En un día de intenso calor, el auto corría por aquel camino entoscado,
dejando una nube de polvo a su paso que, parecía dejar todo en tinieblas
el paisaje donde pasábamos.
Íbamos el chofer y yo, él estático como un robot, a través de sus lentes
oscuros miraba fijo el punto infinito.
Yo apretaba suavemente lo único que llevaba de equipaje, una mochila;
sabía que allí adentro guardaba algo de mucho valor, palpaba nerviosa el
filo de una tijera, y temía que algo nos ocurriera antes de llegar.
La única que sabía el camino era yo, y era la que daba las indicaciones
del camino a seguir.
Hacía horas que viajábamos y el chofer no había pronunciado ninguna
palabra, de pronto pude divisar a lo lejos las palmeras, estábamos
cerca. Le indiqué que aminorara la marcha, porque debería contar hasta
once palmeras exactamente para bajar. Fue cuando oí su voz: una, dos,
tres… y allí se detuvo.
Bajé, y al despedirme con un “hasta pronto”, el chofer tan solo me hizo
una seña con su mano y se perdió en una estela blanca, así como una nube
que intentaba fugarse en el horizonte.
Mi corazón comenzó a latir más fuerte, me dirigí al lugar exacto donde
realmente sería el inicio de mi verdadero viaje. El camino estaba
indicado por las filas de árboles cuyas ramas espesas se unían con su
ramaje, me daba paso al gran túnel oscuro, sentí la extraña sensación de
ser el único ser viviente sobre la tierra. El túnel se bifurcaba en
diferentes senderos, de los cuales yo debería hacer la elección exacta
de mi camino, porque podría perderme como Hansel y Gretel en un bosque
encantado. La pequeña flor silvestre de color rojo era la señal y así
penetré al sendero elegido.
Allí encontré recostada sobre un árbol, mi bicicleta que una vez me
habían dejado los Reyes Magos, me subí en ella y reí, reí como hacía
tanto no lo hacía. El movimiento de mis trenzas largas golpeaban mi
espalda, comprendí lo hermoso que era volver a ser niña. Seguía llevando
mi mochila atravesada en mi pecho, nada temía, tenía todo el tiempo del
mundo, estaba en la época más maravillosa: la niñez.´
Ahora si, todo era posible, cuando sea grande sería … tendría… iría …,
el mundo era bello, los ríos eran todos cristalinos, no existía la
pobreza, ni las guerras,… la tierra era el paraíso.
Me cansé de pedalear hasta que divisé la casa antigua, blanca, la más
ansiada, aquella que visitábamos todos los domingos, Tiré la bici y
entré, estaba intacta, los mismos muebles antiguos, los grandes
ventanales, y corrí por cada recinto, los ventanales, y corrí por cada
recinto que conocía de memoria.
Me detuve frente a las fotos antiguas de mis antepasados, y corrí por
cada recinto que conocía de memoria; mis bisabuelos italianos, y recordé
todos los cuentos de la abuela. Entonces palpé su presencia en el aroma
del tuco de los firretes de los domingos, las pastas caseras, y me
detuve en el patio de baldosas blancas y negras.
Me engalané con el perfume, los colores de los rosales que mantenían
intactos en todo alrededor. Aquel lugar, jardín de mis sueños que aún
mantenía en su seno, el triciclo azul de mi hermano menor. Cuando
intenté a acariciarlo, la vi allí, inmaculada con su delantal lleno de
harina, su cabeza blanca con un rodete en la nuca, aquella expresión que
siempre venía como flashes, en el dar vuelta la tierra de mi memoria. La
abracé y lloré como jamás lo había hecho, miré al reloj, sabía que debía
apurarme, fue cuando de pronto ella me dijo:- no te apures que pronto
vendrán todos, los tíos, los primos … Ayúdame a poner el mantel, era el
mismo, todo de a cuadros rojos y blancos, ¿es que allí no pasaba el
tiempo?
-Espera, espera abuela, respondí, y penetré donde estaban los canteros
con todas las flores, los alelíes estaban florecidos, inundaba su
perfume dulce, busqué con mi mirada la pérgola con las rosas color té.
Ese era el lugar donde debía desprenderme de algo, abrí la mochila,
saqué un muñeco llamado Paco, una muñeca vestida de novia, me corté las
trenzas y las puse sobre ellos, desprendí mi inocencia que se confundió
con la fragancia de las rosas.
Caminé rápido y en el apuro, apenas pude detenerme detrás de aquella
puerta cerrada, allí estaba intacto mi primer amor y mi primer beso
prendido de un pentagrama que guardaba las notas de la música más
hermosa, jamás escuchada, y las palabras del poema más bello, jamás
escrito.
Caminé más ligero, corrí afuera de la casa, oía las conversaciones de
los tíos que comenzaban a llegar. Me subí a la bicicleta, miré el reloj
y supe que debía apurarme más. Llegué al lugar exacto, y la dejé en el
mismo lugar donde la había encontrado.
Corrí por el laberinto principal donde se abrían los senderos que se
bifurcan, seguí el camino recto hasta donde estaban los árboles como
túneles.
Allí estaba el auto, en dirección contraria, regresando al lugar de
donde habíamos venido. El chofer me miró y me dijo: - se olvida de su
mochila, y yo le respondí: - quedó en su lugar.
Subí al vehículo, miré hacia atrás, y solo vi una nube blanca de polvo
que se perdía en una línea recta.
Una lágrima amarga me daba la pauta de volver, aunque una rosa color té
que había cortado de la pérgola, yacía en mi mano, con una tenue luz de
esperanza. Sentires que acarician mi alma y que aún miman mi corazón,
vivencias que son y serán papel mojado de los sueños más bellos que un
día pude tener.
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