lengua, abuelo. Las mujeres tenemos idéntico derecho que ustedes. El
viejo se echó a reír. -¿Y tú qué? No te conozco aventuras y estás siempre pegada a mí. -A nadie le doy el derecho de meterse en mi vida más privada,
abuelo. Ni a ti. Y si estoy contigo es porque te quiero. Aunque no sé por
qué. Olga se puso de pie. -¿Dónde vas? ¿Te enojaste conmigo? -Voy a reunirme con Julia. Le prometí ayudarla con el vestido. -Querida...es irremediable. Eres la chica buena de la familia. Apenas Olga se alejó, el abuelo hizo señas a Víctor y a Malena. -Quiero que vean el show conmigo. Hace tanto que no te veo, nena,
que te quiero a mi lado, Malenita. Y a Víctor, claro. Quien diría que
el
jovencito porteño terminaría siendo mi nieto. Aprecio Víctor que
hayas venido...teniendo en cuenta tu situación... -De eso no hablamos nunca, abuelo. -Y así se explican muchas cosas, Malenita. -Malena, abuelo. Nadie me llama Malenita. Y no me gusta. -Si, si. Seguís siendo una chica voluntariosa. Jamás podrías
compararte con Julia pero...has mostrado algunas habilidades – susurró
el viejo sonriendo, casi pegando los labios a la oreja de Malena. Julia estaba a medio vestir sacándose el exceso de maquillaje. -Siempre me siento mejor con la cara casi lavada, como a la hora de
la verdad – dijo, besando a Olga. -¿Hay algo verdadero en un show? -Si y no. Diría que cuando comienzo a cantar, si. -Ahora estás demasiado pálida. -Mejor. Querría que mi cara fuera transparente. -Estás hermosa, Julia...Hagas lo que hagas y haga lo que haga el
tiempo contigo. -¿Llegaron? ¿Llegó Víctor? -Si. Hay algo que no te dije... -Te lo ruego. Por favor. No me digas nada ahora, sea lo que sea. -¿Es cierto que sólo Víctor te ha importado en tantos años? -Si. Es extraño, ¿no? No tengo ni idea de cómo hace el amor. Ni
creo que me importe. No hubo mas que un beso. Inolvidable. -¿No hubo nadie más? -Bueno...si. Hubo. Eso creo. No estoy segura, Olga. Aunque
pudo ser algo que soñé. O un delirio de la imaginación.
Fue..hace años, en un tiempo en que tomaba como loca. Pero la verdad es
que anduve una semana como si me hubiera atrapado el hombre lobo. Mordida
por todas partes. -Entonces no lo soñaste, Julia. -No se. En todo caso no sé quién fue. -¿Es posible? -Te lo juro. No tengo ni idea. Pero...si fue verdadero...nadie, jamás,
nunca, me amó así, Olga. Parece que mi destino es perder todo. No hablaron más porque de pronto Julia se puso a temblar mientras
Olga le ceñía el vestido. Le temblaban las mandíbulas, los dientes, la
cara toda. -Creo que me voy a morir – dijo al fin Julia, con un suspiro. -Claro que no. La orquesta comenzó. Pronto te vendrán a buscar. Julia
salió al balcón y se puso a mirar el cielo. -Hoy le pedí brillo al sol. Le rezo a veces. Pero la luna está
menguando. Como yo. Como todos nosotros...aunque simulemos no darnos
cuenta. Olga...la fiesta se termina, querida. Pronto. Olga no respondió. La tomó de un brazo con firmeza y la llevó
hasta el escenario. -Este es tu lugar, Julia. Tu verdadero lugar. No te lamentes más. Y
no castigues a nadie. No tienes ese poder. Sólo canta. Cuando Julia llegó al centro del escenario todo pareció
detenerse. Por unos segundos la orquesta guardó silencio, la gente, el
hotel, hasta la pirotecnia que había comenzado exactamente a la
medianoche. Por un instante Julia se quedó sin respiración y estuvo a
punto de huir una vez más. Pero el aliento le volvió, hizo una ligera seña
a los músicos y comenzó a cantar. La oscuridad era absoluta, salvo el suave resplandor que recorría
su vestido arrancando destellos al mar de lentejuelas. Apenas se
insinuaban las camisas de los músicos, detrás. Y la cara de Julia parecía
mantenerse en otra dimensión, como nimbada de incienso. Una vez más la epifanía de la diosa. Muchos se estremecieron, cada uno a su manera. El abuelo, de feroz
orgullo, a punto de pedir la muerte allí mismo, sumergido en esa voz. Cuántos
habrían querido atreverse a sacar así su pasión, arrojar así todo lo
guardado, arremetiendo con el máximo esplendor de la voz. La voz, casi lo
único que no puede mentir. Lo más anudado en la mayoría, lo más débil.
Como para dejar que muera el alma. Por eso mismo, a lo largo de dos horas,
todo el mundo pareció despertar, resucitar. Las cenizas saltaron y
escaparon de las urnas y el incendio deseado se produjo. Al final, aturdida por los interminables aplausos y por su propio
fuego, al volver las luces, Julia victoriosa bajó del escenario, buscando
a Víctor. Miró primero a su abuelo, luego a Malena, casi irreconocible,
y finalmente a Víctor. Se balanceó frente a él con una sonrisa malvada
para que la inevitable comparación lo matara. Pero el rayo divino la
alcanzó. Sólo vio la cara pálida con apenas un rescoldo reconocible de
Víctor, una cara cubierta de lágrimas. La cara de un hombre con un bastón
blanco apoyado a su lado, la cara de un hombre que sólo podría recordar
pero jamás mirar a Julia. Nunca más. Se refugió en el escenario, detrás del terciopelo del telón, sin
poder sostenerse, buscando, también ciega, un lugar para llorar. Un
albergue para algo mucho más triste que la frustración. Eludió el
saludo de los músicos y nunca supo cómo se encontró en los brazos de
alguien. El mismo que una lejana vez había saboreado su pasión, en el
mismo anonimato, probó la amargura de su dolor, del espantoso choque con
el siempre burlón destino. Tal vez segundos, tal vez largos, extraños
minutos como instalados en un tiempo distinto. Pero después, cuando ese tiempo se desvaneció, sintiendo que ya no volvería a tocarla, Juan la dejó delicadamente en los compasivos brazos de Olga, herida Julia de muerte para siempre. |
Angela Cáceres - 30 de diciembre de 2003
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