Nunca olvidaré aquel día, había llovido y aún quedaban charcos y barro al costado de la carretera, cuando el auto se detuvo.
No se divisaba a nadie en el camino, parecía todo desierto, hacía tanto calor, mi hijo comenzó a cambiar el neumático.
Cerca de allí había una arboleda y una casa, comencé a caminar, los loros estaban de fiesta, era la hora de la siesta y eran los únicos que se oían.
Al acercarme a la casa vi que estaba desierta entre los pastos pude divisar una cabeza de muñeca. La levanté y caminé con ella en la mano, me invadió algo extraño. La puerta estaba abierta, las paredes estaban húmedas y todo vacío, me llenó de tristeza.
En un rincón había una estufa a leña, y el hollín negro era la prueba de que alguna vez hubo fuego y calor.
Los pájaros que anidaban en su techo hacían unos ruidos especiales que, parecían como que estuvieran arañando el techo, me dio tanto miedo la soledad. Salí por el lado de atrás y allí entre los yuyos yacía una rueda de un carro, oxidada.
El pozo estaba al costado, y de la rondana colgaba aún una cuerda deshecha.
De pronto me detuve en un cantero que, había sido un jardín y me emocionó una flor apenas abierta que luchaba por vivir y dar color y alegría ante tanta soledad, silencios y recuerdos.
Más aún me emocioné, cuando entre los yuyos se notaban algunos limoneros llenos de frutas.
Aún más increíble, allí debajo de un gran paraíso, había un banco y una mesa de material que invitaban a sentarme.
Tenía la frente traspirada, de lejos mi hijo me llamaba que el auto estaba pronto.
Puse la cabeza de la muñeca sobre la mesa y comencé a caminar, pero al darle la espalda una vocecita fina, temblorosa y miedosa me dijo: -no te vayas, no me dejes tú también.
Miré hacia la mesa y era de no creer, esa cabecita tan bella y sucia me estaba hablando y tenía lágrimas en los ojos.
Me senté, de pronto todo estaba impecable, el jardín lleno de flores, el pasto todo cortado, las ventanas impecables con cortinas amarillas.
Entré a la casa, había un olor a comida tan rica, y allí en la cocina una señora con un delantal, susurraba el ritmo de una canción mientras revolvía una olla.
Afuera un horno de barro, despedía un humito con un aroma rico a pan casero.
Se oían cacarear las gallinas anunciando los huevos que, recién habían puesto.
La mamá se limpiaba las manos con el delantal y cantando tendía las camas. ¿cuántos niños serían?.
Me llamó la atención, una cama donde yacía una linda muñeca con la misma cabecita de muñeca que, había encontrado entre los yuyos.
Por la ventana se veía a lo lejos tierra arada, otros pedazos ya sembrados, en un corral estaban las vacas que seguramente, serían las que, les daban la leche de todos los días.
Todo era un canto a la vida, ternura de madre, de calor de hogar.
Cuando de pronto sentí que estaba mojada de traspiración, estaba parada frente a aquella mesa donde yacía una cabeza de muñeca sin vida, sucia, triste y sola.
Me di vuelta y vi la tapera sola, sin calor de hogar, sin olor a pan casero, una tristeza infinita nació de mis entrañas.
Comencé a caminar lentamente y cuando llegué al camino, le di la última mirada. Allí quedaba entre los pastos, la soledad, los cantos perdidos, las ilusiones. Un pájaro salió volando y se perdió en lo más alto del cielo.
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