Como un vino de oscuro sabor inacabable

bebido interminablemente con su raro acicate

con su sabor inapresable por siempre postergado

bebo la savia de las escrituras y de los territorios.
Apuro el largo día leal y la noche de las despedidas

fija la mano en pequeños objetos cotidianos;

se me aparece la larga rueda de fantasmas voladores

y permanezco las huecas horas incontadas

bullendo en medio de confusos espacios transitorios:

pretendo una sustancia especial, rabiosamente

de la que bebo un ácido ausente, una memoria,

me reconoce la vigilia trashumante

aunque huyo finalmente irremediablemente.

De estas ausencias y de estas destrucciones

se nutre la sustancia de un mundo insospechado

donde residen objetos filiales, mis frascos de píldoras

mis hojas ensuciadas y mis fotografías.
De estas ausencias, de estos períodos largos de reconocimientos
conservo un impulso
una gota de sangre desvelada
mi corazón alerta a las voces de otros mundos estáticos

que pulso y bebo como un vino oscuro

de gusto peregrino, sabor a tiempo.

De allí, y una pálida hora, una meseta ausente

y los trenes que en sueños me acarreaban
a lugares de tierras coloradas, de hojas brillantes, verdes,
del sueño pintoresco de los túmulos,
de allí aparecen en medio de mi cuarto
personajes que me hablan con voces matutinas
abuelos que me interrogan con un beso
y acuden presurosos a sus genealogías
y aun me transportan y aun me desencadenan.

De todo, sin embargo, y de su duelo sencillo y permanente
conservo más que nada mi inclinación alegre
en el ir y venir entre cosas del mundo
con su áspero contacto
con su lengua sangrienta y los rincones
más sucios del amor,
con los desengañados movimientos del alma.

Conservo aquella clave, aquella inclinación luminosa,

conservo un vedado pasaje

la luz del tiempo que me socorre

y me gana con su otoño brillante e invariable.
Conservo acaso un conducto final
la moneda brillante que todo gana y todo pierde
el sueño de los mundos posibles,
la divina sustancia que alimenta la vida.

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