El destierro del General Don Manuel Oribe

Crónica de M. Ferdinand Pontac (Luis Bonavita)

Suplemento dominical del Diario El Día

Año XIII Nº 545 (Montevideo, 2 de abril de 1944)

Honda contribución a la iconografía del General Don Manuel Oribe
Este retrato que parece ser de los años 1833-1834 fue pintado por Amadeo Chas

Fría la mañana del 21 do octubre de 1853 en el puerto de Montevideo, donde sopla un cortante viento noreste que hincha el velamen de la barca a bordo de de la cual se encuentra, desde hace dos dios, el general don Manuel Oribe. Chillan y revolotean las gaviotas, casi rozando el agua, mientras nacen, enérgicas, las voces de mando, enronqueciéndose las palabrotas marineras. Chirria, al subir, el ancla, y la nave comienza a moverse, recibiendo al paso un saludo de los buques brasileños y franceses, mientras sólo la bandera española no es arriada, porque prefiere escamotear los honores de práctica.

El pasaje se agrupa sobre cubierta, de la que desaparece entonces un viajero que ha permanecido embozado en su capa, fijos los ojos en el bajo caserío de la orilla. Mira al mar la casita baja de la calle de San Ramón, en la que ese hombro desposó a su sobrina, y por cuyo cercano parentesco hubo de aplacar a la curia, consintiendo, además, en penitencias y ofrendas, como la de servir con sus manos a un grupo de 33 pobres del Hospital, un almuerzo fraterno, la mañana anterior a los desposorios.

Mira al mar también, desde el otro extremo de la ciudad, la amplia casa esquina de las calles de San Telmo y San Pedro, en la que le nacieron los hijos, y a la que conservó, desde 1835, como residencia presidencial.

Cuando parte para la expatriación, ha pasado ya Oribe el umbral de los sesenta. Conserva la elegancia, realzada por la alta estatura y un aspecto de gravedad melancólica, que pone, a veces, un sello de nobleza sobre el rostro severo. Emboscados en la órbita, los verdes ojos guardan aún su brillo acerado; no ha perdido la voz el suave timbre y la contención antigua.

Pero de aquel hombre que muy poco antes parecía no resignarse a abandonar su gallardía tan celosamente guardada desde la juventud, a éste que agobiado y encanecido parte ahora de su ciudad en la medialuz de esa mañana de octubre, hay un abismo tal, que parece no haber sido abierto en solo los tres inviernos corridos entre la llegada de Urquiza y la caída de Giró.

¿Por qué se aleja de la patria el general Oribe, abandonando aquí la familia, ya que embarca con su hijo Felipe y Pablo, ultime vástago del general Antonio Díaz, como únicos compañeros de viaje? Se ha comentado poco el destierro del 53. Los dos años que suceden a la paz de octubre, los ha pasado el general en un total aislamiento doméstico, que divide entre la casa de la Restauración y la quinta del Miguelete.

De pronto, sacudiendo ese estado de animo quo confina con la indiferencia o con la melancolía, se presenta de nuevo entre los suyos.

Visita la Florida donde llega rodeado de la muy bien montada gente de Zipitría, que la forma, al decir de un diario de la época, "una verdadera guardia pretoriana". Le recibe después San José, en donde su corta permanencia desata el delirio partidario; se le vitorea en las calles, disputándose su estada por unas horas en las casas patricios. El advierte la antigua devoción, no disminuida por la pérdida de su influencia política. No visitaba Oribe a los maragatos desde la época del Sitio, en que lo hiciera con motivo del cumpleaños de su compadre José Bruno Larriera, en cuya tradicional posesión de la "quinta del horno" tuvo lugar ese día la imprevista escena de los brindis. Luego que Oribe hubo levantado su copa por la felicidad personal del dueño de casa, Larriera, en medio de un penoso silencio, expresó al General su propia reprobación y la del escogido grupo de comensales, por las confiscaciones dictadas por el gobierno del Cerrito contra las propiedades de los colorados, que iban pasando, poco a poco, a peder con los correligionarios del credo federal. Con la barbilla casi pegada al pecho escuchó Oribe en silencio las palabras condenatorias, y es tradición que desde ese momento, su conducta, en tal sentido, se habría modificado sensiblemente. La amistad que unía a los dos hombres era estrecha, y explica la decidida actitud de Larriera, y la contención de don Manuel. En la residencia de aquél, junto a la plaza de San José, la pieza del frente, aislada de las otras, estaba siempre pronta por si al General se le ocurría venir de improviso al pueblo; a veces llegaba, en la alta noche, descubriéndose su presencia en la casa en la mañana; el recado del negro asistente le servía a éste de cabezal, mientras velaba, echado de través, en el zaguán, junto a la puerta tan celosamente defendida.

Y a no era Oribe, el madrugador; si transgredía ahora la ley campesina de levantarse con el alba, culpa de sus insomnios era, y no de inveterada costumbre más propia de su hermano Francisco que suya.

Ahora, las andanzas del que fuere Jefe de las tropas del Cerrito, causan un indisimulado temor entre los hombres de Montevideo. Se dice ya en alta voz que Giró, tambaleante en el poder desde el choque sangriento del mes de julio, está de acuerdo con Oribe para restaurarlo en el gobierno. La segunda visita del caudillo a San José, es más breve; el coronel Flores ordena bruscamente el regreso. Vuelve, pues, a la Capital, encerrándose obstinadamente en la quinta del Paso del Molino, cuyas cinco hectáreas tan poca distracción pueden ofrecerle. Se le ve a veces, recorrer las cercanías jinete en su famoso gafeado que hace tiempo perdiera los bríos de potrillo. Siempre conservó Oribe su aficlón a los caballos, a quienes vigilaba, cuidándolos personalmente; la herida que una bala abrió en la ranilla de su zaino en el combate de San Cristóbal, él mismo la curó, hasta cicatrización definitiva. Recordando el hecho, aludía a su fortuna en las batallas: en ninguna fue herido, a pesar de su reconocido arrojo en los entreveros.

Confinado en su caserón del Miguelete —24 piezas enormes— pasa el General el mes de agosto del 53. No es la soledad, que junto a él eslá "Mamina", y su hija Dolorcitas casada con Maza el 48, ha empezado a cumplir su firme propósito de repoblar la casona, a la que agregaro su bullicio los hijos de don Ignacio, cuya quinta bordea uno de los cercanos gajos del Miguelete[1],.

En setiembre pide Oribe a Giró su pasaporte, no por deseo de viajar, sino porque el coronel Flores exige su expatriación. Flores visita a Oribe en su casa del Paso del Molino y le hace entrega allí de !os papeles para el viaje. Oribe sufre la orden, y esconde celosamente la verdad sobre este primer y último embarque hacia la tierra de sus mayores. Tal vez no le gustara la queja, y cuando Lucas Moreno le anuncia el envío de un caballo desde Gualeguay, don Manuel le advierte: "No me lo mande; he resuelto salir del país porque considero muy mala su situación".

Ni a su confidente Iturriaga confiesa Oribe que no es espontánea la travesía, que se va por orden de Flores y no por amistad a Giró.

La Presidencia liquida al viajero un sueldo, insuficiente para los gastos, lo que obliga al refuerzo del rubro mediante un pedido amistoso, que Giró satisface.

Cuando, ya en Barcelona, se queje Oribe a Iturriaga de no poder estar con él en Entre Ríos, donde se hubiera radicado "si el imbécil de don Juan no le hubiera dado pasaporte para fuera de Cabos", ha perdido lamentablemente la memoria: él mismo lo pidió para Barcelona cuando se le hizo saber que debía abandonar el país. Entre el respeto demostrado por don Manuel Oribe hacia don Juan Fco. Giró, cuando le rogaba al Presidente el pasaporte para Europa, y el menosprecio con que lo trata en sus cartas a Iturriaga, cuando  Giró ha caído y sufre a su vez el destierro, hay un abismo que no honra a quien ha tenido las dos actitudes. Podría invocarse, en descargo de Oribe, la circunstancia de que en ese viaje apuró la amargura que le tendieron, cuando en busca de un caudillismo que se le esfumaba, empezó a recorrer la campaña siempre adicta. Pero esa invocación no alcanza a descargar a Oribe de su falta de elegancia en la caída. Una resignación más serena le habría alejado de la vehemencia y de la injusticia.


Cuando desde la azotea de Toribio tomó Besnes e Irigoyen sus apuntes de la partida del velero, no pudo presentir el retardo que habrían de imponerle los vientos dominantes, que, intensificando su velocidad, y dada su orientación noreste arrojaron la barca hacia la costa argentina. Cuando sopló el viento favorable, la embarcación tomó firmemente e! camino de Europa, enfilando el canal que neutraliza los riesgos de Punta Brava y Punta del Este. Al  atardecer, y a una distancia algo inferior a la milla marina, tuvo Oribe frente a los ojos, su Puerto del Buceo. Desde la mañana monta guardia en el cielo de la ciudad, una bruñida luna de once días, que boga ahora en el crepúsculo, sorteando nubes tornadizas. (¿Dónde he leído que "se exaspera uno con la luna en creciente. porque declina tan temprano"?).

La sombra comienza pronto a escamotear las costas. La sombra, y no la distancia. Oribe lleva su catalejo, y acerca la tierra con el anteojo y el recuerdo. Aquél, es el caserío blanco de su Aduana. Esta, la mole del Juzgado del Crimen. Cierra los ojos y entrevé un grupo de casitas humildes y limpias. Una, más baja que las otras, desaparece bajo el manto de guaco. La habitó Andrés Cabrera.

Andrés Cabrera...

Un pescador que vestía siempre pantalón de piel de cabra, y que después de un día de marzo de 1848, no mató más que lobos...

Pocas horas de su vida las ha pasado en el mar el general Oribe. Cruzó a Buenos Aires en 1817, perdida totalmente la fe en Artigas, a quien consideraba entonces un demagogo peligroso. Antes, un viaje del que no se había nunca. ¿Qué impulso andariego llevó a Oribe, muchacho de 15 años, a huir de la casa materna para sentar plaza de soldado en Bahía, de donde habría de rescatarlo poco después Contucci, ya marcado por el destino para ser el suegro de ese muchacho díscolo y pendenciero, que no ha de intentar nunca más otra escapatoria como esa? El hombre taciturno recuerda la travesía infantil, mientras el dócil velamen guía la nave por los mismos caminos salados del Brasil y de Europa, que ahora recorre en tan distintas circunstancias, cargado ya de años y de amargura. Los chinos creen que el único motivo de los viajes "es el de andar, para perderse y ser desconocido". Pero Oribe no es un peregrino común. De las catorce personas que componen el pasaje, ninguno adivina, tal vez, su verdadero estado de ánimo. Es posible pesara, en esa primera noche de su alejamiento de la patria, la desigual fortuna de sus compañeros de epopeya, recién ascendidos? a la dignidad del Triunvirato.

No podía prever que don Frutos había comenzado a gastar su última primavera y que el cuarto creciente de esa luna de octubre, iluminaba, en ese instante, la última noche de Lavalleja...

Como un homenaje, don Félix Buxareo, dueño de la barca, le cambia el nombre.

Se llama ahora "Restauración" como el pueblo que Oribe fundara diez años antes entre el Cerrito y el Buceo, y cuyas luces oscilantes —hachones de brea en las orillas del pueblo blanco— capta el catalejo tenaz del desterrado.

En ese caserío que sigue criando pita y cardo, queda sumergido su sueño reivindicatorio. (Cuántas almas siguen desde la orilla la estela que va dejando la barcal...

Cuando el horizonte mata al fin la pequeña mancha blanca de la goleta, el grupo de fieles se apresta para volver al pueblo. Sólo queda, por unos instantes, clavado en la roca que le ha servicio de asiento por tantas horas, un hombre que ha recogido la sotana frente al agua, y recién ahora, al incorporarse, restituye a la cabeza, la teja oscura...

Destacamos entre las fuentes utilizadas para esta 2ª parte de nuestro trabajo sobre los últimos seis años de la vida del General don Manuel Oribe, las que debemos a Ariosto Fernández, Carlos Larriera, María Luisa Oribe de Sabbia, archivo Oribe - Iturriaga, de Luis E Azaróla Gil; agrimensor coronel Alberto Viola, y comandante Julio Lamarthe, Director del Instituto Meteorológico de Montevideo

Nota:

[1] Estos son los diez hijos del matrimonio Maza-Oribe: Agustina, que casó con Carlos Rodríguez Larreta: Lola, desposada con el señor Bottini; Martina, señora de Casá; Pepa, casada con el conde italiano de Brichauteau; Mercedes, que entró de monja a la muerte del novio —tenia entonces 21 años— y cuya vida está retratada en la novela "Cristina", de Daniel Muñoz; Elena, casada con Alberto Márquez; Maruja, que casó con Jaime de la María; Luisa, esposa de Ponsatl, marino argentino; Manuel, que murió soltero; y Mariano, que formó hogar con Fca. Viana..

 

Crónica de M. Ferdinand Pontac (Luis Bonavita)

Suplemento dominical del Diario El Día

Año XIII Nº 545 (Montevideo, 2 de abril de 1944)

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

 

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                     M. Ferdinand Pontac (Luis Bonavita) en Letras Uruguay

 

                    

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