Al cabo de unos días de andar, el caballero llegó a un desierto. No se divisaba agua por ningún lado y el calor era tal, que los pájaros caían al suelo, incapaces ya de volar. La tierra árida quemaba como si fuese fuego, y tanto el caballo como el jinete se sentían desesperados a causa de la sed, de modo que la lengua de Rustem parecía hendírsele, y estaba tan seca como las arenas. Se bajó el héroe del caballo y empezó a caminar como si estuviera ebrio, mientras le decía a Alá:
-¡Oh! "Dios distribuidor de justicia; has acumulado sobre mi cabeza tantas penalidades, que no pueden soportarlas ya mis miembros. Me arrastro sin fuerzas, pero aún espero que tu bondad que me permitas llegar hasta el Mazederán, para liberar a Kei-Kaus y vencer a los Divs, porque son genios perversos, que siempre quieren el mal a los persas."
Y mientras así hablaba, vio, de pronto, un prodigio: un cordero pasó cerca suyo y eso le dio ánimos.
-Si un cordero puede vivir aquí, es seguro que en algún lugar cercano hay agua – pensó -.
Se puso a seguir al cordero y al cabo de un rato divisó un manantial. Lleno de gozo, fue a beber esa agua deliciosa, fresca y pura, y Raksh hizo lo mismo. Luego se bañó en esas aguas, y, tras quitarle la silla, lavó a su querido caballo. Había sido una jornada agotadora, y, como llegaba la noche, se dispuso de nuevo a dormir, pero no sin antes recomendarle prudencia a Raksh.
-No riñas con nadie. Si se presenta un enemigo, despiértame. No luches ni con los divs, que usan poderosas artes mágicas, ni tampoco con leones, si por casualidad llegaran a beber en este manantial.
Y hecha esta recomendación, se acostó sobre la arena, entre las matas escasas que bordeaban el agua, miró un rato las blancas y titilantes estrellas y luego se quedó dormido. Pero no sabía que un peligro mayor que el de la noche del león se estaba acercando.
El caso es que por aquellos lugares habitaba un dragón. Era todo rojo y tenía unas fauces llenas de dientes afilados como navajas, y garras que daban mortales zarpazos. Ningún elefante ni león alguno pasaba por esos lugares, por miedo al dragón, ni tampoco las águilas, porque el dragón, remontándose en rápido vuelo, las cazaba, aunque quisiesen esconderse entre las nubes. Cuando el dragón, que era una especie de inmenso lagarto alado, vio dormido a Rustem, y cerca de él a Raksh, quedó primeramente asombrado, y luego se enfureció.
Primeramente se dirigió hacia Raksh, abriendo enormemente sus fauces, por las que echaba un aliento venenoso que parecía fuego. Raksh, obediente a la orden de no combatir, que le había dado su amo, fue a despertar a Rustem, pero el dragón se escondió detrás de una montaña, y el caballero, al no ver nada, se enojó con el corcel.
-¿Por qué me has despertado sin motivo? - le increpó -. Si vuelves a hacerlo te castigaré.
Y se quedó de nuevo dormido. El dragón asomaba el cuello, semejante al de una gran serpiente, por encima de la montaña y poco a poco tornó a aparecer de entre la oscuridad, y Raksh volvió a acercarse a Rustem para despertarlo, pero de nuevo el dragón se escondió, y el héroe, que estaba muy cansado del largo viaje, creyó que el corcel quería burlarse y jugar con él, de modo que lo amenazó de tal modo, que éste no se animó a despertarlo de nuevo. Y así, cuando el dragón apareció por tercer vez, Raksh se puso a huir por la llanura. Pero, aunque sin acercarse a su amo, a causa del temor a un castigo, comenzó a relinchar, para advertirle la presencia del dragón, y a golpear la tierra con sus cascos, de modo que por tercera vez despertó a Rustem, el cual vio entonces al dragón, que estaba bastante cerca del héroe.
En la oscuridad, los ojos de la bestia empezaron a echar un fuego verdoso y toda la piel, semejante, por sus escamas, a la de un lagarto gigantesco, era como una enorme coraza que lo envolviera.
Desenvainó su espada el héroe, y sin temor avanzó hacia el dragón y se quedaron los dos frente a frente. Entonces comenzó un combate mortal, dificilísimo para ambos. El dragón quería tragar a Rustem, pero éste le presentaba siempre la filosa espada y cuando aquél le lanzaba fuego por la boca, Rustem lo detenía con el escudo e impedía que le quemara sus vestimentas.
Raksh, entre tanto, miraba de lejos el combate en el que su amo tenía a raya a tan furioso dragón. Al principio, el temor lo mantuvo unos instantes vacilante, pero luego decidió arriesgar su vida junto a la de su dueño. Y así, de improviso, Raksh se acercó al dragón y empezó a morderle el lomo con sus férreos dientes.
-¡Bien, Raksh, bien! - gritaba Rustem -. ¡No lo sueltes! Nunca hubo en el mundo un caballo tan valiente como tú.
Atacado por dos lados, el dragón no combatió ya con igual ímpetu. al fin, Rustem, de un certero golpe de su afilada espada, cortó la cabeza de la bestia, de la que empezó a salir una sangre negra, que inundaba todo a su alrededor. Rustem, muy fatigado, pero alegre por la victoria, entró en el manantial y se dio un largo baño, para quitarse la sangre y reponer sus fuerzas. |