Hoy se cumplían mis veinticinco años de casada, este año no me había
hecho ninguna ropa especial para estrenarme, y al abrir el placard elegí
un traje sport y una blusa blanca para debajo de la chaqueta.
Como siempre, vendría la familia más allegada, algunos amigos íntimos, y
como tantas veces esa pareja que siempre estuvo en las buenas y en las
malas, riendo y llorando en los momentos lindos y feos, padrinos de mi
hijo mayor. Y como años anteriores deberíamos escuchar las anécdotas tan
repetidas, de cómo nos conocimos, los recuerdos de los viajes más
significativos, de fiestas, de sueños compartidos; recordar los hijos
que estaban en el exterior y esperar sus llamadas.
Otra vez sacar el álbum de fotos con mi vestido de novia, esa
desconocida muchachita inocente había sido yo, escuchar nuestra música,
aquélla que nos unió en el primer beso, el poner el mantel de un blanco
inmaculado, el ramo de rosas con las mismas palabras de amor como
siempre.
Hoy me pesaban las piernas, tenía todo el peso del mundo sobre mi
cuerpo, sabía que debía enfrentar el espejo, ése que no mentía, que
sabía todo de mí; debía confrontar con él y con esa imagen igual a mi,
me desnudaba con su mirada, me hacía confesar todo.
Entré a la ducha sin mirarlo, no sé cuanto tiempo estuve así, tratando
de que el agua me lavara, me aliviara, me bautizara. Me envolví la
cabeza con la toalla, me puse mi salida de baño blanca y lo enfrenté.
Percibí esa mirada directo a mi alma, directa a los misterios
indescifrables, dejé que leyera en mis ojos, bajé la mirada, y sentí un
miedo terrible de que fuera capaz de adivinar mis pensamientos
descalzos, nuevitos, llenos de asombro y de esa especie de sorpresa que
nos depara la vida. Sentí una especie de vergüenza de la vulnerabilidad
del ser humano, y advertí en lo más recóndito de mi ser, un miedo
profundo de saber que nunca nos conocimos. Y que aunque él me miraba sin
esa careta que me ponía todos los días, a través de mi maquillaje y mi
sonrisa de mujer feliz, ni él ni yo jamás habíamos pensado que éramos
una caja de sorpresa.
- Mírame, ¿por qué intentas evitarme?, porqué no me dejas gozar contigo
las chispas mágicas que se disparan solas de la mirada de una mujer
enamorada, por qué te niegas a compartir conmigo esa dicha después de
tanta rutina, de tanto llanto, o crees que yo también no estoy harto de
compartir tu tristeza de tantos años.
Tú la impecable señora, tan respetable, hoy se atreve a romper las
reglas de la apariencia de vivir por los demás, hoy sencillamente te has
vuelto a enamorar. Mírame, recuerda aquélla noche que intentaste
asesinarme, que me bañaste en lágrimas cuando descubriste la infidelidad
de tu marido con tu fiel e inseparable amiga, madrina de tu hijo mayor.
¿Cuántos años han pasado?
Recuerda, cuando ella, la fiel y única amiga calmaba los nervios de tu
marido cuando esperaban en los pasillos, juntos, cuando tus hijos
nacían.
- Basta, basta, no te soporto.
- De a poco comenzaste a rechazarlo, no soportabas que te tocara, venías
a mi con tu cara desfigurada después que él te hacía el amor, y yo
compartía esos momentos, por eso tengo derecho a que me mires porque
necesito gozar de tu misterio. O crees que no lo sé, hace tres meses de
este milagro, fue en la fiesta de fin de año, parecías ebria, en tus
ojos brillaban mil estrellas, y tus lágrimas, mansas y suaves, no eran
de dolor exactamente, eran simplemente de una mujer que renacía y se
levantaba como el ave fénix a la luz, a la valentía de atreverte a
decir: basta.
No soportaba más ese espejo que diariamente me desafiaba.
Lentamente como una autómata comenzó a ordenar una ropa, sacó una valija
pequeña que siempre estaba abajo a un costado del placard, esperando.
Volvió al espejo, y escandalosamente este reía con desfachatadas
carcajadas, se tapó la boca reprimiéndose y todo quedó en silencio.
Me cepillé los dientes evitando su mirada.
-¿Por qué no me miras?, ¿serás capaz de hacerlo?. Tú la fiel, la que
llegaste pura al matrimonio, la que cumplió exactamente con los
sacramentos sagrados de la santa unión matrimonial. La que criticabas
acciones similares, la que juzgaba, la impecable mujer que lucía su
marido cuando te presentaba a gente extraña. Tú la que te sacas la
careta ante mi, ese maquillaje con el cual enfrentas tu vida cotidiana,
y ya no es un día son años, y lo esperas, lo besas, lo atiendes, y has
terminado siendo un robot manejado a control remoto.
Llega la noche, todo el día hubo preparación de comidas, un ir y venir,
prácticamente ningún detalle quedó al azar.
Su marido al verla se sorprendió, que en esa ocasión especial, ella
luciera un atuendo de calle y no un vestido como siempre lo había hecho.
Así fue que Melissa se saca la chaqueta y la hermosa blusa logró la
aprobación de Oscar, impactado por una belleza especial que lucía su
mujer esa noche, hacía mucho tiempo que no reparaba en su hermosura,
quedó perplejo. Él intentó abrazarla y le chocó ese rechazo innato con
cierto desprecio imposible de disimular.
Oscar miró a su mujer como si hiciera tiempo no lo hacía, y la vio
distante, como si recién la viera por primera vez, como un sexto sentido
sintió temor, un miedo difícil de describir.
El timbre comenzó a sonar una y otra vez, las visitas comenzaron a
llegar, eran saludos, risas y reencuentros.
Cuando llega “ella” sola, la esposa del amigo predilecto, todos se
asombraron, y ella muy naturalmente explicó que su esposo, llegaría un
poquito más tarde porque le surgió un pequeño imprevisto.
Oscar quedó sorprendido, sus ojos no pudieron disimular una mirada
descarada que Melissa supo ignorar.
Todo se desarrollaba aparentemente normal, se comenzó a ojear y comentar
el álbum de casamiento, y gruesos lagrimones comenzaron a caer por el
rostro de Melissa, no pudo evitar un pequeño temblor. Todos emocionados
por esa reacción hizo que alguien comentara: ojalá mi mujer se emocione
así cuando cumpla los veinticinco años de casada.
El marido la palmeó por la espalda diciendo: “parece que fue ayer”.
Era imposible seguir esperando, así que todos se dirigieron al comedor,
todo relucía como nunca, y como siempre, Melissa comenzó a encender las
velas como un ritual, para comenzar a servir la comida.
Se dirigió para adentro y todos esperaban ansiosos el menú haciendo
chistes, porque no dejaban de reír.
Hasta que las voces se fueron apagando, la espera era demasiado, su
marido muy cariñoso preguntó: ¿me estás esperando?, y se dirigió arriba.
En la cama lucía bellísimo el salto de cama de seda, su regalo. No la
halló, el placard estaba semiabierto, lo fue a cerrar y ahí se
sorprendió, las perchas vacías colgaban soledades, miedos, verdades y
mentiras.
Y la valija había desaparecido.
Bajó casi corriendo frente al espectáculo del público ante la escena, se
dirigió a la cocina y el viento frío de la puerta abierta al fondo, le
estremeció hasta los huesos, el perro ladraba en el patio.
Volvió al comedor ante el público expectante que esperaba el final de la
película, comenzó a temblar como una hoja, pero al mirar las dos sillas
vacías de la mesa, lo entendió todo.
Un estallido irrumpió el silencio, provenía de arriba, Oscar ya
aterrorizado subió las escaleras, la luz del baño estaba encendida, al
penetrar miles de pedacitos brillosos estaban esparcidos por todos
lados, el espejo se había roto, y el rostro desfigurado del hombre se
reflejaba en todos lados.
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