Hace más de veinte años escuché la historia del cuento que titula el libro. Me fue referida como verdadera y ambientada en un bar del Cordón, allá por el sesenta y pico. Yo recién empezaba a escribir cuentos y esa anécdota sobre un misterioso ojo de vidrio me interesó de manera irresistible. Cambié el Cordón por la Ciudad Vieja e inventé el personaje de El Dandy, bajo la influencia de mis lecturas de Borges y sus frecuentes compadritos. Finalmente escribí el cuento, condicionado por las bases de un concurso, que limitaban la extensión del texto a no más de cinco carillas de veinticinco renglones.
Con EL ojo de vidrio gané el segundo premio de aquel concurso. Era el de Radio Carve y mi relato fue leído en un programa especial. El locutor, Gastón Labadie, le dio a la narración un tono tanguero y levemente malevo, acompañando la impecable dicción con los fraseos piazzolianos que se instalaban en las pausas. Conservo aún la grabación original, emitida aquella única vez.
No puedo precisar las razones que me llevaron a postergar la publicación de
EL ojo de vidrio tal como fue escrito en su primera versión. Solo sé que siempre algo me dijo que ese era un cuento para ser escuchado pero no leído. En su origen tiene una condición oral, una cadencia de conversación bolichera.
Pensando en la edición de este libro, reescribí el cuento. El tiempo transcurrido desde aquella inicial fascinación sirvió para que entendiera otras claves de la historia y variase el punto de vista de los hechos. También, liberarme de los limites de su extensión permitió que indagase mejor -creo- en los mecanismos que vincularon a los protagonistas entre sí y con el ojo falso. Ahora,
EL ojo de vidrio está por fin publicado y más allá de lo que el lector pueda juzgar, me siento íntimamente satisfecho de que integre el conjunto de mi obra. La felicidad que me dio cuando fue premiado fue el empujón decisivo para que ya no dudara en seguir escribiendo.
En cuanto a los otros cuentos que integran este volumen, se vinculan con EL ojo de vidrio y entre sí por su condición de portadores de un objeto o suceso que trasciende lo cotidiano y que por comodidad he llamado "maravilla". Con desencanto Henry Miller ha afirmado que
"si fuéramos verdaderamente lúcidos, nos aturdiría el horror de la vida
cotidiana". Si algo nos permite la literatura de ficción es establecer una dimensión que es única, que no es mera fotocopia de la realidad y que no puede existir fuera de las páginas que el escritor ha creado. Ernst Jünger tenía la idea de que lo maravilloso, el imperio de los azares complejos y fabulosos, debe revelarse siempre de manera más clara con cada paso que se tiene el valor de dar para alejarse de lo habitual. No es otra cosa lo que afrontan varios personajes de estos cuentos.
El quinto piso, que es contemporáneo de El ojo de vidrio, parte de un sueño muy extraño que tuve, el de un ascensor transversal que anticipó en años los que conocería en la Torre Eiffel, trepando en forma oblicua por sus patas. También están allí mis días de ascensorista en el hotel Alhambra, una ocupación de verano cuando tenía quince años y no soñaba escribir.
Tanto Escapes transitorios (escrito primero como guión cinematográfico) como
Pincelada de azul sobre gris reflejan, con sus climas opresivos y su minuciosa decadencia, los años de la dictadura. Incluyen un libro de tapas verdes y un cubrecama que son la prueba y el pasaje hacia el otro lado de la realidad. En
La perseverancia del viento, ese pasaje se logra a través de un simple mueble escritorio sobre el cual es posible zambullirse, nadar y llegar a una isla llamada Garabato.
En Sofía y el enano, las maquinarias de la maravilla ponen a funcionar una transformación de monstruo a ser normal, sin que pueda establecerse con certeza quién es quién en una historia de fenómenos circenses. En
Contraluz, la maravilla es la invisibilidad que no puede probarse, pero que opera en lo fáctico, que es no ser visto, y que acompaña la caminata del protagonista, Boris Stolowicz, en una tarde calcinante que habrá de resolverse en lluvia.
"Mi obra tiene que complacerme a mí, y si me complace entonces no tengo necesidad de hablar sobre ella. Si no me complace, hablar sobre ella no la hará mejor, puesto que lo único que podrá mejorarla será trabajar más en ella. Yo no soy un literato; sólo soy un escritor. No me da gusto hablar sobre los problemas del
oficio". Esto que ha dicho William Faulkner es el paradigma de lo que un autor debe pensar cada vez que sufre la tentación de hablar o escribir sobre lo que hace. No obstante, no creo haber incurrido en una falta grave a ese credo que comparto, al permitirme reflexionar sobre las pequeñas historias que siguen.
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