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Los Iporas |
Prefacio Los pueblos indígenas de América tuvieron desniveles muy grandes desde el punto de vista de la cultura. Los hubo incipientes, como los waraníes, los pampas o los nuestros; pero también podemos citar algunos que alcanzaron un muy alto grado de civilización. La conquista no respetó ni a unos ni a otros. El español, altivo, heroico, noble, pero fanático en su religión y en sus costumbres, derramó quijotescamente su sangre en esta tierra; pero, al crear un nuevo orden de cosas, derrumbó el antiguo, y al transplantar aquí una gran civilización exterminó a la ya existente, que en muchas regiones (náhatl, fohébecha, mayas, quechuas) tenían notable valor. Fueron quemados los libros que por millares poseía la literatura náhuatl; fué perseguida la civilización maya, creadora del Popol Vuh y el Chilán Balám, del Rabinal Achí y de notables anales e igual suerte corrió el Tahuantinsuyo o imperio de los Incas, ya que se han perdido casi todas las obras de sus harahuis o poetas líricos y de sus amautas o sabios. Pero poco a poco, muy lentamente, al pío horror de los conquistadores, ha ido sucediendo la curiosidad cada vez mayor por lo que hoy constituye el florklore americano, hasta tal punto, que es fácil suponer que nuestra literatura va hacia un renacimiento de la literatura prehispánica. Colaborador obscuro, pero valiente, de este gran movimiento literario de reivindicación del indígena es este libro. En él he tratado de pintar los rasgos predominantes de los charrúas: su valor y su fuerza; su dulzura y su melancolía; su asombro de niño frente a los fenómenos de la naturaleza, que la impulsaban a explicaciones maravillosas, y también su estocismo. En "Los iporas" busco, por lo tanto, lo que alguien ha llamado "el alma mágica de los pueblos primitivos", con toda su superstición y con toda su poesía. *** He querido renacer al charrúa viva su vida, independiente de la influencia española. Verlo en sus selvas indígenas, en los campamentos rondados por las fieras, bajo la protección de sus posibles dioses. No es este un libro histórico, aun cuando pinto en él las costumbres de las tribus; sus funerales, la ceremonia de la hospitalidad, la táctica militar, las luchas por la posesión del mando en el Consejo de las Tribus, y he hecho pequeños cuadros de la vida de los paraderos, teniendo que poner en todo esto mucho de imaginación y en ocasiones, tal vez de adivinación. *** Los tipos están sin embargo idealizados, aunque corresponden a una base real; la trama, enriquecida con leyendas de dioses o iporas, algunos de los cuales no eran en verdad charrúas, sino waranies. Pero debo agregar que esta ilusión de divinidades en el panorama charrúa no es en realidad una cosa que deba rechazar el crítico, puesto que la obra no es, como ya lo dije, histórica. Pero, por otra parte, que nuestros aborígenes tenían creencias en un más allá y en ciertos genios mitológicos, es indudable. Sus funerales lo atestiguan. El que los yaros dijeron a los misioneros: "¡No queremos vuestros dioses, porque saben todo cuanto pensamos en secreto!", ¿no parecería indicar que ellos también poseían sus dioses? ¿Y no se ha descubierto, en territotio chaná, un ídolo de piedra? Generalmente se atribuye a los charrúas la creencia en dos divinidades: una, Tunpa, el dios bueno, y la otra, Añang, el dios malo. El General Díaz dice que creían en un espíritu del mal llamado Gualiche, y Eduardo Acevedo Díaz supone que ese vocablo debió de ser corrupción de Walichú, dios de los habitantes de las pampas. Pero puedo citar también algo que tal vez no pase de una coincidencia asombrosa. En el Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano, en el artículo "Charrúas", se supone que éstos tenían, aunque vagamente, cierta creencia supersticiosa en el Sol y en la Luna. Por otro lado, Bauzá, que es un historiador digno de crédito, sostiene que los charrúas llamaban a la Luna, Yasí. ¡Cuál no sería mi asombro cuando supe que Yací es, en la mitología waraní, el dios de la Luna, protector de los heridos y de los tristes! Pero también se llamaba Zobá Y algo parecido podemos decir de Payé, dios de los amuletos. Nuestros gauchos, que hablan de los payés, ¿de dónde pueden haber tomado este término, si no es de los indígenas nuestros? Y Payé es el dios de los amuletos de la mitología waraní. Y si fuera verdad que las tribus uruguayas hubieran coincidido con las brasileñas en la existencia de estos dioses, ¿no podrían coincidir en la existencia de otros? Pero me apresuro a declarar que estas sugerencias que hago, no las formulo con la finalidad de sustentar ningún precepto, ya que no estoy capacitado para ello, puesto que no soy historiador sino simple curioso de nuestras cosas. Sólo he querido decir que no es tan disparatada la inclusión de algunos dioses de la mitología waraní en esta leyenda, ya que hay opiniones de historiadores en las que me escudo. *** El argumento de la obra se basa en una realidad: la guerra charrúa-waranítica, que se produjo antes de la llegada de los españoles. Cuenta Bauzá que los tupíes y los carios, indígenas antropófagos que vivían sobre el mar Caribe, invadieron el Brasil, donde moraban tribus waraní. La raza conquistadora se mezcló con la vencida, y los tupí-waraníes, nueva raza surgida del cruzamiento de las otras dos, invadieron luego las tierras rioplatenses, trabándose una extenuante guerra entre ellos y nuestras tribus confederadas, hasta que los invasores del norte fueron rechazados sobre la Laguna Merim. Pues bien: es sobre esta base real que he edificado mi leyenda. *** Hay quien dice que los charrúas eran waraníes de anteriores invasiones; el documento de Vilardebó -que contiene vocabulario de unas cincuenta palabras, aproximadamente- echaría por tierra esta hipótesis, aun cuando he comprobado que una de las palabras del mismo, que se considera charrúa (chibi, que significa gato), tiene el mismo significado entre los waraníes. Otros sostienen que los charrúas y otras tribus de nuestro suelo eran bilingües; y que si bien poseían un lenguaje propio, utilizaban el waraní, que estaba enormemente difundido, cuando se ponían en contacto con otras tribus, ya fuese para comerciar o para efectuar alianzas o declarar treguas, y tal vez resulte esto lo más plausible. |
Invocación |
Canto I |
Canto II |
Canto III *** El Paranaguasú lame con sus aguas los bordes de las arenosas playas. Tras ellas crece la selva indígena, donde nace el yabí, de recio tronco, donde las ramas del algarrobo crecen en zig-zag, como el relámpago, donde da el arazá su azucarado fruto, y el guayacán enano, abre sus flores, blancas como lunas. |
Canto IV |
Canto V Y a la vez que las mujeres prendían los fuegos en los toldos, Tupá, el Latar, el iluminador del mundo, fatigado empezó a encender la hoguera del Poniente, mientras el cielo, por el extremo opuesto, se fue tiñendo de un triste gris azulado. El bosque comenzó a iluminarse de anaranjada luz; y a esta señal, que revelaba la aproximación de la noche, el ipecú dejó de golpear en los troncos; la taimada micuré se ocultó en su madriguera, y el pájaro de fuego ganó las altas ramas de los árboles. Las últimas bandadas de torcazas abandonaron la campiña y los barrancos, y en las lagunas, la garza rosada se inmovilizó sobre una de sus patas zancudas. Entonces los Espíritus de las Sombras, los Tau, soplaron sobre la inmensa hoguera del Poniente, obedeciendo al mandato de Añang, y la luz se evaporó de la tierra, y jugueteó un momento entre las nubes de amatista y cuarzo. Después se fué diluyendo paulatinamente, y con las primeras sombras azules aparecieron los mbopíes, que comenzaron a ejecutar locos vuelos. Había llegado el momento en que el ñacurutú pasea su mirada llena de asombro por el bosque, y en el que Añang suelta los Espíritus del Mal. Bajo los árboles, tres cazadores estaban en acecho. Eran Ibitú, Tawató y Tubayuca, el matador. -Cacemos a orillas del río -propuso Tawató. Entonces, los tres guerreros comenzaron a hundirse en la selva. Avanzaban silenciosos, sin dejar de mirar cuidadosamente las enredaderas, los arbustos y la tierra que iban pisando, para evitar la picadura de las víboras y de las gigantescas y venenosas arañas, de ojos saltones. El cocuyo comenzó a guiñar su ojo de luz y gran cantidad de insectos, ocultos en las matas, o entre los amarillos pajonales, afilaron sus voces monótonas. Por último, tras una vorágine de molles, semejantes a colas de aguaráes, de sarandíes luminosos, de virarós, de espinillos y de ceibos, divisaron al anchuroso y encrespado río, que levantaba sus anillos de culebra, y donde Guidri, la luna, había posado su mirada blanca. El follaje que bordeaba el río era semejante a la lacia cabellera de Ivaga. Por eso, el guerrero evocó a la joven charrúa y la imagen de ésta se presentó ante él, ya jugando a esconderse entre los matorrales o en los barrancos, con otras muchachas ya sentada a la lumbre de las fogatas, que teñían su cuerpo con reflejos rojos o amarillentos. Muchos hombres deseaban tomarla por mujer, y llevarla a sus garupáes o tolderías de pieles. Pero Asurúa, su padre, sólo la entregaría a quien le trajese la cabellera del tubichá tupí-waraní. Tawató a causa de su extrema juventud, no había podido combatir en ninguna de las grandes batallas, tomando solamente parte en la guerra de escaramuzas que continuó después de la derrota de Amapitubí, su padre; pero ahora que los guerreros se preparaban para librar una, buscaría a Samoú en medio de sus tribus y con su lanza le arrancaría la vida de su pecho y con el hacha de piedra, lo despojaría de su sangrante cabellera. Y al pensar esto, el pecho del guerrero se dilataba, bajo la mirada de nieve de Guidri, ipora de los tristes. Pero, de pronto, los cazadores se enderezaron sobre sí mismos, y se miraron unos a otros, porque el viento trajo hasta ellos el olor del yaguareté, al principio débil, pero en seguida más perceptible. -El yaguareté viene a beber en el río -anunció Tubayuca. Con sus ojos rasgados, perforaban los cazadores la penumbra de la selva, mientras sus manos apretaban nerviosamente las flechas, y probaban la elasticidad de los arcos. Tubayuca extendió bruscamente su lanza, y su compañeros, siguiendo la dirección que ésta señalaba, distinguieron, a través de los árboles, en un claro iluminado por la luna, cómo se recortaba la sinuosa y furtiva silueta del yaguareté. Los charrúas no podían distinguir su color amarillo rojizo ni sus manchas negras, pero lo reconocían por sus movimientos sigilosos y suaves, y por sus dimensiones superiores a las del puma. La fiera se movía silenciosa, como los espíritus malignos, cuando, obedeciendo al mandato de Añang, se deslizan entre los árboles, en busca de alguien sobre quien descargar sus furias volcánicas. Con la cabeza baja, olfateaba los débiles y casi borrados rastros de los animales, y sus elásticas y poderosas patas se apoyaban en la tierra con tal cautela, que no crujía ni una sola rama, ni tropezaba con las enredaderas que encontraba a su paso. Imprimía un ligero vaivén a su cola, cuya extremidad se retorcía con movimientos espasmódicos, como los de una serpiente moribunda. El yaguareté no podía distinguir a los cazadores porque éstos se hallaban ocultos tras unos tupidos arbustos. Por otra parte, el viento, que soplaba de la fiera a los charrúas, no permitía a aquélla olfatear el peligro. Se hallaba a más de dos tiros de flecha, cuando llegó al río, y los charrúas le perdieron de vista, debido a la densa vegetación que crecía en la orilla. Tubayuca se dirigió a sus compañeros y les preguntó en voz baja: -¿Esconderemos el valor de nuestros pechos, y fuerza y resistencia de los brazos en el momento de combatir? Entonces dijo el viejo Ibitú, lleno de prudencia: -El yaguareté tiene poderosos colmillos, y bien armadas zarpas. Con ellas abrirá nuestra carne y triturará nuestros huesos. Para defender el suelo charrúa, se necesitan muchos guerreros valientes y por eso, no debemos luchar con la fiera, mientras podamos retirarnos sin ser vistos. Pero al oir las palabras de Ibitú, Tawató clavó en él, su mirada de tormenta: -¡Un hijo de Amapitumbí no puede temer las garras de las fieras ni las armas de los hombres! -exclamó-. Mi cuerpo tiene la dureza del yabí y la agilidad del guasubirá, cuando corre en la campiña, aterrado por el silbar de nuestros saiusams. Si Ibitú no tiene fuerzas para combatir, que vuelva solo al campamento. Los ojos de éste se encendieron como brasas, al mirar a Tawató; pero se sobrepuso, y las palabras se adormecieron en sus labios. Cuando los cazadores avanzaron hacia la fiera, Ibitú no se separó de ellos; pero ignoraba que Añang, oculto tras las ramas de un árbol lo señalaba -con sus manos finísimas- a los Malos Espíritus que tenía a su alrededor. Era fría y burlona la risa de Añang, pero los charrúas no alcanzaban a oirla. Caminaron un corto espacio entre los árboles, y divisaron entonces al yaguareté. Este, con sus oídos agudos, había sentido los pasos de los guerreros, y avanzaba hacia ellos. Al verlos, se detuvo, y los charrúas hicieron lo mismo. Cuando se enfrentó a sus enemigos, la fiera no atacó inmediatamente, sino que hizo un pequeño rodeo. Sin duda conocía por experiencia, lo peligrosos que eran los cazadores, que sabían herir a la distancia con sus palitos voladores. Por otra parte, no eran de carne sabrosa como la del guasubirá, a quien hubiera preferido. Tenía fijos en los guerreros sus ojos amarilloverdosos, y comenzó a rugir en una forma que era casi un maullido. Su cuerpo y sus músculos se encogieron; bajó la cabeza, y mostró los enormes y afilados colmillos. Los charrúas observaban atentamente los movimientos de su cola; sabían que ésta les delataría el instante del ataque. El yaguareté, dudando todavía, lanzó una mirada de relámpago a la penumbra de los árboles, buscando una presa más de su gusto. Pero la selva estaba desierta, lejana la campiña y el hambre torturaba sus entrañas. Su cola empezó a dar más rápidos y nerviosos latigazos, y a esta señal los charrúas fueron levantando sus arcos. De pronto, la fiera lanzó un maullido agudo, y dió un primer salto hacia los charrúas. Y en seguida, su cola se puso erecta, y el animal emprendió tan rápida arremetida, que parecía que sus pies no tocaban el suelo. Entonces los cazadores soltaron las cuerdas de sus arcos. Una flecha le hirió una pata; otra, le rozó un flanco, pero el yaguareté continuó embistiendo. Era difícil el manejo de las armas, en medio de los matorrales. Ibitú no había arrojado aún su flecha, y se adelantó unos pasos, para tomar puntería con más facilidad. La saeta, dirigida por sus hábiles brazos, voló, más veloz que el águila, y se enterró entre la paleta de la fiera. Esta vaciló, a causa del dolor; se retorció enloquecida, lanzando un aullido pavoroso, y dentro de su ser estalló el vértigo de la destrucción. Saltó de nuevo hacia los flechadores, e Ibitú, empuñando su formidable hacha de piedra, le salió al encuentro. La blandió en el aire, ejecutando un pequeño molinete, y la abatió con fuerza sobre el yaguareté. Pensaba abrirle el hocico, y romperle los incisivos colmillos, pero la fiera saltó sobre él, irresistible. El charrúa perdió el equilibrio y cayó de espaldas, mientras la bestia, ebria de furor, le abrió a zarpazos el pecho y el vientre. Tubayaca y Tawató, con su lanzas, acosaron al yaguareté por ambos flancos. Un relámpago de odio brotó de los verdes ojos de la fiera, al lanzarse sobre el hijo de Amapitumbí, pero éste la hirió con su lanza en el cuello, y Tubayaca le introdujo la suya en el blanco vientre. Entonces la fiera lanzó una queja desesperada; sus patas se paralizaron y se aflojaron los poderosos resortes de sus músculos, mientras los guerreros volvieron a hundir en ella las puntas de sus lanzas, triangulares y planas, como cabezas de serpiente. El yaguareté quedó inmóvil, la cabeza apoyada en la tierra, y extendido largamente su gracioso y manchado cuerpo, que la noche de luna redonda había tornado celeste. Jadeaba con ronca respiración y la sangre de sus heridas caía sobre la tierra, culebreando en diminutos ríos; la flecha introducida entre la paleta, se sacudía temblorosa, a cada movimiento del animal. Los dos charrúas se acercaron al guerrero moribundo. Este, después de observar la victoria de sus compañeros, se sentía vengado. Miró fijamente a Tawató y quiso decirle algo, pero las palabras no subieron hasta su boca; entonces, hizo girar penosamente la cabeza y contempló al yaguareté un breve instante. Apretó sus mandíbulas, para no lanzar un solo gemido. Luego, su cuerpo se retorció como la llama de la hoguera y el guerrero quedó rígido. Tawató inclinó confusamente la cabeza sobre el pecho, mientras golpeaba con la punta de su lanza las raíces de un fuerte y añoso árbol, que asomaban a la superficie de la tierra, como las patas de una araña inmóvil y monstruosa. Una ola de sombríos pensamientos barrió todo su ser, y el remordimiento -como un cuervo maldito- pasó graznando lúgubremente, en los cielos nublados de dolor, de su alma. El viejo Ibitú, le había enseñado a él, joven charrúa, el valor de la cautela, y cómo debía morirse sin retroceder un paso y sin lanzar un gemido. Cuando vieron que ya nada podían hacer por Ibitú, se acercaron a la moribunda fiera. Esta, al verlos venir, levantó la cabeza con inquietud; sus ojos se iluminaron de angustia e intentó hacer un movimiento para huir. Al ver esto, Tawató sintió que su pecho se endurecía, y que el desprecio y la cólera entraban en él. Agitó con rabioso frenesí su hacha de piedra y la abatió con fuerza sobre el yaguareté, al mismo tiempo que gritaba: -¡Que aprenda a morir como un charrúa! La fiera lanzó un aullido agudo y desesperado; su vientre se abrió y salieron por él, las rojizas y azuladas entrañas. Movimientos espasmódicos, cada vez más débiles, convulsionaron todo su cuerpo; luego, la luz de sus ojos comenzó a helarse y éstos se volvieron opacos. Tubayuca se adelantó hacia Tawató, preguntándole: -¿A quién corresponden los despojos de la fiera? El hijo de Amapitumbí tendió su brazo armado del hacha en dirección a Ibitú, y le contestó: -Cuando aquel guerrero duerma su sueño frío en la cumbre de algún cerro, rodeado de vasijas con alimentos y de armas para defenderse en la otra vida, ceñiremos a su cuerpo, la piel del yaguareté. Tubayuca asintió con un gesto a las palabras de Tawató, y dirigiéndose a donde estaba el cadáver, lo colocó sobre sus hombros, mientras el hijo de Amapitumbí comenzó a arrastrar el cuerpo de la fiera. Y así, marchando calladamente a través de los árboles, y siguiendo la orilla del encrespado río, se encaminaron al campamento. Durante el camino, los charrúas pensaron en su victoria, obtenida sobre tan temible animal. Pero cuando Tawató divisó a las gigantescas y suplicantes fogatas, que desde las lomas convocaban a los últimos charrúas, lamentó en silencio su imprudencia, y en vano trató de disipar sus tristes pensamientos, tomando parte en un simulacro de combate alrededor de las hogueras y embriagándose con licores de plumas y ñangapirés, en medio de una orgía salvaje. |
Canto VI |
Canto VII |
Canto VIII -Pareheros tupí-guaraníes vienen a hablar contigo -dijo a Asurúa. |
Canto IX |
Canto X |
Canto XI -"¿Por qué estallan en el cielo, los nubarrones violetas y negros? ¿Por qué roncan, con sus espesas voces? ¿Por qué brama y se acrecienta el Hum voraginoso? El frío da zarpazos en la dura piel de los hombres y de las bestias, con sus potentes garras; sobre la selva se abate el viento salvaje -que tiene alas de pájaro y voz de serpiente-, aplastando los verdinegros matorrales y doblando los árboles, orgullosos como los tubichás. Añang amontona sobre las selvas del Hum, nieblas compactas, para hacerlas impermeables. Ha llegado el instante supremo que vislumbró Iporambaé a través de los tiempos. Tupá y Añang se aprestan a luchar por la posesión de los hombres y de las cosas." Así cantaba Iporambaé, genio de los augurios, en medio de la tormenta imponente y magnífica, y a su voz, se estremecieron de espanto los animales de las campiñas y de los bosques. Los yacarés, guiados por el obscuro instinto de conservación, hundíanse, después de chapotear pesadamente, en las aguas del río; los pumas, rugiendo, seguidos de sus crías, se refugiaban en las agrestes madrigueras, y se apoderó de los rebaños de guasubirás un terror contagioso; huyeron bajo la amenazadora noche, pisando apenas, con sus patas finísimas, la grama de las campiñas, y parando sus orejas nerviosas y acanutadas. -"¿Por qué estallan en el cielo, los nubarrones violetas y negros? ¿Por qué roncan, con sus espesas voces?" -seguía cantando Iporambaé, ebrio de visiones. Pocos relámpagos se aventuraban entre las nubes sombrías, y los bosques y los cielos eran tan negros, como el sueño frío. Resonó entonces un trueno entre los árboles; y envuelto en un nimbo de luz azulada y tristísima, surgió Añang. Sus pasos resonaron en el bosque, cada vez más fuertes -como una progresiva pesadilla- cuando se dirigió hacia donde estaba el payé, y la tempestad se arremolinó a su alrededor. El ipora apoyó sobre la tierra su arco -negro como la noche y como el mal- y levantó aún más la desafiante cabeza, en la cual ondeaban las plumas con destellos azules. Y el azul quillapí parecía querer volar de sus hombros, cual si el viento le hubiera prestado sus salvajes alas. Su rugido resonaba, como el de un puma amenazador, en la selva dolorosa de su alma, porque una vez más debía llegar hasta el Hum, para ahuyentar a un nuevo enemigo. ¡Cuántos habían tenido que retroceder ante él, y cuántos habían perecido! ¡Qué cantidad de osamentas de guerreros, que no midiendo bien sus fuerzas se consideraron capaces de tomar el payé, poblaban ahora la selva, después de haber servido de festín al aguará y a los voraces yaguantincas! El alma de Añang pareció dilatarse, al recordar el largo collar de muertes, que, como aguja fatal, había engarzado su lanza; y, pronto para un nuevo combate, su cuerpo de descomunal altura se enderezó sobre sí mismo, desafiante, como las rocas que bate el bramador océano. La tormenta sorpendió a Tawató, cuando penetraba en la selva. Venía de cruzar campiñas y colinas, de vadear arroyos, y esquivar numerosos peligros, pero avanzaba confiado y tranquilo, porque su guía era Tamó, la Esperanza. El ipora y el joven guerrero caminaban entre los árboles, a los que sacudía la tempestad. Tamó lo guiaba en medio de la obscuridad, porque los ojos del ipora atravesaban las tinieblas más densas. Tras él, Tawató se movía trabajosamente, pero era impávido su pecho y su voluntad, inquebrantable. Por último divisaron a Añang, que resplandecía envuelto en su luz azul. Era tan imponente su figura y sus miradas tan amenazadoras, que el mismo Tamó sintió que sus fuerzas flaqueaban. Tawató se volvió hacia el ipora de mirada astral, y le preguntó, señalando a Añang con la lanza: -¿Quién es ese que lleva sobre el penacho de plumas un halo de luz mala? ¿Es el que disputa a Tupá el dominio de la Tierra? ¿Es quién persigue a los hombres más allá de la vida? Respondióle Tamó: -Es el ipora Añang, ante quien tiemblan los hombres y ante el que huyen las fieras de las selvas. La reacción del guerrero se produjo en seguida, como lo esperaba el ipora: -¡Ningún charrúa conoce el miedo! -exclamó-. ¿Por qué he de ser yo quien lo sienta? Avanzó hacia el ipora enemigo, pero su paso fué pesado y torpe, porque éste, sonriendo con siniestra burla, lanzó a los Espíritus de la Tempestad, sobre el hijo de Amapitumbí. Entonces, entre las nieblas que llenaban la selva, apareció Mboraihú. Era el ipora del Amor. Resplandecía como una estrella en la noche, y sus brazos no esgrimían, ni la lanza, ni el hacha, ni las flechas; pero iba blandiendo en su diestra la antorcha del fuego mágico, y, con ella, encendía el amor en el alma de los hombres. Dirigióse rápidamente hacia Tawató, y Añang tembló al verlo. Ninguno de los guerreros que tentaron la conquista del payé, había tenido un aliado tan poderoso. Mboraihú podía vencer a Añang, si lograba arrimar al pecho de éste, la gran tea. Cuando, ágil como los fuegos fatuos, Mboraihú llegó hasta Tawató, con la antorcha mágica, le encendió el pecho, diciéndole: -Yo soy quien ilumino las almas, o las torno marchitas y ensangrentadas, como una flor de ceibo. Ante mí, los pumas y los yaguaretés, abaten sus orgullosas cabezas, y la serpiente que se arrastra sobre el barro, reconoce mi ley. Por mí, sonríen los cielos; por mí, irradian los árboles su verde luz... por mí, hoy Tawató conquistará el payé, y será poseedor de la lanza. Yo soy Mboraihú. El fuego de la antorcha devoró el alma del gran guerrero, y éste recordó al instante, la lánguida mirada de Ivaga, sus graciosos movimientos, su pecho palpitante, lleno de vida. Entonces se apoderó de él un irresistible afán de triunfo. Blandiendo sus armas, avanzó decididamente hacia Añang, y éste, al verlo venir se dispuso a cerrarle el paso que debía de conducirlo hasta el payé. Pero, en seguida, dudó el ipora del Mal. A pesar de que sus fuerzas eran descomunales, se hallaba ante un guerrero de inmenso valor, tras el que estaban, Mboraihú, empuñando la formidable antorcha, y Tamó, augurándole el triunfo, con su mirada astral. Añang sintió la presencia de Ñemondí el Señor del Espanto, rehuyó entonces el combate y se retiró lentamente, en medio de los árboles, y de las nieblas que había amontonado entre ellos. Buscaría otro medio de lucha, si Tawató lograba, para Tupá, el poderoso payé. Las tinieblas comenzaron a dispersarse y el charrúa penetró en el calvero del bosque, en medio del cual se hallaba el amuleto. Tawató se acercó a él, y reconoció en éste, la punta de una lanza. Pero ella ardía como si recién hubiera sido sacada de una hoguera; desprendía un hilo de humo, y la tierra estaba agrietada y seca a su alrededor. El guerrero tomó entre sus manos la piedra humeante, y trató de retenerla, hasta vencer su poder, pero le fue necesario soltarla. Sus manos se paralizaron, y el dolor corrió por los brazos hasta el pecho. Pero Mboraihú, lanzando un grito extraño y salvaje, golpeó la espalda del charrúa con su antorcha, y éste se inclinó y recogió el payé. Sintió como si todo su ser fuese devorado por una llama avasalladora, pero Mboraihú le hizo perder la noción de dónde estaba; sus ojos no distinguieron ya a los árboles, ni a los iporas, ni al payé, y sólo se representaron a Ivaga, con sus cabellos más lacios que las lluvias, con su mirada dulce, como los cielos. El payé fué perdiendo poco a poco su sobrehumano poder, hasta que, al fin, después de larga lucha, en la que resistió la presión de aquellas manos que parecían también de piedra, se extinguió completamente su fuerza ígnea. Entonces Tawató salió de su éxtasis y vió que en sus manos tenía el payé, por el cual combatían Tupá y Añang, desde el comienzo del tiempo. Buscó el charrúa con su mirada a Mboraihú, pero éste había desaparecido. Tal vez ahora, corriese ágilmente en las campiñas o acechara, oculto en los frondosos bosques, nuevas presas. Hombres, fieras, aves, reptiles, a todos daba caza con la antorcha. Y el ipora, golpeando también con ella a los árboles y a las pequeñas plantas que encontrara a su paso, las llenaría de flores. Tamó se dirigió al hijo de Amapitumbí y le dijo: -Ya tienes, Tawató el payé que tanto desea Tupá. Ahora puedes hacer con él, lo que quieras. ¿Prefieres entregarlo al Gran Bienhechor a cambio de su lanza, o utilizarlo tu mismo contra Añang? -Daré el payé a Tupá -respondió Tawató, y en seguida agregó: -¿Dónde puedo encontrar al ipora? -Vamos en su busca -respondió Tamó. Y haciendo una seña al charrúa para que éste lo siguiera, partió en dirección a la morada de columnas de piedra, donde lo esperaba Tupá. Canto XII En medio de los páramos, desiertos de árboles, elevaba la gruta de Tupá sus columnas, en desafío al tiempo. A su lado pacían el guasubirá y el guasuí; los cenicientos ñandúes, persiguiéndose unos a otros, daban vueltas a su alrededor, mientras que bajo los cielos que simulaban granito rosa, amatista y ágata, volaban los pájaros de pintadas plumas. La negra y amarilla yambú aparecía de pronto entre las matas, para perderse nuevamente en ellas; la yacú ensayaba su canto triste como una queja, y sobre la gruta, silencioso y quieto, posábase el caburé, ave mágica. Y hasta allí llegaba también el hambriento y esquelético puma, de patas acolchonadas y cola juguetona, para afilar sus uñas en las piedras, o el yaguatinca, de maullidos destemplados y agudos. La serpiente mboi-chiní solía abrazarse a las columnas, para poner en ellas su venenoso beso. La noche había agigantado la figura de algunos viejos y solitarios árboles, que crecían no lejos de la gruta, cuando Tawató llegó hasta ella, conducido por Tamó. Desde la conquista del payé, sólo una vez había brillado Cuarahug. Cuando el hijo de Amapitumbí hubo penetrado entre las columnas, su espíritu fué invadido por el recuerdo de los relatos que había narrado Tesayá, el abaré de larga vida. Allí, Tupá había tenido su morada; los oídos de piedra de la gruta escucharon en otro tiempo sus palabras llenas de nobleza y de bondad, pero no los de los hombres, que eran imperfectos. Por eso, ¡cuántos eran los que desconocían sus enseñanzas sabias! Eso lo decía frecuentemente el anciano abaré; y Tawató, mientras revolvía en la memoria confusos pensamientos, esperaba la llegada de Tupá. Tamó continuaba al lado del guerrero y seguía sus pasos fiel, como una sombra. Al ver esto, con alegre voz, el hijo de Amapitumbí interrogó al ipora: -Cuando guíe a mis tribus en los combates y huyan los hombres ante la gran lanza; cuando aceche en el breñal al puma; cuando obtenga a Ivaga -que tiene la suave dulzura de las flores-; cuando juegue al saiusám o capture al escamado pez que brilla como una luna, ¿tendré siempre a Tamó por compañero? Y el ipora respondió: -Tawató podrá no cazar al puma en los breñales; podrá encontrar en el combate a un enemigo superior, o no obtener a Ivaga, que tiene la dulzura de las flores. Podrá no coger peces brillantes como lunas, o no jugar al saiusám con otros compañeros. Mas no dirá jamás, que Tamó no esté a su lado. Tawató recorrió entonces toda la gruta y vagó luego por sus alrededores, hasta que al fin, cansado de esperar a Tupá, se acostó entre dos grandes columnas. El cansancio aplastaba al charrúa con su peso de piedra; y éste, aún continuaba meditando las palabras de Tamó, cuando Diabun, el poderoso dios que manda a dormir con solo hacer sentir su nombre, le robó sus últimas fuerzas. El ipora se acercó a él, y le dijo con suave voz: -¡Duerma Tawató el tranquilo sueño del guerrero! Reposen sus miembros, que resistieron el fuego del payé; repose su alma, vencedora de Añang, porque -aun desde más allá de la vida- su triunfo será más brillante que el de Cuarahug, el sol. Duerma Tawató el sueño tranquilo del guerrero y deje que vele ahora Tamó, la Esperanza. Entonces surgió, entre las sombras de la noche, Iporambaé el genio de los augurios. Él era quien guardaba, en el fondo de su espíritu, transparente como la luz, el pasado, el presente y el futuro. Él era quien hablaba en voz baja a los abarés, y los más poderosos iporas anhelaban conocer sus profecías. Iporambaé llegó hasta Tawató y sus palabras tomaron, para el dormido, las figuras de un sueño. Así comenzó el ipora: -Más allá de los mares y de las lejanas selvas; más allá de la morada de Guidri; en la región de las lunas de fuego remotísimas, y aún más lejos, viven los Urupiás. Son los Gérmenes, de ellos ha nacido todo. Son tan antiguos como el tiempo. Cuando aún no existían, ni la tierra, ni los cielos, ni los astros, volaban locamente, como el mbopí, en medio de la noche inmensa. De ellos nacieron los iporas. Tupá, Mborahiú, Payé, Tamó, Cabigyara, Guidri, Iporambaé, Cuarahug y Añang, tuvieron ese origen. Y también Zumé, el pay de la bondad, y -que tenía el cabello rubio como la luna- nació de ellos. Pero aun antes, los Urupiás crearon los cielos, y los cubrieron de estrellas, que hoy llenan de perplejidad a los hombres. Y después crearon la tierra, y la poblaron de bosques, de ríos, de abaretás numerosísimos, de fieras y de pájaros. Entonces nacieron, el yabí, de resistente tronco, el algarrobo, hijo del relámpago, y la planta del sueño abrió sus flores color sangre. También aparecieron, sobre la faz de la tierra, el yacaré, señor de los ríos, la serpiente mboi-chiní, el tatú, el capibá, la nutria, y el guasubirá, veloz como los vientos. Y surgieron los pájaros de fuego, y los mirlos más negros que la noche, y el picaflor, azul viviente, voló de planta en planta y de flor en flor. Apenas apareció la vida, nació la guerra. Cabîgyara, ipora de los bosques, buscó conquistar la campiña. Los ríos desearon acrecentar su poder y se salieron de su cauce; los animales que recibieron afilados dientes desgarradoras zarpas y músculos elásticos, persiguieron a los más débiles. Y los iporas lucharon entre sí, por la conquista de los hombres. Tupá llegó hasta donde estaban los hombres, y en sus espíritus inculcó la simiente del bien. Mborahiú los golpeó con la antorcha mágica y les dió el Amor. Tamó hizo nacer en ellos la Esperanza. Guidri, entretanto, curaba sus heridas y consolaba su tristeza. Tupá moraba entonces en la gruta de columnas de piedra, y al comprobar que los humanos obedecían sus palabras, su espíritu se iluminaba como una aurora. Caminaba un día por las riberas del poderoso Hum, cerca de las cuales tenía su morada, cuando observó que las aguas del río comenzaban a subir cada vez más, y que, penetrando en la selva, iban inundando las cuevas de los animales y obligaban a los hombres a retirarse. Tupá, con voz encolerizada y vasta como el trueno, llamó al viejo genio tutelar del río, que reposaba bajo las aguas; pero éste, sin obedecerlo, continuó invadiendo la selva. El ipora comprendió que el espíritu del Hum había quebrado la Ley del Bien, que el propio Tupá le había enseñado; pero no podía combatirlo en su elemento, porque a aquél, estando en el río, le era fácil convertirse en rapidísimo pez o en planta acuática, o en piedra, agua o arena, para volver a recobrar luego su primitiva forma. Por eso, Tupá se propuso utilizar la astucia. Condujo entonces, hasta la orilla del río, a Eteboráh -mujer de cabeza hechicera- y le ordenó que permaneciese sobre un tronco caído en medio del bosque. Apenas el espíritu del Hum divisó a la joven, decidió apoderarse de ella y arrastrarla hasta el fondo del río. Por eso la llamó con su voz más suave: -¡Tú, por cuyas venas corre la sangre! ¡Tú, que en tus ojos posees la vida, y en tu alma el resplandor de Cuarahug! ¡Escúchame! Yo soy Hum, genio tutelar de este río. Poseo en él, inmensas selvas acuáticas; tengo también cuevas y moradas incomparables y peces de colores sorprendentes. Pero hasta mi dominio sólo han bajado los inviernos. Los peces acarician mi cuerpo, pero con escamas de escarcha; las plantas acuáticas me tienden sus brazos verdísimos, pero sólo encuentro en ellos, frío y dolor. Por eso me faltas tú, hija de los hombres, tú, que juegas con el amor y con el fuego, para que el tiempo de los soles largos llegue también hasta mis aguas. Así habló Hum, el viejo espíritu, pero Eteboráh continuó impasible, como si no hubiera comprendido la voz del río. Las aguas de éste se hincharon más aún; pero, como seguían creciendo muy lentamente, Hum, lleno de impaciencia, salió fuera de ellas y avanzó hacia donde estaba Eteboráh. Ésta lo vió acercarse, y a pesar de que tembló como una hoja, no hizo ni un movimiento para huir. Hum seguía aproximándose, deslumbrado ante ella, cuando Tupá, tendiendo su arco de siete colores, despidió una flecha agudísima, que se clavó en el pecho del viejo genio. Cuando éste cayó herido, Tupá se arrojó sobre él y, arrancándole la saeta, lo condujo hasta su morada. Allí fué curado por las propias manos del dios. Entonces contó el espíritu del Hum, cómo Añang, intimidándolo con terribles amenazas, lo había obligado a rebelarse contra Tupá. Y en seguida agregó, dirigiéndose al ipora: -Si me concedes la libertad, jamás volveré a quebrar tus mandatos; y a cambio de ella petrificaré tu lanza de madera, hundiéndola en mis aguas, de manera que ella sea irrompible. El Gran Bienhechor aceptó; acompañado del Hum llegó a la orilla del poderoso río, y el genio, al que Tupá tenía asido fuertemente, introdujo la lanza en las aguas. Pero el astuto y desconfiado Hum, temiendo que el ipora tratara luego de vengarse, abusando del poder que le daría la terrible arma, hizo a la lanza irromplible contra todo, pero siempre que defendiese una causa justa. En caso contrario, desaparecería el poder que el río le daba, y ella se haría polvo. Cuando Hum previno esto a Tupá, el ipora sonrió, porque ¿cómo iba a defender él, una mala causa? Permitió entonces al espíritu volver a entrar en el lecho del río y marchó en seguida al encuentro de Añang. Estaba éste rodeado de numerosos seres a quienes inculcaba los principios del Mal, y que huyeron llenos de terror al divisar a Tupá. Añang, en cambio, le salió al encuentro. Cuando estuvieron a corta distancia, se miraron un instante, y, reconociéndose tan distintos, comprendieron que uno de los dos debía excluir al otro. Ni una sola palabra cambiaron entre ellos, porque hubiera sido innecesaría. Al cabo de un momento, Tupá avanzó hasta donde estaba su mortal enemigo, y comenzó entre ambos la lucha. Los dos demostraron poseer fuerzas semejantes, igual astucia e idéntico valor. La guerra de los iporas empezó en el principio de las épocas; el Tiempo voló de luna en luna, con sus eternas alas, pero ninguno de los dos combatientes pareció sentirlo. Añang llamó a las aguas en su auxilio y éstas invadieron la tierra tras él. Y cuando obligaba a Tupá a retroceder, ellas, que seguían los pasos del ipora del Mal, devastaban bosques, invadían campiñas, y hacían que la vida se extinguiese a su paso. Y cuando era Tupá quien avanzaba, las aguas huían ante él. Por último, en lo más recio del combate, la lanza de Añang, gastada por el Tiempo, quedó rota. Entonces el ipora del mal huyó humillado y Tupá lo persiguió tenazmente por bosques, barrancos y lomas. Cuando Tupá volvió al lugar donde estaba la lanza de Añang, vió a Payé, ipora de los amuletos, el cual, después de arrancar la punta del arma rota, fabricaba con ella un payé o amuleto contra el mal. Aquel que lo poseyese, vería huir a Añang. Cuando llegó Tupá, Payé le tendió la piedra, pero el ipora del Bien le contestó: -Este amuleto no me pertenece, porque no lo he ganado. Añang huyó ante mí; y yo puedo considerarme su vencedor. Pero esa lanza no la rompí yo, sino el Tiempo, mordiéndola constantemente con sus dientes invisibles, pero eternos. Entonces Payé introdujo dentro de la piedra un poder ígneo tan grande, que era imposible tomarla sin sufrir quemaduras dolorosas, y dijo a Tupá: -Aquel que por su valor y su resistencia, soportando el poder de este payé logre dominarlo, será su dueño y no temerá jamás la acechanza de Añang. Cuando se alejó el genio de los amuletos, Tupá contempló tristemente la punta de lanza. Tenía a su alcance el poder de vencer definitivamente a su gran enemigo, pero a él, el más grande de todos los seres, le era imposible recoger un despojo que no había conquistado. Tendría pues, que esperar a que un guerrero, elevándose a la altura de los iporas, se apoderara del payé o amuleto, y entonces podría negociar con él. El tiempo siguió volando de luna en luna con sus eternas alas... ¡Cuántos guerreros de distintas tribus aspiraron a la obtención de esa piedra, y cuántos tuvieron que renunciar a ella! Porque, a cambio del payé, podrían obtener de Tupá, la lanza, y, el poseedor de ésta, acaudillaría a sus tribus como tubichá perpetuo, vencería constantemente a sus enemigos, de los que sería temido. Y el sueño frío y su hermano, el mal, podrían acercarse, porque esa lanza lo preservaría de ellos. Pero ¡ay de aquel que defendiese una causa mala! Su cuerpo se extinguiría antes de que volviera a brillar el sol; la numerosa abaretá que acudillara sería exterminada, y la gran arma se haría polvo, como sus sueños... Aquí terminó Iporambaé su largo relato, y se alejó cada vez más, hasta perderse en medio de la noche. Cuando Tawató despertó, brillaba la aurora. No estaba ya a su lado el payé, pero Tupá le había dejado su lanza. Empuñóla el guerrero con ademán alegre. ¿Quién podía ahora arrebatarle la victoria? Él arrancaría a Samoú la cabellera sangrante. A su lado, fiel como su propia sombra, le sonreía Tamó. Canto XIII Orgulloso de poseer la gran lanza, que Hum había petrificado, Tawató siguió primeramente el derrotero de Dioiyara, para torcer luego su camino y dirigirse al Paranaguasú, donde estaban sus turbulentas tribus. Las breñas, en las que mora enroscada la serpiente, ya no inspiraban cuidado al charrúa. La traicionera mboi-chiní, y la venenosa culebra mboi-chuná, de mortal picadura, huían ante la presencia de la poderosa lanza. Por eso, el charrúa atravesó las breñas, saltando de piedra en piedra, ágil como el yaguatinca; después ganó la campiña abierta, porque la fatiga no entraba en su pecho durísimo: Cuando divisaba un pequeño destacamento de enemigos, el charrúa les gritaba: -¡Tawató no quiere rehuir a los tupí-guaraníes! Muchas vidas de hombre lleva esta lanza sin beber sangre; por eso, está sedienta y quiere embriagarse. ¡Venid! ¡Tawató guarda también para vosotros el hacha de pórfido! ¡Con ella aplastará vuestras frentes; romperá vuestros colmillos, y hará de vuestras cabezas, masas sangrientas! ¡Venid! ¡Venid! Y una vez más volvía a graznar el uribú. Y nuevamente se alegraban el caracará y todas las aves de rapiña. Dioiyara, el Sol había ascendido muy lentamente -como un anciano que trata de ganar la empinada cumbre de un cerro- cuando Tawató, que buscaba sediento un arroyo para hacer un alto en su camino, descubrió a lo lejos un bosquecillo de arbustos enanos. Hacia éste se encaminó el guerrero, y de pronto se detuvo, al observar que, de entre las voraginosas ramas, surgía el penacho de humo de una fogata, girando en espirales, como una fabulosa serpiente gris. Cuando el hijo de Amapitumbí, continuando su camnino, llegó hasta el bosquecillo, se encontró con un arroyo casi oculto en la maleza y allí bebió hasta apagar su sed. Mientras tanto, oyó unas voces suaves y dulces; e incorporándose, divisó a lo lejos a tres muchachas que se bañaban en las aletargadas aguas. Tawató se preguntó a qué raza podían pertenecer, pues, como la corriente les llegaba hasta los hombros, no podían distinguirse, ni sus formas, ni el color de la piel. Pero el guerrero comprendía que eran jóvenes aquellas mujeres, por la agilidad con que se movían en el agua, por sus voces frescas y por sus deseos de jugar y perseguirse las unas a las otras nadando. Por último, una de ellas subió a la orilla, y el guerrero, al contemplar su alta estatura, su esbelto cuerpo y cutis claro, reconoció, lleno de asombro -pues estaba en territorio ocupado por los guaraníes- que se trataba de una mujer charrúa. Pero no pudo saber a qué raza y a qué tribu pertenecían las otras dos, porque éstas se alejaron nadando con sorprendente rapidez y desaparecieron en un codo del arroyo. -Alguno de los guaraníes ha robado una de nuestras mujeres -pensó Tawató. Inmediatamente concibió la idea de ir al encuentro del enemigo y rescatar de esa manera a la hermosa cautiva de su raza; y así, encaminándose al lugar de donde salía una humareda, divisó un garupá de pieles de yaguareté, de un tamaño mucho mayor al de cualquiera de los que había visto hasta entonces. Al lado de éste, colocado de cuclillas, junto a dos fogatas, un hombre quitaba cuidadosamente, de uno de los cuatro asadores de madera que colocara alrededor de los fuegos, un trozo de carne de guasubirá. Tras esto levantó la cabeza al ruido que hizo el recién llegado; y al verlo, se incorporó y lo miró en actitud de expectativa. Tawató creyó reconocer en él, a un charrúa; sin embargo, algo tenía el desconocido, que hizo que el hijo de Amapitumbí no pudiera tener de ello, absoluta certeza. Era de alta talla, más alto aún que Popenó, el gigante yaro; se hallaba en la plenitud de sus fuerzas y tenía imponente aspecto. Su semblante era grave y dulce; sus rasgados ojos, llenos de serenidad acariciaban como dos lunas. -Soy Tawató -le dijo el gran guerrero-. He vencido en fatigantes combates, y luché con enemigos que los Espíritus del Mal enviaron contra mí para destruirme. Y ahora vuelvo al Paranaguasú, donde mis tribus, acampadas en las riberas arenosas, tal vez me esperen, después de hacer huir en los bosques del Hum a Añang, y de despertar al payé de su pesado sueño. Así habló el hijo de Amapitumbí y el desconocido le respondió en dialecto charrúa, con voz tranquila y dulce como un canto: -Yo soy andariego como la nube, e infatigable como los vientos que corren por los Grandes Llanos -y señaló la región de los querandíes-. Mi piragua se ha remontado por ríos que desconoce el charrúa más audaz, y he visistado lejanas comarcas en las que moran pueblos de extrañas costumbres y de complicados ritos. Por eso, los que me ven vagar, me llaman Atahara. En seguida, viendo éste que su interlocutor permanecía indeciso frente a él, agregó: -Entra a mi toldo, que yo te ofrezco la hospitalidad. Penetró el hijo de Amapitumbí bajo el garupá de pieles de yaguareté, y Atahara, dirigiéndose al río, llamó a sus mujeres, anunciándoles que un huésped había llegado hasta la toldería. Entonces surgió, de entre los arbustos del bosquecillo, un grupo de jóvenes. Dos o tres se adelantaron rápidamente, las demás avanzaron con andar delicado, haciendo un leve movimiento de vaivén, con la cabeza y el busto. Eran las esposas y las hijas de Atahara. Tawató colocado en cuclillas en medio del garupá, las contemplaba curiosamente. Cualquiera de esas jóvenes era tan hermosa como Ivaga; pero, como en el alma del guerrero ardía la antorcha de Mboraihú, aquél no podía darse cuenta de ello. Las mujeres fueron entrando una tras otra dentro del garupá, y, poniéndose también en cuclillas, rodearon al recién llegado, mientras que Atahara, colocado tras de ellas a la entrada del toldo, miraba con insistencia la gran lanza que poseía su huésped. Tawató observaba en silencio las largas cabelleras, los delicados contornos y los hermosos y suaves pechos de las jóvenes. Entonces comenzó el ceremonial que, entre los charrúas, antecedía a la hospitalidad. Una de las mujeres empezó a simular un muy amargo llanto; al cabo de unos instantes la imitó otra, y luego una tercera, hasta que todas se pusieron a sollozar. Lamentábanse por los peligros que pudiera haber pasado el recién llegado; y éste, por cortesía, también empezó a suspirar y a quejarse. Sin embargo, los lamentos, aunque hondos, eran muy suaves, y las voces de las mujeres en ningún momento llegaron a pasar de un tono mediano. Al quejarse, las muchachas preguntaban solícitamente al guerrero, si había sufrido las persecuciones de las fieras, o soportaba, oculta, la herida de algún combate, y qué peligros lo acecharon durante su solitario viaje; y Tawató sin contestar aún a las preguntas, seguía lamentándose. Por último, las voces de las mujeres se fueron apagando, y el charrúa también las imitó. Entonces resonaron, por encima de las casi extinguidas quejas, las palabras de Atahara: -¿Quién eres tú, que empuñas esa lanza, cuya madera ha sufrido el influjo de los Genios del Agua? Tawató respondió: -Soy el hijo de Amapitumbí, el guerrero de alma de risco, que desafió los peligros más grandes, y que fué tubichá de nuestras tribus, en la guerra contra los guaraníes. Los abaretás charrúas le confiaron el mando; pero Añang, ipora del Mal, lo obligó a entrar en las regiones donde se duerme el sueño frío -de las que nadie vuelve- porque temía que conquistase el payé, que los bosques del Hum guardaron hasta ahora, con el mismo amor que el aguará cuida sus crías. Así comenzó a hablar Tawató ante Atahara y sus mujeres, y luego narró su amor por Ivaga, la hija de Asurúa; la lucha por la obtención del payé, y el pacto con Tupá, por el cual había recibido la lanza. Después confió a quien lo recibía sus esperanzas de vencer a Samoú, y de aplastar para siempre el poder de los guaraníes. Atahara seguía las palabras del charrúa y lo miraba con expresión vaga; las mujeres lo escuchaban curiosamente, y muchas de ellas se hallaban poseídas de entusiasmo. Cuando terminó el largo relato, le dijo Atahara: -El Genio de los Augurios ha hablado con vaguedad sobre el destino de la lanza. ¿Añang logrará hacerla polvo? ¿Tawató la poseerá para siempre? ¿Por qué no ha querido decirlo Iporambaé? Las miradas de Atahara parecían perderse en el espacio, más allá de los cielos, y hablaba consigo mismo, como si no tuviera delante de él a Tawató. Luego agregó: -El payé fue creado con la punta de la lanza de Añang, que quebró el Tiempo. El recuerdo de la derrota sufrida es lo que hace huir al ipora del Mal; si éste lograra romper la gran lanza de Tupá, habría vengado la suya, y el payé perdería su ascendiente sobre él. Pero también yo he escuchado la voz de Iporambaé y sé que si el poseedor de la lanza de Tupá, al obrar mal, la rompiese, ella podría soldarse, si toda la sangre de una raza de guerreros que no conocieran el miedo, cayese sobre ella, a modo de expiación. Y entonces, nuevamente, el payé sería poderoso contra Añang. Tawató lleno de asombro y de desconfianza, preguntó al guerrero: -¿Quién eres, Atahara? ¿Tus oídos saben también escuchar a Iporambaé? Acaso pertenezcas a las tribus guaraníes, aun cuando por tu figuara pareces ser de nuestra raza? El interrogado lo observaba ahora fijamente, con extraña expresión, y no le respondía. -¿Debo tratarte como enemigo? -volvió a preguntar Tawató, que apretó instintivamente la lanza. Pero el desconocido le respondió, siempre benévolo: -Nadie debe romper la ley de la hospitalidad. Estando amparado por ella, Tawató no puede esgrimir contra mí su lanza, ni yo debo intentar hacerle mal. El charrúa guardó silencio, cohibido ante la nobleza de aquellas palabras, y el desconocido sonrió, agregando: -Yo me asemejo a los hombres de todas las razas y soy un ipora bueno, poderoso y grande. Nadie puede sorprender mi pensamiento -cuando lo oculto en las cuevas de mi alma-, ni aun Iporambaé, para cuya vista no existe el tiempo. Por eso, los que mejor me conocen me llaman: ¡Ah! ¿Quién eres?. |
Canto XIV Grande era la agitación en el vasto campamento, desde el que los charrúas y sus aliados se disponían a resistir una vez más al enemigo, en esfuerzo desesperado y tal vez estéril. Grandes era la inquietud y el desasosiego de todos, pues, perdiendo la confianza en los más fuertes y valientes guerreros, no juzgaban a ninguno digno del mando de las tribus. No habían transcurrido aún cuatro soles desde que el yaro Popenó era taita, y ya entre los charrúas se hablaba de quitarle el mando, para conferírselo a Abaguairú, de las eternas burlas, que tenía el alma astuta como la de un zorro. Pero Abaguairú, riendo con su risa silenciosa, decía a sus más entusiastas amigos: -Mientras no sea tubichá, las tribus me respetarán, a pesar de mi carácter, y seré la esperanza de todos; pero si obtengo el mando, el más torpe de los guerreros se creerá digno de censurarme. Y esto era verdad, pues los hombres débiles y poco valerosos de las tribus, uniéndose entre ellos, y robusteciéndose por el número, exigían a cada instante a Popenó, a Tesayá, y a los grandes guerreros, que redoblaran sus cuidados, a fin de que el enemigo no los hallara desprevenidos. Y a causa de ellos, en tan poco tiempo transcurido, el tubichá había tenido que presentarse dos veces ante el Consejo de las Tribus, para calmar a los aprensivos guerreros y darles ánimo. Por eso, nunca como entonces fué tan elevado el número de centinelas y nunca se hizo mayor selección de ellos. -Para ser oñangarecova, -explicó Tesayá- es necesario poseer la vista de las águilas, el oído del guasubirá, y la astucia de las serpientes. Además, el elegido deberá tener la serenidad de quien está acostumbrado al peligro. Dioiyara, ipora del Sol, hostilizado por Añang y los Espíritus de las Sombras, descendía lleno de fatiga de la región azul, cuando Abaguairú, el más avanzado de los centinelas, divisó en la lejanía al hijo de Amapitumbí. Su asombro creció considerablemente cuando vió que este empuñaba la lanza de Tupá, el arma cuya existencia él tanto había negado. Cuando vió partir a Tawató hacia el frondoso río Hum, sonrió con desprecio y burla; pero ahora ya no podía dudar que era aquélla la lanza cuya conquista Tesayá profetizaba. Entonces, volviéndose en dirección al campamento, imitó el grito del cureá, en señal de alerta, y en seguida anunció: -¡Tawató ha conquistado la gran lanza! Tanto el grito de Abaguairú, como la exclamación con que aquél fué acompañado, fueron imitados por los demás oñangarecovas; y cuando en el campamento se supo la noticia, se produjo enorme revuelo y muchos hombres se dispusieron a salir al encuentro del charrúa. Cuando Tawató pasó al lado de Abaguairú en dirección al campamento, le gritó, mostrándole la lanza: -Abaguairú dudaba de su abaré y del valor de los charrúas, pero Tawató, confiando en sus fuerzas, conquistó la lanza poderosísima. ¿Quién de los dos ha sabido servir mejor a nuestra causa? El centinela permaneció inmutable al escuchar al hijo de Amapitumbí, y sólo se limitó a decir: -Sea bienvenido Tawató, y sea bienvenida la gran lanza. Y se mantuvo inmóvil, indiferente, sin abandonar su puesto de oñangarecova. Cuando el hijo de Amapitumbí penetró en el campamento, todos lo rodearon llenos de infantil asombro, lanzando exclamaciones de entusiasmo: -¿Dónde está Asurúa, el tubichá? -preguntó el guerrero-. Tawató quiere mostrarle el arma que ha hecho suya, con la que derribará a los enemigos, uno a uno. -Asurúa reposa para siempre en la cumbre de aquel cerro -respondió Cusubí, señalando con su brazo la tumba del que había sido gran taita de los charrúas-. Luchó con Popenó por el mando, y ahora, provisto de sus mejores armas, se defiende de Añang en la otra vida. Al escuchar estas palabras, la frente del hijo de Amapitumbí se volvió sombría. -¿Dónde está Ivaga? -se limitó a preguntar. -En una toldería apartada, junto con Mbegüé, Caarú y otras parientas cercanas de Asurúa, se mortifica el cuerpo y sufre largos ayunos. Pero, como tal vez mañana tengamos batalla, porque hoy terminó la tregua, va a ser necesario que se retire, junto con las mujeres y los niños, a lo más intrincado de los bosques. -¿Y el yaro Popenó es el tubichá? -interrogó de nuevo el hijo de Amapitumbí. Pero Tubayuca exclamó. -Si Tawató nos ha traído la lanza, debe ser él quien nos guie en el combate. Los guerreros, aprobando estas palabras, lo aclamaron taita de todas las tribus aliadas. Tesayá, entre tanto, contemplaba, lleno de admiración y de alegría, el arma que el hijo de Amapitumbí empuñaba en la diestra, y exclamaba: -Muchos dudaron de Tesayá en el momento de la derrota, pero el abaré no mentía. ¿Por qué no se acerca ahora Abaguairú, con sus interminables burlas? Mientras tanto, Tawató, reuniendo a los tubichás de las distintas tribus, los exhortaba a que convocaran a todos los guerreros, porque él quería dirigirles la alocución con la que los jefes charrúas animaban a sus hombres, antes del combate. En seguida, volviéndose hacia su amigo Tubayuca, le pidió que fuera a buscar a Mbegüe, viuda de Asurúa, y a Ivaga y Caarú, para indicarles que debían abandonar el toldo apartado en el que guardaban luto, y reunirse con las demás mujeres y niños de las tribus, que ya se preparaban a ocultarse en lo más espeso de los bosques. No pasó mucho tiempo, sin que se presentaran ante Tawató, la viuda y las dos hijas del antiguo tubichá; y el charrúa, dirigiéndose a su amada, le dijo: -¡Hija de Asurúa! Ahora pesa sobre mí la responsabilidad del mando. He conquistado el payé, y Tupá, a cambio de él, me ha dado su temible lanza, con la que combatiré por ti, durante la batalla. Bien sé que no debo molestar a quienes están practicando el luto; pero será necesario que todas las mujeres se oculten con los niños en los bosques, para que los guerreros puedan luchar mañana libremente. En seguida, dirigiéndose a Indayé, que había abandonado su apartado garupá, donde guardaba severo luto, al saber la noticia de que el combate se realizaría tal vez al otro día, le preguntó el tubichá: -¿Quiere el hijo de Asurúa acompañarnos mañana, o desea continuar su duelo? Y le contestó Indayé: -Gran dolor he sufrido viendo a mi padre adormecerse en el sueño frío cuando más necesitaba la vida para cumplir sus venganzas, por eso, no quiero agrandar mi dolor, faltando al combate. A pesar de las heridas con que me he mortificado, mañana lucharé entre los primeros, y si doy muerte a Samoú -confío en que mi padre, desde las tristes regiones donde mora, guie mis armas- mi hermana Ivaga será tuya. Y sombrío, se alejó en seguida, mezclándose entre los combatientes. Los guerreros ya habían acudido al llamado de Tawató; y éste, levantando su lanza, les impuso silencio. Aquéllos se colocaron muy cerca uno de los otros, frente al taita, y, como a una distancia de veinte varas atrás, las mujeres se pusieron en fila. Tawató lanzó por tres veces el grito de combate de su tribu, y luego, frente a la expectativa general, comenzó la arenga. Expuso primeramente, como era costumbre en tales casos, los agravios inferidos por el enemigo; cómo éste había hollado sus bosques -esos en los que nadie, sin morir, hubiera debido penetrar- después de clavar en ellos, una lanza, como declaración de guerra. Luego, para producir mayor indignación contra el enemigo, pasó a relatar injurias provocadas a determinados guerreros a los que iba nombrando por sus nombres, de esta manera: -¿No recuerdas tú, Cusubí, a Hesaîg, tu dulce y bella mujer? ¿Sabes que es el bestial Nouk-Coara, quien la tiene en su toldo, y que ella espera que la reconquiste tu armado brazo? Y a ti, Niná, ¿no te mataron a tus dos hijos? ¿Y Popenó no fué herido tres veces? ¿Y no derribaron los guaraníes a Abayagua, el hombre fiera? Y exclamaciones de dolor y de cólera partían de todos los lugares, como contestación de las palabras de Tawató. Por eso, cuando éste preguntó a los guerreros, si tales agravios no merecían venganza, el vocerío de las tribus, pidiendo el aniquilamiento del enemigo, pareció que llegaba hasta los cielos. Mientras el tubichá los arengaba, las mujeres habían comenzado a entonar un himno extrañísimo y salvaje, para levantar aún más el valor de guerreros. Estaba formado por un conjunto de gritos en todos los tonos, que enlazaban con cadencia triste y monótona. Algunas de ellas, como sumidas en un sopor pesado, repetían indefinidamente la misma nota; otras las variaban, pero siempre dentro de un ritmo extraño y bárbaro. Ese himno, en nada se parecía a los de los hombres de otras razas. Ora se volvía melancólico y suave, como una súplica dirigida a los guerreros, para que no permitieran que el enemigo las arrebatase; ora estallaba vasto y triunfal, como el canto de un océano. Pero aun así, sus voces, eran dominadas por la de Tawató. Este continuó la alocución, relatando la conquista del payé y la obtención de la lanza; y quienes lo escuchaban, pasaron entonces de la furia al asombro, y el entusiasmo desbordó en sus almas como los ríos impetuosos cuando se salen de su cauce. Tawató relató también hazañas de los más venerados guerreros muertos. Les recordó cómo Ibitymbó había derribado a Aratag en lejanas épocas. Les narró la muerte de Amapitumbí, y también la de Abaraitá, quien, desangrándose en medio del combate y no pudiendo mantenerse en pie, se abrazó al cario Hepeñá hasta ahogarlo entre sus brazos y morir junto a él. Y tras esto, relató infinidad de victorias, que, aunque no presenciara, las había oído de boca de los viejos: cómo Abambeyú luchó, solo, contra el yacaré gigantesco que le enviara Añang; cómo Aráh robó a Mboraihú la tea del fuego mágico, para encender, en el alma de Haití, la hoguera del amor. -Pero ¿y antes? -les preguntó un hombre, al más anciano, tanto que ya no combatía. -El invencible jefe, Madram, hizo prodigios y ahora nos mira desde donde esté. Y otro, un chaná le replicó: -Está bien lo que dices, pero no te olvides de Moochum, el grande entre los mbohanes, ni de Maiwalve el jefe chaná invencible. Hallen la muerte, los escondió. Con ellos no necesitaríamos tu lanza mágica. Pero los jóvenes, que no los recordaban bien, se reían de estas palabras y dijeron: -Nos basta esta lanza invencible. Si aquellos que nombras quieren ayudarnos; que vuelvan desde donde los han escondido. Y además, cuando lucharon contra los gigantes ¿no usaron también armas mágicas? -Los que realizaron estas hazañas fueron no sólo charrúas sino de grandes pueblos que están aqui -agregaba-. Nuestra raza ¿habrá decaído tanto, que le sea ya imposible defenderse del enemigo? Y las tribus, clamando con la voz de las nubes coléricas, prometían luchar con valor. Entonces Tawató les aconsejó que afiliaran una vez más sus armas, y que se preparasen para atacar al enemigo. Cuando terminó de hablar, los guerreros, a pesar de su carácter taciturno, se dispersaron por el campamento, lanzando el grito de guerra, mientras las mujeres desarmaron las tolderías, y, recogiendo los cambuchíes tallados, y todos los utensilios de trabajo, se dirigieron a los bosques, junto con los niños, y escoltadas por un pequeño destacamento de guerreros. Los demás apagaron las hogueras; y luego, a la voz de Tawató avanzaron silenciosamente al encuentro del enemmigo, en medio de la obscuridad, que, después de invadir la tierra, iba apagando la luz del cielo. Delante de ellos marchaban los exploradores, y éstos, con sus ojos agudísimos, trataban de distinguir a las tribus invasoras. Tras ellos avanzaban luego los combatientes, ocupando un amplio campo, y cuando pasada la noche la aurora despuntó en el Levante, Tawató fué avisado por los que iban a la descubierta, que el enemigo estaba a la vista. Canto XV Cuando los espías o exploradores previnieron al nuevo tubichá de los aliados, que los guaraníes se encontraban cerca de ellos, Tawató dirigió a las tribus una pequeña arenga, exhortándolas de nuevo a combatir con valor. Los guerreros, levantando las armas, prometieron morir, antes que abandonar el campo de batalla. Y, casi en seguida, divisaron a las tribus enemigas, que se desplazaban lentamente por la campiña; Tawató alzó entonces la lanza, dando la señal de ataque, y los charrúas y sus aliados, emprendieron hacia los contrarios, velocísima carrera. Avanzaron por la campiña con la agilidad del yaguareté y la majestad del águila, desenvolviéndose en un amplio frente de batalla. Las plumas de ñandú se doblaban hacia atrás por la rapidez de la acometida, y parecían matas salvajes. Esgrimían las armas en sus brazos elásticos y golpeábanse la boca con las manos, lanzando alaridos y haciendo espantosas muecas, para causar pavor al enemigo. Delante de ellos, corría Tawató; y tras éste, iban Tubayuca, Indayé, Cusubí, y los más ágiles y jóvenes de todos los charrúas. A los yaros los comandaba el gigantesco Popenó; Ñá exhortaba a las de la costa e islas del río Uruguay y del lugar donde aparece el ipora del Sol, tribus ara-chané y el viejo Niná, a los mbohanes. Pero, aun cuando éstos y los demás grupos marchaban separados, todos obedecían a la voz de Tawató. Entre los contrarios había también orden: a los tupíes los acaudillaba Samoú, el guerrero más poderoso de cuantos habían invadido los cazaderos charrúas. El taciturno y bestial Nouk-Coara, dirigía a los tupí-nambúes, de labios horaderos. El flechador Mboreví, de espíritu sagaz como el del aguará o el yaguané, encabezaba las tribus de jóvenes que habían venido a combatir; los antropófagos carios seguían al enano y repugnante Karapé, cuyos músculos se retorcían bajo la piel morena, y sus fuerzas se asemejaban a las del puma. De piernas cortas, y poco elásticas y de cuerpos más pesados, los guaraníes se movían con cierta lentitud. En cambio, las tribus del Paranaguasú, corriendo con asombrosa rapidez, cayeron sobre el enemigo, como el mar cuando estalla sobre las rocas. El choque fué formidable. Para resisitir la acometida de los charrúas -que venían organizados en grupos de a diez combatientes- hubieran debido ser más cerradas las filas de los invasores. Samoú reconoció el error, pero ya era tarde. Éstas fueron quebradas; muchos de sus guerreros cayeron derribados por la brusquedad del choque, y una momentánea indecisión pareció dominarlos. No dudaban, sin embargo, del triunfo, aunque se hallaban ante tribus que combatían con un entusiasmo inigualado hasta entonces. En la confusión, muchos guaraníes se molestaron, unos a otros, y hasta algunos, equivocadamente, cayeron heridos por las armas de sus propios compañeros. El primero en reaccionar fué el taciturno y terrible Nouk-Coara, tubichá de los tupí-nambúes. De un golpe de maza, derribó a Kaiguá, que venía a la cabeza de los guenoas, guerrero que se encontraba en la plenitud de sus fuerzas. El herido se revolvió sobre la hierba amarillenta y trató de levantarse y huir; pero Nouk-Coara, golpeándolo repetidas veces con su maza de pórfido, le deshizo el duro cráneo. Entre los wenoas se levantó un gran griterío, y, Tabey-Tecuará, que era diestro en el manejo del hacha,trató de vengar a su compañero. Dando un fuerte aullido, cayó sobre el tupí-nambú; pero éste evitó la temible arma del contrario, y, rápidamente, golpeó con fuerza la frente del wenoa, y un nuevo combatiente de esa tribu ensangrentó aún más el triste campo. Retrocedieron entonces los que moraban hacia el río de los ensueños de colores, y los tupí-nambúes, recobrando su confianza, se afirmaron alrededor de Nouk-Coara. Samoú, en lo obscuro de su espíritu salvaje, tenía condiciones de jefe. Al ver la derrota de los wenoas, que paralizaba la impetuosa acometida del enemigo, decidió valerse de la ventaja del número y ejecutar un movimiento envolvente; por eso, llevándose a los labios su bocina, que fabricara con el aspa de un ciervo, ordenó a los guaraníes que combatieran más separados. La maniobra amenazaba encerrar a los charrúas en un círculo erizado de lanzas; y éstos, no queriendo ser rebasados, tuvieron que extender aún más filas, que perdieron empuje. Entonces, Tawató se lanzó en medio de los enemigos, como el yaguareté cae sobre un rebaño de guasubirás. Un pecho se le interpuso y un guerrero cayó en contra de un golpe de la gran lanza. Y ésta, después de haber bebido la primera sangre, abrió un nuevo pecho, y en seguida otro, y los guaraníes, involuntariamente, volvieron a retroceder. -Ha obtenido el arma de Tupá -exclamaron algunos, y el desánimo enfrió sus almas. Al ver esto, Sununú, hermano del fuerte Mboreví, levantó su voz y gritó a los guerreros que empezaban a flaquear: -Antes que vuele la luz que está en los cielos y se vaya a las regiones donde nadie puede verla, se apagará la vida de los ojos de quienes intentarán oponérseme. Esa lanza no tiene más valor que las otras; pero ha encontrado en su camino, hombres cobardes y débiles. Corrió Sununú hacia donde estaba el hijo de Amapitumbí; y éste, después de esquivar el filo de sus armas, le hundió en el vientre la lanza de Tupá. El herido cayó hacia adelante, gritando y ejecutando convulsos movimientos. Apoyó con gran esfuerzo una rodilla en la tierra y trató de levantarse aún; pero Tawató ya se había alejado, persiguiendo a Puidobaré, guerrero que también pertenecía a las tribus enemigas. El herido llamó en vano a sus compañeros, porque éstos huyeron ante los charrúas y entonces llegó hasta él Catupirí, quien, levantando el hacha de pórfido, la abatió sobre Sununú. Este se desplomó sobre las rojas hierbas, y, por encima de su cuerpo, pasaron los charrúas, persiguiendo a los fugitivos. Pero, del otro lado del campo, Samoú, a cuyo lado combatía su sobrino, Ibiracuá, iba inclinando la victoria a favor de los guaraníes. Por eso, el viejo Tesayá llamó con su bocina a Cusubí, y , cuando lo tuvo a su lado le dijo: -Samoú combate rodeado de los más fuertes guaraníes y abre claros en nuestras tribus. Reúnanse Cusubí con charrúas de probado valor, para destrozar ese grupo de hombres, y darles muerte. Cusubí comprendió que era acertado el consejo del abaré. Junto con Tubayuca y el minuano Piaguasú y seguido de varios guerreros, avanzó en dirección a donde estaba Samoú; pero, aún no había recorrido la mitad del camino, cuando el recio Ibiracuá tendió su arco en dirección a ellos. La agudísima flecha rozó la cabeza del viejo Tesayá y fué a clavarse en el hombro de Cusubí. Este cayó sobre las hierbas, lanzando un rugido, como un puma; se revolvió rabiosamente; un furor de fuego ardió en sus venas y de un manotazo se arrancó la mordedora flecha. La sangre salió a borbotones de la herida, pero a pesar de ello, el charrúa se levantó, blandiendo su hacha de pedernal, porque tan grande como su dolor, fué el deseo de venganza. Ibiracuá, que había empuñado también su hacha, tuvo que retroceder ante él, pero Samoú le salió al encuentro y hundió su lanza en el pecho del charrúa. La fuerza que éste guardaba en sus brazos se adormeció para siempre y cayó a los pies del gran tubichá invasor. Tubayuca y Piaguasú retrocedieron; y al ver esto, Tesayá les gritó: -¡No dejemos en manos de nuestros enemigos el cadáver de Cusubí! Luchemos por aporderarnos de él, para ocultar a nuestras tribus, que ha muerto uno de los más valientes guerreros. Los charrúas se lanzaron entonces sobre Samoú e Ibiracuá, pero éstos, protegidos además por numerosos y fieros invasores, les impidieron reconquistar el cadáver. Sobre él se entabló entonces lo más encarnizado del combate, y los guerreros cayeron allí en número más elevado que en cualquier otro lado del campo. Pero, entretanto, ¿cuántos ya habían perecido ante la gran lanza? Primero cayó Yepug, el de las grandes venganzas, y tras él, Angaró, Caracutú, el más sagaz de todos los carios, el hábil Ñangará, Ampalagua, Mbiriki-Guasú y muchos otros. Tawató veía huir a sus enemigos, como las bandadas de ñandúes, cuando corren en las campiñas, espantadas por el trueno. Y también los tapés fueron por él completamente derrotados, después de haber caído Poyabá, su más valiente guerrero. El desastre comenzó a aparecer entre los guaraníes y muchos fueron los que trataron de detener la marcha victoriosa del taita charrúa. Entonces, hasta donde estaba el hijo de Amapitumbí, se encaminó el bestial Nouk-Coara, seguido de los tupí-nabú, devoradores de hombres. Nouk-Coara, consideraba imposible su derrota; el recuerdo de una larga serie de victorias sobre adversarios poderosísimos, y el terror y el respeto conque era mirado dentro de sus tribus, le habían dado una seguridad como muy pocos guerreros podían tenerla. Tawató lo reconoció en seguida, porque era el único tubichá invasor que no llevaba en su cabeza plumas de ñandú o de guacamayo; una sola vincha de cuero le sujetaba el cabello. Tawató lo abatió con la gran lanza y Nouk-Coara cayó como tantos otros ante el charrúa. No volvería ahora a aterrorizar a las tribus, con sus miradas más duras que las piedras; no abriría jamás el pecho del contrario con su lanza agudísima, ni robaría a las mujeres del enemigo para llevarlas a su toldo y someterlas, por medio del terror. Los tupí-nambúes fueron deshechos; los charrúas quebraron y desmoralizaron sus filas, y el pánico empezó a apoderarse de todos los guaraníes. Tawató buscaba ansiosamente a Samoú, temeroso de que otro guerrero lograse derribarlo, arrebatándole de esa manera la hija de Asurúa. Pero cuando se dirigía al grupo de quienes combatían sobre el cadáver de Cusubí, Añang, tomando la figura del tubichá guaraní, le salió al encuentro. El charrúa, poseído de salvaje alegría, avanzó hacia el ipora, creyendo que iba a combatir contra Samoú; pero Añang fingió rehuirle, hasta que, perseguido siempre por Tawató, abandonó el campo de batalla. Entonces, el ágil y resistente conquistador del payé, comprobó, lleno de asombro, que a pesar de que el guaraní, con su cuerpo pesado y sus piernas encorvadas, parecía inepto para la carrera, no lograba ser alcanzado por él. -Corre más que un charrúa; sólo Tawató puede darle caza -pensó el guerrero, haciendo un nuevo esfuerzo para acortar la distancia. De esta manera atravesaron la campiña, sin que ni uno ni otro pudieran sacarse ventaja. Por eso, deseando hacerlo detener, el hijo de Amapitumbí le dirigió burlas y palabras humillantes: -El más débil de los guaraníes, podrá enseñar a Samoú, lo que es el valor -le gritaba-. Ñangará, Yepug y Caracutú, eran menos fuertes y, sin embargo, no rehuyeron el combate. ¿No fué el taita de las tribus invasoras quien derribó a Abayagua y a los hijos de Asurúa? Y riendo, agregaba: -El valor ha volado del pecho de Samoú, como un pájaro al abandonar su nido. Añang, silencioso como un avigurú, se alejaba cada vez más del lugar del combate. Así corrieron largo rato, hasta que el ipora del Mal comenzó a escalar un cerro, cubierto de espesos matorrales, y en cuya pedregosa falda crecían los talas. La cumbre estaba cubierta de peñas y allí anidaban las águilas. Añang trepó con agilidad sorprendente, agrandando la ventaja que llevaba al charrúa, y cuando llegó a lo alto, volvióse hacia su perseguidor, y recobró su verdadera forma. El hijo de Amapitumbí se detuvo perplejo, y Añang se echó a reir. Era la risa del Mal, que estallaba vasta y amenazadora sobre el guerrero. Este, devorado por la angustia, trató todavía de combatir; pero el ipora desapareció del otro lado del cerro, y aun entonces, siguió la risa resonando en el eco. Tawató comprendió que una gran desgracia había de sucederle a él, o a sus tribus, cuando Añang quería alejarlo del campo de batalla. Entonces corrió, lleno de desesperación, al lugar de la lucha, y su espíritu se fué obscureciendo cada vez más, al sentirse perseguido por la risa del ipora, que el eco llevaba de loma en loma. El cielo se había vuelto ceniciento y triste y las primeras sombras de la noche se asomaban tímidamente en vértices agudos, como asoma su hocico el astuto aguará, antes de salir de su madriguera. Canto XVI Cuando Tawató se alejó en la pesecución de Añang, la suerte del combate estaba decidida a favor de los confederados del Paranaguasú y del Uruguay. Sin embargo, el cario Karapé se acercó a su compañero Mboreví, diciéndole: -Los poderosos iporas nos ayudan, porque han hecho alejar al tubichá de la lanza, a quien matarán, seguramente, más allá de las lomas. Ataquemos con más brios al enemigo, al que tal vez ahora podamos vencer. Contestóle el flechador Mboverí, que era muy sagaz, y tenía gran experiencia en los combates: -La causa de los guaraníes ya está perdida. La idea de la derrota se introduce en nuestras almas, como las antenas del pez mandú en la carne de los desprevenidos pescadores. Pero aún así, Mboverí unió sus hombres con los carios de Karapé, y, juntos, avanzaron en dirección a los charrúas. Dos grupos de a diez, fueron aniquilados por los guerreros de Mboverí y de Karapé; y al ver esto, Amaberá salió al encuentro de éstos, rodeado de varios compañeros. Mboverí, que lo vio venir, sacó de su carcaj de pieles una flecha de bien pulida punta de piedra y la colocó en su arco. Este se encorvó por la presión de los fuertes brazos del guerrero, y la flecha, despedida, fue a clavarse en el hombro de Amaberá, quien retrocedió lleno de dolor y de asombro, pues la distancia recorrida por la saeta de Mboreví había sobrepasado todos los cálculos. Al ver el estupor de Amaberá, le gritó el heridor, aun sin la esperanza de ser escuchado, a causa del griterío de la batalla: -¡Cómo no ha de ser voladora mi flecha, si un águila le dio las plumas de sus alas! Contra Mboverí avanzaron entonces Tubayuca e Indayé, ávidos de vagar la herida que había postrado a Amaberá, viejo guerrero. Mboverí volvió a tender su arco, pero Piaguasú, tubichá de los minuanos, que estaba cerca de él, abatió su hacha sobre él. Venía dispuesto a abrirle la cabeza con el arma; pero el arquero, con rápido movimiento evitó el golpe, aunque no pudo impedir que la filosa arma le quebrara su flecha. Retrocedió desarmado, Mboreví, y el remolino de los diferentes guerreros alejó inmediatamente a los dos contenedores. En vano el minuano lo buscó con su vista, más penetrante que la del negro iribú; el flechador, tras sus guerreros probaba la elasticidad de su temible arco y sacaba de su aljaba de pieles, nuevas flechas. El ánimo valiente y exaltado de Piaguasú, lo llevó a medirse con Karapé, el enano devastador de tribus. Las hachas de ambos chispearon al entrechocar con ruido seco, guiadas por las expertas manos de los dos combatientes, y, durante el corto espacio de tiempo, la victoria pareció indecisa, hasta que Karapé -rápido como el mono negro de las lejanas selvas del norte- golpeó, con gran ímpetu, la frente del minuano. Éste, antes de caer, dió dos o tres pasos, como un sonámbulo; pero un hombre que pasaba huyendo del charrúa Tubayuca, tropezó con él y lo derribó al suelo. Piaguasú quedó, rígido sobre las hierbas, el triste sueño empañó la luz de sus pupilas, y dos minuanos retiraron apresuradamente, el cuerpo inanimado del tubichá, antes de que cundiera la noticia de su muerte. Con estas victorias sobre grandes guerreros, el ánimo volvió al alma de los tupí-guaraníes, primero débilmente, como una esperanza tenue; luego más fuerte, semejante a las fogatas que comienzan por devorar ramas pequeñas, arrojando una luz tímida, hasta empenacharse en llamas. Abaguairú, viendo esto, comprendió que era necesario asestar a los tupí-guaraní un golpe definitivo. Entonces se propuso a buscar a Samoú entre los contrarios; quebrar las filas que rodeaban al gran tubichá invasor y darle muerte. Para ello, decidió unirse a los mejores combatientes, y, tendiendo su vista a su alrededor, divisó a Popenó, que combatía con increíble ímpetu. ¿Quién mejor que el gigante yaro, para ayudarlo a atravesar las cerradas filas contrarias? Lo llamó con su cuerno de madera, y cuando lo tuvo a su lado, le dijo: -Los guaraní nos atacan con renovado entusiasmo, desde que Tawató se alejó del campo de batalla, persiguiendo a un guerrero enemigo. Si nos reuniéramos los hombres más valientes y fuertes podríamos quebrar las filas de los tupí-guaraní, llegar a Samoú, que es el alma de la resistencia, y darle muerte. Entonces la batalla habría terminado. Popenó aprobó las palabras del charrúa. A los dos guerreros se juntaron entonces, Tubayuca, el mbohán Niná, Indayé, hijo de Asurúa, y muchos otros combatientes. Formáronse en seguida a modo de cuña, y en el vértice de éste, se colocaron Abaguairú y Popenó. Avanzaron hacia el compacto grupo de guaraníes; el combate se tornó allí violentísimo, y la cuña formada por Abaguairú fue rechazada dos veces. Como era imposible utilizar las lanzas y las flechas, los hombres combatían cuerpo a cuerpo, con rompecabezas y con hachas. Toda la melancolía y la dulzura que los guerreros poseían en su holgazana y libre vida, había desaparecido ahora. Ya no hablaban con voz débil y suave; ya no tenían serenas las miradas, ni desdeñosos y soberbios los ademanes. Animados por el vértigo de la rabia, como si dentro de sus almas morara Añang, con los ojos terriblemente duros, e inyectados de sangre, eran semejantes a las fieras que defienden sus crías, acorralados en sus guaridas de las selvas. Las hachas abrían sobre la piel, tajos enormes; las mazas de piedra aplastaban los duros cráneos. Y entre los charrúas, exaltado, con los músculos temblando en espasmos de rabia, Indayé, el único de los hijos de Asurúa que aún podía vengar a su desaparecida estirpe, exclamaba, ebrio de alucinaciones: -¡Dejad combatir a Indayé, que el brazo vengador de Asurúa es quien guía mi lanza, desde la región de los sueños tristísimos! ¡Dejad combatir a Indayé ¡Nadie ose atacar a Samoú, mientras el calor del sol encienda mi sangre! Inayé cayó sobre el tubichá de los invasores, gritando: -¡Asurúa! ¡Asurúa! ¡Ahú! ¡Ahú! Triste fue su fin, como el de todos los de su estirpe. También él fué derribado por Samoú; y, postrado en el suelo, moribundo, comprendió que la venganza en la que hasta entonces pensara, había sido solamente un acariciador sueño. Las exclamaciones débiles del guerrero fueron apagadas por el vocerío de la batalla. Los tupí-guaraní huían, sin embargo, en todas direcciones -como las nubes que dispersa el viento de las pampas- y sólo se mantenía firme el grupo que rodeaba a Samoú. Y los charrúas, formando un círculo a su alrededor, se dispusieron a exterminarlo hasta el último guerrero. Tubayuca, llevado por su salvaje arrojo, semejante al del yayasú herido, que arremete rechinando los amarillentos colmillos, penetró en el grupo que aún resistía. Ante su empuje cayeron Ibiracuá y Yuracaba; pero cuando se enfrentó a Samoú, el tubichá guaraní le deshizo el hombro izquierdo con el rompecabezas. Tubayuca retrocedió, debilitado por el dolor, y habría muerto a manos de su contendor poderosísimo, si no hubiera invocado a Dioiyara, el sol, su ipora protector. Por eso, en el momento en que Samoú abatió sobre Tubayuca su rompecabezas, éste encontró en su camino la lanza brillante de Dioiyara, que detuvo el golpe, y el herido logró así retroceder hasta donde estaban sus compañeros. Cuando del grupo de guaraníes no quedó más que Samoú, acribillado de heridas, los charrúas dejaron de atacarlo, porque eran sensibles al valor; pero el tubichá, levantando los ensangrentados brazos, retó a sus enemigos: -¡Charrúas! ¡Rodeáis a Samoú, como los débiles aguaráes, que rondan alrededor del puma, sin atreverse a disputarle la presa que él ha cazado! ¡El tubichá de los guaraníes os desafía a que luchéis uno a uno! ¡Venid! Y el guerrero levantaba su pesado rompecabezas de piedra, única arma que no le habían logrado quebrar. Ocho hombres se disputaron entonces el derecho de combatir con Samoú, y más de uno recordó, que la recompensa del triunfo sobre el tubichá, era la hija de Asurúa. Tesayá, deseando que fuera el guerrero que había traído la lanza -con el que soñara durante incontable cantidad de lunas- quien conquistara a Ivaga, dijo a los que habían aceptado el reto: - Esperad a que vuelva Tawató. A él más que a ninguno, corresponde combatir el primero. Pero los guerreros, deseosos de más sangre, no quisieron escucharlo. Abaguairú, Popenó, Ñá, el mbohán Niná y Tubayuca, a pesar de estar heridos, eran los más interesados en luchar. -Que sea Samoú quien elija a su contrario -propuso Niná. El tupí-guaraní paseó su mirada sobre los ocho rivales, y la detuvo, más que en cualquiera de los otros, en Popenó y Abaguairú, a quienes consideraba los más fuertes. El charrúa lo provocaba con una sonrisa de burla, como era su costumbre; Popenó, en cambio, lo miraba deseoso de ser elegido y en sus ojos casi brillaba una súplica. Samoú se decidió por el gigante yaro, y éste, dando un grito de alegría, arrojó al suelo la lanza y el hacha, y, sacando del cinturón de plumas su rompecabezas, avanzó hacia el tupí-guaraní. El arma de Samoú medía un tamaño igual al antebrazo de un guerrero, desde el hombro hasta el codo, y había sido tallada con mucha habilidad; poseía cinco agudas puntas que estaban empapadas en sangre. La del yaro era más gruesa, pero sólo tenía cuatro puntas. Los dos contendores comenzaron a lanzar gritos salvajes para tratar, cada uno de ellos, de espantar al contrario. Popenó, manejando su rompecabezas con las dos manos, lo abatió contra Samoú. Este detuvo el arma con la suya, pero el golpe dado por el gigante yaro fué tan fuerte, que doblegó los brazos del tubichá enemigo, y una de las puntas del rompecabezas de Popenó le abrió un sangriento surco en la piel, desde el hombro hasta más abajo del codo. Quiso entonces el guaraní neutralizar la desventaja de esta herida y arremetió con todo su empuje; pero su fuerza, que los charrúas habían considerado tan grande, después de la fatiga del combate, resultaba ahora impotente, frente a Popenó, que era como una montaña de músculos de vitalidad inextinguible. Mientras tanto, algunos charrúas que estaban en lo más apartado del campo de batalla, despojando de sus armas y de sus cabelleras a los vencidos, comenzaron a exclamar, mirando hacia la lejanía: -¡El hijo de Amapitumbí vuelve hacia nosotros! ¡Corre màs rápido que los ñandúes; corre ágil como los vientos!... Estas palabras volaron de boca en boca y Popenó, al escucharlas, se dispuso a terminar con su enemigo. Reuniendo todas sus fuerzas, abatió su rompecabezas sobre Samoú; el arma volvió a vencer las manos del tubichá invasor, y le hundió la frente, la nariz y los ojos que habían sido brillantes, como dos cuarzos. El guaraní cayó fulminado y su cuerpo golpeó sordamente la tierra, ante el estupor de los espectadores, que no recordaban haber visto un golpe semejante. Popenó paseó por ellos sus ojos encendidos como dos brasas, y luego, apoyando con fuerza su desnudo pie sobre la faz ensangrentada del vencido, se irguió, temblando aún de cólera, levantados sobre la cabeza ambos brazos, y lanzó esta exclamación, en la que puso todo lo que guardaba en su salvaje espíritu: -¡Ahú! ¡Ahú! ¡Ahú! Canto XVII Cuando Tawató llegó al lugar en que se había desarrollado la lucha, los vencedores prorrumpieron en clamorosa gritería, y aún muchos heridos se incorporaron con dificultad, deseosos de verlo pasar. Algunos guerreros, saltando, daban vueltas circulares en caravana, y ejecutaban bailes guerreros, para festejar la victoria; otros socorrían a los heridos; muchos descansaban de la terrible lucha, pero todos, con los ojos ardientes de entusiasmo, aclamaban al taita charrúa. Este pareció no oír nada. Había atravesado los compactos grupos, anheloso, como la hembra del puma que ha perdido un cachorro en la selva. -¿Dónde está Samoú? -iba preguntando a los guerreros. En vano Tubayuca quiso detenerlo, cogiéndose a su desgarrado quillapí, y señalándole los cadáveres de Yepug y de Nouk-Coara, al mismo tiempo que decía: -Despoja de sus enrojecidas cabelleras a estos guerreros que venciste, antes que otro compañero se apropie de ellas, o que sus cuerpos sirvan de festín al caracará, o el urubú, de tristes alas. Pero Tawató pasó a su lado sin querer escucharlo, y, con un brusco movimiento, arrancó de las manos de Tubayuca, su flotante quillapí. Por último, se detuvo ante el cadáver del tubichá de los guaraníes, al que Popenó acababa de arrancar la cabellera. El yaro, después de clavar ésta en la punta de su lanza, se había alejado rodeado de guerreros amigos; por eso, cuando el hijo de Amapitumbí lo buscó, con su mirada que el pesar había vuelto turbia, no lo halló ante él. Los combatientes que lo rodeaban retrocedieron y callaron, porque Tawató se asemejaba al yayasú, acorralado por numerosos cazadores. Su espíritu se nublaba cada vez más, y, dentro de él, crecía ese furor sordo, salvaje, devastador, como el pampero formidable, que sólo poseía su raza. La amenaza se agazapaba en la negrura de sus ojos. El tubichá no podía pedir a Popenó que renunciase a Ivaga, porque era un charrúa y su raza no sabía rogar. Tenía que respetar lo que poseían sus aliados y sus compañeros de tribus, y sólo le era dado arrebatar lo que fuese del enemigo, después de ganarlo luchando. Por eso, revolvía dentro de su ser, dolorosos pensamientos... Allá lejos, oculta entre los bosques de urunday, de yabí y de algarrobo, estaría Ivaga. Palpitante, temblorosa como el agua de las lagunas, esperaría a que algún guerrero fuese hasta allí, anunciando el triunfo. Ivaga, que no podía suponer el engaño de Añang, no dudaría que Tawató arrancase a Samoú la cabellera, para ponerla sobre la tumba de Asurúa. Mientras tanto, los abarés, con sus miradas inteligentes y escrutadoras, señalaban a los vencedores, aquellos guerreros que podrían sobrevivir. Muchísimos no pasarían la noche. Ellos lo sabían muy bien, y, por eso, no pronunciaban una sola palabra; no emitían la más leve queja, para no distraer a los encargados de curar a los que tenían heridas leves. Colocándose de espaldas a la tierra, miraban la blancura de los astros, con sus ojos visionarios de fiebre. De pronto se oyó un ruido sostenido y lejano, hasta que los guerreros divisaron, entre la penumbra, los grandes grupos de niños y de mujeres, que, sabedores de que la victoria había sido de ellos, venían a reunirse con ellos. Desparramáronse por el campo de batalla, y muchas lloraron entonces la pérdida de un padre, de un marido o de un hermano. La hija de Asurúa se llegó hasta Tawató, y, al verlo junto al cadáver del tubichá enemigo, y al contemplar que a éste le faltaba la cabellera, asomó a sus labios una alegre sonrisa. -¿El enemigo ha sido derrotado completamente? -preguntó-. ¿No tendremos que temer entonces, que nos arrebate de nuestros toldos, y extermine una a una nuestras tribus? Y luego, contemplando el arma poderosa, exclamó. -¡Cuánta sangre habrá bebido su lengua de piedra! En seguida, al ver a aquél a quien amaba, impasible, preguntó, con voz insegura: -¿No es esta lanza la que ha derribado a Samoú? El charrúa posó sobre la joven su mirada de niebla. -¡Añang me ha engañado! -exclamó con voz sorda-. Tomó la figura del tubichá tupí y vino a combatirme. Yo le salí al encuentro, animado por el deseo de vencerlo, pero el ipora del mal fingió huir ante mí, y me hizo alejar del campamento. Cuando, desengañado, volví a él, otro había muerto a Samoú. Ivaga abatió su magnífica cabellera negra y la noche entró en su alma. Se quitó luego el collar fabricado con los poderosos colmillos de las fieras que había derribado Tawató, y lo arrojó, con tristeza, a los pies del guerrero. En derredor de ellos, sus compañeros habían formado amplio círculo. Ivaga, volviéndose hacia éstos, les preguntó: -¿Quién arrancó, pues, la cabellera del tubichá tupí? El gigantesco Popenó se abrió paso entre los guerreros, llevando el mortal despojo clavado en la punta de la lanza. -Fué el yaro Popenó quien quitó la vida al más fuerte enemigo -exclamó-. Llevará este trofeo a la tumba de Asurúa, y entonces Ivaga vendrá a su toldo y será la primera entre sus mujeres. La hija de Asurúa lo observó profundamente, y en su mirada brilló todo el odio de su raza. -¿Se atreverá Popenó a llegar a la sepultura del guerrero a quien despojó de la vida, para poner sobre ella, ese trofeo? -¡Popenó no teme a los avigurúes ni a los iporas más poderosos! -dijo éste-. Se ríe de Añang y de Uruaguará, el pájaro-zorro, y de todos los Espíritus Malos. ¿Cómo ha de retroceder ante la tumba de un hombre que fué más débil que él? Y el yaro se abrió paso entre la multitud, y, seguido de muchos de sus compañeros, se alejó hacia el lugar donde yacía enterrado Asurúa. La noche había borrado el contorno de los cerros, pero éstos no se hallaban lejos; no tardaría mucho en volver Popenó para llevar a Ivaga a su toldo. Los guerreros vencedores habían instalado el campamento, no lejos del campo de batalla; ya estaban encendidas las fogatas y armados los guarupás. Algunos salieron en busca de caza, pero ésta resultaría difícil, ya que el ruido de la lucha la había espantado. La hija de Asurúa se acercó a Tawató, que estaba silencioso y solo, y abrazáronse a él, le dijo: -¿Dónde está el valor que siempre ardía en tu pecho? ¿Dónde está la fuerza que hinchaba tus músculos, más duros que la piedra? ¿Ha perdido la lanza su poder? ¡Lucha con Popenó, que te será fácil vencerlo! Tawató respondió: -Esta arma fué de Tupá, ipora del Bien, y sólo en defensa de una causa justa puede ser esgrimida. En caso contrario, ella perdería ese poder, y se haría polvo, como mis sueños. La lanza es impotente contra Popenó, como el guasubirá ante el puma. -¿Y no es nuestro amor una causa justa? -preguntó Ivaga-. ¿Por qué va a oponerse entre nosotros esa odiosa figura, que ni siquiera es de nuestras tribus? -Popenó ha vencido y le corresponde el premio que tanto he deseado, pero no creas que es el brazo de ese guerrero lo que temo. -¡Toma el hacha de pórfido que cuelga de tu cinturón de plumas! -suplicó Ivaga-. El hacha es libre como nuestra raza; ninguna fuerza la ha sometido. Toma el hacha de pórfido que cuelga de tu cinturón de plumas, y derriba a Popenó, que dice no temer a nadie. ¿No merece Ivaga ese esfuerzo? -Si yo diese muerte a Popenó, aún con otra arma, no osaría volver a tocar la lanza, porque ésta, no pudiendo ser manejada por un brazo que ha obrado mal, se quebraría con imponente ruido. Entonces Añang habría vengado la derrota que Tupá le infringió cuando el Tiempo limó sus armas y el payé perdería su hechizo. Yo no puedo combatir contra Popenó, mientras no devuelva a Tupá, la gran arma. -¿Tawató renunciaría por mí a ella? -preguntó conmovida la joven charrúa. -¡Huye conmigo, Ivaga! -propuso el guerrero. Llegaremos hasta la gruta que tiene Tupá, no lejos del lugar en que el Yí entrega al poderoso Hum, el tributo de sus aguas. Allí dejaré la lanza, y entonces, cuando llegue Popenó a buscarme, me encontrará libre y dispuesto a la lucha. Pero aún no había terminado de hablar el charrúa, cuando los dos jóvenes distinguieron al gigantesco Popenó, que, rodeado de sus guerreros yaros, volvía al campamento. Tawató dijo en voz baja a la hija de Asurúa: -Embriágalo, Ivaga, durante el festín, con los jugos fermentados de las palmas, y luego, prepárate para huir conmigo. La joven, asintiendo, se alejó de él, y se acercó a donde estaba el tubichá de los yaros. Tawató quedó solo y apartado del campamento. ¡Cómo le pesaba el alma al guerrero! ¡Cómo vibraban ahora sus nervios que no se conmovían ante Añang! Bajo un árbol negrísimo, espiaba los movimientos del gran campamenato, poblado de fuegos. El garupá de Popenó no podía ser distinguido por el charrúa, porque aun cuando aquél estaba muy apartado de los demás toldos de los yaros, se elevaban, sin embargo, otros garupás detrás de él, que lo ocultaban de los ojos de Tawató. Al lado del guerrero había un cadáver. El hijo de Amapitumbí se acercó a contemplarlo y reconoció a Nouk-Coara, el más formidable de cuantos había enfrentado durante la batalla y cuyas fuerzas se asemejaban a las de Samoú. La muerte había endurecido sus miembros y su mirada. La helada rigidez dominaba ahora sus músculos y sus vértebras; su diestra estaba crispada sobre el hacha que no había querido soltar. ¿Qué quedaba ahora de su inmensa arrogancia? Un montón de vértebras y de carne que habían animado a un cuerpo joven, lleno de ansia de vivir. Tawató desdeñó arrancar la cabellera del vencido. Sus miradas se dirigían al lugar donde Ivaga trataría de engañar a Popenó. Añang también rondaba el campamento y su silencio era semejante al de un avigurú. Popenó habíase colocado en cuclillas cerca de una fogata en la que se asaba la carne jugosa del guasuí y estaba rodeado de muchos guerreros yaros. Junto a él, Ivaga íbale escanciando, en cambuchíes labrados, o pintados con colores vistosísimos las mieles fermentadas y los jugos alcohólicos, y el gigante bebía a largos sorbos, mientras relataba las peripecias del combate. Entonces se llegó, hasta los embriagados indígenas, Tesayá, el astuto abaré. Había escuchado la conversación sostenida entre Tawató y la hija de Asurúa, y, deseando favorecer a los dos amantes, habíase encaminado a su garupá, para preparar allí el más activo de los narcóticos, con hierbas de las que sólo él conocía las ocultas propiedades. Acercándose luego a Ivaga, le hizo una seña y le mostró el cambuchí donde llevaba el brevaje. Ésta vió cómo el abaré entrecerraba los ojos y echaba un poco hacia atrás la cabeza y comprendió lo que el anciano quería decirle. Entonces Tesayá se acercó al grupo de guerreros y dijo a Ivaga. -¡Hija de Asurúa! Tesayá quiere beber jugos de arazá, y como no los tiene en su toldo, te da, a cambio de ellos, este licor de ñangapiré. Los yaros ni siquiera se apercibieron de la presencia del abaré, ¡tan embebecidos estaban en el catado de ello, nada habrían dicho, porque les hubiera parecido todo muy natural. Muchos licores apuró todavía Popenó con sus compañeros. Por último, levantóse el gigante yaro, y, volviéndose a Ivaga, la tomo por un brazo bruscamente, sin dirigirle una sola palabra. La hija de Asurúa, presa de mortal angustia, le dijo entonces: -Beba Popenó estos jugos de ñangapiré, que para él han sido expresamente hechos. Son tan suaves y tan dulces, que ningún otro guerrero debe probarlos, sino Popenó. Y le ofreció el brevaje del abaré. El gigante yaro respondió. -Beberé primero la alegría que hay oculta en el licor del ñangapiré; luego, beberé del amor en el cambuchí de tu cuerpo. En seguida apuró el brebaje de Tesayá y se alejó de sus compañeros, arrastrando a la hija de Asurúa. Cuando llegó a su toldo, entró bajo él, y quiso introducir también a Ivaga, pero ésta comenzó a forcejear para soltarse. Popenó perdió entonces sus últimas fuerzas; cayó de rodillas dentro de su garupá y quiso llamar, pero su voz no le fué obediente. Ivaga logró soltarse y ya se inclinaba para tomar un tipoy y echárselo sobre los hombros antes de huir a donde estaba Tawató, porque la noche era muy fría, cuando Añang, que los espiaba, cayó sobre ella. La virgen charrúa lanzó un grito de horror y de angustia al ver al ipora y éste abatió sobre ella, su hacha mortal. Tawató oyó el llamado terrible, y corrió hacia el toldo de Popenó, dispuesto a defender a su amada. Llegó antes que ninguno, aún antes que los yaros, y quedó petrificado ante el cadáver de Ivaga. Frente a él estaba sólo, Popenó, que lo miraba con sus ojos embrutecidos y turbios, porque Añang se había ocultado tras del garupá. Los yaros se detuvieron aterrados, lejos de ambos guerreros, y los demás hicieron lo mismo. El dolor y la cólera inundaron el alma del charrúa, quien, creyendo que era el gigantesco tubichá el matador de Ivaga, levantó la gran lanza, gritándole. -¡Defiéndase Popenó, que Tawató quiere vengar a la hija de Asurúa! El sopor que entorpecía el espíritu del yaro fué ahuyentando por Añang; y el guerrero, inclinándose, recogió el hacha que la sangre de la joven había vuelto roja. El golpe de la lanza de Tawató fué detenido por el hacha de Popenó; ésta quedó rota y aquélla continuó intacta, porque sólo golpeó el arma que Añang había utilizado para el mal. El charrúa, con la enorme hidalguía de su raza, esperó a que Popenó tomase una lanza, y volvió a abatir la suya sobre él. Pero esta vez chocó con una arma que el mal no había empeñado; y entonces, la lanza de Tupá se quebró con formidable ruido. Todo el poder escapó de ella, y Tawató retrocedió, lleno de estupor y de angustia. Ahora el payé había perdido su poder, sobre el mal triunfante. El vértigo de la locura brilló en los ojos del hijo de Amapitumbí, quien, lanzando incoherentes exclamaciones, huyó del campamento, ante las conmovidas tribus. Alucinando, creía ver la poderosa lanza clavada en cada árbol del bosque; y, cuando iba a tomarla, ésta se le escapaba de sus manos. Así, delirando, golpeándose con las ramas, e insensible a las espinas de las chircas que entraban en su piel durísima, corría locamente, en medio de la lúgubre selva, y exclamaba con desfalleciente voz: -¡La lanza! ¡La lanza! Añang reía con la risa del mal y repetía burlonamente: -¡La lanza! ¡La lanza! Canto XVIII Añang se lanzó tras de Tawató, y el horror de su risa pobló la espesísima noche. El charrúa se había detenido en lo profundo de un bosque para tomar aliento, y allí fue alcanzado por el ipora. Añang temía que a pesar de que el guerrero no empuñaba ya la gran lanza, fuera difícil vencerlo, porque en el pecho de éste ardía la llama que le encendiera la antorcha de Mboraihú, y que le daba fuerzas sobrehumanas. Pero la muerte de Ivaga y la pérdida de la gran arma, habían anonadado el alma de fuego del charrúa y el estupor entraba en ella, como la marea cuando invade las arenosas costas. Cayó, pues, bajo un inmenso ñandubay -de ramas semejantes a las patas monstruosas de las arañas- y los genios de la fiebre empezaron a bailar, alrededor de él, su roja danza de vértigo. Frente al guerrero, surgió entonces la taimada y furtiva silueta de un yaguareté, al que la noche había teñido de negro. Esquelético, posó sus acolchonadas patas entre los matorrales, y vagó silencioso, como una sombra. Las chispas verdes de sus ojos se movieron en la obscuridad, semejantes a los fuegos fatuos; pero Tawató no pudo decir si se trataba de una fiera verdadera, o era un yaguareté de sus visiones. Y así estuvo largo rato el guerrero bajo el gran árbol, siguiendo con su mirada extraña y fija -como la del uribú o del cureá- los movimientos de la inmensa bestia, mientras que en sus oídos seguían resonando la risa de Añang y el lamento de Ivaga. Entonces el ipora del Mal surgió entre los confusos matorrales, muy cerca del charrúa. Su figura parecía haberse agigantado todavía más, como si el triunfo hubiera obrado sobre él, un prodigio. Más brillante que nunca era el nimbo azul que le rodeaba el cuerpo; su terrible risa, alada como el cuervo, voló, al contemplar al guerrero abatido, hasta anidar en las lejanas lomas. El charrúa, cuando vió al ipora, sintió que todas sus fiebres desaparecían; se sacudió el cuerpo y la larga cabellera, como el puma después de atravesar un río, y ahuyentó las visiones que lo acosaban. Por un poderoso esfuerzo de voluntad, su cuerpo exhausto adquirió aparente fuerza; sus músculos se hincharon, y Añang se detuvo en su avance, ante el guerrero que empuñaba el hacha. Pero en seguida, dándose cuenta el ipora que la fortaleza del guerrero no era real, cayó sobre él, blandiendo sus armas. La lucha duró muy poco. Añang, girando alrededor de Tawató logró por fin hundir su cuchillo de piedra en el vientre del guerrero. La herida era mortal, pero no lo hizo caer. Apoyóse sobre el ñandubay y aún esperó el ataque de Añang y levantó con dificultad su formidable hacha -su hacha que no conocía las derrotas- pero el ipora desapareció entre los matorrales, ante el estupor del charrúa. Tawató, entonces, arrastrándose a ratos como el yacaré, al rato como el herido puma, que busca un lugar agreste para morir tranquilo, llegó hasta el límite del bosque. Tras éste comenzaban los arenales, y, al final de ellos, el charrúa divisó al inmenso mar, cuyas olas brillaban ahora, fosforecentes. -El mar, el compañero de mis juegos infantiles, ha embrujado sus olas para recibirme -pensó el guerrero. Entonces cayó exhausto sobre las grandes rocas, y, levantando la mirada a Guidri le rogó que le curase la enorme herida. El ipora lo escuchó desde la región astral, y en seguida sintió el charrúa que la sangre que manaba de su cuerpo comenzba a detenerse, y que el dolor se le apagaba lentamente. Pero eso fué sólo un instante, pues Añang, que espiaba al charrúa desde lejos -más fuerte ahora que nunca- amontonó nubes delante de Guidri y la benéfica luz del ipora no pudo llegar hasta el guerrero. Volvió la sangre a correr de la profunda herida; volvió el dolor a morder la carne de Tawató, con sus dientes superiores a los del yacaré; volvió la fiebre a bailar sobre sus sienes. Entonces, de entre los confusos matorrales, apareció un grupo de charrúas. Vagaban éstos buscando a su tubichá, y ya desesperaban encontrarlo, cuando Tamó, la Esperanza, los condujo hasta allí. Cuando llegaron hasta él, el asombro se pintó en sus rostros, y lanzaron exclamaciones de cólera; pero el tubichá los hizo callar. -Quiero morir sobre las altas rocas, para ver por última vez al mar, mi viejo camarada -se limitó a decir. Dos guerreros lo transportaron entonces sobre una peña más alta, y a los lados de ésta, en los huecos que ella dejaba, encendieron dos grandes fogatas, con ramas que los demás charrúas trajeron del bosque. La sangre seguía escapando por el agujero de la mortal cuchillada; el sueño frío jugueteaba ya en sus pies entumecidos y sobre las puntas de los dedos, que iban adquiriendo rigidez... El guerrero miró al cielo. En un amplio claro que dejaban las nubes, asomaba -como un brillante pez que sube a la superficie de las aguas- una estrella magnífica. -Ivaga ya ha encendido el fuego de nuestra nueva morada y me espera -explicó Tawató a sus hombres. Y, retorciéndose de dolor, como la serpiente moribunda, trataba de distinguir la vaga forma de la que había encendido la fogata lejana. -La hija de Asurúa ha prendido esa hoguera con el fuego de sus ojos -volvió a decir el guerrero a los callados compañeros charrúas. Entonces, Tamó, la Esperanza, surgió ante él y lo miró con su mirada dulce, y Tawató recordó en seguida las palabras de Tupá, cuando éste se le interpuso en su camino, bajo la figura de Atahara: -Rota la lanza, el payé ha de perder su poder sobre Añang, porque el ipora del Mal habrá vengado entonces a su vieja lanza, que limó el Tiempo. Pero el arma de Tupá podrá soldarse si cae sobre ella, a modo de expiación, toda la sangre de una raza de guerreros que jamás hayan conocido el miedo. Vuelto el poder a la lanza, el payé recobrará el que poseía sobre Añang, a quien Tupá ha de vencer definitivamente. Apenas hubo comprendido Tawató lo que en sus miradas le decía Tamó, cuando adivinó que era la raza charrúa, la que estaba condenada a desaparecer. Porque ¿había alguna otra que no conociese el miedo? El tubichá fijó su vista en el más joven de los charrúas, y le dijo: -Te he visto luchar serenamente en la batalla, en el lugar más peligroso. ¿Quién eres? Y el joven respondió: -Me llaman Zapicán. Este ha sido mi primer combate, y en los que luego vengan, aún sin la lanza de Tupá, guerrearé en la primera fila. Pero, ¿quién nos dirigirá ahora, cuando vuelvan los tupí-guaraní? -El enemigo está vencido y no osará volver a invadir nuestras tierras. Pero, en cambio, la raza charrúa ha sido condenada a desaparecer... Los guerreros ahondaron sobre el jefe sus miradas interrogadoras, y éste continuó: -La gran lanza debe soldarse, y sólo la sangre puede hacerlo. Por eso, aquélla recobrará su poder, y el payé hará huir definitivamente al Mal, cuando toda la sangre charrúa hasta su última gota, haya sido vertida. Las frentes de los guerreros se ensombrecieron y en sus espíritus asomó la rebeldía de su raza. Todo quedaría: bosques, colinas, animales y ríos; sólo ellos tenían que desaparecer. Sintieron la enorme injusticia que pesaba sobre su destino y sus almas se oprimieron, ante la visión de la raza moribunda, persegida en sus últimas guaridas, exterminada por las fieras asesinas. ¡La raza que había escuchado a Pay Zumé, el de la bondad invisible, pero aun viva! Pero Tawató veía más lejos que ellos. Vislumbraba la derrota de Añang y la venganza charrúa. Con voz apagada, pero serena, profetizó a los indígenas. -El enemigo que vendrá, será poderoso. Arrollará vuestras tribus, masacrará a vuestros hijos y robará vuestras mujeres. Uno a uno, caerán los más temibles charrúas y la raza será rechazada hasta más allá del Ibicuy. Pero cuando el último de los nuestros caiga sobre la ensangrentada tierra, y se apaguen sus ojos, y su voz se le hiele en la garganta, entonces se soldará la lanza, y Tupá nos vengará de Añang. El joven Zapicán exclamó entonces: -No importa que los charrúas seamos exterminados si nos vengamos del ipora del Mal. Pero -agregó- ¿por dónde debemos esperar al enemigo? El tubichá no contestó; mas, levantando el brazo, con gesto desfalleciente, en el que concentraban las últimas fuerzas que había guardado hasta entonces, señaló la inmensidad de las fosforescentes olas. Sus ojos, abiertos, fueron perdiendo brillo, mientras miraban las estrellas, hasta que éstas les robaron la última luz. Entonces dijo Zapicán: -¡No enterremos a Tawató en el cangüerupá de una triste loma. Arrojémoslo al mar, desde una canoa, atándole una gran piedra a sus pies, porque a él corresponde ser el primero en hostilizar al enemigo. Las piraguas del nuevo invasor sufrirán, cuando sean roídas por los dientes del gran guerrero, y el mar charrúa penetrará en ellas, porque es aliado de Tawató. Tamó dijo entonces: -Yo dios de la esperanza, rogaré lo siguiente: "Este pueblo ha de desaparecer pero espero que los dioses hagan que alguien, un día, los haga recordar, tanto como si estuvieran vivos. Dioses, cumplid mi deseo." En tanto, los charrúas levantaban el cuerpo de Tawató y éste se hundió en las aguas, todo pareció conmoverse: hombres, cielos, selvas y mar. Sólo Opauayma, el Tiempo sin principio ni fin, indiferente y frío, siguió volando de luna en luna, con sus alas eternas. Epílogo Las deidades supremas se acercaron unas y otras, alegres las malvadas y tristes las buenas y se miraron reunidas todas en la isla Pakahokaf. -He vencido -dijo Añang-. Confesadlo, dioses que creén dominar el mundo. -¿Lo crees, Añang? Siempre habrá en esta tierra algunos descendientes de estos pueblos sacrificados a los dioses del Bien. Se mezclará su sangre con la de los que vendrán, nada más, y ya no serán enemigos ni unos ni otros. A nosotros, simplemente nos cambiarán los nombres, sólo eso. En todos los pueblos que veo, los hombres me llaman de distinta manera. No seré más Tupá ni tú serás Añang. Seguirás haciendo el mal, destruyendo todo lo que puedas. Yo seguiré creando el Bien, la Justicia, el Amor... -Y yo, bien lo sabes, Tupá, haré lo que hago en todos los pueblos; convenceré a unos que maten a los otros, los saqueen, los hagan desaparecer. Un día todo lo que existe aquí, y fuera de esta tierra que pisamos desaparecerá. Y cuando nada exista... -Yo lo volveré a hacer de nuevo. Sábelo, Añang, nada de lo que destruyas dejará de ser nuevamente creado por mí. Hasta has hecho desaparecer estrellas y yo las he hecho nacer de nuevo. Y los dos dioses tras esto desaparecieron entre las estrellas, y se escondieron en el infinito, en medio de tremendas muertes y resurecciones. |
Los Iporas
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