El quinto piso

 

El vago horror hacia los ascensores: un temor torpe y primitivo que en ocasiones suele asaltarme. Lógicamente no hay causas racionales que lo justifiquen y jamás he padecido contratiempos dentro de un ascensor. No obstante, siempre los evito y entrar en ellos es una posible aventura, de esas que solo viven los cobardes en su imaginación.
No sufro de claustrofobia, tampoco de vértigos. Mi aversión es algo que va más allá de los trastornos físicos. Es un sentimiento que apenas intuyo y que encuentro difícil de traducir en palabras. Podría decir -confusa, vagamente- que es como cerrar los ojos y pensar que al abrirlos tendré ante mí una realidad diferente a la que vivo, otro mundo, otro tiempo. Llegar a otra cosa en un instante, pero sin saber cómo ni por qué.
Los ascensores son eso para mí: el pasaje a otra realidad que el indicador de la botonera puede determinar que sea el cuarto piso o el noveno, pero que sencillamente es algo más, que los ingenieros de Otis -o como se llame- nunca imaginaron.
Entrar en el hall del hotel con treinta grados de calor, meterme en una caja metálica, salir a un ambiente confortable, silencioso, alguien que espera, que me hace olvidar todo lo que dejé abajo -es un decir-, afuera, antes de apretar el botón número cuatro.
Muchas veces pensé que al llegar, al abrir la puerta, no la encontraría. El ascensor se habría equivocado, me habría depositado en un lugar distinto al elegido -por quién, digo-. Allí estaría quizá un simulacro de ella o lo que fuere, o tal vez simplemente no habría nadie esperándome. Apreté mal el botón, me equivoqué de piso, diría atropelladamente, sabiendo que eso puede ser una coartada, pero nunca una razón. Por eso, cuando todo coincide con mi esperanza, me parece estar en presencia de un acontecimiento maravilloso, mágico. Llegué, estoy a punto de gritarlo, de gritar el prodigio, y ya la caja metálica arranca de nuevo hacia arriba, hacia abajo, hacia cualquier sitio no determinado en los números.
Abro la puerta y allí está ella esperándome, sin saber de mi suerte, de la fabulosa casualidad que nos acaba de unir.
Nos amamos hasta quedar dormidos. El ascensor continúa su eternidad de viajes caprichosos que los dedos índices pretenden ordenar.
Soñé algo sorprendente. Cansado, pero feliz, regresaba del empleo. Ya en el ascensor oprimía el botón número cuatro. Todo se ponía en movimiento y comenzaba la lucha por dominar mis habituales temores: bostezaba, cerraba los ojos, me intentaba evadir de la travesía. Luego sucedía algo extraordinario: el ascensor, a la par de ascender, se desplazaba lateralmente, su movimiento no solo era en longitud sino también en latitud. Comprendí que necesariamente debía estar desplazándose según la diagonal, hacia arriba, en forma oblicua. Paulatinamente la pequeña caja metálica se transformaba en una habitación entera, con sus precarios muebles de hotel y su luz escasa y oscilante. Sin poder llegar a ningún sitio, logré despertar.


Ella dormía, ignorante y remota. En ese momento el ascensor, detenido en nuestro piso, arrancó con su chirriar cadenoso y su rumor de bestia metálica, condenada a desplazarse sólo en dos direcciones.
Fui al baño y tomé un vaso de agua. El fresco que entraba por el tragaluz me reanimó, al tiempo que aplacó mi angustia. Luego, apoyado en la ventana, contemplé la noche y la Plaza Matriz desierta y barrida por la luna.


2

Un día ella se marchó, cansada de mi melomanía y del paisaje de la habitación. No obstante, decidí permanecer allí. El hotel era antiguo pero bien conservado, el precio razonable y el lugar, a pesar de la tristeza, me gustaba. Ya encontraría otra que achicara un poco la cama.
En la jornada trabajaba ocho horas entre papeles y cuentas que no me interesaban. Era la única forma de ganar algún peso para distraer el fin de semana: lo suficiente para ir al cine y pagar mis clases en el Conservatorio.
Cuando conocí a Penélope, mis gastos fueron excesivos, pero por un tiempo creí en la felicidad.
Solo los obligatorios viajes en ascensor alteraban la calma de mi vida en el hotel. Pero aquello era únicamente una inquietud indefinida, un gusto amargo más allá de lo dulce. "Todo es mental", decía siempre Penélope. Una forma de explicar lo inexplicable, una etiqueta arbitraria para nombrar algo tal vez inexistente.
Yo la miraba y asentía en silencio. Sabía perfectamente que era completamente inútil explicarle a Penélope algo que yo mismo aún no comprendía.
Con el tiempo descubrí que entre Penélope y yo nada había en común.
Para ella, subir al ascensor era simplemente subir al ascensor. Jamás experimentaba esa sensación pastosa en la boca, que empieza en el primer piso y que al llegar al cuarto es un bostezo que nace desde más atrás del estómago, una inminencia de vómito inmaterial con gusto a milagro a punto de producirse, a paso en el vacío, a caída por más que uno vaya subiendo, y que al final es tan solo la previsible cara de Penélope tendida sobre la cama y más atrás la ventana y detrás de la ventana el invierno.
Cuando el ascensor entró en reparaciones Penélope desapareció. Esta vez no fue mi melomanía ni la habitación, solamente no soportó subir cuatro pisos por escalera escuchando mis loas al inventor del escalón. Secretamente me creyó loco, por eso se fue.
La ley de la compensación es increíble. A los dos días de que ella me dejara, di mi primer concierto en público. Esto me salvó de la depresión. Fue una ejecución brillante y fui aplaudido. Salí del Solís y me puse a caminar, en medio de una noche de niebla. Tomé por Juan Carlos Gómez rumbo al hotel. Al llegar, el ascensor estaba abierto, esperándome.
En el vestíbulo no vi a nadie. Tomé mi llave y me metí en el ascensor. Oprimí el botón, cerré los ojos y me dispuse a emprender el viaje. Recordé el sueño del ascensor transversal, el ascensor oblicuo y ominoso de la pesadilla. Mi mano se crispó contra el estuche del violín.
Cuando abrí nuevamente los ojos, el ascensor ya se había detenido. Lentamente abrí la puerta y salí al pasillo.
No había tal pasillo, sí un inmenso salón iluminado hasta cegar. En el salón había algunas parejas bailando y otras sentadas en mullidos sillones. El lugar comunicaba con una terraza, que estaba curiosamente habilitada al público, a pesar de la temperatura invernal. Vi todo esto en dos o tres segundos, como si lo visto saltase hacia mí para demostrar la evidencia de mi error. Tal vez había oprimido el botón equivocado, llegando así a un lugar hasta entonces ignorado por mí. Acaso se trate del último piso -me dije- es lo más probable. Me disponía a retirarme antes de ser visto cuando un camarero vino hacia donde estaba y tomando mi abrigo y el violín me invitó a pasar. Intenté explicarle que no pensaba quedarme, que se trataba de un involuntario error -con los ascensores uno nunca sabe-, pero ya era tarde, había desaparecido con mis cosas y la novedad del salón me había atrapado.


La música, proveniente de una orquesta oculta en algún sitio, era lenta y sensual. Saxo y percusión predominaban en algo que parecía Cole Porter o Glenn Miller, tocado en un estilo sospechosamente afectado, barroco, envolvente. Me dejé ganar por la melodía hasta integrarme totalmente al ambiente de la velada. La idea de que me hubieran admitido por error en esa fiesta me pareció divertida, por lo tanto no renuncié a disfrutar de nada de lo que allí había. Hacía mucho tiempo que no concurría a una reunión similar y el encuentro con un acontecimiento tal me entusiasmó.
Busqué a algún conocido y nadie me llamó la atención. Observé las expresiones de frivolidad y acaso de hastío, algún gesto mundano y exagerado, alguna carcajada perdida, algún intento de romance.
En general predominaba el aburrimiento, como si todo se tratase de una representación harto gastada de la cual todos hubiesen olvidado su sentido. Todos hablaban, todos bebían, bailaban, pero aquello parecía una parodia de la diversión, una caricatura de una fiesta.
Caminé tímidamente por el salón hasta llegar a la terraza. De allí, la vista de la ciudad resultaba fascinante. Comprobé que no había tanto frío como pensaba y que la niebla se había disipado. En una reposera rodeada de plantas, una mujer de vestido largo parecía meditar. Una copa de champagne en la mano, los ojos perdidos en el firmamento, su cara ovalada, triste y blanca. Me acerqué.
Solo nosotros estábamos en la terraza. Secretamente me alegré: mi condición de forastero se veía disimulada por la soledad cómplice, ella no notaría que era un intruso y mi traje de concierto pasaba como de fiesta.
Dije "buenas noches" y me senté en el asiento contiguo, de allí podría observarla mejor: se trataba de una mujer bellísima. Un movimiento de sus cejas aprobó mi llegada. Intercambiamos miradas, palabras triviales, comentarios sobre la noche o la fiesta, nos reímos. No me extrañó estar bailando con ella cinco minutos después, al ritmo de un blues monótono e interminable. Nos besamos profusamente y bebimos de la misma copa, hablamos poco y solo el frenesí de nuestros cuerpos cercanos pareció comunicarnos. Sinceramente preferí ese silencio activo: cualquier tema tratado podría revelar mi condición de extraño. Tomé las cosas a favor de la naturalidad y del caos de los hechos que se sucedían.
Lógicamente nada supe sobre los motivos de la fiesta, mucho menos sobre los que allí estaban. Sólo confirmé mi impresión del principio: todo parecía funcionar de manera automática, como si hiciese siglos que todos estuviesen allí, repitiendo el baile, la bebida, la frivolidad.
De todas maneras, lo único que me interesaba era terminar la velada haciendo el amor con Wanda, que así se llamaba, en mi cuarto del hotel, lejos de la luminosidad que impregnaba el lugar, de esa música que ya me obsesionaba, de los rostros impávidos que fingían la diversión.
Después averiguaría.
Me disponía a plantear la retirada cuando un hombre se acercó. Sus bigotitos estúpidos y su peinado a la gomina lo tornaban insípido y afectado. Al llegar junto a nosotros miró directamente a Wanda y dijo:
-Es hora de irnos, despídete del caballero y ve por tu abrigo.
Todo me pareció una impertinencia. Iba a intervenir pero Wanda inmediatamente se separó de mí y dándome un beso en la mejilla tomó el brazo del hombre. Éste me miró de soslayo.
-Wanda, espérame...
Fue inútil. Como si yo no existiera, se perdieron en el salón y ya no los vi mas.
Confieso que me sentí ridículo, torpe. Evidentemente todos sabían desde un principio que mi presencia se debía a un error. Si no me habían denunciado fue para no complicar la noche con explicaciones, solo dejaron que me moviera libremente, ignorándome y sabiendo que todo concluiría pronto: los hechos me volverían a la realidad. Solo Wanda se apartó algo del juego, quizá por esnobismo o por un ataque de brusco hastío. Incluso fue una buena medida para que el intruso se notara menos, acaparado por los brazos de Wanda y oculto en la penumbra de la terraza.
Me senté en la reposera y fumé varios cigarrillos. También bebí profusamente. Cuando la fiesta comenzó a languidecer opté por retirarme. Sin duda había bebido mucho: olvidé reclamar mi abrigo y mi violín.


3

Al salir a la calle el frío de julio me sacudió. Gracias a la fiesta llegaría tarde al empleo. Por supuesto no importaba, por lo menos había hecho algo diferente. Recordé el violín y sobre todo el abrigo olvidados, pero ya no había tiempo para volver a reclamarlos. Los recuperaría al volver; nadie podía interesarse por un viejo violín y un sobretodo aun más viejo.
Mientras atravesaba la plaza miré hacia el edificio del hotel, buscando instintivamente la famosa terraza. Afanosamente recorrí con la vista la azotea y el último piso, pero nada pareció indicarme que hubiera allí una terraza. Comprendí que acaso estuviera más retirada que el resto de la construcción, pero aun así debería verse desde donde yo estaba.
En ese momento un familiar gusto agrio y pastoso invadió mi boca.
Ese día tendí muy poco en la oficina. Todos mis pensamientos se concentraron en Wanda y en aquella fiesta.
Cuando volvía, atravesé la plaza y miré nuevamente en busca de la terraza. La oscuridad ya tornaba difusos los edificios y no me fue posible distinguir nada.
En la recepción del hotel abordé inmediatamente al empleado nocturno. Temí al formular la pregunta:
-¿Cómo se llega a la terraza?
El hombre no levantó la vista del periódico.
-¿Qué terraza?
Confirmé mis temores, aun así insistí:
-La terraza... donde anoche hubo una fiesta, el salón de fiestas del hotel.
El hombre abandonó la página deportiva, se sacó los lentes y acomodándose mejor sobre el mostrador me miró, como comprobando si yo era quien hacía dos años vivía en el hotel.
-Perdón, señor, realmente no le entiendo, ¿de qué terraza me habla?
Puse cara de convincente, de falsa seguridad en lo que decía:
-De la terraza del hotel, la que da a la plaza.
El hombre sonrió totalmente desconcertado.
-Me temo que hay una confusión. Aquí no tenemos terraza, señor.
Tozudamente insistí.
-Anoche hubo una fiesta aquí, ¿no es cierto?
-Aquí no se hacen fiestas, señor, ¿lo molestó algún ruido, música fuerte o algo así?
Sonreí, creo que nerviosamente.
-Yo estuve en una fiesta, aquí, anoche, en el último piso, donde está la terraza. Precisamente allí olvidé mi abrigo y mi violín...
El hombre abandonó definitivamente su lectura y por primera vez se interesó seriamente en lo que le decía.
-Veamos, aquí no hubo ninguna fiesta, tampoco existe un salón adecuado y mucho menos una terraza, ¿me entiende? Usted está confundido, a lo mejor estuvo en otro lugar.
-¡No, claro que estuve aquí! Al subir a mi habitación me equivoqué de piso y me metí en la fiesta. Ahora quiero recuperar mi abrigo y mi violín.
El hombre me miraba con rostro alelado. No respondió.
No había salón, no había terraza, no hubo fiesta; de eso el empleado estaba totalmente convencido. Pensé que el lugar tal vez fuese secreto y que ni los propios empleados del hotel sabían de su existencia. Abandoné el interrogatorio y me dirigí hacia el ascensor, no sin antes cubrir mi retirada con un "debo haber bebido mucho, perdone usted".
Preferí pasar por borracho y no por loco.
Dentro del ascensor la tentación fue irresistible y apreté el cinco en lugar del cuatro. Por una vez el viaje no me molestó, me obsesionaba lo otro.
Al llegar al quinto piso abrí la puerta y como era presumible me encontré con un corredor lleno de puertas, exactamente igual al mío. Del salón no había rastros.
Di unos pasos exploratorios y tímidos, como si todo fuese a desaparecer en el próximo instante. La penumbra del lugar y su silencio me hablaron de la solidez de la visión. Nada de lo que había allí había cambiado en los últimos veinte años.
No hay salón, no hay terraza, el empleado tenía razón. Tal vez la fantasía del ascensor ya había llegado demasiado lejos. Comprendí la necesidad de un tratamiento, de ver a un especialista. Luego me aferré a la idea de que todo se trataba de un sueño, una extraña pesadilla de la cual ahora comenzaba a tener conciencia. Lo he soñado, me repetí mentalmente, el violín y mi abrigo deben de estar en alguna parte de mi cuarto, me imaginé con alivio.
El limpiador me saludó con gesto amable. Era uno de los empleados más viejos del hotel, por eso fue que le pregunte.
-¿Salón, terraza? No, señor, ya no tenemos eso en el hotel, claro que no.
-Ya... quiere decir que una vez hubo ,¿no es cierto?
Me miró, apoyándose en la escoba, y luego dijo, con expresión nostálgica:
-Sí, antes sí, hace como treinta años. Después reformaron y construyeron los cuartos que ahora está viendo. Aprovecharon el salón y la terraza y los dividieron en cuartos. Una lástima, ¡si viera las fiestas que daban en aquella época!...
Entonces me contó, mejor dicho, yo le arranqué de su esclerosada memoria todo lo que pude. Pero todo se redujo a recuerdos más o menos coherentes, datos dudosos y referencias vagas que me aclararon poco y nada y me dejaron más perplejo aún.
No le comenté nada de la fiesta. De todas maneras, no me lo iba a creer.


4

Acomodé todas mis cosas, hice las valijas y bajé lo más rápidamente posible a la recepción. Jadeante por el esfuerzo y los nervios pedí la cuenta y comuniqué mí retiro del hotel.
El empleado me miró sorprendido. ¿no se habrá molestado por la confusión de hace un momento, señor?
-No -dije secamente.
El empleado se sacó los lentes.
-Alguna razón debe de haber para irse así luego de dos años.
Sonreí tristemente.
-Solo cambiar de ambiente. Me deprime estar demasiado tiempo en un lugar.
-Bueno, pienso que tiene razón, aunque no creo que consiga un lugar mejor por este precio, además la ubicación...
Además el ascensor, pensé, y un frío me recorrió todo el cuerpo.
-La habitación se alquilará inmediatamente. Su cuenta, señor.
Mientras pagaba, observé un retrato que había sobre la caja fuerte de la oficina. En dos años jamás había reparado en él. Ahora me parecía lo más importante del lugar.


Se trataba de una mujer. Sus rasgos me parecieron asombrosamente familiares, aunque borrosos por la antigüedad del óleo. Balbuceé mi pregunta:
-Esa mujer, ¿quién es?
-Oh, ella... Wanda Martin, la hija del primer dueño del hotel. Ni ella ni su padre viven, pero el retrato fue quedando porque a todos nos gusta verlo ahí. Por años ha estado en ese mismo lugar y nadie se interesa en sacarlo. Es como el ascensor, como los espejos de los pasillos; forman parte del hotel. Debe de haber sido una mujer bonita, ¿no cree?.
Tragué saliva y luego dije, con el último hilo de voz que me quedaba:
-Ya lo creo.
Pagué, junté mis cosas y me fui. Lástima el violín, que era recuerdo de familia.

Hugo Burel
El ojo de vidrio y otras maravillas
Alfaguara. Ediciones Santillana 1997

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