Mientras el rey Kei-Kaus se dedicaba a sus locuras, Rustem había salido de cacería junto a las mismas tierras de sus enemigos. Iba acompañado de otros guerreros sumamente valientes, con los que corría, un día y otro también, aventuras peligrosas.
En cierta ocasión perdió a su famoso caballo Raksh, montado sobre el cual emprendía todas sus hazañas. A causa de esto, el alma de Rustem se había puesto tan triste, como si sobre ella hubiera caído la noche.
-¿Dónde estará mi querido caballo Raksh? - se preguntaba -.
Sólo él es capaz de acompañarme a esos lugares tan espantables, dónde hasta los mismos héroes tienen miedo.
Por más que se arrancaba los cabellos y se golpeaba el rostro en señal de desesperación, no lograba hallar el paradero de su valiente y fuerte corcel.
-Sin duda lo ha comido algún dragón o uno de los leopardos que frecuentan estos lugares, - le decían -. Y si Alá así lo dispuso, tienes que conformarte.
-Nunca abandonaré al que no me ha abandonado nunca - dijo Rustem -. Pienso que se ha introducido en el Turán y allí iré a buscarlo.
Y por más que sus amigos le dijeron que era imposible salir vivo del Turán, Rustem hizo caso de sus consejeros como de un zumbido de moscas cerca de los oídos, y penetró a pie en la peligrosa nación de sus enemigos. Vagó de un lado a otro, continuamente alerta, y dormía, ya en los campos, ya en las selvas, siempre con la espada desenvainada.
Un día llegó a cierto lugar desde el que divisó un castillo; era una fortaleza de grandes y altas murallas. Preguntó a una doncella que iba por el camino, el nombre de esa mansión de altas piedras.
-Buen caballero; la que divisas es la morada del rey Semenkán. Pero no te acerques a ella, porque su dueño es cruel y puede hacerte encerrar en una de las mazmorras que hay en los subterráneos y nunca volverás entonces a ver la luz solar.
Hablaron un rato mientras caminaban juntos, y ella le contó que era una de las doncellas de la princesa Theminé, la más bella de todas las que había en el Turán.
-He oído hablar de ella, - contestó Rustem -. Los poetas cantan en honor a su belleza. Ni las flores más hermosas, ni la luna en todo su esplendor pueden comparársele cuando ella se atavía con sus joyas.
-Bien has hablado guerrero, - dijo la doncella -, ¿pero cuál es tu nombre?
Rustem, como toda persona de honor, era incapaz de decir una mentira. Y así confesó sencillamente:
-Soy Rustem, y he luchado contra vosotros para defender mi patria. Todos los hombres de bien defienden su país, aún a riesgo de su vida, si un enemigo lo ataca. Si ahora que no te he ocultado la verdad revelas quién soy, se reunirán muchos turanios, y entre todos me matarán.
-Si eres Rustem, debes saber entonces que mi ama, la princesa Theminé, cuando está sola y sabe que nadie la oye, canta las canciones que en alabanza de tus hazañas han hecho los poetas de Persia. Ven. Te llevaré al castillo del rey Semenkán, de modo que en secreto conozcas a la bellísima princesa. Pero te esconderé en una cámara apartada, para que no te vean los turanios. Rustem fue escondido en un lugar secreto del gran castillo. La doncella le trajo vino y las más sabrosas viandas y así pasó el héroe todo el día. |