La noche de San Francisco |
Todo empezó a la hora anaranjada, a la hora azul, a la hora amarilla; las flores trepaban sobre los colores, se abrazaban en lenta danza, y jugaban a prender antorchas opulentas. Se había dormido todo ruido y alentaba un silencio maravilloso, casi sobrenatural, en medio de la primavera que hervía de verdes tallos y hojas. El día 3 de octubre, como un dios olvidado por los hombres, poco a poco desplazado por la noche inmortal, iba al poniente, dispuesto a disolverse en la inmensidad de la no existencia. Suspiró un instante, ante esa pira, que, hecha de todos los matices, damasquinaba árboles, matas, bestias y seres humanos. Antes de caer bajo el horizonte, estalló en una fiesta de pinceladas violentas, mientras la luz encendía el color de las flores y éstas perfumaban la luz. Entonces, sobre las ramas de un sarandí, un pájaro cantó; tenía el pecho amarillo y cejas sobre los ojos oscuros. -¡La noche de San Francisco! ¡Llega la tregua de San Francisco! -anunció. El río Hum se arrastraba sinuoso, serpenteaba sereno, como sumido en un éxtasis ondeante, y ora lamía arenas, ora troncos de árboles que parecían querer pescar la plata gris y azulada que se escurría siempre adelante, aunque a veces se retrasaba para conversar con alguna peña que enlentecía el paso de las cercanas ondas. -Soy la inmovilidad, lo que persiste, -decía la roca. -Soy el movimiento eterno, -respondía el agua. -Paz a lo que está firme, paz a lo que fluye, -se escuchaba-, porque, si no existiera la inmovilidad ¿quién captaría la existencia de lo que se desplaza? -¡La noche de San Francisco! ¡Llega la tregua de San Francisco! cantó el tutuncá, erguido sobre su cabeza el penacho de vivo rojo. Enseguida repitió el mirlo ese mismo canto, y luego el jilguero de cabeza negra, y después el naranjero, y una sinfonía pobló el bosque hasta el más íntimo rincón, disolviendo de tal modo las paredes del silencio, que hasta las hojas se pusieron a escuchar. Se estremeció la hierba, el agua pareció sonreir, el ratón ya no temió al gato ni al mordisco de la serpiente; el urubú dejó de amedrentar al polluelo y la perdiz se desentendió de la acechanza del aguará. Las bestias grandes, las bestias pequeñas, todas se encaminaban al lugar de siempre, al calvero cercano al río, donde la noche, azulándose más aún, comenzaba a prender sus millones de candelas, hasta entonces invisibles. Era una noche de tal modo seráfica, que a ella se asomaban esos mundos luminosos de los que ni siquiera el animal irredento, el artero que usaba trampas, armas de fuego y liga,sabe algo. En la pascua de San Francisco se produce la gran tregua entre las bestias, la tregua del santo. -Hermana serpiente, -decía el pájaro. -Hermano gallo, -mustiaba la lombriz de tierra. Se congregaban, pues, desde los seres alados hasta los reptantes, desde aquellos que por una oscura fatalidad necesitan devorar la carne para vivir, hasta los herbívoros mansos, a los cuales alcanzaba también una de las bienaventuranzas. -No han llegado aún nuestros grandes hermanos exiliados, pero vendrán. Ni el yaguareté, ni el puma ni el yacaré dejarán de volver al lugar que fue su patria, -decían la liebre, el pato silvestre, el colibrí, el cuervo de cabeza roja, y aun el muy raro de cabeza amarilla. La torcaza, de lomo pardo grisáceo y alas maculadas de negro, dijo: -El hombre no los advierte, los perros no ladran cuando ellos pasan por entre las estancias, ni muge, de miedo, el ganado. Basta con que estas fieras digan: -"No nos denunciéis. Vamos a la tregua de San Francisco. Venimos desde muy lejos, hermanos." Y por medio de un gruñido suave, apagado todo ladrido de alerta, el perro contesta: -"Vé en paz, hermano yaguareté, hermano puma." Y así fue que en el calvero se recortaron las figuras de los dos felinos: la del yaguareté, amarillo moteado de negro, y después la del puma, del color de la luna de azafrán. Después, llegó el yaguatinca, y en fin el ñurumí, que dijo a las hormigas: -Salud, hermanas hormigas; la paz de San Francisco sea con vosotras. -La paz sea contigo, hermano oso hormiguero, -le contestaron. -No me llaméis del modo como me dicen los humanos. Los curepí nos dieron nombres, pero preferimos los nuestros, los verdaderos, los que conocían los hombres de piel morada, que eran, como nosotros, los antiguos dueños de esta tierra. -Ninguno quedó de ellos, -dijo la pava yacú. -Todos fueron masacrados, allá, donde la tierra enrojeció. Los mataban con fuego que vuela, con cañas tronantes, el día de la gran tradición. Algo más lejos estaban las bestias forasteras, las que trajeron los hombres blancos: el caballo, el toro, el perro, el gato, el gallo con todo su harén. No pensaban tan mal de los hombres, pero tampoco podían defender a esos actores de tantas máscaras; además, conocían su codicia, que los llevaba a trampearse unos a otros, para amontonar la mayor cantidad de dinero. El perro, especialmente, a pesar de su fidelidad a los humanos, meditaba tristemente, porque era quien los conocía mejor. En la noche de San Francisco, todos los congregados adquieren inteligencia por obra sobrenatural del santo; por unas horas, lo que ocurre en cualquier lugar del mundo o sucedió, se les hace comprensible. -Sólo el que comió la fruta de la sabiduría, la del árbol de la ciencia, que sirve tanto para hacer el bien como para practicar el mal, no entiende lo que es la tregua de San Francisco, -dijo el tatú.- Y así el bípedo que se dio al diablo abandonó el estado de naturaleza, que llamó Edén, y que se halla bajo la protección de aquel que continuamente se transforma en lo que desea. Se le cerraron las puertas de nuestro mundo, pero él, soberbio, lo destruye. ¿No fue por culpa de la serpiente? -¡Eh! ¡No! -exclamó la mboi-chiní, agitando el cascabel de su cola. El pecado era algo que reptaba en el alma de Eva, y que se movía como siempre, y ella no supo darle otro nombre. Esa semilla de la curiosidad crecía y se deslizaba en el espíritu de la mujer originaria; iba y venía como nosotros, se enroscaba en un desear y un temer, y era un acercarse y un alejarse delante del árbol de la ciencia, un ansia que la impelía a morder la maravillosa fruta, y de pronto se estiró como nosotras, cogió la más roja que había en el árbol, y así entró el derramamiento de sangre en el mundo. Luego le dijo al Señor: -"La serpiente me tentó". En fin: Eva, alucinada, nos confundió con lo que sentía dentro de sí. -Traduces el libro santo muy libremente y según te conviene -le dijeron. -No estudié teología, pero en cuanto a lo que se dice de nosotras, hay que saberlo interpretar-, se disculpó la serpiente-. Desde el principio el hombre no quiso reconocer su propia culpa y la cargó a nuestra cuenta; después la depositó, periódicamente en algún carnero o chivo, al que mandaba al desierto. -Sin embargo, estás condenada a comer el polvo. -Cierto. Al arrastrarme, el polvo entra en mi boca; pero antes, mis antepasados tuvieron patas, y algunos, alas. Así me lo han dicho mis mayores, por lo menos los que conocen la genealogía de la evolución de mi especie. -No sólo comes polvo, sino también batracios, -le dijo un sapo al que quedaba un dejo de animosidad. -Perdona, hermano, y recuerda que también devoras lo que alienta vida. Un pequeño mono que había hecho un viaje muy largo, desde el Brasil, para representar a los de su especie, se rascaba la cabeza en ademán de meditar. Luego dijo: -Hace días, cuando viajaba para reunirme con vosotros, escuché en mi tierra un sermón que decía el señor cura y eso me dejó muy pensativo. ¿Es posible que el mundo haya sido hecho en siete días? Porque con todo el respeto por quien hablaba, un viejecito de mirada bondadosa, me pareció un disparate. Claro que es poco importante la opinión de un mono. -Ciertamente fue formado en siete días, pero no días humanos, porque entonces sólo se repartían, en la inmensidad de los espacios, la luz y las tinieblas, -opinó un águila que también había viajado desde lejos-. La Biblia se refiere a siete días de Dios, que suman billones de días humanos, según me han contado algunas grandes aves que en sus migraciones vienen a veces desde el Oriente, donde esas ideas son aceptadas por muchos. Un pavo real, como oriundo de Persia, no era cristiano, sino un poco mazdeista y así dio su versión: -Hay dos dioses que tienen por ahora igual fuerza. El del Bien crea todo lo que nos causa alegría; en cuanto al del Mal, fabrica todo lo que nos causa pena y perjuicio. Parece que al final de un combate de muchísimos siglos vencerá el del Bien. -¿Y entre tanto? -inquirió un jilguero indefenso. Un elefante, que se había escapado de un zoológico cuando su puerta fue abierta por obra sobrenatural, se atrevió a opinar según la manera de pensar de la India: -Nacemos. Si llevamos una vida virtuosa nos reencarnaremos en seres superiores, tengan o no, nuestra forma. Y si no fuera así, en seres inferiores. Sufrimos por los errores que hemos cometido en esta vida y también en las pasadas. Pero después de muchas existencias, si persistimos en el bien, cuando hayamos alejado hasta la misma sombra de todos nuestros pecados, ya no nos reencarnaremos más y nos disolveremos en el seno de la Bienaventuranza Infinita. Un aguará llegó hasta el calvero y anunció, alarmado: -Han puesto unas trampas para capturar a alguno de nosotros. Eso es obra de los humanos. -Hermano monito, tú que tienes manos, como tu primo, el gran asesino, haz que esa trampa deje de amenazarnos, porque alguno de nosotros podría ser capturado y morir. -Nada más fácil, -contestó el mbiriquiná, algo avergonzado del parentesco. Y se alejó, desarmó la trampa con sus dedos finos y retornó enseguida; venía ahora orgulloso de su hazaña. -El trabajo ya está hecho, para mí es cosa sencilla. Las flores escuchaban y abrían sus bocas de colores y también adquirían una voz. -Hermana adormidera, no nos hagas dormir, porque sería bochornoso que nos sumiéramos en el sueño cuando viniera San Francisco a bendecirnos. -Sólo el hombre se durmió, allá, en el Monte de los Olivos, la noche en que Jesús oraba, y su sudor parecía gotas de sangre. Nosotras, las hierbas, las hojas de los árboles, velábamos, como también lo hacían la hermana agua, la hermana luna, y los peces de las lejanas aguas y los animales todos, que habían renunciado a devorarse entre sí. Una gran luz se acercaba; primero fue en el cielo una estrella movediza que parecía engrandecerse; luego se comenzó a dividir en miles de luces. -Es San Francisco; escinde su esencia y la multiplica, para ir a todos los países del mundo, porque puede separar la luz que de sí mismo procede. El hermano Francisco está en todas partes a la vez, y no nos olvidará. Una de esas luces se acercaba hacia la asamblea de las bestias; se alargaba, se afinaba, parecía tomar forma de cruz, una cruz alada más esfumada primero, luego más nítida; ahora ya no eran alas, parecían maderos con clavos y después brazos abiertos...La luz tomaba la forma de Francisco, el amigo mínimo de todo lo que alienta; avanzaba sin tocar el suelo para no lastimar a la hierba, para no causar daño a una hoja, a una semilla caída, a un tallo que reclamara su derecho a vivir. Los animalitos sonreían y miraban al santo que ahora era visible y que entró, al fin, al calvero. -Hermanos, mi paz llegue a vosotros. He venido a media noche, como siempre. -Somos el amigo a media noche, al que tu Maestro aludió, el que pide en la oscuridad, el que importuna, por su protección, en la sombra. ¿Qué ocurrirá con nosotros? -Confía, hermana oruga que te convertirás en mariposa, hermana flor que al caer en la tierra te multiplicarás. -El hombre ¿enloqueció a causa de la fruta del bien y del mal? Cierto es que tiene tu misma forma, pero la forma nada significa. -Se enfermó a causa de esa fruta y ya nadie sabe lo que hará, porque desde ese instante fue libre de practicar el bien o el mal, puesto que renunció a la naturaleza. Ahora amontona armas exterminadoras que pueden romper la corteza del planeta y hacerlo estallar un día. -Y si eso sucede ¿qué será de nosotras? -Iréis entonces a confundiros en la paz infinita; ya no seréis serpiente, ni pájaro, ni árbol, ni cosa que tenga apariencia alguna; eso ha ocurrido en muchos mundos, donde otros seres robaron la fruta del bien y del mal y jugaron con ella, como el niño que juega con fuego. Y en su albedrío, venció en aquellos el dolo sobre la virtud. Pero ¿quién sabe? Tal vez el hombre de este planeta no sea totalmente perverso...No sé...El soplo divino también está en él. ¿No podrá, de pronto, encaminarse hacia la luz? -Por ahora camina hacia las tinieblas y ni siquiera percibe cuándo habrá un terremoto en las grandes montañas que están hacia donde camina el sol. Y sin embargo, ninguno de nosotros deja de advertirlo y así, en su ceguera, ha precisado inventar aparatos para detectar los fenómenos de la naturaleza -acotó el perro-. Yo le soy fiel y él me quiere, pero le escucho hablar altaneramente y reñir con su mujer; sus hijos se le muestran soberbios y él, despótico; su mujer a veces está en brazos de otro, mientras él atesora, engaña a sus acreedores, roba, y aun en la cárcel está esperando el día en que tenga libertad para hurtar. Innumerable es la raza de Caín, que se mezcló a la de Seth, y las dos sangres combaten dentro de cada humano. Pero también hay algunos seres de amor. -Escasos, -interrumpió el ternero, a quien molestaba la perorata del can-. Me matarán dentro de poco, lo sé, y mi carne será molida entre los dientes de los malos y de los buenos; reirán los niños y los ancianos en alegre festín tal vez, mientras mi carne será triturada y tragada. Una lágrima pareció caer de los ojos del santo. Bendijo al ternero, al guasubirá, al conejo y a todas las bestias. -¿Y a mí? -preguntó una serpiente que se extasiaba a sus pies. Francisco la cogió entre sus dedos, y ella, medrosa de lastimar al mínimo, escondía su veneno. -No te asustes. Tu ponzoña no hace mal a mi luz. ¿Sientes cómo acaricio tu cabeza? Pero no hieras si no te ves amenazada y no comas sino por hambre. -Ninguno de nosotros mata si no es por la necesidad del sustento -responideron todos los carnívoros, el yaguareté, el puma, el pez que asomó la cabeza por entre las ondas. -Cierto. Sólo vosotros si hacéis el mal es por causa del hambre. Los que tienen mi forma son distintos. -Ellos creen que están hechos a la imagen de Dios. ¿Dios tiene forma humana? -inquirió el toro-. Porque cuando pienso en el Hacedor, lo veo como un inmenso toro. -Yo me lo figuro con alas de pájaro, -exclamó la golondrina; para mí tiene alas oscuras y pecho más claro, y va y viene y emigra por los mundos. -Y tenéis razón en cierto modo, porque Dios se manifiesta en todas las formas: las que conocéis y las que no conocéis; es la forma libremente infinita. -Entonces yo soy como él, porque tomo la del recipiente que me contiene, la del lecho de arena que me circunda, -dijo el río-. Por eso creo que Dios es un río en el que se deslizan todas las cosas. -Me parece que tienes mucho orgullo, -le replicó una brisa que pasaba, cargada de los perfumes de las flores. Dios es lo que vuela, es el movimiento eterno, que arrastra todas las cosas. Es el viento vital, por lo menos así me figuro su esencia. -No, -contestó la luz de una estrella que se filtraba casi invisible entre el ramaje-. Si dios es la luz originaria, estoy hecho a su forma. -Estás en un error, -resppondió la roca. Todo pasa, pero él permanece. Por lo tanto, el Supremo Hacedor tiene mi consistencia, mi permanencia y yo la suya. Lo primero que hizo, antes mismo que vosotros nacerais, fue la maestria sin ánima; luego yo, lo que no se destruye, soy quien más me parezco a él. -El padre de todas las cosas, la madre de todas las cosas se mueve y a la vez conserva su fijeza, -concilió el santo-. Toma todas las formas, es cierto, pero ellas se suman en su forma, porque todo lo que existe es Dios mismo. La oscuridad lloraba debajo de unas matas que no dejaban pasar ni un rayo de luz. -¿Por qué lloras, hermana oscuridad? -le preguntó el santo. -Porque si Dios es luz, yo estoy fuera de él. -No es así. La luz descansa en la oscuridad como el pequeñuelo en el regazo de su madre. ¿Habría luz si no existiera la luz? Todas las cosas se juntan en su esencia infinita, a la que vosotros llamáis Dios. -¿Luego tiene otros nombres? -preguntaron a coro animalitos, plantas, agua, roca, viento, sombra y brillo estelar. -Tiene una multitud de nombres que le son dados, no sólo por los hombres que pueblan este planeta, sino por los seres que habitan la infinitud de los mundos que rondan alrededor de las miríadas de soles que veis y que no veis. Os bendigo en la noche de la gran tregua. La paz sea hecha hoy y no penséis más. Todos sois Dios, pero Dios es muchas cosas más, que ignoráis vosotros. -¿Y los hombres? -A veces también tienen algo de Dios, especialmente los humildes que están satisfechos en medio de su pobreza, y los sabios que no se envanecen de su sabiduría. -¿Y los grandes hacedores de dinero? El santo movió la cabeza pensativamente y pareció asomarse un dejo de lástima a su rostro prístino. -No están tan cerca de él como aquellos que dan de sí lo que tienen; no pueden salvarse por sí mismos, como los pobres en espíritu, sino por un acto de gracia, por ministerio de la misericordia divina; el camino les será duro y áspero algún día. Pero aun así, aquí, en la tierra, la riqueza tampoco es signo seguro de felicidad, porque el rico se alegra en la contemplación de lo que posee, pero llora o maldice por lo que no logra, de modo que, aun en su opulencia, no escapa a la inquietud, a la enfermedad, a la traición y a la muerte. Y ahora, hermanos, os dejo. Las estrellas se están licuando, palidece la hoz de la luna; gozad de mi día de fiesta; el sol del 4 de octubre será grato a vuestra vista. Todo el día de San Francisco transcurrió en una paz divinal para los animalitos arrobados. Por sobrenatural obra, ninguno de ellos sentía la fuerza del hambre. Conversaban entre sí y experimentaban la solidaridad de considerarse hermanos en su tiempo. Finalizaba el día 4 y se despidieron las bestias viajeras, pero aún holgaron entre sí, en la alegría y en la paz, los animales de esta región y luego comenzaron a despedirse, porque al amanecer terminaría la tregua. -Hasta el próximo 4 de octubre. Cuando alboreaba, el calvero estaba vacío. Una liebre algo rezagada, mustió de pronto, como una advertencia: -Oigo pasos del diablo. Pero era efecto de una alucinación. Solamente vio pasar a un cazador que acechaba, con su escopeta asida a sus manos. |
cuento de Hyalmar Blixen
El 10 de octubre del año 2006 se efectuó un homenaje al Prof. Hyalmar Blixen en el Ateneo de Montevideo. En dicho acto fue entregado este, y todos los textos de Blixen subidos a Letras Uruguay, por parte de la Sra. esposa del autor, a quien esto escribe, editor de Letras Uruguay.
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