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Los Estados Unidos de Latino América |
En
esta hora de la Humanidad, dolorosa y solemne, en esta obscura encrucijada
de la historia, bajo la noche de duelo universal en la que se espera y se
vive, y esperando se muere, incierto el porvenir, difusa aun la luz de júbilo
de la paz, hablar de América tiene algo de sagrada emoción, de íntimo
recogimiento. Vivimos
en un continente de paz; en el oasis del mundo. A nuestro alrededor sólo
hay: la guerra, el dolor, la miseria infinita. Desde todos los
continentes, los hombres, enloquecidos por todas las calamidades, miran a
nuestra tierra como a la tierra de promisión, como a la tabla salvadora,
en este naufragio de la Humanidad. Verdaderamente,
somos el oasis... En paz, organizamos de manera lenta, pero sin interrupción,
las bases de nuestra civilización futura, síntesis de nuestro espíritu
cosmopolita, gestado por los hombres que vienen de todas las patrias del
mundo. Vengo
a hablar de América Latina. Quiero decir lo que creo que piensa mi
generación. Vengo a expresar lo que creo que es la verdad, aunque ésta
es algo tan personal, que habrá dos verdades mientras existan dos
hombres. Se
está modelando una cultura. Se tienen claras ideas en el campo de los
social, de lo artístico, de lo jurídico, de lo científico. Nuestras
ideas son cada vez más nuestras; nuestro pensamiento sufre cada vez menos
la influencia de Europa. Y
si no, contemplemos ese formidable nacimiento de la literatura
sudamericana; ese torrente de savia joven, que viene de las selvas semi vírgenes,
y que expresa la queja del mestizo esclavizado en los cauchales, en los
cafetales o en las plantaciones de azúcar. Nuestra América encuentra su
voz en novelas como “La Vorágine”, “Don Segundo Sombra”, “Doña
Bárbara”, “El mundo es ancho y ajeno” o “El infierno azul y
blanco”. Gestamos
una cultura propia, con mucho de lo español, con mucho de lo indígena, y
enriquecida por el aporte de mentalidades que vienen de todos los climas,
que vienen de todas las razas. En
la música, en la plástica, América busca también sus propios rumbos,
su íntima expresión. Y también en el campo de los problemas sociales,
de las cuestiones económicas, de la tolerancia con que encara los asuntos
religiosos. Necesitamos,
entonces, un clima de tranquilidad y seguridad espirituales, que no sea
turbado por principios exóticos, para que se puedan desenvolver, sin
trabas, estas dos grandes culturas nacientes: la cultura sajona, en el
norte, y la cultura latina, en el sur. Valoremos,
entonces, el común esfuerzo, ayudémonos mutuamente, pensando que el
enemigo de un país de América, es el enemigo de todos. Tenemos
que mantenernos libres y unidos. Estos pequeños países, jóvenes,
desarmados física y mentalmente, con mucho aun de lo inherente a los
pueblos niños, ¡qué presa magnífica para los imperialistas, para los
ejércitos de paso geométrico o que cabalgan en tanques! Es
verdad que la doctrina Monroe, continentalizada hoy, si no en el papel, en
los hechos, por la actitud asumida en la III Conferencia Panamericana de
Ministros de Relaciones Exteriores de Río de Janeiro es algo que
reconforta, porque demuestra que no es indiferente para unos pueblos
americanos, lo que ocurre a los otros. El alevoso y vituperable atentado
de Pearl Harbor demostró que hay una conciencia de la americanidad; que
fuera quien fuera el enemigo de un país de América, tenía que
considerarse enemigo de todos. Ese
es un dogma del cual no se puede prescindir; ya lo había enunciado
Artigas, antes que Monroe: “El pabellón tricolor de la Banda Oriental,
verá siempre un enemigo, en todo aquel que lo fuera, de cualquiera de los
estados de América”. El
principio de que “Europa no podía intervenir en los asuntos internos de
los Estados independientes del Hemisferio Occidental, con el fin de
cambiar su sistema de gobierno, oprimirlos, o cortar en cualquier forma su
destino” puede llamarse también, doctrina Artigas. Pero es que la
declaración de Monroe, aunque posterior, es más explícita y tuvo la
ventaja práctica de ser emitida por el jefe de una gran potencia; a pesar
de que la del patriota uruguayo es más desinteresada y se asemeja más
bien, a esas explosiones líricas de Bolívar. En
una ocasión, la doctrina de Monroe, esgrimida por Estados Unidos, salvó
a la América Latina de la amenaza de Europa, coaligada bajo la Santa
Alianza. La Europa monárquica y tradicionalista, quería imponer de nuevo
el poderío español, la monarquía española de los Borbones en nuestras
patrias, recién independizadas. Hoy,
América Latina, esgrimiendo el mismo principio de Monroe, ha devuelto a
Estados Unidos, en el momento más difícil, en la hora más angustiosa,
sin dejarse intimidar por nada, el favor recibido en 1823. Estados Unidos,
necesita hoy la solidaridad continental, como nosotros la precisamos en
1823, y América Latina ha sabido pagar su deuda de gratitud al ratificar
las resoluciones de la III Conferencia de Río de Janeiro. Pero
el tema que vengo a tratar, es el del problema interno de América Latina,
el problema de su desunión política, ya que no espiritual. ¿Por qué al
lado de los Estados Unidos del Norte, nacieron los Estados Desunidos del
Sur? ¿Por qué se unieron en federación las colonias de cultura sajona y
no se unieron las de cultura latina? Entre
los pueblos que forman Indoamérica, los vínculos han sido siempre
estrechísimos: nada los separa, todo los une, salvo las distancias. Pero
las distancias de hoy, no son las distancias de ayer; el mundo se achica y
América para bien nuestro, también. Tienen
nuestros pueblos una misma historia: todos estaban poblados por indígenas;
todos fueron conquistados o colonizados por españoles o portugueses;
todos se hicieron independientes en la misma época. El orden jurídico
los asemeja, puesto que aceptaron la forma de gobierno republicano, con
sistemas de tipo presidencialista. Todos tienen el problema de la falta de
población; todos temen los mismos peligros, todos hablan el mismo idioma,
con la excepción del portugués y plasman el arte dentro de moldes análogos. Los
problemas económicos son los mismos: estados carentes de industrialización,
pero grandes productores de materias primas, absorbidas, poco más o
menos, por los mismos estados consumidores. Todos, salvo Uruguay, tienen
el mismo pavoroso problema que resolver: la incorporación del indio a las
masas rurales y urbanas. Además, las escasa guerras entre
latinoamericanos, no han dejado odios fundamentales, como entre los países
de Europa y la paz es la suprema aspiración de todos. Hasta
los mismos vicios sociales nos son comunes: la ausencia a menudo demasiado
acentuada de cultura cívica, clima propicio para los golpes de estado y
las asonadas; la misma inercia o abulia frente al esfuerzo disciplinado y
tesonero, tan diferente del empuje sajón; el mismo deslumbramiento por lo
extranjero y desinterés por lo autóctono. Verdaderamente, el pasado, el
presente y el futuro, nos unen. Hay
pues una conciencia latinoamericana. Nuestra América forma un solo pueblo
– nación, fraccionado en distintos pueblos políticos. Los
Estados Unidos de Norte América, tuvieron mayor visión de porvenir en la
historia, que la nación del sur. Unidas, primero, las distintas colonias
anglosajonas bajo el régimen de la confederación, observaron bien pronto
que esta no daba resultados prácticos. Entonces se organizaron en un régimen
federativo, en el que fueron contemplados los intereses de todos los
estados, grandes y pequeños. La constitución del Congreso, es un ejemplo
bien claro: como la Cámara
de Representantes se integró de acuerdo al principio de la representación
proporcional, los estados mayores, al tener más población, tenían más
diputados y se hubieran encontrado en una situación de preeminencia, si
el Senado no se hubiera organizado teniendo en cuenta la salvaguardia de
las colonias pequeñas; por eso se le integró con dos senadores por cada
uno de los estados, sin importar que éstos fueran grandes o chicos. Este
régimen de mutua comprensión y de renunciamientos recíprocos entre las
distintas colonias inglesas de América, hizo que desaparecieran, casi por
completo, las desconfianzas y rivalidades entre los pueblos de la naciente
federación y se creó un clima de unidad espiritual que se fue
fortificando cada vez más, a partir de la guerra de Secesión. ¡Qué
cuadro diferente presentaba en cambio, la América del Sur! Qué grandes
dificultades hubo y hay que vencer. En vano Bolívar intentó agrupar al
continente bajo un gobierno común aunque respetando a los gobiernos
particulares de las repúblicas. En vano el Congreso de Panamá, de 1826,
aprobó el proyecto de Unión, Liga y Confederación de los Latinos. Las
enormes distancias de una América deshabitada, alejaban entre sí a las
poblaciones y fomentaban los regionalismos. La falta de comunicaciones
dificultaba la mutua comprensión; y luego, los celos, los personalismos,
las suspicacias. Además,
el bajo nivel cultural de entonces, ahondó la incomprensión. El ejemplo
que se debió seguir, el de los Estados Unidos, se perdió así en el mar
de los recelos, de las luchas estériles y de los caciquismos. El
ideal de Bolívar pareció que se esfumaba de todas las almas; las repúblicas
se subdividieron más aún; el localismo se acentuó notablemente. Sin
embargo, el corazón de América, latía, con la vehemencia de sus
volcanes gigantescos, con la grandiosidad de sus selvas impenetradas, con
el empuje incontenido de sus enormes ríos. Corría
1848. Había de nuevo amenaza para América. Bolivia, Chile, Ecuador,
Nueva Granada y Perú, sintieron la necesidad de la unión. El Congreso de
Plenipotenciarios de Lima estableció que estas repúblicas debían
prestarse auxilio en caso de agresión por extraños; que ellas se
consideraban divisiones políticas de una misma nación. Creóse asimismo
una Confederación, con un Congreso integrado por Plenipotenciarios de los
estados signatarios, cuyas funciones primordiales eran las de interpretar
los tratados entre los mismos y buscar a los conflictos, soluciones pacíficas. Pero
los tratados de la Conferencia de Lima, no fueron ratificados por las
altas partes contratantes. Tampoco lo fueron, la alianza realizada en
Washington, entre Costa Rica, Guatemala, Honduras, México, Nueva Granada,
Perú, Salvador y Venezuela. Y el segundo Congreso de Lima, no tuvo
tampoco más suerte que el primero. Como
esos titanes de las leyendas antiguas, al que un encantamiento tiene
embrujados, Indoamérica, con sus cien millones de habitantes, con su
enorme extensión territorial, con sus fabulosas riquezas inexplotadas y
casi desconocidas, parece también un gigante dormido, un gigante que se
hubiera dormido mientras velaba sus tesoros. Ese
ideal unionista ha sido defendido por la pluma batalladora de vigorosos
escritores: Juan Bautista Alberdi, en 1844, proponía un congreso general
americano, para ocuparse, sobretodo, del bienestar del continente; Juan
Carlos Gómez, hablaba de los Estados Unidos del Sur, el colombiano Torres
Caicedo propuso la creación de una nacionalidad común para todos los
latinoamericanos, quienes serían considerados ciudadanos de una misma
patria. Actualmente,
Haya de la Torre combate también por ese ideal. ¿Cómo llegar a él? se
pregunta. Aconseja, sobre todo, proceder a nuestro mutuo conocimiento,
buscando fomentar también el intercambio comercial. Y tal importancia da
a ese conocimiento recíproco, que cree que si Bolívar trató de unir a
nuestros pueblos “fue como una consecuencia de su personal conocimiento
de siete u ocho países latinoamericanos”. Sostiene también que deben
desaparecer las barreras aduaneras entre nuestros países. Al
aconsejar que no nos crucemos de brazos esperando el socorro extranjero se
coloca en una sólida posición moral. Aparte del escepticismo que al
respecto reflejan las páginas escritas por el líder aprista, es evidente
que debemos tener fuerzas propias, no sólo para defender nuestros
derechos, sino para cooperar en la tutela de los derechos de los demás. Y
nadie dirá que no podría admitirse una extensión territorial tan vasta.
Ahí está Rusia, con sus 21 millones de Km2 o sea una superficie tan
grande como toda la América del Sur a la que se agregará, además, otro
territorio igual al de la República Argentina: nadie dirá, sin embargo,
que Rusia no estaba organizada. Ahí está el Imperio Británico, con sus
332 millones de Km2 y sus 450 millones de habitantes que hablan distintas
lenguas, que tienen distintas culturas, y suman casi la cuarta parte de la
población del mundo, y nadie dirá, sin embargo, que ese Imperio no está
organizado. Hay
dos grandes corrientes de pensamiento, que se orientan, sobre todo, en el
campo del derecho internacional y que son; el panamericanismo y el
latinoamericanismo. El panamericanismo busca la comprensión, el
entendimiento mutuo de toda América, la unificación espiritual frente a
los altos principios de libertad, derecho, justicia, democracia, paz y
trabajo. Quiere además, una mayor compenetración, respecto a las comunes
necesidades de nuestros pueblos. Eso es lo que quiere y lo que debe
querer. Actúa pues, solamente, en el campo de lo cultural, de lo económico
y en el de la defensa continental. El
latinoamericanismo, en cambio, busca la unión de todos los pueblos de
cultura latina, vinculados por confederación; busca crear una Liga de las
Repúblicas de nuestro continente, con un gobierno común, por encima de
los gobiernos de los estados. Eso
no atenta contra la dignidad de nuestras repúblicas; al contrario, la
tonifica, como la Liga de las Naciones de Ginebra no atenta contra la
independencia de sus afiliados. Si
se dice que ese vínculo confederativo llegaría a coartar la
autodeterminación de los estados desde el punto de vista internacional,
se puede responder que ésta se halla hoy completamente limitada en los
hechos. Hubo
una época, en la que cada gobierno obraba desvinculado de los demás:
nadie se debía a nadie. Pero en ese concepto, como en todo, ha habido una
evolución ya desde esa etapa de individualismo de los estados se va
entrando en una etapa societaria; y hoy éstos, para su propio bien y el
de la comunidad internacional, van limitando por medio de actos libres y
espontáneos, su poder de determinación. Los tratados internacionales, el
procedimiento de consultas mutuas antes de accionar, establecido para los
países de nuestro continente en la II Reunión de Consulta de los
Ministros de Relaciones exteriores realizada en la Habana, en 1940, como
asimismo la doctrina del arbitraje amplio, según la cual, las partes
litigantes tienen que someterse a la decisión de un juez, y también la
doctrina Drago, que originó la Convención Porter, aprobada en la II
Conferencia de la Haya, por la que se impide el cobro compulsivo de las
deudas, todo viene a demostrar que hoy se advierte bien claro el peligro
que significa admitir un poder estático sin límites y que se busca poner
por encima de los estados, normas, principios, que sean superiores a
ellos. Porque
de la misma manera que la libertad de los hombres se ve limitada por las
reglas de derecho, de la misma manera que las personas, dentro de la
sociedad, no pueden hacer todo lo que quieren, los estados, verdaderos
hombres complejos, no pueden actuar sin freno alguno, en el seno de la
sociedad internacional. Porque si se admitiera que no hay sobre el estado
poder alguno como dice Jellinek, como quiere Hegel, caeríamos en el
absurdo de que el único juez entre ellos sería la fuerza brutal, que la
única sentencia sería el estampido del cañón, evocándose, en pleno
siglo XX, las ordalías de los bárbaros, o los Juicios de Dios de la Edad
Media. Por
eso, todos nos debemos a todos y ningún país latinoamericano debe actuar
por separado, desentendiéndose de los demás. Y nuestra fórmula debe
ser, no una patria única, sino: patrias dentro de patrias. Si el Uruguay
es nuestra patria, no debemos tampoco olvidar que forma parte de una
patria más amplia: nuestra América. Tal
vez algún día, limados los recelos entre las razas, las civilizaciones y
los sistemas jurídicos y sociales se pueda realizar el sueño de Kant y
los hombres se sientan ciudadanos del mundo. Pero actualmente, mientras
los pueblos que tienen la misma cultura y una comunidad de historia,
lenguaje, costumbres y aspiraciones, no se unan ¿cómo podemos suponer
que se unan los países separados por odios ancestrales, por culturas
antagónicas, por sistemas políticos diferentes, por fronteras señalada
con fortificaciones? Y
sin embargo, a pesar de esas enormes dificultades, Churchill, en un
discurso pronunciado hace pocos días, al referirse a los problemas de
post guerra, hablaba de la posibilidad de construir ligas de las naciones
de carácter continental. ¿Es posible entonces que se constituyeran los
Estados Unidos de Europa antes que los Estados Unidos de Latino América?
¿Es posible que los europeos, con veinticinco siglos de guerras, puedan
llegar a federarse, y en cambio, esa federación, no pueda nacer en América,
a la que todos llaman continente de paz, de los principios altruistas, de
la libertad y del derecho? Hay que suponer que en la América hispánica
queda algo del espíritu de Don Quijote, para seguir ese ideal que señalaron
Bolívar, Martí, Artigas y Rodó. Panamericanismo
y Latinoamericanismo, no son doctrinas excluyentes, puesto que actúan en
campos distintos. Se puede luchar por la unión espiritual de toda América
y por la unión orgánica, constitucional de América Latina. Es
preciso desarrollar entonces una serie de factores tendientes a lograr la
mayor cooperación entre nuestros pueblos. Esa unión no podrá hacerse
demasiado precipitadamente, sin ver antes si tiene o no arraigo en las
masas. Hay que preparar la tierra propicia para que el árbol de la
fraternidad pueda desarrollarse frondoso, y sea capaz de resistir la
adversa tormenta. Ahí
está el ejemplo de la Unión Panamericana cuyo origen fue una simple
oficina internacional de carácter comercial. En la Conferencia de
Washington de 1889, se la creó con la finalidad de recoger y publicar los
datos sobre producción, comercio y reglamentaciones aduaneras de los
diversos estados de América. En
la II Conferencia Panamericana, realizada en México en 1901 y en la de Río
de Janeiro de 1906 fueron ampliadas sus atribuciones, hasta que en 1910,
en la IV Conferencia Panamericana, con sede en Buenos Aires, la Oficina
Internacional de las Repúblicas Americanas trocó su modesto nombre por
el de Unión Panamericana y fue modificada radicalmente en su carácter,
importancia y mecanismo. A partir de ese instante ha ido cobrando ese
Instituto un valor tal, que internacionalistas tan autorizados como Yepes,
creen que recibirá, en próximas conferencias, funciones jurisdiccionales
y políticas, y sustituirá, en América, a la Liga de las Naciones
de Ginebra. Eso
es el ejemplo de la larga experiencia, de la mutua comprensión, del
respeto e igualdad de los estados y de los comunes anhelos pacifistas. No
se quiso implantar nada de golpe y se prefirió ese trabajo largo y
paciente, de resultados lejanos pero seguros. Para
la unión de los latinos tampoco se debe pues obrar precipitadamente, pero
tampoco podemos seguir dormidos porque sería una imprudencia
imperdonable. Debemos,
así acercarnos por etapas: Mantener,
en primer término, en su mayor pureza posible al idioma castellano, que
es uno de los vínculos más grandes que nos unen; salvarlo de su enemigo
mortal, la incultura. Eso no significa que no pueda enriquecerse con
palabras indígenas o vocablos de otra procedencia, como siempre se ha
hecho, pero esas palabras agregadas deberán tener difusión en gran parte
del continente. Si pasara con el castellano lo que en Europa ocurrió con
el latín, el pensamiento americano se iría poco a poco sumiendo en un
regionalismo mental; nos iríamos desconociendo poco a poco y al no
conocernos, nos invadirían los recelos mutuos. Mantengamos
y purifiquemos más aún, en estos pueblos, el sistema de gobierno democrático
representativo, no sólo por las virtudes que en sí mismo encierra, sino
también porque son los pueblos quienes deben decir si quieren o no
quieren vincularse, y toda obra hecha contra la opinión de las multitudes
es obra deleznable y condenada a perecer. Realizar,
también, una intensa política de cooperación intelectual. Si el
pensamiento no debe tener nunca fronteras, menos debe tenerlas entre
nosotros. Que ellos lean a Rodó, a Florencio Sánchez, a Herrera y
Reissig o a Reyles; nosotros leeremos a Sarmiento, a Montalvo, a Darío, a
Asunción Silva y a Chocano. Que se conozca la historia de América desde
su remoto pasado indígena, desde las antiguas civilizaciones de
Thiahuanaco, de Cuzco, de Chichén Itzá o de Uxmal, hasta los últimos
acontecimientos. Disminuir,
también, lentamente, las tarifas aduaneras, entre los países
latinoamericanos, hasta su extinción. América tiene grandes riquezas
pero las tarifas aduaneras y también la falta de comunicaciones sube
extraordinariamente el valor de los productos, que quedan sustraídos del
alcance de todos. Es
necesario, además, que existan símbolos de esa unión, aun en esta faz
preparatoria de reacercamiento espiritual. En nada ofende al pabellón de
nuestra patria, el que exista, también, una bandera de América; en nada
menoscaba a nuestro himno, el hecho de que exista otro himno a nuestra
patria latinoamericana. Cuando
ese clima espiritual haya sido logrado, entonces, ya sea por medio de
acercamientos regionales como propone Yepes, y por medio de un Congreso,
como intentó Bolívar, pero siempre con la cautela necesaria para no dar
un paso en falso, se podrá llegar a la Federación de los Estados Unidos
de Latino América. Ese
día, los Estados Unidos del Norte, por un lado, y los Estado Unidos del
Sur, por el otro, pero hermanados en un mismo gran ideal, libres, ambos y
ambos conscientes de sus fuerzas y colocados en un plano de absoluta
igualdad, seguirán velando por esos conceptos grandiosos y eternamente jóvenes,
que son: democracia, paz, justicia, derecho, arte. Velarán por realizar
la síntesis de esas dos tesis irreductiblemente antagónicas para la
mentalidad de hoy: individualismo y socialismo. América,
continente nuevo, sin prejuicios, sin odios, sin delirios racistas, sin
ese afán de dominar por dominar, demostrará, cómo la protección de la
individualidad no va en desmedro de las colectividades y cómo la sociedad
no tiene por qué ser un monstruo que devore al individuo y lo encasille
en una cifra, en un número, en un estante. Y
esa unión de los latinoamericanos no se hará jamás con fines
imperialistas, sino de autoprotección. Nuestro continente sur tiene
demasiadas riquezas; tiene todos los climas, del Ecuador hasta el Polo;
guarda tesoros infinitamente más grandes que los que amontonaron los
Incas y los Emperadores aztecas, los príncipes muiscas o los príncipes
mayas. Tiene tesoros más fabulosos aún, que los que Eldorado de España
soñó bajo Carlos V o Felipe II, cuando en sus estados no se ponía jamás
el sol. Y
como no necesitamos imperios coloniales para ir a buscar allí materias
primas, nuestra unión no será para conquistar, sino para impedir que nos
conquisten. Y para concluir, yo creo que ese día ha de llegar. ¿Lejano o próximo? Eso depende de nosotros mismos. Pero todos los pueblos de la historia, cuando tuvieron vínculos tan estrechos, se unieron. Para esa unión transcurrieron un siglo, o diez siglos, pero al cabo, se unieron. Es algo así como una ley fatal, que rigió para los egipcios, para los griegos, y para los incas; que se cumplió para las nacionalidades europeas; para España, para Gran Bretaña, para Francia, para Alemania, para Rusia. Es la ley que nos enseña la historia universal. Nos la muestra como una norma que no ha tenido jamás excepciones y no hay por qué suponer que no se cumpla para nosotros. |
Hyalmar Blixen
24 Mayo de 1943
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