El pescador

Crónica de Edison Bouchaton
(Especial para EL DIA)

Las calles de Montevideo, creemos que fueron como todas las calles ciudadanas del mundo. Y pasaron de la tierra al adoquín. Luego al asfalto y terminaron hormigonadas. Mutaciones a cargo de ese viejo inexorable que es el tiempo.

Y desde luego los típicos personajes callejeros se repitieron siempre en una identificación inexorable en el Río de la Plata.

Era un problema de coetaneidad. Obedecían a la época. Las necesidades eran las mismas. Los que solucionaban esas necesidades domésticas eran los mismos.

Sólo que hablaban diferentes idiomas. Desde el “turco" que transformaba la "p“ en “b”, con su cajoncito de perfumes, "beines", "beinlllas", "gabón de olor", "buntillas", "broches”, al italiano "fainasero" que apoyaba en su cintura aquel redondel de a metro de latón, con su masa de harina de garbanzos aceitosa y de sabrosa cáscara, que gritaba acentuando la “f" a la fainá, tanto como el tarrito de pimienta para servirse a gusto, negra y quemante, al criollo verdulero, panadero, carnicero y lechero, que se anunciaban sin frangollos lingüísticos a las puertas de las casas de los clientes. Por la llegada de estos vendedores podía calcularse con total exactitud la hora que se estaba viviendo. Y seguro de que esos hijos naturales de Mercurio tenían sus personalísimas habilidades comerciales. No producían —en su inmensa mayoría— lo que vendían. Compraban a los productores y revendían.

El pescador por ejemplo —que vendía pescado— era podríamos decir pescador de tierra. No conocía nada, seguramente, del proceloso mar. Ni siquiera subió nunca a una lancha porque podría marearse. Pero vivía de la natural riqueza ictiológica. Cargaba una gruesa vara apoyada en su hombro. Un triángulo de soga en cada punta sostenía a su vez dos canastos grandes y chatos. Allá adentro venía su “pescado fresco" en el que muchas veces podían verse las agallas de su mercadería como prueba de la frescura proclamada. Entonces, era olor a pescado puro y salitroso. Esto a veces, porque otras, sus "corvinas" o "pescadlllas frescas", ya lejos de su líquido elemento y pasado el tiempo prudente, entre compra y reventa que significaba también el tiempo del fallecimiento de su mercadería, el olor que se percibía a su paso desmentía el apasionado "pescado fresco" voceado por el vendedor.

Cuando habla un interesado, levantaba las corvinas o pescadillas, ensartadas por la boca con un junco, mostrándolas orgulloso y alabándolas casi como si fueran sirenas.

Pero las maritornes criollas, con más agallas que las del propio pescado, con el olfato más afinado que el de un perro, sin hablar, levantaban entre sus dedos gordos y grasientos el órgano vital del "pescado fresco" que se le ofrecía. Si no estaban bien rojas, no era fresco.

Si se convenía el negocio, el pescador, nalfe en mano, sobre una tablilla que acomodaba sobre el umbral de la casa de la clienta, iniciaba la tarea de descamarlo, cortarle la cabeza y la cola y convertirlo en bifes.

La cobertura al paso a "contraescama’' de la cuchilla hacía que muchas de éstas se soltaran como si fueran medallitas de plata, en tanto que algún viandante en su casa habrá encontrado, pegada, clandestinamente sobre su pantalón, alguna di aquellas defensas de la carne del inocente animal desollado en plena calle.

Al hablar del pescado no debemos olvidar que Montevideo tenia puestos de pescado frito diseminados en toda la ciudad. Y su olor especial se esparcía por las calles llamando a gritos al apetito del viandante.

Postas pasadas por harina y después fritas se convertían en un redondísimo vintén de níquel.

En los puestos, al costado de un brasero sosteniendo un gran tacho, donde los albados trozos, por la alquimia del aceite serian convertidos en crujientes pepitas de oro, daban lugar a un chiquitín que, pantalla en mano, fabricaba aire frente a la boca, donde el fuego devorador del carbón echaba chispas a "rajacincha".

El aire levantaba llamas que se colaban y elevaban por el costado del tacho. El vaho del aceite pintaba todo el ambiente de una especie de neblina. La fritura crepitaba protestando por la inmersión de las postas. El cocinero hacia de sus manos algo parecido a lo que hace Marcel Marceau con las suyas, pues se trataba de escapar a la realidad del líquido hirviendo y aquello se convertía en una escena deliciosa que nunca olvidaremos.

Sobre todo porque alguna vez fuimos "abanicantes". Y alguna chispa llegó a mordernos. Pero todo quedaba compensado, porque cuando en el puesto de Spotti, de 8 de Octubre y calle de las Artes (hoy Gobernador Viana) que a un costado vendía (polvorones, napoleones y borrachos) al terminar nuestro importante cometido de fabricar aire, el puestero depositaba chirriantes chicharrones en un papel de estraza con lo que quedábamos pagos y el paladar agradecido de saborear aquellas migas crocantes de pescado, que Íbamos comiendo bajo grises tardes invernales, por aquellas discretas, solitarias y silenciosas callecitas de la Unión.

crónica de Edison Bouchaton

(Especial para EL DIA) 

 

Publicado, originalmente, en:  Crónicas Culturales "El Día" Nº 2857 Montevideo, 30 de octubre de 1988

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

Link del texto: https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/54548

 

Ver, además:

 

                      Edison Bouchaton en Letras Uruguay

 

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

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