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El lebrel del cielo |
Cierta vez, estando yo muy enamorada, mi amado me dijo: Si me quisieras tanto, criarías alas para venir donde yo estoy.
Prometí mirarme la espalda en el espejo todos los días, a ver si del tronco de los omóplatos me nacían unas alas. Y hete aquí que nacieron. Primeramente fueron pequeñas y cubiertas de plumas, de manera que, como estábamos en invierno, las podía llevar plegadas debajo de los abrigos. Mi amado, que había desencadenado este fenómeno, se mostraba muy preocupado y sólo me recomendaba ir al médico. Porque las alas fueron creciendo.
En primavera decidí dejar mi trabajo y me despedí de mis padres y mis hermanos, que tocaban mis alas con ojos llorosos y maldecían al amor, porque ya era cosa sabida que sólo el amor había podido provocar aquella alteración de mi naturaleza. Y después me fui a volar.
Yo hubiera querido que mi amado fuese conmigo, pero él no estaba tan enamorado, así que no crió alas.
Sin embargo, yo no había cambiado tanto. Seguía siendo la misma imprevisora de siempre, y por lo tanto, en vez de observar la conducta de las aves para tener una guía sobre cómo sobrevivir y alimentarme, me fui volando tranquilamente, como que iba de paseo, cada vez más alto. Así me encontré con el Lebrel del Cielo. |
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—¿Qué estás haciendo aquí? —me preguntó él.
—Estoy volando —le contesté.
—Ya veo. No pareces muy inteligente tú. ¿Adonde vas?
—Me gustaría ir al Cielo.
—Estás en el Cielo. ¿Qué querías
ver aquí?
En realidad era yo quien deseaba hacer
preguntas, pero, como siempre, este personaje se arrogaba el derecho de
interrogarme. Entonces, sin saber por qué, me puse petulante.
—Bueno, quisiera ver a Dios —contesté.
El Lebrel hizo una mueca canina.
—Dios fue desalojado —me dijo,
entonces.
—¿Y tú? —le pregunté.
—Yo tengo una genealogía más antigua.
Antes de que los hombres inventaran a Dios yo ya existía.
De pronto me entristecí completamente. Y
comprendí que lo que había contestado en un momento de impertinencia era
verdad: quería ver a Dios.
Así que le pregunté al Lebrel:
-¿Dónde está ahora?
El Lebrel se relamió los bigotes
pensativamente.
—Bueno, no sé —me contestó
finalmente—. No tiene adonde ir. Quizás se haya hecho hombre otra vez.
Cuando era guerrero siempre reconquistaba su lugar, pero hace siglos que
no es más que un paria.
Entonces el Cielo me pareció un lugar
muy estúpido y mis alas unos aditamentos inútiles.
—Me voy —le dije al Lebrel.
Parece ser que de alguna manera desperté
su simpatía, porque me dijo, amablemente:
—Tal vez lo encuentres. Pero no acá.
Seguramente él debe precisar mucho a los que lo buscan.
Entonces empecé a descender.
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Renée Cabrera
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