Te miro dormir. Todavía la profundidad no se inquieta. Pero en algún
momento comenzarás a soñar y sabré más de ti. Y seguramente tú menos.
Soy el constante testigo de tus desconciertos cuando te revuelves entre
los jirones oníricos que logras recordar. Luego se desvanecen y pierdes
la oportunidad de descifrarlos en tu beneficio. En tantos años hubo tres
que invadieron tu conciencia y se anclaron en tu memoria. Pero cuanto
más tiempo pasa tu confusión es mayor porque la vida te ordena nuevas
interpretaciones. Ninguna la definitiva. Y, aunque quisiera, que no debo
querer, no puedo hacer tu tarea. La mía es mirarte vivir como ahora te
miro dormir. Siempre contemplarte, moviéndome a tu lado más leve que el
aire que te alimenta. A veces me nombras, hablas de mí como si supieras.
Pero, ¿qué puedes saber de los invisibles cuando apenas sabes mirar a tu
alrededor? Miras y crees que ves. Pero tus sentidos duermen encerrados
en tus meras creencias, repeticiones de las creencias acumuladas por
otros y tan absorta en ellas que se te escapan las experiencias. ¿Cuánto
hace que no formulas un pensamiento propio, verdaderamente y
singularmente tuyo?
Pero, ciega y sorda como estás, yo te amo. En mi naturaleza no se dan
condiciones para amar.
Esa que crees ser, con un nombre, con un género, con una edad, con
algunos roles, con una familia, mas todo el desasosiego de tu mente, la
debilidad de tu raciocinio y el mariposeo de tus emociones, es tu mayor
obstáculo para reconocer tu verdadera sustancia y esencia y acercarte al
alma que escucha al Espíritu.
Pero aunque te deslices en la oscuridad la revelación es tu destino. Y
el día en que, finalmente, veas y escuches, me alejaré de ti.
Ella cree tener razón. Siempre está segura de tener razón. Como una
campeona pone cada noche un pie sobre su marido que se le rinde ante
semejantes, inobjetables razonamientos. Ella se duerme victoriosa, con
una sonrisa. Él se desvela, desdichado. Se sumerge en las sombras de la
casa, tan silencioso como la noche, amándola menos. Él ha renunciado a
convencerla de nada. Desencantado, pero no tan derrotado como ella cree.
También intrigado. ¿Por qué será tan importante para algunos tener razón
siempre, ganar siempre? Ésos duermen pero no descansan, no han
descubierto que la caída trae nuevas energías. Él lo ha descubierto.
Pero, cuando su energía se expande, él se va lejos, muy lejos entre las
sombras, olvidando a la amante dormida. Ella ignora que tantas victorias
la hacen menos amable, que una mañana cualquiera, atravesando esas
sombras, él saldrá al amanecer muy lejos de ella, a los pies de una
diosa más callada, una diosa que lo convenza sólo con sus caricias.
Un joven traslúcido le sale al paso y al mirarlo él cree que después de
todo se ha dormido y sueña. Pero el joven le dice, muy quedamente,
haciéndose oír en el lugar más reservado de su escucha.
- Hoy soy el ángel de la compasión. Eres tan amable, que mereces ir un
poco más allá.
- ¿Y qué hay más allá?
- El siguiente paso. La compasión. Imagina que eres tú el que siempre
cree tener razón. Cierra los ojos.
- Los tengo cerrados.
- Eso crees pero no importa. Siente, experimenta la soberbia de la
convicción.
El joven chasquea los dedos y el marido desvelado que cree que sueña se
inunda de complacencia y soberbia. Se levanta y alza el cuello y la
cabeza se estira, se estira tanto que de pronto se siente muy solo.
- No me gusta esto. Basta.
- Así se sentirá ella cuando la dejes. ¿Quieres que sufra?
- No quisiera que sintiera lo que siento.
- En nombre de la compasión que ahora sientes, despiértala mañana y dale
vuelta sus razonamientos. Los sofistas han sabido hacerlo muy bien, Hoy
te convencen de una cosa y mañana de todo lo contrario. Inténtalo.
- No se...Tendría que impedirle hablar y lograr que quiera escuchar.
- Conviértela en la diosa de amor que sueñas. Hazte cargo de su cuerpo y
habítalo. Llena sus labios con los tuyos. Arrópala y quémala con tu
cuerpo, siente compasión de su soledad, de la carga tan pesada de su
mente. Y goza con ella del amor. Compadécete de ti también.
Y dulcemente el ángel lo lleva de nuevo a la cama.
En otra cueva de la noche hay una que no duerme. Una noticia de muerte
en cierta forma anunciada, lo habitual a partir de cierta edad, la ha
hecho llorar. Y esta vez no ha sido por ella, y el llanto ha sido como
una explosión. Ha quedado inerte, sorprendida por el peso de un
auténtico dolor. En realidad hacía tiempo que sus ojos se mantenían
secos y que creía que su corazón había terminado por enfriarse, cocido
por la indiferencia o por creerse ya preparada para todo. Su generación
se desmenuzaba, sus amigas, una tras otra se iban convirtiendo en arena
o en ceniza esparcidas no se sabía donde. Pero la última, ida sin más
despedida que una llamada telefónica no demasiado reciente, con una
promesa indefinida de encontrarse o de volverse a llamar, al menos, a
pesar de una manifiesta depresión, le renovó con fiereza las sucesivas
penas que había creído atemperar y se sintió muy sola, en una ciudad
donde se borraron definitivamente trayectos familiares, caminos, casas,
portales donde acudía una y otra vez y donde era recibida entre risas y
abrazos. Las muy amadas la habían abandonado. Y siguió llorando mucho
rato con un desconsuelo desconocido, jamás probado, sin saber que su
ángel la sostenía en su regazo. Un ángel tierno y solidario que sabía de
amistad. Pero su territorio había cambiado. Daba miedo.
Todas sus amigas habían sido arduamente probadas. Todas le expusieron
penas muy distintas pero todas se habían ido desgarrando, como ella
misma.¿Cuántas tazas de té habían vaciado juntas luego de mirar
vagamente el reflejo de sus rostros en el líquido pardo y vaporoso?
¿Acaso podría enumerar tantos rituales alrededor de las distintas mesas?
Los manteles almidonados, las carpetas de encaje, las vajillas refinadas
de porcelanas traslúcidas, o las rústicas de cerámica, la variedad de
teteras, los ríos de leche y de crema, las servilletas de tela suave o
las de papel fueron los testigos cambiantes de las confidencias, de las
más íntimas noticias, de las omisiones y de ciertas santas mentiras,
también. O no tan santas. Hubo risas y sonrisas, silencios elocuentes,
lamentos y quejas, juicios tajantes y muchas liturgias de perdón.
Espectrales maridos y amantes, padres y madres, hermanos, hijos,
sobrevolaban las mesas evocados o invocados por las palabras. Y todas
lucharon alguna vez con fiereza con recuerdos que amenazaban la paz y la
vida, los más difíciles de exorcizar. Se miraban unas a otras como si
sus caras fueran espejos que daban cuenta de las tareas del tiempo y
todas encendieron una cierta y latente belleza hasta el final aunque era
otra belleza que borraba la primitiva del tiempo en que se fueron
encontrando y conociendo.
También muy juntas escribieron en el aire y en el agua de las lágrimas
las historias de los hijos que ya no les pertenecían. Los hijos que
acarrearon sus propios sueños y que con ellos desgarraron los de las
madres. Esposos y padres parecieron desencantarse primero eligiendo
alejamientos tempranos de manera que sólo quedaron disponibles los
regazos de las amigas.
Julia: siete años con el hijo menor desaparecido, sin evidencia alguna
de vida o muerte. El hijo que un día cualquiera tocó el timbre en la
casa como si se hubiera ido ayer, con una historia urdida en Suecia y un
título de sociólogo, sin la menor conciencia de la tremenda herida
abierta en las entrañas de su madre.
Te estaba protegiendo, mamá – fue lo único que dijo y se fue a mirar si
su cuarto estaba como lo había dejado. Que sí estaba.
Julia fue la primera en irse. Refinada, anfitriona exquisita, con una
belleza majestuosa y muy viuda. Decía que el marido daba vueltas por la
casa cada noche pero sólo podía verlo de la cintura para arriba pero muy
claramente, como para no tener dudas. Cuando le llegó el final los tres
hijos ya estaban casados incluso el desaparecido que se trajo un amor
desde Estocolmo. Es muy posible que ella deseara irse, dejándose llamar
por ese espectro inquieto. Un hombre mucho más joven la asediaba, loco
de una extraña pasión que jamás pudo realizar. Cuando la velaban él
lloró inconsolable. La insomne cree recordar pero en realidad le cuenta
al ángel lo que éste ya sabe, creyendo que sólo habla para sí o con las
sombras.
“Recuerdo que le dije al pobre joven que un amor imposible era mucho más
de lo que lograban otros. “Ya verá cuando pase el tiempo”. “¿Cree que la
olvidaré?” Le aseguré que todo lo contrario y creo que no me entendió
mucho.
Lo del fantasma del esposo era verdad. Pude verlo en la única noche en
que me quedé a dormir en la casa de Julia, que parecía hacerse más
grande cada día luego de la partida de los hijos, y en especial por las
noches. Recuerdo que tuve que buscar el baño en plena madrugada y me
cansé de dar vueltas hasta encontrarlo en un lugar donde no había estado
de día. Los techos parecían perderse en el cielo nocturno y las paredes
se alargaban. Así perdida por la casa me crucé sobrecogida con César. Y
cuando logré superar la aventura de volver a mi cama, se asomó un
instante para mirarme, entreabriendo la puerta. Todavía recuerdo sus
ojos cristalinos, sin expresión.
- Soñaste, querida – me dijo Julia cuando se lo conté – La casa está
siempre igual y te puse en el cuarto que está junto a uno de los baños.
Además...él sólo se deja ver por mí.
Después pareció dudar y me preguntó si lo había visto de la cintura para
arriba, como ella.
- No. De cuerpo entero. Creo que hasta le vi brillar los zapatos.
- Entonces...sería el otro. ¿Tú te acordás bien de la cara de César?.
- Tanto como bien....Han pasado años.
- Entonces viste al otro. Hace mucho tiempo en esta casa vivió un hombre
que se murió de amor. Los que mueren incompletos vuelven.
Ahí quedó nuestra conversación y yo decidí que no aceptaría otra
invitación para dormir en la casa de Julia.
Tampoco hubo oportunidad”.
La tarde en que Julia murió recibió dos llamadas. Su nuera preferida le
dijo que la habían internado y le dijo dónde. Se estaba cambiando para
ir al sanatorio cuando la nuera volvió a llamar anunciando que ya había
muerto. A la mañana llamaría para decir donde sería velada.
No durmió en toda la noche y tuvo la impresión de que alguien se había
refugiado en las sombras de su cuarto. Pensó en su ángel guardián
deseando que fuera él ¿aunque por qué habría de esconderse? Pero no
sintió que fuera el espíritu de Julia. Ella tendría mucho que hacer
despidiéndose de sus hijos, nueras y nietos. Había una hermana, también,
bastante extraña y ajena con la que seguramente intentaría una
reconciliación. Algunos meses después la vería en sueños. Luminosa,
contenta. Era casi intolerable imaginar su cuerpo desintegrándose en una
caja, dentro de un mausoleo lleno de estatuas afligidas en el Cementerio
Central. En el mismo donde quedarían los restos de Tito, el marido de
Celia. Conserva la visión de la mano enguantada de Celia apoyada en el
cajón donde se lo llevaban a su Tito, simulando que sería fuerte, que no
lloraría.
“Si hubiera podido preguntar, y me hubiera gustado que fuera a mi ángel,
(¿a quién si no?), aquella pudo ser la oportunidad para indagar acerca
de la muerte. Aunque la vida es igualmente misteriosa porque se nos
produce y se nos retira sin aviso. Pero los ángeles, que no mueren, no
han de saber mucho porque Dios los hizo como quiso, distintos a
nosotros.. Y Dios no cuenta sus secretos.
Celia. Ah, Celia...
- Celia, si. Ahora seguirá enredándose entre los recuerdos. De Celia,
retrocederá para encontrarse con las memorias de Blanca. Y Elba
aparecerá inevitablemente mezclada con Teresa y luego volverá hacia
Julia. Y otra vez a Celia. Así le funciona la cabeza. Y yo observando
todo el tiempo sin poder esclarecerle nada porque no soy humano, y mi
trabajo de ángel es mantenerme cerca nada más, como tampoco puedo
definir vida y menos muerte aunque me parece que son lo mismo. Dos caras
de lo mismo. Y no es que Dios no cuente sus secretos. Es que los ángeles
no preguntamos nada. Cuando tengamos que separarnos, cuando ella vaya
hacia donde no me toca seguirla ya que otros lo harán por mí, ella
comenzará a entender algo. Por sí misma.
“Celia, bella como una dama renacentista. Una pintura de Piero della
Francesca. Con un refinamiento muy distinto al de Julia, impregnado de
las auras de sus ancestros, hugonotes escapados a Italia y que
conservaron su “aristós” hasta el mismísimo Río de la Plata.
Celia actriz, comienzo brillante. Se interpuso su primer matrimonio con
un diplomático que se comió la fortuna de la familia. La imaginaba
bailando con el Sha de Persia, tal vez en Ginebra, ella riendo y él
tratando groseramente de seducirla y ella escapando del manoseo. Mucho
después volvió al teatro con Tito, quien sería su segundo y adorable
marido. Pero no por mucho tiempo. Vivieron en una chacra asediada por
los milicos durante la dictadura y luego en un apartamento de la plaza
Cagancha, piso ocho, inolvidable. Recuerdo cómo llegó a la radio, con un
saco amplio, alado, y su pelo rubio pegado al casco, bellísima. De
manera que nuestra primera charla fue frente a un micrófono porque
estaba presentando un libro delicioso, “Memorias de Alma Mía”.. Después
conocí su precioso apartamento en el que por años nos encontramos en
cenas con amigos intelectuales o solas, sentadas durante horas en un
sofá, contándonos historias, las de ella más sorprendentes y locas que
las mías. Ahora que todo pasó...me pregunto qué habrá sido de todos
aquellos objetos, las chucherías exquisitas que casi recargaban aquel
apartamento, los sillones de terciopelo, la gran mesa ovalada, los
espejos, en especial uno donde, a poco de mirar, se veían muebles y
objetos que no estuvieron nunca en el living de Celia y que jamás nos
devolvía las caras. Tal vez fuera una especie de puerta disfrazada de
espejo. Nunca lo sabré porque tampoco Celia lo sabía.
Tanto Celia como Julia, que nunca se conocieron, eran muy psíquicas.
Julia podía hacer la historia de alguien con sólo tocar un objeto, una
pulsera o un anillo. Celia podía caminar por el aire y decir cosas
increíbles cuando entraba en trance. A los treinta años la dieron por
muerta mientras ella hacía un viaje extrañísimo por otras dimensiones,
sobrevolando un lugar que le pareció como de África donde una monja
oraba y en quien reconoció a una compañera del “Sagrado Corazón”.
Después entró en el tunel de luz hasta que alguien, llamándola con
firmeza por su nombre, la obligó a volver.
- Fue porque mis hijos eran chicos, todavía. Pero me hubiera gustado
seguir. Ahora no le tengo miedo a nada – me contó.
Celia verificó después que su condiscípula se había ido como misionera
al África.
Al morir Tito, Celia se volvió más joven, como le pasa a tantas viudas,
comenzó a salir sola, a sentarse en cafés para charlar con otros
escritores. Comíamos juntas muy seguido y, ella sentada en su cama, y yo
en un sillón, mirábamos videos de cuentos de hadas como si ambas nos
deslizáramos hacia la infancia. Pasaron apenas dos años. Y entonces hizo
un viaje a Salto para el casamiento de una nieta y retornó enferma.
Volví a verla ya internada, aislada en un CTI donde nunca se supo cómo
me dejaron entrar, porque ni a los hijos dejaban, y aunque se veía
completamente ausente, entubada y en coma, le dije cuánto la había
amado, la amaba y la amaría siempre, porque estaba segura de que me
estaba escuchando.
Sólo dos años pasaron entre la muerte de Tito y Celia. Ella siguió
sintiendo la presencia de su esposo casi hasta su fin y él llenaba la
casa de perfumes exquisitos, desconocidos, como si le alcanzara flores
desde el más allá. Ella jamás dudó que fueran gentilezas de él. Sus
primas de Italia, todas viudas, hablaban con sus maridos como la cosa
más natural, ¿por qué ella no podría recibir ramos de flores invisibles
de su marido?
La mañana que Celia murió alguien, nunca supe quién, me llamó por
teléfono para pedirme que fuera al sanatorio de inmediato. Yo estaba
encerando el piso de mi dormitorio y me fui como estaba con mis jeans
más viejos a la calle y paré un taxi sin vacilar. Llegué en el momento
mismo en que con un suspiro mi amiga entregaba su alma. El hijo mayor,
casi molesto, me dijo “¿Qué estás haciendo aquí? ¿Quién te llamó?” “No
se, le dije, a lo mejor ella”. “¿Vos tenés las mismas fantasías de
mamá?” Le dije que no pretendía saber nada. El hecho indudable es que
estaba ahí a su lado, al lado de mi amiga y que nada más importaba.
“Mirá, este privilegio no lo tuve ni cuando murió mi padre, porque su
última mujer no quiso avisar, pero entre tu mamá y yo siempre hubo algo
especial, como si nos conociéramos de otras vidas” “Yo no creo en esas
cosas” me respondió él, casi despectivo, pero estoy segura de que le
había puesto una máscara a su ignorancia y a su miedo, como casi todo el
mundo.
Cada uno que muere enseña algo...al que se atreva a entender.
Al otro día, ya en el cementerio, nos prometimos seguir viéndonos en
recuerdo de Celia. Pero eso no sucedió. Celia dejó unas memorias de
familia como herencia para sus hijos que fueron desestimadas. Sólo el
maravilloso escritor Milton Schinca y yo hicimos esfuerzos infructuosos
porque se publicaran pero, como la familia se desentendió, finalmente
logramos que aparecieran publicadas en una página de internet.
Celia fue enterrada con un camisón de seda y encaje bellísimo que tenía
una historia divertida. Ella y Tito solían ir a Europa cada dos años
pero no les daba como para llevar grandes vestuarios. Durante una
travesía por el Egeo, el Capitán del barco, morocho y bajo, se deslumbró
con esa pareja de rubios altos que parecían llegar de Escandinavia y
quiso invitar a Celia para abrir uno de los bailes de gala. Celia y Tito
se miraron confundidos en su camarote hasta que a Celia se le ocurrió
ponerse el camisón y todo los collares y cadenas, todos los bijou que
traía consigo y que separados no valían gran cosa. Pero deslumbró a
todos y el Capitán estuvo a punto de morir de amor, lo que pudo pasar si
se hubiera atrevido a pasear con Celia por la cubierta, bajo la
insidiosa luna.
Tito sufrió bastante tiempo mientras el cáncer se lo devoraba sin mayor
prisa pero sonreía cuando lo visitaba, porque lo quise tanto como a
Celia, y un día me dijo que si le hacía scons para la hora del té hasta
se levantaría. Me parece estar en la cocina de Celia cubierta de
baldosas rosadas, amasando mientras ella calentaba el horno. Esa tarde
fue una celebración tranquila donde los tres nos olvidamos de la muerte.
Cuando estuve casi lista para emprender la mayor estupidez de mi vida
fue precisamente Tito quien trató de disuadirme. Yo le había mostrado la
última carta del hombre que supuestamente me esperaba en Atenas. Lo hice
con un entusiasmo desmedido. Él la leyó despacio, se quedó callado un
rato y, cuando me la devolvió, me dijo “no vayas, ese hombre es
malvado”.
- No puedo retroceder, Tito. Ya quemé las naves - le dije, no sin cierta
incomodidad.
Ya no viene al caso pero debí creerle. No se equivocó.
Repaso las horas que pasamos juntas y todas las otras, las que no se
compartieron. Es seguro que no supimos todo unas de otras. Ni cerca. Los
misterios quedan abiertos, los enigmas jamás serán descifrados. No es
extraño ya que ni yo estoy demasiado segura de quién soy.
A medida que envejezco reaparecen sorpresivamente en el cielo de mi
conciencia, bandadas de recuerdos, caras, voces, risas, colores.
Creyéndolos sumergidos en el olvido siempre vuelvo a preguntarme qué
cosa los despierta y, sea como sea, todo sucede dentro de mí aunque no
sepa cómo.
La mente está siempre activa y por su cuenta, ajena a mi voluntad la
mayor parte del tiempo, salvo cuando me entretengo en observar mi
respiración, en especial esos segundos de vacío en que retengo el
aliento. Inhalo profundo, pausa, exhalo. Exhalo largamente y no creo que
pueda imaginar siquiera todo lo que suelto, todo lo que dejo ir.
A Blanca, mi Blanquita adorada, la conocí en su época de más esplendor.
No sé cómo podría describir su hermosura contundente, como el escarlata
que ponía sobre sus labios. No se. Era tan elegante y gozaba de tantos
privilegios que hasta daba miedo. Avioneta propia, yate anclado en el
puerto de Punta del Este, viajes continuos a Europa, safaris en África,
veraneos de verdad donde quisieran ella y el marido. No necesitaba
trabajar pero conservaba su empleo como actriz del radioteatro en la
misma emisora donde ambas nos cruzábamos en los pasillos. Amaba su arte
con pasión y era realmente buena, con una voz profunda y una risa
incomparable. Y se dio que comenzáramos a trabajar juntas y hasta diseñé
un personaje para ella. Blanquita, y eso lo fui descubriendo de a poco,
era una hija amante, una esposa leal y la madre más devota de mi mundo.
Mi personaje era una soltera libérrima y transgresora que sólo tenía en
común con ella la risa franca y fácil. Ese personaje nos acercó y yo le
perdí el miedo; ella misma hizo desaparecer lo que yo sentía, hija
ignorada y despojada de un padre rico, como una gran distancia social. Y
fui conociendo su familia, su padre, senador por el partido blanco,
nacido como el mío en el Departamento de Lavalleja, en Minas; su esposo
un suizo alto y buen mozo de finanzas no muy explícitas, y los tres
hijos, dos niñas casi púberes y un niño de cinco años, Berni, el más
apasionado amor de Blanca. Un niño seductor que había heredado el
histrionismo de la madre y que ya pequeñito asombraba a muchos desde el
escenario. La primera vez que lo vi armó un show para mí sola en el
dormitorio de sus hermanas y se me presentó como la pantera rosa. Hoy
tiene bastante más de treinta años pero todavía veo a aquel niñito que
me robó el corazón como su madre. También había en la familia un tío
cura, de la orden redentorista, bastante agiornado, y al que le gustaba
consultar el tarot como a nosotras, siempre dispuestas a explorar el
futuro con inciertas claridades. Hubo también una hermana que nunca me
quiso, celosa como una turca. Porque, ya fuera por alguna razón
inexplicable o por lo mucho que llegamos a querernos, Blanquita y yo
comenzamos a parecernos, al punto que cuando nos veían juntas nos
preguntaban si éramos hermanas. Más de una vez nos preguntamos si por
alguna travesura allá en la sierras no lo seríamos, después de todo.
Pero así nos amábamos.
Es posible, me imagino, que los ángeles se cuenten historias unos a
otros sin descuidar a sus protegidos. Tal vez presencien con asombro las
complicaciones humanas pareciéndoles todo tan sencillo. Pero...una cosa
es ser ángel y otra ser persona humana sobre la cruz de la dualidad.
Pareciera que muy rara vez gozan del permiso de dar consejos porque su
misión es acompañar. También es posible que nosotros estemos sordos.
Pero creo que algunos deben ser audaces y hasta desobedientes de tan
compasivos, aquellos que gustan dejarse ver cuando la gente se pone muy
loca o muy desesperada. Así pueden acomodar a una pareja que no sabe
amarse o dar una mano a alguien en el momento de soltar todo, de
despegarse y levantar vuelo, o sea de morir. Aunque estoy casi segura de
que ellos no llaman “muerte” a la muerte. Y tal vez les sorprenda por
qué se la teme tanto de este lado de la frontera. Tal vez.
¿Cómo es que sé estas cosas de los ángeles? En realidad no sé nada.
Solamente imagino. O tal vez el nombre que llevo sea la razón. Se dice
que los nombres son inspirados a los padres y tienen que ver con la
misión grande o pequeña de los hijos. Yo me llamo Ángela y mi nombre
sigue experimentando variaciones: Angelita, Ángel, Ángeles, Angélica.
Cuando alguien deja de llamarme Ángela y me dice Angelita por primera
vez me doy cuenta de que ha comenzado a sentir amor por mí. Como mamá.
Como papá que nunca supo ser padre pero que nunca me llamó de otra
manera.
Yo lo visitaba en su negocio, cuando podía dejar el sillón de ruedas. El
único lugar que no me vedaba su última mujer, la que pasó todas las
faces desde amante, esposa y finalmente enfermera maldiciente. A los
ochenta y seis años, papá, jinete magnífico, envidia de sus amigos
coroneles, por primera vez se cayó de un caballo. Y ahí terminó su vida
aunque existió hasta los noventa y siete. Parece que por mucho tiempo
mantuvo las botas de montar junto a su cama hasta que se convenció de
que no volvería a cabalgar jamás y entonces mandó quemarlas. Pero se
mantuvo fiel y presente en su negocio de ropa fina para hombres hasta el
final ya que no se le permitió volver a su otro amor, el Club Hípico.
Pero lo enterraron muy cerca, porque así lo dispuso. Fue su manera de
volver. Creo que no amó a nada ni a nadie más que a sus caballos.
Una semana antes de su muerte, pasé por el negocio y, cuando su mujer,
prendida a la caja, no miraba, me tomó una mano y me dijo:
- Angelita dame tu bendición.
- Dámela tú a mí porque soy tu hija.
- No. Dámela tú porque estoy al borde de un hilo.
Entonces le puse una mano en la frente y lo bendije.
Dejé el negocio, al que jamás volví, con la certeza de que no volvería a
verlo vivo. Caminé por la avenida principal de Montevideo con una
sensación muy rara y me metí en la boutique de una amiga y le dije “creo
que vi a mi papá por última vez”.
Claro que volví a verlo en su cajón de cedro, en la casa mortuoria, en
la misma sala donde había sido velada Celia. En la misma. Y donde sería
velado el esposo de mi prima Marta, un hombre que he respetado mucho, un
gran padre. Si. Los buenos padres gozan de mi estima asegurada y creo
que se puede comprender.
Ay, ángel mío, tu ya sabes cuánto cambió en mí al morir Celia. Por
entonces, yo vivía en la calle Mercedes y Paraguay, en pleno centro, a
pocas cuadras de la plaza donde vivía Celia. Yo había tomado la
costumbre de mirar hacia su balcón en el octavo piso, o hacia la ventana
de su dormitorio. Me ha quedado grabada su cara pegada contra el vidrio,
mirando pasar la procesión de Corpus Christi, solita allá arriba, al
poco tiempo de morir Tito. Yo pasaba en la procesión y miré hacia arriba
como solía hacer y vi su cara que me pareció la de una niñita rubia.
Después, ya muerta Celia, yo pasaba y alzaba los ojos esperando verla.
Me tomó entonces una terrible nostalgia por su apartamento, por sus
cosas, sabiendo que no entraría más allí porque sus hijos se
apresurarían a vender todo.
Pero me equivocaba.
¿Por qué será que tengo tanta historia con las casas de mis amigas? ¿Por
qué llegué a amarlas tanto? ¿Será porque nunca tuve una propia y porque
siempre viví en una suerte de inseguridad, como de paso? Vaya gran
lección.
Hasta los veinte años sentí y creí mía para siempre la casa de mi
infancia, aquel apartamento catorce del segundo piso de aquel edificio
que todos llamaban Palacio Arduino, frente al lago del Parque Rodó. Y yo
lo creí palacio de verdad y mío, como si yo fuera su princesa. ¿Cómo no
si lo primero que veía al salir de mi casa era un castillo reflejándose
en el agua de un lago? Hasta que mi padre dejó de pagar el alquiler y de
pasarle la pensión vitalicia a mi madre, la que fuera aceptada a cambio
de la cesión de los bienes gananciales cuando el divorcio. Yo detestaba
la palabra “divorcio” porque en aquel tiempo no era tan absolutamente
común como ahora, en que la gente no se aguanta nada. No fue lindo ver
en el diario la foto de mi padre casándose con su secretaria. Nada lindo
si era en aquel tiempo y con ocho años. Pero cuando fue cada vez más
difícil habitar ese apartamento, cuando llegó el momento de dejarlo para
siempre...se me abrió una herida. Esa herida todavía sangra.
No se ni me importa quien lo habita ahora porque puedo volver y
recorrerlo siempre que quiera y hasta en sueños. Mis evocaciones son tan
nítidas, visualizo los más íntimos detalles, me recuesto en la bañera
llena de agua caliente, me miro en el espejo grande del dormitorio de
mamá, recorro la biblioteca, escudriño los placares, entro y salgo de la
cocina y Ana está siempre allí lavando los platos, entro en el cuarto de
servicio donde me gustaba esconderme y hacer dibujos en la pared. Y
salgo a la terraza donde están intactas mis aventuras imaginarias,
todavía siento los ladrillos calientes bajo mis pies o puedo verla
bañada por la luz de la luna, todavía puedo recostarme en ese lecho duro
y sentir el vértigo de las estrellas cayendo sobre mí. La primera
experiencia que fijó mi memoria fue en esa terraza, yo empujando las
celosías y lanzándome sobre aquel espacio que siendo yo tan chica
parecía enorme, yo... corriendo con los brazos abiertos como si alguien
estuviera allí esperando mi abrazo, un delirio radiante que siempre
vuelvo a vivir pero sin encontrar a nadie, sólo el aire entre mis
brazos.
Si, esa sala mortuoria me era familiar. Se velaba a mi padre pero por
momentos sobre su cara tan indiferente se deslizaba el perfil rubio de
Celia. Esa misma mañana me encontré de pronto con dos hermanas, las tres
educadas como hijas únicas y mi vida volvió a cambiar, ¿acaso no es eso
lo único que cabe esperar? Un cambio tras otro, y mi historia creció y
se mezcló con dos historias más. Y la historia de mi elusivo padre se
ensanchó muchísimo.
Cuando estaban por llevarlo, un hombre que me había estado mirando con
mucha atención me preguntó quién era.
- La hija – le respondí.
- ¿La hija? – el hombre me miró de arriba abajo - ¿Qué hija?
- La mayor, señor. Porque hoy mismo me enteré de que somos tres. Tres
hermanas.
El hombre, de verdad asombrado y casi molesto, murmuró: “Más de veinte
años de amistad y jamás me habló de hijas”.
- Pues yo nací de su primer matrimonio, ¿nunca le dijo que Pilar es la
cuarta mujer?
- Nunca.
- Bueno, no es fácil conocer a la gente, señor – y le di la espalda
porque sentí rabia hacia él, con veinte años de amistad con mi papá
cuando yo, juntando los ratitos pasados con él, a contrapelo, no
juntaría ni diez. Porque no hubo ni almuerzos ni cenas compartidos, ni
siquiera encuentros de café. Mi vida ya era bastante larga cuando él
murió y salvo los fríos y apurados encuentros en su negocio, sólo tengo
tres recuerdos íntimos: papá leyendo poesía en voz alta a mi mamá, papá
echando aceite sobre papas con cáscara recién asadas y pan de afrecho
con rodajas de remolacha diciéndome que no hay que comer cadáveres, y
papá junto a una fogata en el campo dorando choclos, las mazorcas
chamuscadas y algunos granos al rojo. Y otro, bastante triste, estando
yo en una playa viéndolo cabalgar por la orilla, papá sobre un caballo
blanco sin idea alguna de mi mirada. Y nada más.
Pero no siento lástima de mí. Algo de pena por él... y ahora creo que ni
eso. He derramado muchas más lágrimas por mis amigas que por él. Mi
ángel si de verdad está ahí es testigo.
Ángel, ¿te acordás de aquel tiempo en que mi adorada Blanquita comenzó a
sufrir? Los dos estuvimos ahí, muy cerca de ella, porque es seguro que
también la amabas. Alguna vez te pedí que te quedaras con ella porque
hay momentos en que un ángel no alcanza.
El romance de Blanquita con el suizo fue como una película. Ella, sin
decirle nada a la madre para no asustarla, se iba a tomar clases de
vuelo y se convirtió en una aviadora experta. Así, volando juntos, se
enamoraron y, cuando la madre se enteró, Blanquita ya era capaz de
pilotear su propio avión y ya estaba decidido el matrimonio. Por suerte
fueron unos cuantos años de felicidad. Pero, repentinamente, el suizo la
dejó, cegado por el título, por una mujer mucho mayor, princesa de no se
sabe donde pero princesa al fin. (En realidad resultó baronesa,apenas).
Y como un ave rapaz o como un mago hizo desaparecer todo, avión, yate,
casa de veraneo. Y a Blanquita le dejó la casona de Villa Biarritz con
todo lo que tenía adentro y nada más. Ahí conocimos a la Blanca
luchadora que, con el corazón roto, se ingenió para sacar fruto de su
único bien. En la casona se celebraron fiestas de casamientos,
cumpleaños de quince, barmitzvá, bodas de plata, bodas de oro. La gente
se mataba por festejar en la casa de Blanquita.
Y los años pasaron y, como todo tiende al desgaste, mermó la demanda.
Pero Blanca seguía al firme trabajando para el radioteatro y eso nos
mantuvo muy juntas. Entonces, poco a poco, comenzó a respirar mal y se
fue agotando. Como todavía conservaba un pequeño auto, gracias a él se
desplazaba y podía llegar a la radio. Pero pronto, cuando fue perdiendo
fuerzas para caminar, cuando ya le costaba subir las cuatro escaleras
hasta la sala de ensayo, porque casi siempre el ascensor no funcionaba,
sintió que su final estaba cerca. Como era muy generosa, le salió de
garantía a un empleado que no pagó nunca su alquiler y desapareció y
entonces le embargaron el auto. Fue un golpe muy fuerte porque se sintió
desamparada. La casona, rematada, había quedado atrás. Se había mudado
con sus hijos a una casa de la Avenida Centenario, una casa de dos
plantas que no estaba tan mal y que hasta tenía una piscina vieja pero
el barrio le resultó horrible. Entonces, poco a poco, dejó de salir,
pasando días enteros en la cama, esa cama grande que era como un refugio
para todos, inclusive para mí. Sus nietos saltaban en la cama y la
volvían loca y yo les masajeaba los piecitos hasta que se quedaban
dormidos. Blanca no estaba conforme con los matrimonios de sus hijas
pero adoraba a sus nietos y, cuando todo el mundo se iba a bailar, ella
cobijaba a los niños que dormían sobre ella. Berni seguía siendo su
mayor alegría y consuelo pero, como todos, crecía y crecía, y la vida lo
alejaba. Muchas veces me quedé a dormir con ella. Pero era ella la que
me acompañaba y confortaba durante esos años difíciles y muy inestables
para mí. El desastre de la aventura griega, tal como vaticinara Tito, me
había debilitado y tuve que sufrir muchos desencantos y nuevas
dificultades a mi regreso. Pero había sido Blanca, junto a mis
compañeros del radioteatro, quien se movió para que no perdiera mi
empleo. Recuerdo la llamada que recibí en Glifada, la voz de Blanquita
diciéndome “ quedate unos meses más y volvé en enero, que conseguimos
alargar tu licencia sin goce de sueldo. Disfrutá lo que puedas y volvé
que aquí todos te queremos”. Yo no estaba disfrutando nada pero aquella
voz, la ternura de aquella voz me devolvió la vida, porque yo, en ese
momento, no tenía idea de cómo rehacerla. Pero volví y fue como volver
de una guerra. Mi antiguo espacio estaba desolado y me costó encontrar
un lugar. Era el trabajo y una pensión, era el trabajo y la Asociación
Cristiana, era el trabajo y la familia borrada con una excepción, mi
sobrino Álvaro. Pero, en esa casa terminal, en esa cama que me parecía
inmensa donde se consumía mi amiga, yo encontraba calor de familia. Y
hasta el perro dobermann, Guillermo, de los niños, me mimaba allí,
lamiéndome el pelo. ¡Cuántos duelos, risas y confidencias vibraron allí!
Después, el final. Su final. La última vez que la vi fue en el
cumpleaños de su hermana. Sacando fuerzas de no se donde había bajado al
living, con un vestido verde de terciopelo y estaba divina, pero, apenas
podía respirar. En ese tiempo vivíamos las novelerías de la new age y
con Berni armamos una rueda de danzas circulares al estilo de Findhorn y
, de puro inconscientes, casi arrastramos a Blanquita a girar con
nosotros. Pero se negó y creo que la herimos sin querer, porque hay
momentos en que la esperanza nos vuelve idiotas. ¿Cómo pudimos? Ella
había dejado su cama solamente para complacernos y nos pareció poco, le
pedimos más. Qué ciegos. A la semana la estábamos velando en ese mismo
living. Recuerdo que con los hijos nos acurrucamos un rato en su cama
hasta el amanecer, dándonos calor unos a otros, desolados, como
buscándola. Según Berni ella vino de verdad a juntarse con nosotros.
Pero sólo un momento.
Blanca murió antes que Celia pero no recuerdo, me confundo por momentos,
si Julia ya había muerto por entonces. Ellas nunca se conocieron entre
sí.
Pero fue distinto con Elba y Teresa.
Cuando me acerqué a ellas ya estaban unidas por una larga amistad.
Elba, de un refinamiento intelectual y una elegancia poco común. Una
elegancia que llegaba hasta su espíritu, rebelde a toda creencia que
facilitara o explicara su estar en el mundo. Su manera de religarse a
algo que pudiera parecerle superior, ignoto y misterioso era a través
del arte. Orfebre exquisita, delicada pintora y una lectora apasionada y
selectiva, supo convertir su tarea de bibliotecaria en una misión para
dar felicidad. Guardo infinidad de pequeñas hojas con poemas que copiaba
para mí con su bella letra también elegante y que solía dejarme como al
pasar. Llegaba yo a mi lugar, el que fuera, y había una hojita doblada
bajo la puerta o la portera de turno me entregaba un sobre que además de
sus líneas guardaba hojas o pequeñas flores perfumadas. Así era Elba,
una mensajera de belleza. Y una anfitriona cálida. Tantos inviernos
compartimos en su sala o en su acogedora cocina tomando una taza de té
tras otra, saboreando sus delicadas tortas, los delicados detalles que
embellecían cualquier rincón de su casa, donde cada cuadro y cada libro
había sido seleccionado con la exigencia de un coleccionista de joyas
raras. Elba, abierta, comprensiva ante cualquier disparate, con una
mezcla acertada de humor y de ironía, harta del marido, devota del
estudioso y brillante hijo, su diamante pulido por ella misma desde
pequeñito.
Como tantas mujeres inteligentes, puso su amor por un largo tiempo en un
hombre también refinado y detallista, gourmet e inevitablemente gordo,
tanto que se comía también a las mujeres amadas. Tal vez la hizo feliz
un tiempo pero no era lo suficiente digno para semejante dama. Entre los
embrollos políticos y las aventuras que se perdonaba a sí mismo con
demasiada generosidad, la fue alejando de sí. Ella se retrajo y fue
terminante, aunque él suplicó hasta el mismísimo final. No más amante.
Sólo veló por su sed interminable de conocimiento, trabajando con buenos
pintores y con profesores de literatura de manera que su horizonte era
infinito cuando fue llamada a partir.
Con las amigas, de una lealtad inquebrantable. Socialista como Teresa,
ambas se conocieron en el Canal del estado. Elba como secretaria de
Justino, ex cuñado y director, Teresa ambientadora, embelleciendo con
ingenio y buen gusto los precarios estudios de aquella época pionera de
la televisión oficial, cenicienta aplastada por los consorcios de los
medios privados.
Teresa fue tal vez la mujer mas genuina y completamente bella que
conocí. Con apenas cuarenta años, pareciendo de menos de treinta,
encandilaba con los ojos más grandes y celestes que he visto en mi vida
y parecía modelada para inspirar pasiones poderosas, amores
interminables. Y es que ella seguía creyendo en el amor con la fuerza y
la inocencia de una adolescente. Ni sus dos hijas con ser preciosas se
le podían comparar. Era así, inevitable. Aparecía Teresa y las demás
mujeres se desvanecían. Pero ni a Elba ni a mí nos molestaba. Ambas
aceptamos y admiramos a Teresa tal cual, porque, además, era tan
bondadosa como bella. Y creo que en eso estaba el secreto de su
hermosura: le fluía desde adentro, como una luz. Cuando murió mi madre y
yo empecé a vivir sola, Teresa venía a mi casa todos los domingos a
almorzar. Yo experimentaba el placer de vivir sola y de cocinar a mis
anchas sin interferencias y ensayaba mis platos con Teresa. Y eso se
convirtió en un ritual entre las dos. En un extrañísimo y aislado gesto
mi padre que, cuando murió mamá, se presentó en el velatorio y se hizo
cargo de todo, hasta de poner un aviso en el diario invitando los dos,
padre e hija al sepelio, me había cedido un apartamento en el barrio del
Cordón, en Colonia y Roxlo, separándome de la familia de mi madre y
diciéndome que era hora de que viviera sola y libre. “Aquí no te
molestará nadie, vivirás tranquila”, me dijo ante mi absoluto asombro,
porque yo creía soñar, y hasta me regaló una cocina nueva y me hizo
instalar un calefón. El apartamento, seguro, habría sido una especie de
piso de soltero para él, eterno aventurero del amor, pero aunque lo
encontré lleno de cucarachas grandes y oscuras, muertas y esparcidas por
todas partes, conseguí enseguida un matrimonio que me recomendó el
portero y en un par de semanas estaba todo pintado, limpio y lustrado.
Muebles casi no tenía. Mi cama y un ropero, mis bibliotecas y un
escritorio. De manera que por un tiempo me servía la comida en una tabla
de planchar pero, de a poco, comenzaron a mejorar las cosas. Fue por el
tiempo en que comencé a trabajar en la radio, un buen tiempo lleno de
ensayos, errores y aciertos hasta que me enamoré definitivamente y tomé
posesión del micrófono. Parecía que todo comenzaba a ir bien de verdad
en mi vida luego de años de sujección a mis tíos y a mi madre siempre
débil y enferma.
Entonces, una noche al volver del trabajo, vi un papel asomando por
debajo de mi puerta. Mi apartamento estaba en un quinto piso, y todas
las ventanas y el balcón daban al este, de manera que aunque bastante
desnudo, se llenaba del resplandor rojo del amanecer y de los brillos de
los plenilunios. Así que yo estaba feliz, en mi inesperada nube. Cuando
levanté el papel, vi que era un cedulón donde se me apercibía que tenía
una semana para abandonar el apartamento y...no sé cómo no me quedé
muerta ahí mismo contra la puerta. ¿Cómo pude esperar otra cosa de mi
padre? En esos momentos mis amigas fueron el sostén de mi corazón. ¿Qué
había pasado? A la mañana siguiente corrí al negocio de mi padre con el
cedulón, desesperada, sin entender, y no pareció afectarse. Me dio la
dirección de un abogado para gestionar más plazo para dejar el
apartamento. Entonces me enteré de que no hubo generosidad alguna en su
gesto. Tenía una pulseada con el propietario del apartamento que, luego
de una inspección ocular, donde saltó que papá subalquilaba el piso a
una de sus amantes, le pidió que entregara las llaves de inmediato. Mi
padre entabló un juicio y se le aconsejó que instalara en el piso a la
persona más allegada posible y...¿quién mejor que una hija sola, sin
madre ya? Por unas conocidas, a través de la Defensoría de Pobres, yo no
podía pagar abogado alguno, obtuve una prórroga de dos años, tiempo
suficiente para buscar otro lugar donde vivir. A partir de ahí, papá se
desentendió. Pero...no dejé de amarlo por esto. Yo ya conocía el
terrible secreto que marcó su infancia y toda su vida...y sabía que era
imposible que supiera o que pudiera amar a alguien de verdad. Las mismas
mujeres que lo satisfacían recibían inevitablemente su desprecio
después, cuando se hartaba. Y eso sucedía pronto.
Pero Elba y Teresa me dieron su regazo para llorar.
Ahora recuerdo que fue Teresa quien me avisó de la internación de
Blanquita. Ella era muy amiga de su hermana, la celosa. Yo me había ido
por dos días de retiro espiritual y justo antes de irme había llamado a
Blanquita para decirle que en dos días estaría de vuelta. Ella me
pareció muy contenta, me dijo que estaba tragando una cápsulas de ajo en
ayunas y que respiraba mucho mejor. También yo me fui contenta. Pero al
volver, me recibió la llamada de Teresa. Quedamos en juntarnos en el
sanatorio para estar con Blanca, cuando llegó el aviso de las hijas.
Había muerto. Y, lo peor, muy asustada. Parece que fueron muy bruscos
con ella. Nunca sabremos qué pasó de verdad pero alguien como Blanca no
merecía conocer el pánico de la muerte.
Fue generosa como su padre que, con política y todo, ejerció siempre,
hasta su fin, su principal amor, la medicina. Recuerdo y recordaré
siempre la risa de Blanquita contando que, como su padre no cobraba
porque casi todos sus pacientes eran gente de campo, muy pobre, la casa
de Minas se les llenaba de gallinas, de pollos, de huevos, de verduras
frescas recién arrancadas de pequeñas chacras, ante la desesperación de
la madre que era, muy al contrario, refinada por demás, casi “estirada”
como decimos. Qué lujo sería todo eso en estos tiempos en que la
hambruna amenaza y se lucha por la soberanía alimentaria en todas partes
Ah...volver al verdadero y saludable trueque...Esos hombres como el papá
de Blanca y hasta mi propio padre tenían en común esa sabiduría que
agradece a la madre tierra como dadora de los verdaderos bienes. Si. Una
parte de mi padre, criado en el campo, conservaba esa reverencia por la
tierra y su gente más íntima. La otra parte era la del buscador de la
seducción eterna, el deportista, el jinete sobresaliente, el que en el
yoga sólo veía una suerte de fuente de juventud. Creo que de los Vedas
no sabía una palabra, ni del bakti ni del karma yoga, ni creo que le
interesaran en absoluto. Para él un paro de cabeza era una hazaña para
exhibir.
Si, ángel, como recordarás, a menudo nos juntábamos para hablar de
nuestros padres. De nuestras madres, no tanto. Ellas eran complementos
más o menos amables, más o menos resentidas, orgullosas y sumisas casi
siempre. Las queríamos, si, pero entre ellas y nosotras, las primeras
transgresoras, había un abismo. No desconocíamos las penas por los
hombres pero siempre sufrimos con la cabeza alta. Una sola vez le grité
a mi padre. Era su cumpleaños. Por supuesto, yo sólo podía felicitarlo
en el negocio y llamé para preguntar a que hora estaría. La mujer me
contestó que estaba indispuesto y que no iría al negocio en todo el día.
Como le había comprado un regalo fui lo mismo de tarde para dejárselo y
me lo encontré brindando y comiendo sandwiches con todos sus empleados.
Me dolió y conservé el dolor. Un grupo de empleados podían celebrar con
él y yo no. Mi ángel sabe que la bronca que me tragué aquella tarde me
siguió creciendo adentro y un día, por teléfono, le pregunté a los
gritos si alguna vez tuvo la ilusión de ser un buen padre. Le cayó mal y
la mujer se metió en la conversación y me insultó gritándome que él
podía enfermar por mi causa. Ese día lo di por muerto para mí y pasaron
semanas, muchas semanas sin acercarme al negocio. Y de pronto, así como
reventó la rabia guardada, me reventó el perdón. Tuve la clara
conciencia de que él no podía ser de otra manera, que era impotente para
cualquier cambio pero que seguía siendo mi padre. Así que le escribí una
carta pidiéndole yo perdón. Una estudiante amiga, una jovencita amorosa
que vivía conmigo en la Asociación Cristiana se ofreció a llevarla y me
contó que él se puso a llorar al recibirla.
- Dice que vayas a verlo. Que te extraña – me dijo al volver.
Y volví y todo siguió igual.
Elba fue la que menos habló del padre. Jamás quiso perdonarle las
humillaciones que le causó a su madre, a la que conocí como una
viejecita menuda, doblada, con toda su pena materializada en su doliente
espalda.. De manera que lo retiró de sus palabras. Pero el dolor
transformado en rencor le bajó a las entrañas y la fue enfermando de a
poco.
El padre de Teresa era un caballero perfecto e impenetrable. Aparte de
su ternura hacia la hija y de su inmutable amabilidad con la esposa no
se le podía adivinar nada más. Por amor a Teresa, todavía sigo deseando
que fuera tal como parecía. ¿Y por qué no?
La madre de Blanca y la de Teresa pertenecían a la alta burguesía pero
la calidad de su “aristós” era muy distinta. La madre de Blanca estaba
siempre muy erguida, vestida de punta en blanco y para saludar estiraba
la mano con cierta cautela y como regia concesión ofrecía la mejilla. La
de Teresa, de familia inglesa, se mostraba con un refinamiento moderado,
casi disimulado de puro inconsciente. No trataba ni de agradar ni de
impresionar y era pura dulzura, imaginando siempre cómo, dónde y con
quién hacer algún bien. Jamás olvidaré la visita que me hizo cuando tuve
hepatitis. Me llevó merengues y hablamos de su tema favorito, su
“Teresita”. ¡Cómo amaba a su hija! Su otro hijo, Peter, vivía en Londres
y ella sabía que no pensaba volver, de manera que todo su amor, sus
cuidados, sus solicitudes eran para su hija y, como reflejo, para sus
amigas. Las tres, Elba, Blanca y Teresa me acompañaron en esos cinco
meses de quietud. Elba me acompañaba al baño para que no me cansara,
Blanca simulaba estar contenta y me contaba historias divertidas, y
Teresa sus romances, que eran siempre imposibles. Julia también me
visitaba, no tan seguido porque trabajaba mucho como inspectora de
enseñanza primaria, y nunca coincidió con las otras. Fue por ese tiempo,
estando yo en la cama todavía, que murió el ex esposo de Blanca. Le
avisaron a ella y a los hijos que había tenido un ataque en su auto,
cerca de Punta Ballena. A ella y no a la baronesa. Creo que hubo unas
breves palabras de despedida...y Blanquita lo perdonó y lo lloró. Había
sido el único amor de su vida.
De mamá yo hablaba poco. Se había dado tan entera a mi padre que había
dejado de existir para sí. Cuando él la dejó se quiso morir y no perdió
ocasión de decirme que si yo hubiera nacido varón él no la habría dejado
y que sólo porque era una madre católica no se suicidaría. De hecho se
deshizo de la vida. Creo que ninguna cosa pudo alegrarla, salvo alguna
lectura. Le gustaba Shakespere y la versión de Hamlet que hizo Laurence
Olivier la vimos, yo con ella, claro, nueve veces. Pero sus entusiasmos
eran así, esporádicos, y sorprendentes para el resto de la familia que
no la entendía en nada. Era hermosa, con una piel de leche, ojos oscuros
y pelo ligeramente rojo. Pero, siendo niña hubo de recibir una
aplicación de radium que le salvó la vida pero que, años después, muchos
años, le fue necrosando la piel de su delicado cuello, abriéndole un
hoyo que daba miedo mirar, por lo que siempre lo tenía cubierto con
pañuelos de seda al no haber reparación posible. Murió con poco más de
sesenta años, cuando yo estaba a punto de cumplir cuarenta. Se fue
consumiendo y entregó su alma con una suavidad, con una paz tan
completa... como si hubiera tolerado su vida nada más que para saborear
su liberación. Yo la besé en los labios y algo de su último suspiro
quedó en mí. Después, ordenando sus cosas, que no eran muchas, encontré
un cuaderno donde había escrito su única historia de amor. Mi herencia.
Celia no la conoció. Llegó después a mi vida.
Felizmente ni mis cinco amigas ni nuestras madres fueron deshechadas en
geriátricos. A pesar de los hijos y de los nietos. Mis amigas se
murieron lo suficientemente rápido para no inquietar a su siguiente
generación. Hoy día lo más temible es la duración, aunque nadie quiere
morirse, y todo el mundo encuentra excusas para apartar a los viejos. Lo
más liviano son los clubes de jubilados o de ancianitos inactivos. Yo,
por el contrario, creo que es muy bueno que estemos todos juntos y
mezclados. Viejos, medianos, jóvenes y niños. Nadie me contó más cuentos
ni más historias escabrosas que mi abuela. Lo pasaba muy bien con ella.
Una cosa es la llamada tercera edad (yo, ángel, prefiero y no me asustan
las palabras “viejo”, “anciano”). La cuarta edad es otra cosa. Es cuando
la persona ya no puede valerse por sí misma y cuando le ha perdido gusto
a la vida. Cuando ya no hay con qué aferrarse al mínimo placer de vivir.
¿No te parece que alargar tanto la vida es un invento más humano que
Divino? No me malentiendas: estoy decidida a vivir cien años sana y por
las mías. La vida es una maravilla absolutamente misteriosa. Pero creo
que lo que no suele reconocerse con honestidad es cuando la vida se
quiere ir, de verdad. Dios me libre de toda esa costosa vida artificial
que hace durar a la gente. En realidad nadie muere por viejo sino cuando
es llamado o lo decide. Jóvenes y niños se van lo mismo y
algunos...hacen todo lo posible. Creo que la razón es el aislamiento y
la exclusión forzada que provoca este horroroso y maldito sistema que
nadie encuentra la manera de arrancar de raíz. “Raíz”. Una palabra
valiosa. Cuando se reconocen las raíces se venera el árbol y se cuida
todo cuanto acontece en las ramas. Es un drama natural. Las hojas se
desprenden solas, nadie las arranca, nadie trata de pegarlas a las
ramas. Pero el árbol es un todo, ninguna parte está demás. Cuando las
hojas se desprenden él ya sabe que renacerán. Y todo sigue el orden
natural. ¿Por qué las familias humanas no observan mejor a los árboles
para aprender?
Ángel, yo sólo quería honrar a mis amigas muertas ...y ya no sé en qué
se va convirtiendo esto.
Cuando murieron Julia, Blanca y Celia yo vivía en Montevideo. Pero no
pude despedir ni a Elba ni a Teresa, viviendo en Buenos Aires. Es cierto
que hubo sueños no premonitorios pero sí extraños donde ellas aparecían.
En uno Elba entraba en un edificio enorme lleno de laberintos y
escaleras que no llevaban a ningún lado hasta que, inesperadamente,
encontraba una salida y en la calle había una gran claridad. En otro
sueño vi a Teresa casándose de nuevo con su segundo marido, ya muerto,
en una iglesia desconocida. Y hubo más que se me fueron olvidando. De la
muerte de Elba me avisó Teresa por teléfono. Todo fue rápido y el hijo,
que vive en Galicia, no llegó a tiempo. Del final de Teresa me avisó su
hija Soledad que se vino de Miami para despedirla.
Mi ángel de la buena memoria me está llamando la atención. Si, cierto.
Hay algo pendiente.
Por unos cuantos años, los viernes al mediodía daba una instrucción de
una técnica bellísima, Yoga Nidra. Me relacionaba con muchas personas y
me hacía bien. Empezó a practicar una mujer muy nerviosa que, asombrada
del bien que le hacía la técnica, como hacen muchos, confundió el dedo
que señala el cielo con la luna. Se prendó de mí y, al final de cada
clase insistía en invitarme a almorzar en su casa. El centro de Yoga
estaba a media cuadra de la Avenida 18 de Julio, en la calle Julio
Herrera y Obes. Cuando por cortesía finalmente acepté, ella enfiló hacia
18 y me dijo que su casa estaba muy cerca. Caminamos tres cuadras y
llegamos a la Plaza Cagancha. Ante mi asombro vi que se dirigía hacia el
edificio donde habían vivido Celia y Tito. Cuando sacó la llave no pude
menos que decirle “dos de mis mejores amigos vivieron aquí, en el octavo
piso”. Me miró de una manera rara y me dijo que justamente allí vivía.
Me abrió y me dijo que subiera sola que iba a comprar algo. Me puso las
llaves en la mano.....y así fue. Entré en el ascensor temblando. Al
llegar, el palier estaba idéntico con una consola , un espejo y unas
flores secas elegidos por Celia. ¿Pueden imaginar lo que sentí al poner
la llave en la cerradura del apartamento de Celia y entrar? Salvo un
mínimo cambio de muebles, todo parecía estar igual. Yo estaba soñando.
Soñaba que volvía a lo de Celia y Tito....y juro que los sentí cerca.
Por capricho de esa señora pasé también allí la Noche Buena. Y también
seguí soñando. Seguían intactos los paneles con los ángeles, los
revestimientos inventados por Celia, las baldosas color rosa de la
cocina. Y desde su balcón miré los fuegos artificiales. Siempre soñando.
Y después la mujer desapareció de las clases y no la vi más. Fue un
instrumento. Quien lo hizo sonar...no me atrevo del todo a imaginarlo.
Hablo de mí misma, hablo por mí y me doy cuenta de que las historias se
han entreverado y que voy olvidando el verdadero orden de los sucesos.
En algún momento hablé de la cara de Celia confundiéndose con la de mi
padre muerto, pero ya no estoy segura de quien murió primero. Tal vez
esa visión no fue un recuerdo sino una premonición...¿pero qué
importancia tiene? De todo esto, Ángel mío, de todos estas hojarascas
que arrastra el río de la vida, ¿qué otra cosa quedará sino el amor? El
amor que nos tuvimos las amigas. O que nos tenemos. Que yo volviera a
llorar significa algo. Creo que seguimos juntas. Es muy delgada la
frontera que nos separa. ¿Existe algún ángel de la esperanza? Porque yo
necesito creer que volveremos a juntarnos. Creer, sin embargo, no es
suficiente. Se necesita al ángel de la Fe, un ángel que imagino con una
túnica muy oscura, porque si la fe dejara vislumbrar algo ya no sería
fe. Por mucho tiempo alimenté creencias, me tragué credos sintiéndome
segura. Pero ya no tengo forma de sostener las viejas creencias, ángel.
Hasta es posible que tu mismo no seas más que una invención bella y
necesaria porque el silencio y el vacío de las profundidades a donde voy
llegando es casi intolerable. Sin embargo, dibujo ángeles todo el
tiempo. Ni se sabe cuántos echo a volar cada Navidad. Es un misterio
porque vienen solos, se aparecen en mis hojas en blanco, todos
distintos, y yo quisiera darles un significado pero no puedo hacer otra
cosa que contenerlos en mis trazos. Y tal vez esto signifique algo,
tenga un sentido oculto, o sea una especie de revelación. En este
momento tengo un deseo incontenible de ponerlos todos juntos en este
libro y de mostrarlos para que siendo mirados existan, porque creo que
quieren existir, como un reflejo de una invención Divina, o como un
consuelo en el desierto absoluto de la falta de certezas. ¿Los pienso y
dibujo porque existen...o los invento porque necesito que existan?
Parecido a lo que pasa con Dios.
No hace mucho tuve un sueño muy nítido. Caminaba yo con dos personas
desconocidas, creo que mujeres, por una costa bajo un sol radiante. El
agua relucía sosteniendo embarcaciones blanquísimas. De pronto la costa
desaparecía. Nos movíamos penosamente sobre dunas de arena áspera. Las
mujeres se iban alejando y me quedé completamente sola en el desierto,
sin saber donde ir, sin horizonte y desprovista de todo. Me desperté con
pánico.
No es extraño. Estamos en junio, el mes más oscuro del hemisferio Sur.
Sería bueno celebrar ahora la Navidad, porque es ahora que necesitamos
alguna Luz que pudiéramos creer o llamar “ Divina”, es ahora y aquí que
necesitamos al mensajero angélico que nos prometa algo que se pueda asir
y sostener y adorar de verdad, con un corazón que vuelva a ser inocente.
Alguien que nos recuerde que lo único que puede transformarse y dar
algún fruto en este desierto es la bondad. El aspecto más dulce y manso
de la compasión. Pero...qué difícil.
Los ángeles que dibujo suelen verse muy femeninos y vestidos con ropajes
lujosos, como cortesanos refinados. Alguien que dice entender de
semejante tema me ha dicho que sólo dibujo “Principados”, ángeles de un
coro que ya no existe, negado por las iglesias. Entonces, ¿qué? ¿Dibujo
algo inexistente o...ellos quieren volver a vivir aunque sea a través de
una mano humana gustosa de plumas y pinceles?
¿Y si dibujara a mis amigas... qué podría pasar? ¿Las haría volver o,
por el contrario, les impediría ascender? Hay un aspecto peligroso,
oscuro, en el amor que no se conforma, que sueña y hasta exige, no se
sabe bien a qué, que siga todo igual, que el tiempo retorne, que los
idos regresen. ¿Pero sería igual?
Cuando yo tendría cuatro años y mi papá todavía venía alguna vez a casa,
solía llevarme en su auto a recorrer la rambla. Cerca de Trouville, un
poco antes de la playa Pocitos, había una especie de castillo, unas
torres muy altas y muy blancas, con azulejos rojos y azules. Sin duda
una fantasía de algún arquitecto muy poco práctico o con veleidades de
alquimista. Yo, al pasar, le pedía a mi papá que me regalara ese
castillo y él me decía que si. Y por un tiempo creí y esperé. Pasó el
tiempo, mucho tiempo y no hubo castillo. Un día hablando con Celia
descubrí que el tal castillo había sido propiedad de una tía suya y cada
verano la obligaban a pasarlo con ella. La tía no la dejaba salir, y la
niñita Celia, soñando con huir, pasaba el tiempo mirando con envidia a
los niños que jugaban sobre la hierba del otro lado de la rambla. Nos
quedamos asombradas. Yo quería entrar y ella quería salir. Pero, de
alguna manera, ambas habitamos el castillo: yo en mis sueños de niña,
Celia encarnada allí pero como una prisionera.
Nos dio para sonreír y pensar. Tal vez fue entonces que, sin saberlo,
comenzamos a ser amigas, cruzándonos en los pasillos de aquel horroroso
castillo que no era nada en realidad, ni castillo de verdad, ni
verdadera casa, ni verdadero hogar.
“Hogar”. Otra bella palabra. Una palabra que despierta fantasías y que
puede significar infinitas cosas. Un lugar propio no necesariamente como
posesión sino como refugio estable que se vaya poblando de las pequeñas
cosas que definen nuestra intimidad. Un lugar donde se puede estar bien
solo, sin temor, con el abrigo o la frescura oportuna y necesaria. Un
lugar que se parezca a nosotros.
De mis cinco amigas mayores, todas con diez o doce años más que yo,
conocí sus casas. Pero no todas fueron específicamente hogares y no
porque ellas no pusieran sus sellos, sus señales de vida sino porque
fueron espacios discutidos o sencillamente invadidos. Maridos
desconformes que cambiaban las cosas de lugar o que se apropiaban de
mayor espacio desequilibrando la intimidad...pero sobre todo hijos. Tal
vez Julia y también Elba hacia el final de sus vidas se establecieron a
su gusto, viudas, con los hijos lejos. Hijos varones que se dispersaron
y terminaron fundiéndose en las familias de sus mujeres. Blanca estuvo
invadida siempre después del despojo del que creyó su hogar. Celia se
aposentó de verdad en sus dos años de viudez aunque hijos y nietos y
sobre todo la nuera intentaban subyugarla quizá con el secreto deseo de
heredarla en vida. Quizá. Pero Teresa fue la que sufrió más, cuando su
casa dejó de ser un hogar de verdad, durante los años en que comenzó a
temer a sus hijos. Esos hijos que caminaron al borde del abismo y que
invadían la casa con sus locuras, drogándose a escondidas, exigiendo
ayuda que no sabían recibir, secuestrando espacios y robando a la madre
para huir y perderse y volver después. Por respeto a mi amiga, a la
profundidad de sus sufrimientos...no diré más nada. Pero yo, que ni tuve
hijos ni mayor interés en tenerlos, supe a través de mis amadas amigas
que los hijos son una tarea siempre sin terminar porque, pese a las
solicitudes maternas, cada hijo corre por su vida hacia su propio
destino. Y no hay nada que hacer.
Entonces, ¿cuál es la fuente de la felicidad si la misma familia no
logra serlo completamente? Es posible que la decisión de formar una
familia sea el lugar del medio entre cierta fantasía y la inconsciencia,
con la complicidad del instinto de supervivencia de una especie que
apenas se conoce a sí misma. ¿Porque quiénes somos? Por cierto nada que
pueda parecerse a ángeles según los imaginamos o inventamos. Ahora, a
menudo, me gusta imaginar que mis cinco amigas están juntas en algún
buen lugar, enteradas de todo, y lamentando no poder disipar todas mis
dudas.
Otros piensan que la felicidad es algo interior. ¿Pero cómo es ese
interior? Nuestra mente nos confunde con su propia vida ajena a nuestra
esencia pero si la hay...¿dónde se oculta la frontera? Ahora que se han
roto todos los sellos y se mezclan conocimientos y tradiciones, vivimos
sumergidos en una verdadera Torre de Babel, donde casi todos creen tener
una única explicación y definición para cualquier cosa. Se habla y
predica tanto que cada vez estamos más confundidos.
Se puede comprender que las creencias heredadas, confundidas con fe, nos
hayan dado ciertas ilusiones de paz, o de simple adormecedora comodidad.
Algo muy distinto a la libertad. Porque si somos libres y estamos donde
y como estamos...es como para asustarse de semejante libertad. Ya no
podemos enojarnos ni pedir explicaciones a un supuesto Dios. Este caos
es obra nuestra o al menos de algunos de nosotros. Las respuestas están
acá...y, tal vez, el don del libre albedrío no sea otra cosa que la
indiferencia de un creador que se aburrió de nosotros y dijo “sean como
se les cante, allá ustedes que no bendicen ni agradecen nada, ni
siquiera logran darse cuenta de quiénes son ni de que asombroso es que
tengan un cerebro activo y un corazón latiendo más allá de vuestra
voluntad”.
Si. Nos sentimos distintas a nuestras madres y abuelas. Todas nosotras.
Hasta superiores, porque nos hicimos cargo de nuestros cuerpos, de
nuestras sensaciones y deseos. Elegimos amantes, nos arriesgamos, nos
divertimos. Pero aunque nos creíamos con ideas progresistas y nos
dejábamos tentar casi jugando con sueños de justicia
social...atravesamos casi intactas la dictadura. ¿Suerte, destino?
¿Quién podría saberlo? Julia no levantó la voz cuando su hijo
desapareció. Actuaba como si hubiera salido a comprar cigarrillos.
Siempre a punto de volver y el dolor y el miedo bien guardado. Elba
mandó al suyo a Europa, a estudiar, aprovechando la parentela muy
allegada en España. Los hijos de Blanca sólo se divertían. El mayor de
Celia aspiraba a ser ejecutivo mientras su hermana vivía en el limbo de
los romances en serie. Los de Teresa escapaban a Brasil como hippies. No
se cuánto recibieron o rechazaron de sus madres. Pero, sin duda, nuestro
primer compromiso fue con la belleza y la seducción, y ahí nos parecimos
más a nuestras madres de lo que hubiéramos deseado. Pero era distinto de
cualquier manera: no esperábamos príncipes azules. Queríamos
experimentar, sentir. La cuestión se nos planteaba así: ¿para hacer el
amor había que esperar a ser elegidas? Nuestras madres esperaron.
Nosotras no...pero no era fácil tomar la iniciativa. Los hombres se
escandalizaban o asustaban. Estaba claro que esperar el matrimonio
quedaba descartado. No se podía esperar tanto, en todo caso un lapso
incierto hasta que alguien nos deseara o eligiera. ¿Y quién podría
asegurar que nos gustaría lo suficiente? Así que nuestro único paso al
frente fue ir probando a varios pisando la herencia maldita de los
prejuicios. Y no mucho más. En realidad nada como para sentirnos las
adelantadas transgresoras. En cuanto a evolucionar como mujeres....dimos
pasos cortos. Nuestras entusiastas protestas sociales del principio se
fueron apagando en la misma proporción en que aumentaba el peligro.
Ellas, las cinco, se me fueron. Y yo quedo aquí envejeciendo y
despertando al mismo tiempo, con la sensación de haber perdido y
derrochado mucha vida.
Ángel, ¿estás ahí, realmente? ¿Podrías hacerme saber si me queda el
tiempo suficiente como para darle más sentido a mi paso por aquí, en un
planeta agraviado y moribundo? ¿Queda alguna posible misión, grande o
chica, para mí? Pero, ¿cómo saber si estás ahí, si existes siquiera?
Sería bueno, consolador que así fuera. Pero siempre se ha tratado de
consuelos en estas desolaciones. Hemos necesitado, tratado de creer en
algo en estas oscuridades para atravesarlas. Pero nadie que se respete
puede asegurar nada”.
Pero mientras esta mujer repasaba las vidas de sus amigas, tal vez para
intentar comprender más la suya, ocurrió, como siempre, lo inesperado.
Un resplandor, que no fue alucinación, y una carta proveniente de
Atenas. En tiempos de internet...una carta de verdad con un sobre lleno
de sellos, gastado de tanto ir y venir. Era asombroso que la carta
llegara a sus manos después de tantos años y sin que nadie hubiera
tratado de violarla. Pero más asombroso fue el hecho que la carta
resultara ser de su padre. Era obvio que al escribirla el padre creyó
que no volvería a ver a su hija. La despedida había sido fría, a él
pareció disgustarle que ella se fuera como dijo “con seguridad para
siempre”. Pero ella había vuelto y el padre jamás mencionó la carta. Ni
por las dudas preguntó. Si acaso se mostró menos meloso y expresivo que
antes. Que siempre lo fue y era lo más contradictorio de su relación. Un
ausente con modales tiernos.
No importa aquí mencionar siquiera el contenido de esa carta. Tan sólo
que llegó oportunamente. Cierre de una historia para ella, liberación
para él dondequiera que estuviese.
El resplandor fue inquietante. A medianoche iluminó toda la habitación
donde ella dormía y luego toda la casa. Provenía de la ventana al
costado de la cama y fue tan intenso que la despertó. Se incorporó
espantada pero antes de que intentara interpretar lo que sucedía, la luz
se extinguió. Por décimas de segundos la mujer fue tomada por una súbita
comprensión, quedando vacía, sin necesidad de dudas pero la claridad
interior fue tragada junto con el resplandor y en la nueva oscuridad,
ahora mayor que antes, olvidó todo.
Reconoció la noche oscura de su alma. Recordar las historias y los
finales de sus amigas la dejó de cara frente a su finitud. Sintió que ya
había recorrido el trecho más largo de su vida y que el que tenía
delante sería inevitablemente más corto. Mucho más. Considerar esto ya
era una pregunta sin respuesta. Lo que restara de su existencia no
podría ser otra cosa que esa pregunta. Pero no estaba dispuesta a asirse
de creencia alguna. Y entonces descendió al verdadero y negro valle de
la fe. Un valle donde las formas se disolvían, donde no había nada más
que una proyección hacia algo que pudiera llamarse infinito aunque sin
comprender que cosa fuera exactamente. De cualquier manera fue
perdiendo, olvidando palabras cuando intentó explicarse algo. Aunque al
tiempo creyó comprender que la vaciedad de aquel inmenso pozo era una
forma de respuesta. Así que viviría día por día lo más intensamente
posible quemando cualquier expectativa que intentara extenderse más
allá.
Pero puesto que sólo se trataba de un viaje compartido por una especie
perdida en un planeta perdido en el infinito se puso a pensar en lo
compañeros de viaje tan desconcertados como ella, y en especial en las
mujeres, y en las más jóvenes.¿Qué señal de su existencia, mejor dicho
de su experiencia, podría dejar tras de sí?
Dedicó una larga tarde a contemplar sus dibujos de ángeles, esos
principados descartados pero que parecían recuperar su ser en aquellas
hojas y cartones que habían sido totalmente blancos. Sintió que la
rodeaban y que la protegían al manifestarse bajo sus trazos y que podían
hacerlo con todos aquellos que les devolvieran el crédito perdido.
Entonces decidió que los ángeles, sus ángeles, eran dignos de confianza
porque, aunque de naturaleza distinta, ellos y ella, y todo lo demás,
emanaban de una única fuente tremendamente misteriosa que no admitía
nombre alguno. Sintió que no había otra cosa que esa fraternidad que
podía llegar a merecer llamarse solidaridad y compasión, trazando
puentes en el océano de la diversidad. Porque la vida no podía negarse,
volviendo, renaciendo, sobreponiéndose a cada crisis.
Y, de pronto, una mañana cualquiera, recién despierta, tal vez a las
seis, saltó de la cama sintiéndose arder como si la envolviera un
renovado capullo de energía, fuere lo que fuere eso. Descalza se paró
frente a la ventana. Como dormía siempre sin bajar la persiana, se
encontró con un cielo con algunas nubes de color rosa intenso y volvió a
observar, como solía, la bandada de aves que se congregaba cada amanecer
en un muro cercano. Volvió a sentir el regocijo de siempre al verlas
levantar vuelo todas juntas y dar tres vueltas antes de dispersarse.
Sólo que el regocijo había crecido como si cuanto miraba fuera una
asombrosa novedad y se percató de que era un milagro esa vitalidad de
los pájaros a pesar del aire enrarecido de la ciudad. Miró las plantas
de su ventana y le pareció que las veía por primera vez, toda esa tenue
variedad de verde envolviendo las pequeñas flores color lila. Todo
comenzó a destilar un brillo inesperado, más intenso porque todavía
quedaban algunas sombras bajas y la niebla despertaba.
Sintió gratitud y un contento desconocido como si adentro se le hubiera
despertado algo que se reconocía en esas tenues bellezas de aquel
amanecer. Y comprendió el toque de eternidad de aquel momento. Su razón
no intervino. Despertaba a un estado de conciencia nuevo, un estado que
nada tenía que ver con el tiempo tal como se acostumbraba medirlo, con
cierta angustia. Un estado de “vida abundante”.
Tal vez fuera su “santocha”, ese estado de contentamiento que viene de
adentro y que no requiere ninguna causa externa y que en el Yoga se
reconoce como un gran don, tal vez por su simplicidad. Su extraña fe la
había empujado de la conciencia de muerte a la conciencia de
inmortalidad, los cerrojos se abrieron y se sintió plenamente libre,
volando con esos pájaros y abriéndose con las diminutas flores. Si tenía
algo que dejar y decir, algo plenamente propio, brotaría inspirado por
la vida misma, por el delicioso aliento que inhalaba y exhalaba, por el
eco de su corazón latiendo en su profundidad no menos misterioso que
todo lo demás. De ahora en más...gozaría y acallaría la pregunta que la
había amenazado y ensombrecido. El mensaje de aquel sorpresivo
resplandor no había sido otra cosa que una semilla de su propia luz. “Me
acepto como un ser de luz” – dijo en voz alta y su voz se escuchó como
la de una muchacha.
“ He sido el único pez en el océano del sueño” se dijo. “He nadado
confundida en mis propias profundidades, me dejé atraer por las
corrientes más secretas. Sumergida, algo nuevo despertó en mí, antes del
despertar razonable”.
Y se sintió casi feliz.
Dejó pasar unos días pero ya estaba decidido su breve viaje sentimental.
Una semana en Montevideo. Cuando desembarcó ya tenía trazado su
itinerario. Visitaría las casas de sus cinco amigas. La animaba una
suerte de esperanza fuera de lugar.
En el edificio de la plaza Cagancha donde vivieran Celia y Tito las
persianas del piso octavo estaban echadas. Preguntó al portero por los
nuevos dueños y la respuesta fue que el apartamento se había vuelto a
vender y no estaba habitado todavía. Se quedó un rato mirando aquellas
persianas terminantes que, sin duda, le sellaban definitivamente la
historia que había creído reanimar. Ya nada parecía lo mismo en esa
plaza que, aunque llena de sol, le pareció sombría. De allí, sin prisa,
caminó hacia el edificio de la calle Julio Herrera y Obes donde había
vivido Teresa. Dominó su impulso de tocar el timbre y miró hacia el
pequeño balcón del segundo piso. Reconoció las plantas de su amiga.
Alguien las cuidaba pero no quiso saber quién.
Después se permitió un paseo en el parque próximo al obelisco antes de
acercarse a la casa de Elba. Conocía al encargado y él la reconoció.
- Supongo que se enteró de la muerte de la Señora de Varela.... – le
dijo en voz baja.
- Si, claro. Sólo deseaba visitar este lugar, recordar.... y saber si lo
habita alguien de su familia.
- No. El hijo vino de España y vendió el apartamento enseguida. No tenía
intenciones de quedarse aquí. Ahora hay un matrimonio joven, con una
niña pequeña viviendo allí. Lo siento.
- No lo sienta. Creo que no podía esperar otra cosa.
Luego se tomó un taxi hasta la Avenida Centenario para mirar una vez más
la casa de Blanquita. Pero sólo encontró un terreno baldío lleno de
escombros y basura al lado de una gomería. Se sintió golpeada por esa
visión que ahora devoraría sus últimas visiones de la casa que albergara
a su amiga. Finalmente, ya que estaba decidida a cumplir con su
propósito, se fue hasta la calle Colombes, en Malvín. La casa de Julia
estaba intacta. Vio unos niños jugando en el jardín y a Javier, el hijo
desaparecido en Suecia, sentado en el pasto, leyendo el diario y fumando
parsimoniosamente, tan rubio y hermoso como siempre. No quiso bajar del
taxi. No quiso hablar con Javier. Decidió quedarse con esa imagen llena
de vida renovada. Y recobró algo de paz.
Había dispuesto pasar una semana en Montevideo y visitar a su familia.
Pero sintió que no tenía ganas de ver a nadie. Cambió el pasaje y tomó
el primer buquebús disponible para volver a Buenos Aires. Se acomodó en
su asiento dispuesta a dormir durante la travesía pero el sueño la
esquivó. A su lado un joven leía. Lo observó tratando de saber qué, tan
abstraído al parecer. Era un hermoso muchacho de pelo lacio entre
castaño y rubio que le caía sobre la mejilla. De pronto, el joven cerró
el libro y los ojos. Era el primer tomo de “En busca del tiempo perdido”
de Proust. “Eso es lo que he estado intentando como una tonta”, pensó.
Entonces el joven abrió los ojos y la miró.
- Estaba interesada en mi libro, ¿no? – le dijo con cierta ironía.
- Si. No pude evitar la curiosidad. No es tan fácil ver a un joven
leyendo.
- Eso es un prejuicio suyo, señora. Yo, y no creo ser el único, leo todo
lo que puedo.
- Pero se cansó pronto de leer.
- El libro estaba tirado en la aduana y me dio curiosidad. Lo levanté y
a nadie pareció interesarle. Pero...no creo que sea un libro que yo
hubiera elegido. Me parece idiota eso de rebuscar en el pasado.
- ¿Le parece idiota recordar?
- No. Eso es inevitable. Pero proponerse levantar el pasado...me parece
inútil. Atrás del presente, de este momento, no hay nada. Nada real.
- ¿Cuántos años tiene?
- Treinta. Y algo más.
- Parece de mucho menos. Digo...para pensar así. ¿Y qué idea tiene del
futuro.
- Ninguna - respondió el joven riendo.
Ella guardó silencio y se quedó mirando la cara realmente hermosa del
muchacho. Y después cerró los ojos intentando dormir. No los abrió hasta
que terminó el viaje. El joven había cambiado de lugar y el libro estaba
abandonado en su asiento. Ángela lo levantó y miró a su alrededor. Era
mucha la gente que se movilizaba para dejar el barco y ella se fue
rezagando en un intento de ver al joven para devolverle el libro. Pero
no lo vio. Ya en el remise, camino a su casa, abrió el libro y descubrió
una dedicatoria. “De Hugo para la escurridiza Elba. Pido perdón otra
vez”.
Hugo se llamaba el amante infiel que su amiga Elba jamás perdonó. Sintió
frío y las manos le temblaron. Su corazón, acelerado, le advirtió que le
había llegado una señal. Trató de imaginar la extraña travesía del
libro, sin duda desestimado por su amiga, tal vez abandonado en alguna
feria y pasando de mano en mano hasta llegar al pasadizo de una aduana
donde un joven curioso lo recogió. Tan sólo para que llegara a sus
propias manos.
Hubo más señales. En su contestador encontró un mensaje de Berni, el
hijo de Blanquita, llamando desde Ginebra, y otro de Soledad, la hija
mayor de Teresa, llamando desde Miami. Se sintió reconfortada. Ahora
todo se agolpaba en el presente reafirmando los vínculos con la nueva
generación emanada de sus amigas. Sólo le quedó doliendo la visión de
las herméticas ventanas de Celia. Pero Celia ya le había dado su
mensaje.
¿Y ahora qué?
Vuelta de Montevideo se sintió desprovista de motivación. ¿Qué haría con
esta nueva vida, con un pasado ya bastante despojado, sin las tan amadas
y recorridas sendas hacia sus amigas? Le pareció dar con un muro de
niebla. No un muro sino algo como un túnel. Daba miedo lanzarse y
entrar, seguirlo y averiguar qué había más allá. ¿Y si no hubiera nada?
¿Qué perspectivas habría para una mujer de su edad en una ciudad que no
era la suya? Como si escuchara sus pensamientos, lo que no era nada
extraño en un hombre como él, su esposo le dijo en medio de un abrazo
donde ella parecía achicarse, casi desaparecer: “Estoy contigo, estamos
juntos”.
Si, en verdad estaban juntos, muy juntos y muy libres. Viviendo los
últimos actos de una dramática y extraña historia de amor cuyo comienzo
se perdía en la primerísima juventud de ambos.
- No tengas miedo. Estoy seguro de que tenés mucho que decir. Siempre
comentamos la soledad y los colores grises de tantas vidas. De tantos
hombres y mujeres, buena gente, que viven por fuera de sí. ¿Tus ángeles
no tendrán algo para ellos? Yo, en tu lugar, seguiría dibujando.
Seguiría bajando ángeles.
- Si tú no crees en ellos...
- No importa lo que yo crea. Pero tu sí.
- No se.
No sabía o creía no saber y era la misma cosa. Pero extendió una hoja en
su mesa de dibujo y se lanzó, siguiendo sus trazos como ciega, sin saber
donde iba o como quien abre una caja de sorpresas o lee una novela de
suspenso sumisa por la curiosidad.
Y alguien apareció. Y a medida que se revelaban sus formas sutiles, sus
transparencias, comenzó a escuchar.
- Oye...no le tengas miedo a la tristeza. Es nada más que la otra cara
de la alegría. Son inseparables. Pero no hay corazón que las resista
juntas. Valora el tiempo de una y otra, nada más. Es humano.
- Entonces.... – se escuchó decir.
- Hay algo mejor. Santocha, el contento. Ese sí puede acompañarte todo
tu tiempo. Está entramado en el acto de existir y es compatible con todo
lo que va trascendiendo.
- Eso ya lo se. Conozco momentos de contento y gratitud. Me estás
hablando como si me hubieras espiado el pensamiento alguna vez.¿Quién
eres? ¿O solamente te estoy imaginando?
- Tu me has traído al nivel de las formas. Soy el ángel de la
aceptación. Y te diré...que aun te queda bastante por hacer.
- ¿Qué cosa?
- Sigue dibujando. Hay unos cuantos como yo esperando una forma.
- Creo que me estoy inventando este momento. Seguro que se trata de que
necesito creer que lo que hago le servirá a alguien.
- Tu decides. Pero...¿quién inventa?
Se le hizo un gran silencio. De pronto le pareció que flotaba en un mar.
Un mar de color ceniza bajo unas nubes espesas que no prometían nada
bueno. “Es tenebroso y me asusta” pensó. “Pero...qué hermoso es, sin
embargo”. Salió de la alucinación recordando las tormentas que alguna
vez la habían espantado. Aquella vez que el viento la abrazó con su
turbulencia al cruzar una plaza y su pánico al no tener donde asirse. O
cuando volvían con su marido en el velero de un amigo, desde Colonia. El
barco escorado y el río mostrando sus abismos sin respiro a lo largo de
seis horas. Pero también recordó que, como amarrada en la cubierta, le
cayó encima una paz desconocida. El pánico disolviéndose en la paz.
Otras veces, aun en la calma de alguna noche de verano en la costa,
cuando la luna nueva dejaba el cielo tan negro como el mar, tragado el
horizonte, solía espantarse de lo expuesta que estaba, débil, perdida,
vulnerable ante la inmensidad sin forma. Pero, entonces, el brillo de
las nortilucas en la loma de una ola reventando sobre sus pies, la
rescataba del miedo.
Extendió una nueva hoja en su tablero de dibujo y se escuchó decir:
- Que venga un ángel con respuestas. Tengo demasiadas preguntas. Cuando
alguien se enferma y padece mucho rezamos, pedimos la sanación,
reclamamos. Si hay curación damos gracias, bendecimos a Dios. Si no la
hay ¿lo maldecimos? A pesar de los milagros ...inevitablemente la
misteriosa fuerza que nos sostiene...nos dejará caer. Ustedes
acostumbran salvar a muchos niños...pero no a todos. Que el que aparezca
me de una respuesta que no sólo me sirva a mí. Quiero entender.
No apareció nada. Se pasó semanas de cara a una hoja en blanco
desafiante, caprichosa, insistiendo en su vacío.
De pronto cuando menos lo esperaba, sus manos se pusieron a dibujar, de
los primeros trazos pasó a dar valores con distintos lápices y apareció
inesperadamente un hombre. No parecido en nada a sus andróginos ángeles.
Quedó sorprendida. Su marido entró al estudio y, fijándose al pasar,
dijo riendo.
- Se terminó el bloqueo. Pero ése parece Jesucristo Superstar. ¿Será la
nostalgia de algún rockero de tu juventud?
- No se. La vi, pero no me acuerdo para nada de la cara de aquel
Jesús...
- Pero ahí la tenés – dijo, y se fue riendo.
- ¡Por favor, a ver si me la encontrás en el video club...!
Pero ni la buscó ni se acordó más. Ella tampoco.
Tal vez pasaron semanas hasta que un mediodía se cruzó con un joven con
el pelo castaño por los hombros y un mechón dorado cayendo por la
frente. Se entreparó porque le pareció que lo conocía. Él la miró y
también se detuvo.
- ¿Nos conocemos?
- No se...En Buquebus, tal vez....Sos muy lindo. Muy lindo.
- ¿De veras?
- A mi edad una puede decir cuanto quiera. En especial a un hombre.
Y era lindo, lindazo de veras, como para tocarlo un poco y olvidarse de
los años. Esperó que él se alejara pero no lo hizo. La miró como si ella
fuera tan joven como él. Y el hechizo o lo que fuera surtió efecto. Sin
darse cuenta ella enderezó la espalda y pareció estirarse, bien plantada
allí en la calle. La gente al pasar miraba al muchacho y a esa walkyria
desmelenada que se comía la calle. Ella se dio cuenta de que en pocos
segundos estiraría las manos y lo tocaría, la mejilla o tal vez la
garganta o el pecho que asomaba por la camisa entreabierta. Pero
entonces, sin retroceder, él murmuró “no me toque”.
- ¿Cómo?
- No me toques – repitió y ella se dio cuenta de que no podía moverse.
Pero él se dio vuelta y siguió su camino sin despedirse o como si ella
se hubiera desvanecido, imperceptible entre la multitud. “Esto no
sucedió” se dijo ella y, entrando en la cafetería más próxima, se fue
derecho al tocador. Quería verse en el espejo para burlarse de sí, para
verse tal cual la pudo ver él pero se dio cuenta que su cara brillaba,
despedía una luz que la cegaba un poco pero no tanto que no pudiera
mirarse con veinte años menos. Se contempló un rato, azorada, paralizada
frente al espejo hasta que poco a poco perdió estatura, se hundió en los
hombros y su cara se fue apagando hasta quedar cubierta por una sombra.
Y se volvió al salón, se sentó y se pidió un café sintiéndose ella
misma, tal cual, otra vez,
- ¿Y si lo hubiera tocado...qué?
No olvidaría.
Pero por unos segundos estuvo cerca. Y como tantos no lo reconoció.
Esa misma noche, luego de la cena, su esposo encendió una pipa y se
recostó, parsimonioso, en su sillón favorito, con el tapiz deslucido.
Ella quedó hechizada con la danza sinuosa del humo y así se estuvieron
en silencio.
- ¿Qué esperabas encontrar? – dijo él, finalmente.
- ¿Dónde?
- En Montevideo, en las casas de tus amigas.
- No sé. Algún indicio.
- ¿De qué?
- Si supiera…
- Te asusta la muerte, ¿no? La de otros…te pone de cara a la tuya.
- Si, claro. Pero yo las extraño, a todas ellas. ¿Y a ti te asusta?
- No se, mi querida. A veces si, a veces me parece que no.
No hablaron más pero ella, mirándolo, pensó una vez más, qué clase de
amor tan extraño los unía. A veces le venían recuerdos de una infancia
remota, ocurrida en otra vida, sin duda, en que ambos eran muy chiquitos
y compartían una camita, como hermanitos gemelos.
Ambos no pudieron unirse en la juventud pero ahora, casi viejos, habían
hecho un pacto de cuidarse, de ayudarse a morir, ignorando la vaguedad
de semejante compromiso al no tener la menor idea del destino.
La enorme ciudad que ahora habitaba la enfurecía. El exceso de autos, el
aire contaminado, el inhumano intento de volver invisible la miseria que
crecía por todas partes, disimulada entre los islotes de lujo, aunque
cada vez menos. El alocado ritmo de la gente, del transporte, las
enormes distancias que era preciso recorrer y el tiempo gastado tan sólo
en ir de un lado a otro. Y se preguntaba por qué no hubo cabezas
sensatas que diseñaran muchas pequeñas ciudades en lugar de semejante
megalópolis. Imaginaba los caminos y los puentes que habrían podido
unirlas, además de separarlas saludablemente… Le daba pena que
tantísimas personas tuvieran que gastar varias horas diarias tan sólo en
llegar al trabajo y en volver a su casa. Que tuvieran que sumar cuatro,
cinco horas, a las ocho, o diez o hasta doce de tarea. Y todo aquel
trabajo en negro, sin esperanza, y toda la esclavitud denunciada pero
creciendo y creciendo. Pero llegaba la primavera y luego el verano y se
maravillaba por los lapachos cubiertos de flores color rosa o por cada
jacarandá inundado con reflejos lilas. Y aquellos otros árboles sin
nombre para su ignorancia con sus troncos esculpidos por seres venidos
de algún remoto lugar de la galaxia con aquellas copas refulgentes que
abrazaban enormes espacios y servían de secreto cobijo a tanto
desdichado. “¿Cuántos árboles soy capaz de reconocer?” se preguntaba.
Álamos, sauces, plátanos, eucaliptos, araucarias, cedros, pinos….La
deslumbraban los ombúes, esas gigantescas y tan cordiales plantas. Pero
nada más. Querría saber más, nombrar a cuanto la rodeaba para darle más
vida, más identidad. A veces recordaba una expresión de un poema de
Charles Simic que la involucraba: “..el que no sabe aullar no encontrará
su manada” Ella había perdido parte de la suya y estaba segura de no
saber aullar para encontrarse otra.
Entonces, su padre la visitó en sueños.
Se plantó ante ella con aquel porte único que ella admiraba . Un hombre
elegante, de vientre chato, con un traje impecable como solía verse
siempre. La miró bien en el centro de los ojos y pareció estirarse
quedando ella muy abajo, mirándolo con la cabeza hacia atrás, esperando
que se desvaneciera. Pero no lo hizo sin decir antes tres palabras.
Después, ya en vigilia, le pareció increíble haber escuchado su voz con
tanta claridad. Las tres palabras fueron: propósito, proyecto, enmienda.
Entonces sí lo tragó la oscuridad nocturna.
Reflexionó mucho en esas tres palabras. Escudriñó sus significados más
profundos hasta en un Diccionario de Ideas Afines que le fuera regalado
y que no usaba tanto como debiera puesto que, muchas veces, le faltaban
palabras y había tantas, sin embargo. Quizá por eso sus dibujos parecían
preguntas inconclusas.
Propósitos nobles o no tanto trazó muchos en su vida pero, salvo uno o
dos, se perdieron en las nieblas de la apatía que le caía encima como la
nube del” no saber”. Y todo se convertía en un ¿para qué? O en un ¿cómo?
Ciertos trabajos que realizó con placer y que la posicionaron en su
entorno en realidad le fueron dados como sorpresas gratas de la vida.
Pero, mirando bien, se encontró haciendo cosas que jamás creyó posibles
y fue divertido sorprenderse haciéndolas Pero…su libertad, su voluntad
¿qué? ¿Fue consultada una, intervino de verdad la otra? De pronto
comprendió. Y contempló el abismo que se abría entre un propósito y un
proyecto. Su trabajo en la radio , permitiéndose mirar muy atrás, como
recogiendo el hilo del tiempo, de su propio tiempo, pasando por otros
juegos laborales, comenzó con una aventura. Y esa larga aventura comenzó
por un tropiezo, por llevarse a un hombre por delante al salir de una
librería. A partir de ahí ella se dejó llevar por circunstancias
benévolas. ¿Su boda fue resultado de un propósito? No. Ella no deseaba
casarse. Rechazaba la idea. ¿Fue su proyecto, entonces, dado el afecto
profundo que se había mantenido tan vivo a pesar de tantos años de no
saber nada uno del otro? Menos. Pasó mucho tiempo sin saber si estaba
vivo o muerto. De pronto vio muy claramente cómo el que ahora era su
esposo concibió el propósito de buscarla y luego proyectó y organizó la
nueva vida juntos. ¿Ella la proyectó con él? ¿O se dejó llevar, como
tantas veces, hacia una nueva manera de vivir? Ella entró en el proyecto
de él, mucho más asertivo. Y no había arrepentimiento alguno, se
acompañaban bien, dialogaban mucho y parecían encajar en lo que la
kabalah define como matrimonio: un hombre y una mujer que conversan. Tal
vez, aun por detrás de él, fue el destino quien trazó primero el
propósito y luego el proyecto, y los fue empujando hasta el Registro
Civil de la Avenida Cabildo y, meses después, hasta aquella bella
liturgia matrimonial de la ortodoxia griega en la catedral de “La
dormición de María”, en la calle Julián Álvarez . Pero ella jamás soñó
algo semejante. ¿Qué era el destino? ¿Una potencia ajena y misteriosa,
una Moira? ¿O el resultado de un proyecto trazado desde antes de nacer,
si es que eso fuera posible en no se sabe desde qué lugar? ¿Un proyecto
que primero fue el propósito de aquellos hermanitos con los que soñaba
que querían encontrarse de nuevo, como fuera?
Y aquella otra palabra fulgurante porque, ciertamente, la veía brillar
dentro de su pensamiento: “enmienda”. ¿De qué se trataba? ¿Qué tendría
que enmendar? ¿Tendría que vivir toda su vida de nuevo? ¿Hacer
consciente cada paso? ¿Elaborar y dejar crecer una conciencia que
dispusiera todo? ¿Pero sería tanto el posible poder? ¿Hay pecados, tiros
errados, faltas deliberadas, posesiones demoníacas que nos convierten en
algo que no somos y nos arrastran a los abismos de la culpa? También hay
ingenuidades perversas y omisiones. Hay, debe haber muchas formas de
desaparecer de uno mismo. Y la libertad ¿nació con nosotros o alguien
nos la regaló y se divierte porque en la eternidad se sabe desde siempre
que la usaríamos mal?
II
Jamás supo cómo ocurrió. Tal vez del poderoso impulso de la brisa del
Espíritu. Ese que sopla dondequiera y sea. Pero Ángela se encontró de
nuevo en el paraíso.
Nada ha cambiado. Nada ha sido tocado. ¿Cómo es posible? El tiempo se ha
inmovilizado sobre árboles inmutables. Ninguna hoja ha mudado de color,
ninguna ha caído, fijas en una eternidad de esmeralda. El mismo musgo
cubre las fuentes, la misma arena los senderos, el mismo pedregullo los
claros y la misma gramilla, brizna por brizna, los canteros. Ah…y en el
cuerpo penetra el mismo balsámico aire con esencias de eucaliptos, pinos
y mar y ahí se queda. Y arde la misma luz cegadora, amarilla, del
mediodía definitivo, anticipando encuentros inminentes que volverán a
mover el tiempo, expandiendo los espacios cuando menos lo espere, y su
corazón se enternece. Ya ha divisado, a lo lejos, entre las plantas
altas, al viejo encantador paseando sus perdigueros y, cerca del lago,
adivina la silueta del pobre mellado que vende maíz con azúcar. Un aroma
de maní caliente invade el paraíso, también los perfumes de la espuma
dulzarrona con esencia de vainilla y de galletitas María cuyas migas
aguardan gorriones y palomas, y también de chicles de menta, esa menta
helada y sinuosa que vuelve a deslizarse sobre la lengua. ¿Y él? ¿Dónde
se esconde él? No pudo escabullirse del paraíso. De ninguna manera él.
Él es el legítimo habitante. El único. Y es posible encontrarlo en
cualquier paraíso, en todos los paraísos inventados o reales. Ese que a
su paso detiene los instantes, ése que hace contener el aliento a todo
lo que pueda respirar, ese que congela y detiene los movimientos del
agua y que interrumpe las cabriolas de los delfines. Y ella, que no sabe
cómo ha caído allí, se arrodilla y pone la frente sobre la hierba húmeda
por el rocío. Aunque sabe que todo se desvanecerá y que lo olvidará por
completo luego, sabe también que sin esas fugas del tiempo, sin esas
caídas en el vacío, cuando todo se borre hasta el próximo latido, y
hasta la siguiente inhalación, cuando todo siga como antes, hermético,
absurdo, misterioso y sin respuestas, una cierta fe, una burda confianza
sin sentido, y el fantasma de una esperanza, aunque sin ilusiones,
volverá a su conciencia. Y la vida seguirá su devenir…bajo la “nube del
no saber”.
La tarea asignada o mas bien mal apropiada, robada, quedó de pronto sin
sentido cuando el paraíso la arrojó de sí. Estuvo a punto de tirar todos
sus instrumentos de trabajo para entregarse al desconcierto y desafiar
la incertidumbre del no hacer. Porque siempre había confundido el hacer
con el ser. Y así se hubiera cumplido si el poeta ciego no se hubiera
muerto repentinamente, sin anuncio, como todas las muertes. Ahora había
que llorar e ir recogiendo todos los poemas de Carlos para que no
quedaran silenciosos y muertos como el propio poeta. Reanimarlos era la
nueva tarea. Los viejos instrumentos morirían y se irían desintegrando
en un oscuro rincón mientras ella saldría a ponerle su voz, a convertir
en melodías lentas y quedas aquellos collares de palabras, aquellos
sutras de un ateo creyente, de alguien que no podía leer lo que
escribía. Y una vez más, de frente, ineludible, la realidad del morir,
del final. Pero si el autor ciego le dejaba los poemas…¿qué dejaría ella
y a quién?
He aquí un propósito nuevo, inesperado, y la tarea de proyectarlo con la
fuerza suficiente para realizarlo. Algo que no era para ella sino para
otro. Y ahí estaba la enmienda. Por primera vez se le abría una puerta
para salir de sí sin más voluntad que servir. Ya no era recordar, dudar,
lamentar, sino hacer algo por alguien y para alguien que ya no podría
más que silenciarse involuntariamente. Alguien definitivamente
invalidado pero con un legado de palabras escuetas, elegidas como gemas
con extremo cuidado para que pudieran competir con el silencio. Porque,
en realidad, ella no había hecho nada por nadie sin considerar algún
secreto beneficio. Ni por el esposo que creía amar. Él era el que le
cortaba las uñas, le teñía el pelo y hasta, cierta vez que recordaba con
vergüenza, le había sacado piojos del entramado exuberante de su pelo.
Él quien lavaba los platos cuando la sentía cansada o quien le preparaba
la taza de cacao en la noche y la ayudaba a dormirse.
Ahora sin complacencia ni lucimiento alguno, encerrada en el anonimato,
recitaría en todas partes, como mantras, los poemas del amigo muerto.
Una voz sin nombre y el único nombre el del poeta. Como un lazarillo
llevaría de la mano al fantasma del poeta muerto. Y tal vez él
encontrara el descanso que la asfixiante, exigente inspiración le había
privado.
Mediodía y caía una llovizna. Ella venía cargada de paquetes. Por un
instante el sol cruzó las nubes y el aire se llenó de partículas
doradas, temblorosas. Se detuvo buscando el arco iris pero el sol
desapareció. Solía buscar arco iris que siempre la esquivaban. En veinte
años había visto dos, de repente, cuando no los buscaba. Era un juego.
Era así. Las cosas llegaban cuando dejaba de buscar. Pero el momento
había sido favorable: el sol atravesando aquella lluvia tan suave. Se
detuvo y levantó la cara para sentir las gotas. Tintineaban sobre su
piel y cerró los ojos. Los pequeños tributos de los instantes. Entonces
el sol volvió a asomarse y cuando abrió los ojos el arco iris estaba
ahí. Soltó los paquetes sin darse cuenta, absorta en aquella sorpresa
del cielo. Un niño se acercó, la tomó de la mano y la despertó. La ayudó
a recoger los paquetes y los dos rieron sin saber por qué. Ocurre así.
En un momento el cielo cerrado con muchos grises y al momento siguiente
una lluvia de estrellas diminutas. Y el arco iris demorado. Y un niño
con un rizo dorado sobre la frente soltándose de la melenilla castaña
que le recuerda a alguien que ha cruzado su historia. “¿Dónde te he
visto?”, piensa. Separa los labios para decir algo pero el niño ya no
está. La calle ha quedado desierta y silenciosa.
Qué extraño me resulta estar en mí. Soy mi último lugar posible. El
espacio de mi vulnerabilidad. Dependo de la amplitud o de la estrechez
de mis umbrales sensoriales. Y todo aquello que no logro sentir no
existe. El sueño de la escasez.
Aun no me fui y ya imagino el retorno. Si he de volver en mi nueva vida
seré muy fuerte. Podré resistir los vientos helados del Sur y
contemplaré, muy próxima, muy serena, el amor de los albatros y de los
pingüinos. Me mezclaré con blancas aves y con espumas y el palacio
cristalino de los mares profundos será para mí manso, sosegado y hasta
tibio. No me contarán aventuras. Las viviré. Y seré tan libre y
solitaria que no tendré que demostrar merecimiento alguno. Porque no
habrá nadie. Nadie que se pudiera alcanzar y perder. Nadie que añorar.
Al final,
Unos músicos cruzaron la calle lentamente. Los autos se detuvieron, ella
también. La prisa desapareció. La música de aquellas gaitas echó una
bruma de nostalgia sobre todos. Los fantasmas de Galicia y de Escocia se
mezclaron con la gente. A cada uno le rozó alguna herida ancestral. Y, a
medida que la música fluía, le pareció que dividía en dos, que cortaba
por el medio su pasado en hileras de piedra que se iban deshaciendo.
Cuando la música se perdió y extinguió en una lejanía desconocida., las
piedras eran una arena que una oleada de viento repentino esparció. Y no
quedó nada. ¿Dónde ocurrió? ¿Adentro o afuera? No pudo saberlo. Los
autos siguieron su marcha y ella siguió su camino.
Pero no era la misma. Quedó esclarecida lo suficiente para reconocer que
en cada encuentro ya late la inevitable despedida. Así fue con las
amigas tan amadas. Las amó y tuvieron luego que irse. Ella pudo irse
primero. La alegría del mutuo conocimiento, la magia de cada encuentro
justificaba y se reconciliaba con la pena del adiós. Sintió que soltaba
todo y quedaba liviana, con el corazón pleno de tanta riqueza recibida
pero… ya no miraría atrás como la mujer de Lot. Las semillas de su
futuro eran silenciosas y las nutría la atención en la gracia del
presente.
Cuan finalmente llegó a casa buscó a su marido y lo abrazó.
- ¿Vamos al Sur? – le dijo, besándolo entre los ojos y acariciándole la
barbilla.
- ¿Al Norte no?
- Es que todavía no vimos las ballenas. |