Los amores de Sakuntala y Duchmanta |
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El episodio de Sakúntala es como un extraño
loto soberbio, abierto en los remansos del frondoso río de shlokas del
Mahabhárata. Sakúntala es la heroína dulce, afable, confiada en los
valores del amor, segura de la palabra dada por el que es su amado y su
rey, altiva, sin embargo, en la adversidad, resignada en la desgracia y
llena de dignidad ante el seductor que la ha olvidado. Protagonista de uno
de esos meandros de undosa música que frecuentemente quiebran
ondulantemente la línea recta de la acción heroica -de sangre y de
horror- del Mahabhárata. Sakúntala es también heroína de un drama de
Kalidasa, el Esquilo o el Sófocles de la India. El episodio de los amores entre aquélla y
el rey Duchmanta constituyen una hermosa historia, con mucho de elemento
conmovedor, donde los sentimientos elevados exhalan una ética ancestral,
ética que viene desde los himnos de los Vedas y de los comentarios de los
Puranas a iluminar los cuadros sombríos -de ambición, ceguera y muerte-
que frecuentemente presentan los "parvan" o Libros del Mahabhárata. Maestros en la creación de grandes
conjuntos los indios han formado sus obras literarias por yuxtaposición
de añadidos, de carácter didáctico o ético o religioso, dentro de una
primitiva trama principal. Así el Mahabhárata y el Ramayana; así la
vieja, curiosa, pero sabia
colección de fábulas y apólogos del Pantchatantra. La leyenda de Sankúntala forma parte del
Adi-Parvan (Libro del Comienzo) con el que se abre la acción épica del
Mahabhárata. En armoniosos shlokas o versos dobles, el poeta nos muestra,
en un audaz juego de ilusiones de su imaginación poderosa, el escenario
del paraíso de Indra; Indra es dios del Cielo y rey de dioses menores,
subordinado, sin embargo a las altas deidades de la Trimurti: Brahma,
Vishnu y Shiva. Hermoso ese mundo, lleno de los acordes de los gandharvas
(músicos de las deidades) y donde los cuerpos simbreantes, de un blanco
luminoso de las apsaras (balladeras celestes) danzan extraños bailes para
deleitar a seres hastiados de inmortalidad y de gloria. Paraíso también
de los héroes de la casta Chatrya y de los bracmanes ascetas, se alza
ante los ojos del indio como una meta luminosamente azul que puede
alcanzarse con mortificaciones o con heroicidades, hijas todas de una
vountad poderosa, voluntad que los hombres del país del Ganges y de los
Himalayas han ejercitado como ningún otro pueblo sobre la tierra. Pero el cantar nos muestra ahora a un Indra
conturbado, a un pensativo Indra agobiado por recelos "sobre su trono
protegido por una sombrilla blanca, desplegado sobre un mástil de oro e
incrustado en pedrerías", Indra teme. Ha visto las austeridades que
durante años practica el asceta solitario, Visvamitra, león de los
anacoretas; el penitente terrible, capaz de realizar, en el orden del
autosacrificio atroces privaciones, ha desarrollado una potencia mental
que pone en peligro la propia pujanza de los dioses. Según un principio
afirmado por los bracmanes, el hombre, por su propia voluntad, por la práctica
del "tapas" o mortificación ascética, por un entrenamiento
-aparentemente sobrehumano- de la voluntad, desarrolla una potencia
espiritual que le iguala a los dioses. Así, el "tapas" del demonio
Ravana, en el Ramayana, obligó a la cuádruple reencarnación de Vishnu,
en los cuatro hermanos: Rama, Bhárata, Lakshmana y Zatrughna, para
que el mundo no cayera bajo el poder maléfico de aquel ser formidable. En este episodio que ahora comentamos,
Visvamitra es un ser puro, pero capaz, sin embargo, de grandes violencias;
como otros anacoretas de la epopeya sánscrita; cuando se encolerizan,
causan grandes daños a sus enemigos. ¿Cómo destruir las austeridades del gran
Muni (o solitario)? ¿Cómo hacerlo caer víctima de alguna tentación
carnal? Indra piensa en las bellezas de Menaka, la incomparable entre las
apsaras. Pero la bayadera celeste, al saberse encargada de tarea que puede
hacerla arrastrar la cólera del santo terrible, dice al dios:
"-¡Señor! ¡Qué misión más difícil
os dignáis conferirme! ¡Exponerme a mí, criatura débil, al
resentimiento del gran Muni, temido por ti mismo hasta el punto que un día,
para sustraerte a sus miradas has bebido el Soma, que hace invisible al
que lo liba! Al fin, para no arrastrar la cólera de
Indra, resignada ya a su tarea, solicita, al menos la ayuda de dos dioses
: Vayú, el viento y Kama, el amor. "-¡No me abandones! -le dice a Indra-.
Desde lo alto del cielo guía mis pasos sobre la tierra. Dame una escolta
que pueda, en caso necesario, secundar mis propósitos y defenderme.
Cuando me presente delante de la ermita del anacoreta, has de suerte que
una ligera brisa se levante de las espesuras que la avecinan. Has que Vayú,
el dios de los vientos, alce insidiosamente los pliegues de mi túnica en
tanto que Kama, dios del amor murmure a los oídos del solitario palabras
tentadoras." Tras estas seguridades, Menaka se baña el
cuerpo, perfumándolo con ungüento de las deidades, corta flores de los
jardines del Paraíso para hacer con ellas una guirnalda y baja a la
tierra en el carro de Indra, que conduce Matali, auriga del dios. Era un atardecer perfumado y era la
primavera. Entre las voces de los pájaros distinguíase clara la del
kokila, el ruiseñor de aquellas tierras de sol. El asceta, indiferente a
la estación y a sus encantos, sentado, con las piernas cruzadas, ante la
entrada de su gruta, meditaba en abstracción profunda. Bailaba Menaka delante de Visvamitra, pero
el asceta no miraba a la apsara. Entonces Kama dijo al oído del santo: "-¡Fíjate en esa desvergonzada que
pretende seducirte! Tú la puedes contemplar sin miedo. ¿No es tu virtud
fuerte como las rocas?" El asceta decidió soportar, entonces, ese
desafío y miró a la apsara; en ese momento, Vayú, el viento comenzó a
levantar la túnica de Menaka, que ésta simuló una y otra vez tratar de
bajar, como si sintiese un pudor que la hacía más atrayente. Esas formas
semiveladas, esa belleza sobrenatural, ese baile ideado sólo para deleite
de los dioses del Paraíso de Indra hicieron primero que el asceta no
pudiera ya desviar los ojos, luego que interrumpiera sus oraciones y que
al fin cayera vencido por una pasión humana que creía ya muerta en él;
el anacoreta tomó a Menaka, a la que el viento había, al fin, arrebatado
la túnica y la colocó en su lecho, testigo de antiguas austeridades. Hija de esta pasión fue Sakúntala. La
apsara abandonó al solitario y luego, a orillas del Malini, dio a luz a
esa niña. Protegida por los buitres (o sakúntas) fue luego recogida y
educada por el anacoreta Kanwa. Creció ella en la ermita de éste,
hermosa como las flores estrelladas que se abren en los cálidos pantanos
del Ganges, de aguas cubiertas de verdor ondulado. Pero ocurrió que el rey Duchmanta, andando
el tiempo pasó cerca del lugar donde había crecido Sakúntala, ahora
adolescente. Iba de cacería
con su corte y vió a la hija del anacoreta y de la apsara. Enamorado
inmediatamente de ella, confió esos sentimientos a su bufón, Mandhava,
el cual le incitó a apoderarse de la belleza de la muchacha. Así, el
monarca residió algún tiempo en las cercanías de la ermita, pretextando
estar retenido por los placeres de la caza. Llegó entonces el mes de
Vesakha, la época de los calores; Sakúntala, enferma también de
melancolía, pues igualmente se había enamorado del monarca, había ido,
acompañada de dos amigas que la abanicaban con hojas de loto, a buscar la
sombra de los bambúes a orillas del Malini. Allí confesó a sus compañeras
el amor que también sentía por el rey y exclamó luego: "-¡Oh, Kama, esquivo dios del amor,
cuyas armas son las flores! ¿Por qué te muestras tan arisco conmigo? ¿Por
qué haces sufrir a quien con tantos sacrificios ha procurado aumentar tu
gloria?" El rey había estando acechando a las jóvenes
entre los cañaverales y al escuchar la confesión de Sakúntala apareció
ante ellas. Las amigas, llenas de tácita discreción, se retiraron.
Duchmanta le da a Sakúntala su palabra de matrimonio; con esto la
consagra esposa. Según las leyes de Manú existía entonces esta forma de
himeneo basado sólo en el juramento de los cónyuges; era el llamado rito
gandharva. Pero Sakúntala le impone una condición. Veamos lo que le dice
y siguiendo como en otros fragmentos citados la traducción de Angel
Sanblancat: "-Escucha, oh rey, la condición que me
atrevo a imponer para ser tuya: si un hijo nace de esta unión, júrame
que le darás el título de príncipe heredero, y que lo harás reconocer
como tu sucesor legítimo." "-Entraré contigo en mi capital y te
llevaré a mi palacio. Poseerás tú sóla la afección de tu esposo. Y tu
hijo reinará sobre mis pueblos". Los dioses son testigos de estas nupcias. Y
el poeta canta la noche de amor en estos dulces shlokas sonoros: "La noche se echa encima. Antorchas únicas
de estas nupcias, las luciérnagas esmaltan los ribazos con sus verduzcas
lumbres. Orquesta invisible, la brisa agita, al pasar, los bambúes de las
riveras del Malini. Y entre las floridas ramas de los tamarindos el kokila
suspira un aire de amor... ¿Por qué ¡ay! los reyes no gozan del derecho
de hacerse hermitaños? Y el amor, mejor que todos los médicos de
Hastinapura, sanó a la joven enferma". El monarca vuelve a su capital, aunque
promete llamar enseguida a Sakúntala. Entre tanto, en prenda, le deja una
sortija de oro en el que está grabado su nombre. Pero pasa el tiempo. "Los días, las
semanas, los meses" -dice el poeta- "fueron transcurriendo unos
detrás de otros. Ningún cortejo traspasaba los lindes del piadoso
retiro. Ni una carta, ni un mensaje venía de Hastinapura. ¿Qué es lo
que estaba sucediendo allí? ¿Cómo Duchmanta, que tan compungido se había
separado de su amor, olvidaba tan pronto sus juramentos? Sakúntala
desesperábase y cada tarde iba a llorar bajo el pabellón que formaban
las lianas, mudos testigos de su desvanecida felicidad". Así llegó el tiempo en que dió a luz un
hijo. A Bhárata, en cuyas manos los dioses marcaron una rueda,
símbolo del poder absoluto sobre la tierra. Cuando el niño cumplió
seis años, Sakúntala decidió
ir a Hastinapura para presentárselo a su padre y rey. Pero la verdad es
que Duchmanta no era culpable de este olvido. En el tiempo de su locura
amorosa, Sakúntala había
olvidado realizar determinados ritos, por lo que, resentido, un anacoreta
llamado Duvasa le había echado esta maldición: que Duchmanta se olvidaría
de ella como si jamás la hubiera visto; que sólo la contemplación del
anillo regalado en prenda podía recordarle a la esposa. Pero ésta lo
perdió al hacer Cuando, delante del rey, éste no la
reconoció -lo que le significó a ella gran afrenta frente a los
cortesanos, -Sakúntala ignotante de la maldición, dijo a su marido, en
su indignada desesperanza, duras palabras: "-¡Hombre sin honor! ¡No dejarás de
recibir tu castigo, tu, que como un pozo, oculto bajo la hierba te
revistes del manto de la virtud. Los dioses harán pedazos la felicidad
del padre que ha renegado a un hijo que es su vivo retrato. Quiéranlo o
no, este niño gobernará un día este imperio que tiene por límite al
Himalaya..." Se retiró, altiva, Sakútala con su hijo y
a poco trajeron al rey la sotija encontrada en la fuente; la reconoció
enseguida; estaba -recordemos- grabado en ella su nombre. Entonces el
encato quedó roto y la maldición destruída. El rey recordó a Sakúntala,
pero, ¿a dónde había ido
ella ahora? Ordenó buscarla pero en vano: guerreros, cortesanos, mensajeros,
nadie podía hallarla. Abandonando las cosas del gobierno, el monarca
vagaba por sus jardines, indiferente
a los goces y a los deberes, distraído en su tristeza profunda. En este estado vino a sacarle Matali; el
auriga de Indra, llegó de parte del dios, a ordenarle que le ayudara en
la guerra contra los Danavas. El héroe obedeció; subió en el carro
celestial y combatió junto al dios hasta lograr la victoria, tras
batallas duras en el mundo de las deidades; entonces, colmado de honores
por Indra, comenzó a descender a la tierra sobre el carro celestial
conducido por Matali. Pero el destino le preparaba el encuentro con Sakúntala. El carro aéreo pasó por sobre un alto país
sorprendentemente hermoso: la tierra de la perfección. En un clima
siempre sonriente crecían plantas maravillosas; los bajos instintos
humanos no llegaban allí. Descendió el monarca y, andando por esa
tierra, semejante a alguna de las que se adivinan entre los sueños halló
a un niño que jugaba con un cachorro de león; más lejos estaba Sakúntala. Así se restableció el amor y renació la
paz en ese matrimonio. Y un día Bhárata llegó a ser rey de la India. Sus descendientes fueron los héroes del Mahabhárata. Ver:
|
por Hyalmar
Blixen
Suplemento Huecograbado "El Día"
27 de Setiembre de 1964
El 10 de octubre del año 2006 se efectuó un homenaje al Prof. Hyalmar Blixen en el Ateneo de Montevideo. En dicho acto fue entregado este, y todos los textos de Blixen subidos a Letras Uruguay, por parte de la Sra. esposa del autor, a quien esto escribe, editor de Letras Uruguay.
Ver, además:
Hyalmar Blixen en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay:
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