Círculo de sangre |
Hay tiempos en que se llega al límite de una finitud. Y nadie sabe cómo ser el otro que, sin saberlo, ya se es. Cualquier adolescente sabe, y años después lo olvida: parirse fue un festín de sangre. Después viene un cierto remanso, los hijos nacen envueltos en su roja gasa y uno se pierde así, en ellos, prolongado. El tiempo va espesándose de líquidos. Lágrimas, leches, orina, jugos, lluvia, alcoholes, y otra sangre empieza a circular, sin aviso, en pequeños charcos. Uno empieza a no saber qué de lo que uno era, y es, y ya no es viene serpenteando en otras corrientes. Y uno se empapa del llanto inexplicable del bebé retumbando en largas noches. La sangre distinta se impone como una ley que el espejo sedentario concibe pasajera, como la sed. Entonces uno corre por la arena, desnudo y tambaleante y el espejo se deshoja, vidrio roto a los pies. Uno está rodeado, girando en círculos de sangre suya pero otra, su otro líquido de tan suyo como de otro. Es cuando se ha atravesado el límite de una finitud. Y uno lo sabe, y no lo quiere saber que su otra sangre se ha ido por el otro invisible, velocísimo, útero del tiempo nacido implacable al nacer. |
Luis Bravo
El País Cultural Nº 447
29 de mayo de 1998
Editado por el editor de Letras Uruguay
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