Después de la victoria sobre los turanios malvados, parecía que la felicidad iba a llegar a Persia, pero el nuevo monarca, Kei-Kaus, si bien era valiente, no tenía prudencia alguna. En vez de quedarse tranquilo en su trono y gobernar con justicia y virtud, se pasaba soñando las más absurdas fantasías, que ponían en peligro, no sólo su propia seguridad, sino la de los súbditos. Así, un día oyó hablar de la hija de uno de los príncipes enemigos: le dijeron que era muy bella, de lindos ojos y trenzas sedosas y largas, de grácil cintura y agradable sonrisa. Y ya el mentecato Kei-Kaus no tuvo otra idea que la de casarse con ella, a pesar de saber que nunca podría desposar a la hija de uno de sus más enconados enemigos.
-Quiero saber, por mis propios ojos, si es verdad tanta ponderación o si hay lisonja en la pintura que se hace de la princesa, así es que me disfrazaré de mercader y me iré solo al país enemigo.
-Te van a capturar los turanios, rey, - le decían las personas sensatas de la ciudad -. ¿Acaso te has vuelto loco?
-Yo sé lo que más me conviene hacer, - decía muy seguro de sí mismo, porque era un monarca muy testarudo.
Por más que se le aconsejó prudencia no quiso escuchar razones, y, montando en su caballo, se fue al país enemigo, dejando, de ese modo abandonado el gobierno de su reino. Anduvo un tiempo de un lugar a otro y llegó a la capital de los turanios, pero apenas había entrado por la calle principal, cuando fue reconocido por alguien, que comunicó la sorprendente noticia al rey Afrasiab, el cual hizo prisionero al imprudente.
Los persas, al tener noticia de la suerte corrida por Kei-Kaus, se desesperaron y maldijeron la estúpida temeridad del rey.
-¿Es posible que tengamos por monarca a un hombre tan imprudente? – clamaban -. ¿Cómo puede ir sólo un rey al país enemigo, abandonando el gobierno de sus estados, únicamente por ver si una princesa extranjera tiene o no lindos ojos, cuando hay tan bellas jóvenes en Persia para elegir entre ellas alguna con la que desposarse?
Los turanios mandaron pedir un rescate tan grande, que los persas, empobrecidos a causa de las guerras no podían pagar. Entonces Rustem decidió montar en su célebre caballo, Raksh, para ir al Turán a salvar al rey. Preguntó a los guerreros si alguno de ellos quería acompañarlo, pero nadie se animó a correr tal peligro. Rustem partió, pues, solo. Anduvo por caminos perdidos, montañosos, llenos de asechanzas. Tuvo que combatir con adversarios difíciles, pero después de muchas aventuras que sería largo contar, ayudó al prisionero rey Kei-Kaus a escapar y volvió con él a Persia. Gran alegría recibieron todos con esta nueva hazaña de Rustem; los poetas de la corte le cantaron con acompañamiento de música, y con grandes fiestas y banquetes se homenajeó al joven héroe.
Pasó el tiempo. Todos creían que Kei-Kaus habría sentado el juicio, pero este rey abrigaba un proyecto más loco que el anterior: el de subir al cielo, sólo por la pura curiosidad de saber qué pasaba en el mundo de Alá y cómo serían los palacios en los cuales se decía que vivía aquel.
Toda la gente sensata trató de disuadir al monarca de tan descabellado propósito y otros, burlándose, le preguntaban:
-¿Y cómo subirás, rey? ¿Tienes acaso alguna escalera tan alta?
-No tengo una escalera de tal dimensión, es cierto, - respondía Kei-Kaus -, pero he hablado con dos buitres, que me han prometido levantarme por los aires y llevarme justo hasta el cielo. Cuando haya visto lo que desee contemplar, ellos me bajarán bonitamente hasta mi palacio, después de viajar a las mil maravillas.
-Pero ¿no se enojará Alá si ve que vas a espiarlo en medio de su palacio?
-No me verá, porque me esconderé entre las alas de los buitres.
Todos terminaron por creer que Kei-Kaus se mofaba, y así no se preocuparon de sus tonterías. Mas he aquí que el monarca llamó un día a los dos buitres y ante el asombro de todos fue elevado por ellos a buena altura.
-¡Qué lindo es mirar todo desde arriba: casas, campos, animales...! ¿Quién ha hecho jamás un viaje como el mío? Decididamente, ningún rey ha sido tan grande como yo y es justo que todos los hombres me saluden hundiendo la frente en el polvo.
Cuando los buitres le oyeron fanfarronear así, se indignaron y en vez de llevarle al cielo decidieron darle una lección para que no fuera tan soberbio. Había, cerca del palacio un gran estanque, lleno de cisnes y garzas y hasta él lo llevaron y lo dejaron caer desde cierta altura.
-¡Eh!¡Que me caigo! - gritaba Kei-Kaus mientras descendía por el aire como cae una piedra -. ¡Eh! ¡Qué me ahogo! - gritó de nuevo al sentirse hundir en el agua fría.
No se ahogó, porque sabía nadar muy bien, pero se dio un buen remojón, entre las risas, claro que disimuladas, de los cortesanos. Salió del agua todo avergonzado y de pésimo humor. Luego pareció arrepentirse y pidió perdón a Alá por su osadía y aseguró que desde ese momento renunciaba a toda ambición y a cualquier imprudencia. El pueblo pensó entonces:
-Menos mal que nuestro rey se ha vuelto cuerdo. ¿Quién iba a suponer que unos buitres ignorantes le enseñarían lo que no le pudieron hacer entender los sabios? Así es de curiosa la vida. |