Ser y poesía de María Eugenia Vaz Ferreira |
Conocí una ciudad pequeña,
graciosa y feliz, rodeada por ancho río y por antiguas quintas. Desde las
orillas del Plata y desde los árboles del Prado le llegaban ráfagas de
un aire límpido y fragante. Y una hermosa luz característica marcaba la
sencillez de sus casas bajas, de sus azoteas almenadas, de sus balcones de
hierro o de mármol; y el blanco y negro de aquellas grandes losas con que
lucían los apacibles patios. Es
el Montevideo que alguna vez pintaron —con fineza y fidelidad, cada uno
según su modo— un Figari, un Barradas, un Torres García. Allí
la vida era tranquila y silenciosa. La buena herencia española,
enriquecida con escasos y nobles aportes de otras inmigraciones, y nutrida
fundamentalmente con algún rasgo americano autóctono —poco perceptible
pero presente en el carácter criollo— daba rasgos ya dibujados a la
sociedad en formación, a la cultura naciente; a un natural y sano proceso
de crecimiento. Así,
con paso cauteloso y modesto, se fundaba el estilo de aquel sitio. Esta
vida no había sido turbada por el progreso técnico, ni por el
cosmopolitismo, ni por la voracidad mercantil y
profesionalista; no le habían llegado aún las causas de deformación traídas
luego por riesgos que no fueron resistidos, sobre los que, en parte, ya
José Enrique Rodó había advertido a las gentes uruguayas de aquel
tiempo. En
ese Montevideo y en esa época aparecieron los primeros artistas
verdaderos del país: los ya liberados de las precarias influencias
culturales del coloniaje; los primeros creadores serios en que se funda
nuestra cultura y nuestro deseo de ser. En
medio de esta recordada ciudad que ya no es, vi a María Eugenia Vaz
Ferreira; empecé a escucharla y a saberle el alma. Fue en aquella Universidad
de Mujeres a donde ella había llegado para enseñar algo más que
historia o crítica literaria. Su lección comenzaba en cuanto se la veía;
su presencia misma, sola y poderosa, y de una dignidad increíble,
constituía la más inolvidable lección que nadie puede dar, y que ella
impartía en aquella casa de estudios como en cualquier sitio a donde
llegase. Era
mujer de cara expresiva y profunda, de mirada segura y firme; con un ceño
austero y una boca caída y dolorosa, en contraposición con la risa fácil
y de alta música, con la voz serena y melódica; y con un paso suave
lleno de majestad y gracia, paso con el que María Eugenia vagaba dando
siempre la impresión de que se desplazaba en rara atmósfera de sueños.
Así fue lo extraño de su figura, la aparente contradicción y la gracia
de su figura: por un lado, generosa entrega a la amistad, al juego de la
conversación, al forcejeo dulce y tremendo con otras almas; por otro
lado, vida vuelta hacia adentro, tenaz soledad, encierro heroico en sí
misma. De
esta contradicción intensa y sorprendente nació sin duda algo de la
leyenda de María Eugenia, considerada siempre como un ser paradojal y
extraño. Y sí que lo era; sólo que en ella todo esto tomaba los tonos
de una calidad tan fina y auténtica, de una libertad tan excepcional, que
ese paso suave, esa voz melódica y ese silencioso dolor de la boca caída
cobraron fuerza solemne. Fue,
pues, criatura recóndita, dueña de un delicado pudor y de un profundo
respeto por su propia alma. Por
eso es tan difícil hablar de su vida; y tan arriesgado ceder a la tentación
de aceptar y divulgar un anecdotario que puede dar tan sólo la visión incompleta
o frívola de espectadores incapaces de percibir el exacto matiz, la
intención profunda, la calidad esencial de una palabra o de un gesto, que
en ella tenían trascendencia tan honda. Por
otra parte, bueno es preferir la categoría a la anécdota; y libertar, en
lo posible, a los estudios literarios y al goce de los senadores de Arte
de la invasora y aberrante traba que la crítica biográfica, como la crítica
de asuntos, opone al estudio y valoración de las obras per se. La
verdadera imagen de María Eugenia Vaz Ferreira está en sus cantos. Y
desde la puerta de su libro, ya esa imagen se nos dice según soledad y música.
¡Celebremos la adecuación del hermoso nombre de este
libro! En él resplandecen amor de soledad y destino de cantar que la
artista tuvo en profundo y altísimo grado. Y así el nombre límpido
viene a ser como una clave de todos los versos contenidos en la obra, y
directísima clave de algunos poemas esencialmente orientados a cantar la
soledad. Cuando
apenas algunas composiciones suyas habían sido publicadas, mientras la
autora se resistía a la edición de su libro, tales versos eran dichos
con grave voz inolvidable por María Eugenia Vaz Ferreira. Los decía ante
unas niñas asombradas, en la pequeña aula de la Universidad de Mujeres.
La clase escolar de Literatura se había interrumpido; la sala había sido
amortiguada con cautela en delicada penumbra; la voz de María Eugenia
cantaba dulcemente. Ya estábamos solas con ella, lejos del mundo, en un
mundo nuevo de alta y pura Poesía. Así
pudo redimir los sitios que atravesó, los seres que estuvieron a su lado,
las cosas que tocó. Pudo enseñar Literatura salvando los difíciles
riesgos pedagógicos, creando clases vivas, en las que mostraba para
siempre la grandeza del Arte, la verdadera cara de la Poesía; la vida
moral del artista y algo difícil de saber en estos medios: la diferencia
profunda entre vida intelectual y vida espiritual. Pasando
con gracia sobre la información árida, sobre los esquemas de la crítica
académica, dio en sus clases las claves esenciales de la experiencia poética,
sobre todo la conciencia de que la poesía es la más alta expresión del
ser. Con gracia altiva, con libertad ejemplar, enseñó la generosa y
justa afirmación de los grandes valores. Y pudo hacerlo porque
poseía una seguridad y una fuerza convincentes, que imponían de súbito
un respeto nuevo, profundo y ennoblecedor para quienes eran capaces de
sentirlo. El paso era
suave; la voz melodiosa —¡la voz más musical que pudimos oír!—; los
ojos dulces y tristes, como constelados; algo de seda y de silencio había
en ella y a su alrededor. Pero suavidad,
música, dulce tristeza estaban acompañados de aquella fuerza y de
aquella seguridad, como si la categoría fundamental de su ser fuera algo
corpóreo y mantuviera en ella una actitud por la que todo su ámbito se
transformaba en un Reino —en un seguro Reino del alma. Algo de seda y de
silencio; algo de materna ternura suavizaba a estos grandes resplandores y
a la solemnidad singular de su presencia. En ese Reino
del alma, grandes, acrisoladas virtudes eran como estrellas cuyo recuerdo
puede conmovernos hasta las lágrimas. María Eugenia enseñaba, con su
actitud ejemplar, la amistad noble, la entrega generosa; el desdén con
respecto al profesionalismo literario, a la vanidad y a la triste
esclavitud con que estas cosas traban al ser y a sus posibilidades
creadoras. Y nadie se
acercó a ella que no sintiera esa lección poderosa, ese resplandor
vivo como el fuego del Espíritu que irradiaba de todo su ser. Enseñó también,
naturalmente sin proponérselo, frente a la aparición de un movimiento
feminista heroico y generoso, pero desgraciadamente turbado por errores
fundamentales que aun padecemos, la grandeza de una presencia femenina
fiel a su destino. Y
tanto como se libró de los errores dolorosos del movimiento feminista de
su época pudo mantenerse distante de la llamada "poesía
femenina" que abrumó a América en este siglo. Y
esto ocurrió porque en María Eugenia se daba el ejemplo de una mujer que
no traicionó nunca su trascendencia simbólica, sino que asumió
maravillosamente aquello que en nuestros días Gertrude Von Le Fort invoca
como rasgos invariables de la imagen femenina empírica, o sea, rasgos
eternos en el sentido limitado terrenal, cuando se refiere al
"aspecto cósmico metafísico de la mujer, de lo femenino como
misterio". Hoy
pienso en imágenes suyas que pueden ser testimonios junto a esta glosa.
Entre esas imágenes amo algunas trascendentes y fieles, que ya se me han
hecho familiares. Y
es, por ejemplo, el poema en que Emilio Oribe evoca aquella sacra música,
aquella angustia metafísica, aquella actitud meditabunda, y aquel paso
suyo solitario entre árboles y cadenas de fuego. O
son aquellas memorias dichas con singular encanto por Susana Soca:
"Recuerdo una tarde, en un teatro, durante un largo entreacto de una
larga representación. Y en un momento en que todo parecía ser opaco e
interminable, se abrió la puerta de un antepalco y en el claroscuro
apareció diciendo algo gracioso y singular, interrumpido, o mejor dicho,
seguido por una risa frecuente, baja e inimitable. "Sé
que experimenté entonces una sensación imprevista: la de una ardiente
curiosidad surgiendo del centro mismo de la monotonía. Y una especie de
asombrada gratitud ante el objeto de mi
curiosidad. Era la sensación de una presencia particular y agradable
rompiendo el círculo indefinido de la general ausencia. Y ahora sé que
esa presencia era la del mundo poético y aquélla que involuntariamente
habitaba, pensaba y se movía dentro de ese mundo, hacía participar de él
a sus interlocutores fortuitos. Ellos, sin procurar entenderla, la seguían
bajo la influencia de un poder de comunicación con todos los elementos mágicos
del juego". ***** "Algo
más tarde recuerdo una habitación con un piano. Era en un crepúsculo ya
próximo a la noche, con una lentitud propia del verano, porque recuerdo
que las hojas golpeaban contra los cristales queriendo prolongarse hacia
adentro. Ella tocaba en la semioscuridad. Sus manos formaban parte del paisaje
de las hojas que, en un juego de sombras y de reflejos, se agitaban sobre
el teclado con un temblor parecido al que tienen sobre el agua. Sus manos
parecían demasiado, pequeñas para el largo camino de la música que
ellas recorrían. Sensibles, perfectas, eran junto con su voz y sus ojos
las tres gracias naturales que la propia voluntad de destrucción no había
logrado aniquilar. Ella salía del piano como de una parte de sí misma en
la que hubiera debido sumergirse, y sin terminar la pieza, decía un poema
a la noche, y era imposible no ver que un imperioso mensaje, apenas
transformado, continuaba. Su voz era más baja, y de tonos uniformes: decía
los poemas con algo de melopea que lógicamente debió dar una expresión
de monotonía a pesar de la calidez de su acento. E inexplicablemente
sucedía lo opuesto; tenía el patetismo interior que no puede ser
descrito, imitado ni olvidado. Decía su verso con todos los acentos
correspondientes al secreto trance que cada una de sus partes le
representaba, con las diversidades más sutilmente individuales. Era la
identificación renovada con la cosa poética vivida y ésta estaba
presente, apenas oculta en el estético plano de la discreción. Conservo
en mi memoria el eco de la palabra "desesperanza" que yo retenía
por primera vez. Aparentemente pronunciada con el mismo tono de las otras,
para mí sigue saliendo de su verso con una lentitud siempre
imprevista". ***** También
la veo muchas veces como en el significativo pasaje que Pedro Leandro
Ipuche registró —¡y hay que agradecérselo!— en que María Eugenia,
con gesto gozoso y revelador de ejemplar generosidad, comunica a Rodó la
aparición de los poemas de Delmira Agustini, a quien ella admiraba
profundamente. Y
todavía sueño otras imágenes que tengo siempre cerca de mí y que
muchos conocen. Como aquélla que en entusiasta glosa (él, que poseía lo
que Descartes llamó la más noble de las pasiones: el entusiasmo!) Parra
del Riego señala así: "Oh! un retrato que yo he visto de esa época,
con sus ojazos ardientes y melancólicos y una cara de dicha misteriosa y
distraída!". Y
aquella otra, quizá el más notable documento entre la iconografía de la
artista: una fotografía increíble que las nobles manos de Enrique Dieste
libertaron de olvido y de sombra. Todo allí ha recuperado su
trascendencia, en una lejanía que la pátina del aire dio a la imagen y
que semeja aquella encantadora lejanía de los antiguos espejos, que han
perdido su primitivo esplendor de joyas relucientes y que viven una vida más
honda y más íntima, casi aterciopelada. Aparecen
María Eugenia y Rubén Darío, en los días en que el poeta visitó
nuestro país. La comunicación de los dos grandes seres se ve allí a la
par de su distancia, como voluntariamente sostenida. Cada uno de ellos, en
la posesión absoluta de su persona inconfundible, de su profundo señorío,
afirma su reino solitario. No podrá verse nunca más misteriosa distancia
y a la vez más misteriosa transcendida comunicación. Estos
testimonios paralelos a los que podrían agregarse otros, también fieles
y vivos, no están aquí sólo por el valor que como testimonio poseen. Quizá
han sido traídos por mi seguridad de que es bueno reunirse con otros
seres alrededor de María Eugenia y de sus cantos; más que nada por
aquello de que el estar reunidos "no está exento de misterio". Cuando
se leen los versos de María Eugenia Vaz Ferreira todas esas imágenes
vienen a la conciencia y su evocación se superpone de inmediato a la presencia
de sus poemas. Tal es la autenticidad de esta obra. La correspondencia es
tan estricta, que no se trata sólo de los temas, de las palabras, de los
sentimientos aludidos; los medios utilizados por la artista, la estructura
general de su composición nos recuerdan intensamente aquella voz, aquel
paso, y toda la vida espiritual que en ella resplandecía en la medida de
su cristalina dignidad, de su capacidad para renunciar, de su destino
armonioso y melancólico. Esta
unidad de obra y de vida es la mejor prueba de los grandes creadores; en
María Eugenia se da gloriosamente; con ella se emparenta su moral de
artista y, a la vez, el destino solitario de su vida y de sus cantos. Los
que conocimos esa actitud heroica que ella tenía para afrontar todos los
riesgos, para resistir a la tentación mundana, para sostener una
austeridad que no excluye la gracia sino que en ella descansa y se
fortalece, podemos afirmar la relación profunda de su estilo de vivir y
su estilo de cantar. Tal la razón fundamental por la que esta poesía es
grande, ya que toda está apoyada en su ser, y aparece a nuestros ojos con
ese inconfundible "resplandor de lo verdadero" que los antiguos
consideraban como carácter esencial de la obra de Arte. Ese resplandor buscó María Eugenia. Y alguna vez nos lo dice con su voz en que la afirmación y la súplica se conciertan para expresar la más intensa aspiración de su vida y de su poesía: |
Alma,
sé libre y rauda, sé límpida y sonora como un maravilloso pájaro de cristal, |
Es en el poema Ave celeste en el que, junto a la evocación de campanas, nocturnos, inmensa lira, surtidores, rosas, escudos, y sobre todo esto, el alma y el canto dicen la victoria de María Eugenia: |
Entonce cómo
será divino tu canto cristalino! El
grito clamoroso de angustia o de esperanza que
hacia el espacio lanza sin eco su elegía, en
el inmaculado crisol de la armonía lo
trocará en gorjeos tu pico musical: oh límpido y sonoro pájaro de cristal! |
Tal
"resplandor de lo verdadero" que aquí es relación íntima
entre la poesía y la vida de quien canta, se vincula con un hecho muy
importante. Y
es que en María Eugenia había un estilo: idéntico en ella y en sus
cantos este estilo hace que su poesía y su vida sean algo así como
potentes alas de un mismo Espíritu. Esta fue una de las lecciones
fundamentales; su lección de estilo. Para saberle la trascendencia hemos
de tener en cuenta el sentido profundo de la palabra estilo. Él no se limita a la
equivalencia de este término con "el rasgo específico que marca y
distingue cualquier forma particular, trátese de una obra de Arte, de una
personalidad humana, de una vida común". Dice Romano Guardini:
"El estilo es la traducción exterior del hecho de que una
manifestación de vida determinada ha encontrado su expresión adecuada y
perfecta. Esta liberación expresiva, sin embargo, para que haya
"estilo", deberá -ser tal que el ser particular exprese un
mensaje general y que sobrepase su dominio propio". Las
poesías más características de María Eugenia Vaz Ferreira poseen este
don de estilo que su persona poseía y que su persona les confiere. Por
eso en ellas se concierta la experiencia más viva con una poderosa
conciencia de Arte, que lleva a austera selección, a gran sobriedad y a
un orden vivo, que no tiene que ver con ningún orden retórico
convencional, sino con estructuras creadas por la artista en cada caso según
un sentido hondo y estricto de la Forma. A
veces alguna anécdota asoma, fugazmente apuntada, dando —como si fuera
una clave de notación musical— la pauta del sentido lógico a la vez
que la pauta de la estructura del poema. Pero un rigor alerta, un
pudor delicado del alma, limitan esa indicación; la miden, la detienen en
su punto estricto. Y la anécdota personal desaparece para transfigurarse
y aparecer como sustancia redimida para la Poesía, porque la autora ha
renunciado a la anécdota, a las modas literarias, a los halagos de los críticos
y de los lectores. Ya ha dicho su doctrina estética en Oda a la belleza: |
Oh
Belleza, que tú seas bendita ya
que eres absolutamente pura, ya
que eres inviolada, límpida, firme, sana e
impoluta.
......................... Eres
inaccesible; eres
pasiva y sola sencilla
y sobrehumana; no
inspiras, no padeces el
dominio imperial de la materia ni la sensible turbación del alma. . . |
La evocación de un Arte de quietas formas, de armonía serena, de gloriosa pureza a la que ningún agitado viento de la vida logra tocar, nos recuerda aquí aquellos versos de Baudelaire: |
Je
hais le mouvement qui déplace les lignes, Et jamáis je ne píeme et jamáis je ne ris. |
y
nos hace soñar con los caracteres puros del Arte clásico. Con esta noción abstracta de la belleza que María Eugenia nos dice coincide su estilo personal, su vida entera, el inolvidable acento de su alma.
No significa esto que su
poesía y su ser estén alejados de la vida misma; aquí, como en los
casos más eminentes, la abstracción significa selectividad, purificación
en crisoles prodigiosos del Espíritu y del oficio. Como
en el remoto ejemplo siempre vivo de la hoja de acanto llevada por proceso
de abstracción a un capitel corintio; o el de la rosa fragante y
perecedera que pasa a ser eterna rosa en la Arquitectura medioeval, aquí
también todos los fuegos de la vida, las flores temblorosas, el aire de
los jardines, la sangre violenta o apacible, la pena de los adioses, son
sustancia preciosa para la Poesía eterna, llevada a un orden, a un
tiempo, a una imagen extática que ya no morirá y que ha de quedar para
siempre en el aire del mundo, cuando ya pena, sangre y huesos de la
criatura armoniosa no estén más sobre la tierra. Ese sentido de abstracción, explícito en la Oda a la Belleza es un elemento previo para conocer la obra de María Eugenia Vaz Ferreira.
No diré yo aquí la crítica
escolar, ni aun la del preciosismo técnico entre cuyos riesgos está
frecuentemente el de convertir el estudio estilístico en desplazada
investigación gramatical que mata toda posibilidad de experiencia poética.
Este modo de glosar no es para este sitio ni para mi personal vocación.
Lauxar llega a decir que en estos versos poco o nada importa lo exterior.
"Lo que interesa —dice— con importancia no sólo principal, sino
exclusiva, es el espíritu, la entraña sangrante que palpita y sufre con
vibración de herida mortal". La obra de María Eugenia
Vaz Ferreira se relaciona con elementos característicos de las diversas
escuelas. En líneas generales podríamos vincularla con el modernismo;
tal fue, por lo demás, el clima literario de su época de creación. Aunque bueno es notar que,
así como ella se libertó de escuelas literarias, el lector debe asumir
actitud semejante. Ya Carlos Vaz Ferreira ha dicho muchas veces el exacto
consejo para los "sentidores" de Arte: no juzgar por escuelas,
sino por valores. En algunos momentos de La
isla de los cánticos predomina un cuidado de la forma, un gran
sentido de la belleza abstracta, lo que determinó la calificación de
parnasiana formulada por algunos críticos. Otras veces, el
subjetivismo de los románticos invade su verso y lo emparenta con algunos
ejemplos típicos —sobre todo con Heine—. Una experiencia continuada
e importante, durante largos años en que fue profunda sentidora,
ejecutante y compositora de Música, trasciende a sus versos y los
relaciona con el simbolismo. Pero quizá de este movimiento, lo que más
encontramos en la poesía de María Eugenia Vaz Ferreira es, por la vía
musical tan específica, aquella entrañable
tendencia no nueva pero asumida en grado eminente y como rasgo característico
por la escuela: la de relacionar las palabras, por su estructura y
sentido, de un modo tal, que ellas despierten en el lector algo semejante
a la experiencia que el creador ha querido trasmitir. Desde lejos esa tendencia
es algo muy viviente en todo el proceso literario; ella está implícita
en la gran poesía de todos los tiempos. Y el mejor Luis de León —según
yo creo el de los Diálogos— lo ha dicho de modo genial en aquel pasaje
de Los nombres de Cristo en que establece —partiendo de una
hermosa imagen de espejos redoblados— la necesaria relación entre
sonido, figura y significación, vecinos y semejantes "a cuyo es
cuanto es posible avecinarse a una cosa de tomo y de ser el sonido de una
palabra". En nuestros días, Thomas
Merton dice esta verdad: "El poeta no usa las palabras meramente para
declaraciones o afirmaciones de hechos: de ordinario eso es lo último que
le concierne. Busca, sobre todo, juntar las palabras de tal manera que
ejerzan reacción misteriosa y vital entre sí mismas y suelten su
contenido secreto de asociaciones para producir en el lector una
experiencia que enriquezca las profundidades de su espíritu de modo
singularísimo. Un buen poema induce una experiencia que no puede ser
producida por ninguna otra combinación de palabras; es, por lo tanto, una
entidad que subsiste por sí misma favorecida con una individualidad que
la caracteriza y distingue de las demás obras de Arte. "Como todas las
grandes obras de Arte, los poemas verdaderos parecen vivir una vida
totalmente suya. Lo que debemos buscar, pues, en un poema no
es una referencia accidental a algo exterior
a él mismo, sino el principio interior de individualidad y de vida que es
su alma, "su forma". El "significado" verdadero de un
poema sólo puede resumirse en el contenido total de la experiencia poética
que es capaz de producir en el lector. Esta experiencia poética total es
lo que el poeta trata de comunicar al resto del mundo". En toda la obra de María
Eugenia se puede percibir —como uno de sus valores más originales—
este don para crear un lenguaje poético, una relación nueva y profunda
de las palabras entre sí; relación capaz de sugerir ricos estados de
alma en el lector y hasta capaz de sugerir aquella nostalgia que ha
llevado a un autor de nuestra época a definir la belleza como "el
canto de una privación". En algunos poemas es más
patente la utilización que para todo esto hace la autora del elemento
sonoro. De todos modos, su poesía siempre canta; y esto es de singular
importancia; y debe mostrarse en una época en que se ha perdido la línea
melódica y en que conviene restaurarla. Con sus medios estilísticos
dice María Eugenia Vaz Ferreira temas esenciales, reveladores de su ser
profundo. Ha elegido, pues, el camino más arduo, y su poesía musical,
severa, sobria, está cargada de significación. Súbitamente se percibe que todo aquello a que se refiere la autora en sus versos, todo aquello que ella traspone a bellos símbolos o a música melodiosa, ha sido profundamente vivido, conocido, sabido por ella. Así la noche, los surtidores, las flores, las estrellas; una magnolia, una cara; la aurora y el crepúsculo; el viento suave que cruza: |
...sin
decir nada el
transitorio paréntesis suspenso
en la sombra vaga, cuando
enmudecen las cosas o todavía no cantan, |
***** La distancia que va de
estos elementos objetivos a su presencia enriquecida y trascendente dentro
de los versos, es una distancia exacta, de sutil medida, de estricta
perspectiva de Arte. Esa distancia breve e inmensa, pero sobre todo justa,
precisa, significativa, mide lo que va de lo anecdótico a lo categórico;
de la realidad concreta al símbolo. Y un aire nuevo, un mundo nuevo se
crea alrededor de palabra y evocación: es el mundo único, original,
creado por la que canta, por la que da este nuevo acento a las cosas y a
sus nombres; acento por el que esta noche, esta nieve, este árbol y este
sendal de flores son nuevos, únicos, semejantes a toda una tradición de
árbol, noche, nieve, ráfaga y flores; pero absolutamente nuevos, con una
significación ya cerrada en sí misma; y es que han sido recreados y
dotados de una vida nueva, tal la que se da en los bellos versos de aquel Nocturno: |
¡Árbol nocturno, alma mía, sólo mía y solitaria... cubierto estás por la
nieve de
una noche triste y larga! Por
eso si te sacude alguna
amorosa ráfaga, en
vez de un sendal de flores cae una lluvia de lágrimas... |
El tema dramático está
arraigado en casi todas las composiciones del libro. Se dice este drama
—que es, sobre todo, la angustia metafísica, la conciencia del propio
ser conflictual—; se dice el amor por este drama; y la noche "hecha
de soledad y de desesperanza" es tan bella que María Eugenia la
canta extasiada o dolorida, transformándola en el ámbito casi permanente
de su poesía, en la sustancia más preciosa de símbolos vivos a través
de los que nos dice su más íntimo ser. Alcanzan entonces estos cantos su carácter de auténtica expresión existencial (dándole a este término los caracteres y la dignidad de su antiguo linaje, es decir, emparentándolo con aquella expresión que desde David clama con cara de llanto o con sonrisa arrobada). Y así dice ella la angustia metafísica: |
Ah,
si pudiera desatar un día, la
unidad integral que me aprisiona! No
sé
cuando labraste el signo mío el
crisol armonioso de tus gestas dónde
estaba... donde la proporción de tus designios... |
Y es la árida
experiencia, que culmina en aquel extraño poema La rima vacua, cerrado
con la evocación del "dúo de la nada". Habla a su esperanza. Dice desolación, árida soledad interior; y encuentra, para expresar su resignada actitud, la más adecuada forma: |
Ya
te he visto venir blanca
y piadosa, como un santo espíritu sobre el vaivén de las marinas ondas; |
La mira y la remira; la evoca en el fulgor de las estrellas, en unas llamas danzantes, en unas ráfagas turbadoras, en un mágico abanico. Y ante esas imágenes, frente a ese ir y venir de la propia esperanza transfigurada en múltiples formas llega a decir: |
Pero
si al interior vuelvo los ojos veo
la sombra de tu mancha negra, Miro
tu nebulosa en el vacío dar
poco a poco su visión suspensa; sin
el miraje de los juegos fatuos veo la sombra, de tu mancha negra. |
Y todavía!: |
No
llores porque sé; los ojos míos saben
vivir en lontananzas huecas; míralos secos y tranquilos; márchate... |
hasta evocar el último encuentro con esta esperanza muerta: |
hasta
que junto a ti también tendidas nos
abracemos como hermanas buenas y
otra vez enlazadas nos durmamos en el sepulcro vivo de la tierra |
En la voz acontraltada y
triste de María Eugenia, cuando decía estos versos, aprendí yo a
percibir qué exacta medida, qué exacto tiempo, qué exactas sonoridades
dan al poema la presencia espiritual y corpórea que él tiene; y cómo
esta presencia viva, apoyándose en múltiples imágenes y severa música,
consigue crear una sola, abstracta, callada presencia de María Eugenia y
su soledad, ya separadas, ya juntas, ya identificadas y —en fin—
dominando con su único ser sombrío las formas que se evocan, para dar
una imagen de la esperanza en contraposición con la de aquella
desesperanza que aparece como en un extraño hueco. |
Pero
si al interior vuelvo los ojos veo la sombra, de tu mancha negra. |
En el canto a la noche ya no es sólo ese tremendo drama. Una nota tierna, de sensibilidad apiadada, de compasión amorosa se da en un momento esencial del poema. |
Noche,
noche infinita, rincón de los olvidos, perdón
de penitentes que nunca hicieron nada más
que cargar a solas el pesado madero sobre la ligereza cautiva de sus alas, . . |
y
luego, al nivel de la última estrofa: |
Dale
a los beneditos que todavía sueñan, tus áureas lentejuelas y te hostia de plata, y
a mí, que te deseo inextinguible y única, dame la eternidad de tu silencio, oh Hermana. |
En ese aire nocturno va a decir María Eugenia su más íntimo ser: |
Y
no tengo camino; Mis
pasos van por la salvaje selva en
un perpetuo ajan contradictorio,
......................... siento
crujir los extendidos brazos que hacia el materno
tronco se repliegan, temor, fatiga, solitaria
angustia, y en un perpetuo afán
contradictorio mis pasos van por la salvaje selva. |
O
en aquellos dos versos finales de La estrella misteriosa: |
mientras
mis torpes brazos rastrean en la sombra con la desolación de una esperanza ciega. |
Estamos aquí en el centro
vivo de la poesía de María Eugenia Vaz Ferreira. La profundidad de la
experiencia que en ella se revela, da a esta poesía un destino solitario
irreductible. Como el de la doctrina de su Oda a la Belleza; como
el de casi todos los rasgos estilísticos que informan su obra. Pero en
estos poemas metafísicos, de tan profundo y misterioso alcance, María
Eugenia está en el corazón mismo de la soledad. Esta línea de gran poesía
existencial alterna en el libro de María Eugenia con la del tema idílico,
con aquella en que la criatura dice pausa tranquila, aire de jardín,
amoroso trance, adioses y nostalgias que nos recuerdan la sensibilidad de
un Bécquer o de una Rosalía de Castro. Cuando veo estos dulces
poemas junto a los otros —a los dramáticos, a los de línea heroica y
severos metales— siento una emoción como la que me embarga al descubrir
en la obra de Durero, entre las aguafuertes en que la forma dice tema de
guerra o tema de postrimerías, aquellas violetas tiernas sólo apoyadas
en sí mismas —en su ser de violetas— que sueñan la pausa de amor, la
contemplación tranquila, el gozoso deleite fugaz del creador de La
Melancolía. Es la Serenata conmovedora,
o la Invitación al olvido o Voz beata. A veces los dos modos se cruzan: la línea melódica, las imágenes concretas, claras, sencillas, son la sustancia con la que se nos revela otra vez una dolorosa afirmación como en la Barcarola de un escéptico o en aquella Historia póstuma, o en la composición Desde la celda, de segura afirmación final después de una secuencia de obsesionantes preguntas: |
Los
aldabones golpean con
rumor de eternidad, y
el corazón solitario le responde:"Más allá"... Sí,
más allá de sí mismo, más
allá del propio mal, amorosamente
solo con su mal de soledad |
***** |
En fin, línea melódica e imágenes concretas dan el grave misterio de Único poema cuyo secreto se sugiere, en gran parte por la vía musical, muy sabia y sutil en esta composición, en estrofas ceñidas y abiertas a la vez a un infinito: |
Desperté
y sobre las olas Me eché a volar otra vez. |
Es el más misterioso, el
más trascendente de los cantos de María Eugenia; se le siente animado
por un saber extraño e incomunicable. Con imágenes desnudas, con melodía
lineal, con limpidez cristalina, ha dicho allí el sueño en el que se
revelan al alma las relaciones profundas de Vida, Muerte y Soledad. En este extraño concierto
de la imagen concreta y su sombra; de lo que es perfectamente dibujado y
la impenetrable tiniebla, puede estudiarse el don de inteligibilidad que
María Eugenia Vaz Ferreira tuvo y la coexistencia de lo inteligible y lo
oscuro en su poesía. Pero esta coexistencia,
que en Único poema es intensísima y que seguramente constituye
uno de los elementos de valor de composición tan significativa, tan rica,
tan perfecta —en el mejor sentido de la palabra—; esta coexistencia es
característica en la poesía de La isla de los cánticos. Yo la he señalado muchas
veces, asociándola a la feliz expresión con que Eugenio D'Ors caracterizó
el gran arte de Mantegna: "la claridad difícil". Y he
recordado, entonces, la puntualización estricta y sutil de Raissa
Maritain sobre esta claridad propia de la gran maestría; claridad que se
contrapone a una claridad fácil que viene de la ignorancia (palabras
empleadas de modo prosaico, como simples signos e ideas); o que viene de
la ingenuidad —como en el caso de la poesía popular—; o que se
relaciona con la abundancia y la profundidad de ideas filosóficas y
religiosas unidas al genio poético. Dice el texto de Raissa:
"El sentido inteligible es siempre necesario al sentido poético. El
sentido poético no es el sentido lógico, y el poema nacido en la
oscuridad del recogimiento es necesariamente oscuro en cierto grado. Sin
ser compatible con el sentido inteligible, esta oscuridad subsiste en toda
poesía verdadera, como el alma de la poesía. Pero hay muchas clases de
oscuridades. Entre la poesía inteligible de un Virgilio o de un
Baudelaire y el no sentido querido por sí mismo de ciertos textos
surrealistas, se encuentran todos los grados de la inteligibilidad y de la
oscuridad". La oscuridad, en los
versos de María Eugenia Vaz Ferreira es la que tiene que ver con el
misterio ontológico que en ellos se da; oscuridad inherente a
la experiencia profunda, a las zonas más indecibles del ser que busca
expresarse. Está lejos de la oscuridad de los retóricos y tiene en sí
misma algo semejante a la noche que los místicos saben. La inteligibilidad que acompaña a tan
misteriosa expresión es del orden de la "claridad difícil";
procede, en gran parte, de una voluntad de estilo, de un amor a la forma,
de una vocación asistida por aquella prodigiosa fuerza que ha sido
denominada "la más musical de las ideas: la idea de composición". La lectura de este libro nos acerca a la
expresión auténtica del ser que allí se nos da. De esto depende la gran
lección definitiva que se recibe en el ámbito creado por estos cantos. Es una doble fundamental lección relacionada con la experiencia literaria y con el conocimiento deslumbrador de un alma como la de María Eugenia Vaz Ferreira. Leyendo estos
versos y sintiendo este ser valeroso y puro que en ellos ha dicho su vida
profunda, aprendemos algo que nos ayuda a ser, más que a saber. Aprendemos, en esta isla, a valorar por
calidades. Y desde entonces, esta lectura nos lleva a una de las
experiencias más fecundas y gozosas: a la experiencia poética en que
hemos de encontrarnos con María Eugenia Vaz Ferreira, en plena Isla de
los cánticos. Es aquella misma presencia que se canta en los versos de Emilio Oribe: |
Oigo
la sacra música que en encendido instante escuché
de sus labios. La trágica alma hebrea que
inundaba de luces su copa de diamante ¿dónde
está? ¿Es posible que Más allá la vea? "La
escucho! Cuántas veces, esclava de una idea, fija,
vino temblando, a mí, tan vacilante como
ella! Ya no olvido la convulsa marea metafísica, ahogándole
los ojos y el semblante! La veo, sí, entre árboles, vagar, meditabunda. .. Verbo de esferas cósmicas, baja su voz profunda, penétrame las sienes y me inclina hasta el llanto. Dime
en qué estrella cuaja tu luminoso ruego. Que
aprenden los arcángeles la coral de tu canto. Dime al fin, que rompiste las cadenas de juego! |
Este
poema despierta recuerdos vivos que el alma sabe. Por las calles de nuestra
ciudad; en el claroscuro de una sala de Música; junto a los árboles del
Prado; entre las flores y las grises estatuas de antiguas quintas; sola
siempre, pura, distante y entregada a las criaturas con gesto gentilicio,
la imagen de María Eugenia Vaz Ferreira se dibuja como la imagen de la
Poesía misma; de su poesía solitaria y poderosa. ¡Una sola imagen, alta
lección de Poesía! Y así se nos dará cuando lleguemos a esta isla suya, cada vez circuida por más alta marea de música y de sombra. |
por Esther de Cáceres
"La Isla de los Cánticos"
María Eugenia Vaz Ferreira
Biblioteca Artigas
Colección de Clásicos Uruguayos - Vol. 20
Ministerio de Cultura
Montevideo, 1956
Ver, además:
Esther de Cáceres en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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