Después de la alta noche, de la destartalada

lluvia dominical, de la dolida sombra de las personas

de los ríos de objetos que pueblan los días de un hombre

y del dolor que castiga los bellos y amados cuerpos,

después quizá de más de lo que un solitario corazón acontece

el desamparo y su piedra desértica

diluyen su vieja droga melancólica

en mi desamparado corazón
y he venido a estar de pie con la antigua cabeza
caída al sueño de otra vida, inclinada
ál presagio rojizo de la tierra
horadando la fría ceniza de un tiempo derrotado
y que la tierra recoge en su íntima entraña olvidada.

Y he visto los fulgores, las malas luces de los días de otro tiempo
aparecer de la plomiza caja que contiene
unos huesos roídos
unas médulas que amaron y cayeron
y se llenaron de olvido y días,
una fuerza interminable desde la tierra venida,
una posible venganza de viejos hábitos desatendidos.

He querido entonces creer en las cosas corpóreas
en los hechos acaecidos inexistentes,
en la punzante materia de los hábitos
en la sangre pertinaz recorriendo los cuerpos
de tantos que engendraron
esta larga y oscura línea de desconsuelo.
Y estoy ganado ahora de aquel paisaje

de aquella vida reemplazada, de aquella ausencia

presa en el sol, en los follajes de un día

en su calor su paz errática, su sonido de pájaro

su ansia dominical.

He vuelto a mi cadena, a mi objeto, mi olvido

y habito sin embargo aquel quieto país

pertenezco para siempre a aquella hora,

giro herido por aquellos recuerdos recobrados,

soy aquella memoria.

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