Corazón gastado |
Tengo sesenta y tres años. Me parece que envejezco despacio... pero estoy sola. A veces tengo la certeza de haber elegido esta soledad. Sin embargo, la mayoría de las veces no estoy segura de haber elegido nada. Las cosas ocurrieron... y aquí estoy. En realidad nunca quise estar sola... demasiado tiempo. La cuestión es que tampoco quería estar acompañada. Apenas un hombre empezaba a "establecerse" junto a mí, me faltaba el aire y desaparecía. Casi seguro que muchas lágrimas y maldiciones me arrojaron aquí. ¿Por qué lo hacía? ¿Qué me espantaba? No sé si puedo responder. Pero, cuando aquella soberbia excitación de los comienzos se extinguía... la posible existencia junto a ese mismo varón se me aparecía monótona, estéril, demasiado larga. Qué tristeza. ¿no?, luego de aquellos comienzos esplendorosos y agotadores. Muchas veces pensé que la pasión termina para que sigamos vivos. ¿Quién aguantaría, qué corazón podría resistir la permanencia del placer obsesivo, inalcanzable? Cada vez... todo comenzaba por la curiosidad, por el escalofrío, por los sudores intermitentes y el éxtasis que secaba la boca. Aquellas primeras muertes parecían la meta. Por unos días la búsqueda se moría, el tiempo se congelaba y hasta podía jurar que me quedaría. Después, de un instante a otro, mi amante se volvía extraño y desagradable. Y yo también. Y era un inmenso alivio salir, irme sin más. Tampoco era muy diferente si él se iba primero. Poco más tarde... un nuevo comienzo, otro intento, más fascinación. Necesito volver a mirar, observar de cerca aquellos procesos de pasión y muerte. Elijo uno. Empiezo a revivirlo ahora mismo. Me estoy permitiendo aquel sofoco, aquellos latidos haciendo retumbar como patas de elefante mis entrañas. Atraigo hacia mí aquella calentura, aquella marea rojiza que me vuelve a dejar ciega. El umbral entre vida y muerte de cada orgasmo... y ahora caigo. Mi cuerpo vacío se desploma sobre otro cuerpo igualmente vacío. La tormenta se aleja... necesito descansar con alguien, con ése que se ha ido conmigo... con ése que ya no está porque se disuelve con cada eyaculación. Comprendo que el placer nos deja solos. A mí conmigo, a él consigo. Y si quisiera, como quiero, reposar sobre él, sintiéndome acogida y recibida por él... descubro que no hay nadie junto a mí. El ha retirado su conciencia, dormido y harto. En esta soledad de ahora... ¿querría este placer, este tumulto de fuego, y estas siestas, nuevamente? No. Porque también comprendo que nadie ha sido indispensable en el placer. Ninguno me dio más placer del que puedo darme a mí misma. Pero sí me lamento en estas noches, cada vez más largas, por el pecho de un hombre, ¿Qué no daría por descansar sobre ese espacio amplísimo, cálido como una cama confortable en la infancia o en invierno, como un hogar, como un nido, como un lugar para apoyar la cabeza y arrebujarme, saboreando un sueño de protección y de presencia, un "sí" perenne, sin condiciones? Ningún olor, ninguna temperatura es más deseable que la que viene suavemente de las relajadas axilas masculinas, o que el vapor que se levanta de la vellosidad de ese pecho... amoroso y extrañamente refrescante, al mismo tiempo. Pero ellos, los hombres... no parecen saberlo. No se quedan con el pecho abierto y ofrecido lo suficiente. En la ausencia del agotamiento dejan deshabitado o, sencillamente, cerrado el lugar más deseable de su cuerpo, la casa de su corazón, la coyuntura de un posible sentimiento perdurable... Así, una y otra vez, ahora lo comprendo, me he quedado afuera. Siempre sola. Y todo aquel placer que nadie puede quitarme... no me consuela. - Una noche soñé con mi mejor amigo. El abría su camisa despacio, muy despacio, y me descubría su pecho. Yo, muy tranquilamente, apoyaba la cabeza bien cerca de esa depresión que señala la proximidad del corazón. Y ahí me quedé. En el sueño... el tiempo no pasaba. Entonces, fue una eternidad de bienaventuranza donde ni él ni yo hacíamos otra cosa que estar. No sé qué ni cómo sienten otras mujeres. Hablo por mí. Hubo muchos hombres en mi historia. Algunos me ofrecieron un hogar, un nombre, una convivencia, hasta una fantasía de familia. Pero ninguno dejó de ausentarse del abrazo. La secuencia se repetía siempre: atracción, calentura, clímax, caída, ausencia. Ausencia. Ahora se me ocurre que, tal vez, lo más precioso que un hombre puede darle a una mujer (a mí) es su amistad. Pero la palabra misma es muy abstracta. Para mí se concreta en el ofrecimiento incondicional, consciente, de un pecho. Un pecho ancho, velludo, donde refugiarse, enroscarse como niña, suspirando de pura dicha, de pura confianza. El lugar donde el miedo se disipa. El lugar del calor, de la claridad. Y de la libertad, porque los brazos están relajados, sueltos, no indiferentes, pero tampoco posesivos. En ese "lugar" yo me quedaría. ¿Y qué estaría dispuesta a dar yo? ¿Qué ofrecería? ¿Qué devolvería? También mi pecho es amplio y mullido, y el tiempo ha pasado muy quedo sobre él, como una caricia de aire que no deja más huella que una duda, un recuerdo, un mero sueño. Pero, ¿qué ofrecería que no haya ofrecido tantas veces? Sólo que mi ofrecimiento fue ignorado. Una y otra vez. Los visitantes sólo percibieron las turgencias, las erecciones de los pezones de color cyclamen. Mordisquearon, lamieron... pero no se echaron a descansar, no tomaron el sabor de la libertad y del resguardo extrañamente casados en la profundidad de mi pecho. A pesar de que la pasión lo ponía al rojo y luego transparente, no vieron más allá de la obvia superficie. Y se alejaron o fueron expulsados. Una tarde... con sesenta cumplidos, dichosamente dueña de mi atrevimiento, le dije a un muy antiguo amante que lo amaba. Estuve hablando un rato del ascenso de la energía, de la purificación del amor, del asombroso nivel en que se vuelve desapegado, indiferente a la correspondencia, dichoso de ser, sencillamente. Mi explicación, a medida que hablaba, a mí misma me fue pareciendo hermosa y clara. Entonces, él me dijo: ¿Es que tú hablas muy bajo o es que me estoy poniendo sordo? No entiendo lo que me estás diciendo. ¿Dónde está el genio, el ángel o el hombre que me diga... "ya pasó"? Alguien que no se espante por mis heridas abiertas o cerradas. Alguien que me quiera ver sin maquillaje, sin tinturas, rellenos, tacos, prótesis, hormonas. Alguien que no me confunda con esta parte transitoria de mí, este vehículo tan querido, servicial y cambiante... llamado "cuerpo". Alguien que pueda ver desde ahora mismo mi luz radiante, mi verdadero, esencial, definitivo cuerpo glorioso, por escondido que esté, arrebujado en las cosas más simples de la vida... entre la gente más sencilla, la que necesita y cree en la multiplicación de panes y peces. Alguien que perciba en su boca, cuando me mire más allá de los ojos, de qué manera el agua se transforma en vino. ¿Dónde está la criatura que me consuele y, secándome las antiguas lágrimas, me susurre... "ya pasó, ya pasó... "? Amo el dolor desconocido, sin confesar, de los más débiles. Aquellos que ya ni voces recuerdan. Amo la ternura secreta, ferozmente escondida, encadenada en los sótanos del alma de los guardianes. Amo la rebelión, la liberación de los sentimientos cuya exaltación hace estallar todos los cuidados. Amo los ojos interiores con los que veo en sueños. ¿Qué significa que pueda ver tan claro con los ojos tan cerrados en plena noche oscura, la más oscura? ¿Qué tengo otro par de ojos? ¿Qué puedo ver sin ojos? ¿Qué hay más paisajes y extrañas capacidades de visión... mucho más allá de los límites de mi observador, alerta, fugitivo cuerpo? Pero, quizá, no hay significado posible ni abarcable para mi razón. Ni atisbo comprensible. Ni razón. Mira cómo me gasto y me desgasto. Mírate tú. ¿No te das cuenta? Es que pugna por manifestarse el otro, el segundo cuerpo. En ti lo mismo que en mí. Ese tan leve que ya no quiere ser crisálida sino mariposa. Y se agita, deshaciendo, perforando el capullo. Si. Me desgasto. Tú también. Observa cómo preparamos el efímero vuelo. |
Cambio de corazón (Metanoia)
Ángela Cáceres
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