Los gallos de Colina

Crónica de Edison Bouchaton

Ilustró Eduardo Vernazza

Suplemento dominical del Diario El Día

Año LII Nº 2623 (Montevideo, 5 de febrero de 1984)

Empezamos viviendo en la calle Asilo N° 78. Recuerdo todavía el número impreso en grueso relieve dentro de un pequeño óvalo color gris.

Tenia dos balcones a la calle y estos estaban casi a ras del suelo.

Al lado de la casa en cuestión, a la derecha, hacia la calle Comercio vivía la familia Máspoli, constituida por el esposo, un viejito italiano, chiquito, con un bigote blanco como una luna plácida, corto y hacia abajo.

A este simpático viejito se le veía en la calle sólo en los días de mucho y vivificante sol. Doña Lola, su esposa, era una señora de carácter firme. Madre de tres hijos. Pío, Javier y María Esther. Los varones siguieron la tradición paterna y mientras Pío era albañil, Javier con tendencia a la vida burguesa, se adjudicó el titulo de “constructor”.

Después venía el “Conventillo de la China María”. También con tres hijos. Eran: "Pantomina", no Pantomima, el segundo de ellos, Juan José el primero y María Esther la última que no tenia nada del color de su madre, era absolutamente blanca y propendía a estimular el ardoroso ímpetu de los muchachos de doce años para arriba, pese a la rígida custodia de María su madre, mujer avezada a la lucha por el pan y dedicada sin pausas a la tarea de lavar pisos, ropa, etc. Cuando había suciedad o mugre en alguna casa de la cuadra, no había porqué preocuparse. Golpeando la desvencijada puerta colorada de su cuarto, llamar "María"... y esperar su respuesta. Si iba la China Maria, el termómetro afiebrado de la mugre, bajaría en seguida.

Después venían otros vecinos. Los Brunet. Luego una señora miope que llamaba a través del pequeño cerco de su casa a cualquiera de los chiquilines, en los momentos calientes de la siesta, mientras clavando su miopía sobre una monedita, le decía: "haceme el favor querés, de lo de Laurelro" —(Loureiro) el almacén que quedaba en la esquina de Comercio y frente a su casa— "traeme un medio de maíz de Guinea". Claro que ninguno decía que no. Pero tampoco se acordaba de lo de Guinea. Compraba el maíz y se acabó. Mientras, el almacenero mencionado, sorbiendo su mate, miraba y escuchaba sus mixtos y dorados, colgados como trofeos vivientes dentro de sus jaulas, en el cuerpo rugoso del viejo plátano cargado de hojas y gorriones.

La vida pueblerina, comunicaba como las venas hirvientes de su cuerpo, todas las figuras humanas de la cuadra y los hacia casi una sola cosa. La humana solidaridad vecinal que vivió con la arquitectura horizontal. Y luego el lema interesado pero ingenuamente humano: "Hay que estar bien con los vecinos. Si se precisa algo son los primeros que acuden”.

Estas familias vivían hacia la calle Comercio.

Hacia la calle de las Artes (hoy Gobernador Viana), estaba pegado el "tambo de la Enana", en realidad ya no era tambo. Recibían leche y la repartían entre muchos clientes. Era de una risueña y campechana familia Schiaffino. La enana, sin ser de la familia integraba el núcleo de "los lecheros”. Se llamaba Sarita.

La finca daba desde Asilo a 8 de Octubre. Nos permitían el paso por dentro y lo usábamos muchas veces. Cuando pasábamos por la parte habitable, nos regodeábamos viendo en primavera y verano, bajo el esmalte verde de una exuberante parra, a toda la familia almorzando suculentos pucheros, de aquellos de antes, donde: garbanzos, falda abundante, chorizos, morcillas, papas, boniatos, zapallo y trozos de tocino, eran, si vale la imagen, piezas fulgurantes de un bien logrado cuadro de arte culinario. Y toda la familia, con doña Josefina, opulenta como una reina, su esposo de cuerpo comprimido y los muchachos herederos de las gracias matronales de aquella noble señora, de hablar pausado y adornando con sonrisas sus ingenuas conversaciones.

El fondo del "tambo” contaba con una casita de altos. Y se cerraba por medio de un portón todo rojo y descolorido. Allí los perros le dedicaban sus figuras más difíciles al sostenerse en tres patas y rociarlos con su jeringa inacabable de orín.

En estos fondos y en lo alto, como si fueran los ojos de la casa había dos balcones.

Ellos daban y quitaban la luz a las habitaciones del "guardia civil" Colina. Eran los ojos traseros de aquella casa con dos cabezas. La principal los tenia mirando hacia 8 de Octubre.

Colina era un agente policial. Cincuentón. Ojos azules. Con una extraña voz mezclada de toscano y vino, y cuando hablaba se volvía serruchante y cavernosa.

A la una de la tarde, cuando el sol se complacía en quemar los techos de zinc de las casas y las calles, Colina se asomaba, al balcón para hacer su digestión de vino mientras serruchaba sus maldiciones a los vecinos, con los dientes gruesos de su tono vocal. Mientras lucía la flacura de su cuerpo de torero, cubierto por gruesa camiseta y calzoncillos largos y blancos que cenia casi en los tobillos, con las largas tirillas de cinta de hilera, que se usaba en esa época.

Tenia gallos de riña.

A la hora propicia comían de los desechos del "tambo" luego de la larga y sabrosa digestión de dos vacas que los Delfino mantenían en el fondo.

Colina, cariñoso como un padre, subía los gallos en sus brazos, permitiéndoles el precioso regodeo de asomarse al balcón por entre cuyos hierros pasaban la boina roja de sus crestas, en unos movimientos masculinos y sensuales, cuando alguna de las gallinitas vecinas, escapaban aupadas a la siesta y circulaban coquetonamente por el medio de la calle.

En momentos fatales, algunos de estos gallos ingleses y con el cuello afeitado, se extremó en el celo, voló al apoya brazos del balcón y mientras Colina se entretenía con los jugos de Baco, tal vez por excitación incontrolable, buscando la calle, no la alcanzó. Más bien, "desviado de ruta" cayó en la casa de algún vecino. El pobre Ícaro terminó en los hervores de una olla proletaria.

La paz del reposo del otro día, se rayaba con lo mejor y más selecto del repertorio insultante y maldiciente del "torero de la siesta”, que intentaba inútilmente sacrificar el sueno sestero de los vecinos, como si fueran las trompetas de un dios agraviado. Para el oído que conseguía escucharlo las extraversiones de Colina, eran una especie de joya de ia jerigonza viril de los "guardia civiles de pito y machete" del año 20.

Por otra parte, la digestión del "puchero de gallo de riña" se hacia igual.

Pero a Colina le quedaba un gallo menos y frente a su casa, mejor dicho, en frente y debajo de su balcón, dona Jacinta —nieta de la "viril" Mauricia Batalla— una dulce anciana beata, asomaba como un simpático "garbanzo con ojos", su cara asustada mientras le chistaba al furioso "guardia civil", encargado de guardar el orden, y rogando a Dios por el perdón “de aquel hombre que no tenia educación".

Claro que Colina igual seguía mostrando la espina de su cuerpo, cubierto por un largo y liviano juego de ropa interior blanco, hasta que su cara perdía el color amoratado, fruto del vino ingerido para gritar con más coraje.

Vecino de Colina, en una de las piezas de allá arriba, vivía “Leche con Agua". De nombre Juancito.

Flaco. Con ojos casi verdosos y con quién cuando repartía el liquido vacuno, de criticársele lo “flaco y aguachento” de su producto, había que pelearlo a “mano limpia".

Entre tanto su madre, sentada en los días de sol en la escalera que daba a las piezas suyas y de Colina, susurraba con pretensión de canto aquella vieja melodía que vivía su momento de esplendor: “una joven paraguaya, a la que le di mi amor"...

 

Cuento de Edison Bouchaton

Ilustró Eduardo Vernazza

Suplemento dominical del Diario El Día

Año LII Nº 2623 (Montevideo, 5 de febrero de 1984)

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

 

Ver, además:

 

                       Edison Bouchaton en Letras Uruguay

 

                                                           Eduardo Vernazza en Letras Uruguay             

 

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

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