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Horacio Quiroga, una presencia permanente |
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Era un hombre que desde su vuelta de París
se había dejado crecer una larga barba, barba que podría haber servido
para expresar la imagen de un apóstol o un pequeño diablo, persona de
complexión delgada, estatura no muy alta y de unos ojos celestes por
donde se asomaban, ya destellos muy puros de raras iluminaciones anteriores, ya durezas de sombrías y revueltas
profundidades. Tenía los labios finos, quizá algo crueles. Era hombre
capaz de sentir intensamente y también de encerrarse en las sombras de su
propio misterio, pues a veces se metía en sí mismo como en otra selva
intrincada, para escuchar las voces de los seres de sus profundidades que
subían para respirar, o aún encarnarse, en el puro mundo de sus ideas. Horacio Quiroga creaba desde muy adentro; las motivaciones exteriores, si bien fundamentales, se acompasaban con todo lo que crepitaba dentro de sí, con lo que fomentaba en el fondo de su sensibilidad exacerbada, que tenía mucho de mórbida. El Quiroga de los comienzos, el del Consistorio del Gay Saber y de los "cuatro brahmanes locos", el de los versos decadentes de "Los arrecifes de coral" fue muerto por el mismo |
tiro que mató a uno de sus mejores amigos, hecho imprevisto, casual, que convirtió también en víctima al involuntario victimario, en medio del pasmo y del horror, y que acentuó en Quiroga la conciencia de estar marcado por los signos de la fatalidad y de la muerte, no la muerte que viene prevista y comprendida, sino la súbita, la que alcanza al pájaro que en medio de su canto, y por ello mismo, atrae el arma del cazador. Antes de ese hecho y después de él, la muerte rondó siempre alrededor de Quiroga. Tenía pocos años cuando su padre fue víctima de un accidente de caza; su padrastro, inválido tras una hemorragia cerebral, se suicidó. Dos hermanos suyos murieron de tifus en el Chaco. Y cuando todo esto hubo ocurrido, Quiroga apenas andaba por los 22 años aproximadamente: Pero la muerte, como en pocas ocasiones implacable, le mostró su duro rostro una y otra vez más, hasta que un día, Quiroga mismo fue a buscarla de su propia mano. Después de haber matado involuntariamente a
su amigo, tras la cárcel y la liberación. Quiroga se expatrió a Buenos
Aires, donde una de sus hermanas, casada ya, residía. Se acercó a los círculos
literarios y estrechó más su amistad con Leopoldo Lugones, quien había
visitado antes, en Montevideo, el Consistorio del Gay Saber. Lugones era
entonces admirado poeta de "Las montañas de oro" y "El
crepúsculo del jardín", por no citar sino las primeras obras, las
que en esa época habían impresionado a Quiroga. Es verdad que la
publicación de "El crepúsculo del jardín" es de 1905, pero
nuestro cuentista no se cansaba de escuchar una grabación hecha de sus
poemas, que deleitaba a los tertulianos del Consistorio del Gay Saber. Con Lugones hizo Quiroga un viaje a la
tierra misionera hacia 1903, en una expedición a las ruinas jesuíticas y
en calidad de fotógrafo. Fue su primer contacto con un mundo que después
iba a inmortalizar en sus cuentos. Pero Quiroga tenía otro amigo, del que no
había visto nunca su rostro y con quien nunca pudo hablar, porque los
separaba el hecho de haber vivido en tiempos y lugares diferentes, y ese
amigo era Poe. Las amistades desarrolladas a través de un libro son a
veces iguales o superiores a las que entablan dos
seres que coexisten en una misma coordenada
espacial-temporal. En "El crímen del
otro", un cuento de Quiroga que se hermana con "El barril de
amontillado" de Poe, dice nuestro cuentista de su maestro: "Poe
era, en aquella época, el único autor que yo leía. Este maldito loco
había llegado a dominarme por completo; no había sobre la mesa ni un sólo
libro que no fuera de él. Toda mi cabeza estaba llena de Poe..." |
Y algunos cuentos así lo indican. Es
evidente que salvando ciertos detalles, "el vampiro" tiene la
atmósfera y procedimientos del autor norteamericano. En "El Decálogo
del futuro cuentista" Quiroga aconseja al narrador creer en un
maestro como en Dios mismo. Desde luego, efectúa la imitación en los
casos en que no puede resistirse a ella. Pero ¡cuidado! eso sirve
especialmente para el escritor novel y el mismo Quiroga reconoce luego
"que el desarrollo de la personalidad es fruto de una larga
paciencia". Casi todos los escritores imitaron al principio, pero
luego buscaron su propia expresión. El Darío de "Rimas y
Abrojos" imitó procedimientos románticos, hasta que encontró su
propio rumbo en "Azul", y luego, en las "Palabras
liminares" de Prosas Profanas se expresó de modo rotundo: "No
imitar a nadie, y especialmente no imitarme a mí". También Herrera
y Reissig fue un momento rubendariano en "Las Pascuas del
Tiempo", pero luego voló ¡y de qué modo! con sus propias alas y
hasta se adelantó a los ultraistas y vanguardistas en general, al
producir las extrañas décimas de su "Tertulia lunática". Del
mismo modo, Quiroga encontró su propio rumbo. La aventura de las Misiones, la instalación, en un lugar más elevado, de una casa levantada con sus propias manos, rodeada de árboles y arbustos florecidos, muchos de ellos plantados personalmente por él, nos lleva a dirimir esta cuestión: Quiroga ¿huía de sí mismo? O más bien ¿iba a encontrarse con lo |
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que tenía de más auténtico? Decidirse por
una de estas explicaciones sería tal vez ( y aquí podríamos usar las
palabras de Vaz Ferreira, de quien en este año se han cumplido veinte de su
muerte) incurrir en una falacia de falsa oposición. Es verdad, quizá,
que Quiroga escapaba de sí, pero iba al encuentro también de un Quiroga
más porfundo y real, con un sabor a naturaleza, a experiencia vivida por
encima de las experiencias de las cosas leídas, experiencias que tampoco
debemos ver como contradictorias, sino como complementarias. Desde el Chaco y las Misiones, nuestro
cuentista enviaba sus narraciones a Buenos Aires. Alguien ha pensado que
Quiroga desdeñaba el color local y sin embargo tal vez no fuera así; por
el contrario, lo usaba con notable precisión, pero de un modo tan sutil,
tan delicadamente disuelto en la narración, que del paisaje y de los
tipos humanos y las especies animales se ve sólo lo necesario para ubicar
la acción, y sin que el hilo conductor se rompa. Pero si bien el color
local está dado, la problemática de sus cuentos trasciende del espacio y
del tiempo. Los perros que ven la muerte de Mister Jones podrían haber
sido situados en cualquier lugar del planeta y en cualquier tiempo. La
explotación de los mensu podría, con algunas modificanciones del lugar,
integrar un episodio de Rivera, de Gallegos o de Ciro Alegría. Pero eso
no implica que Quiroga haya renunciado al color local. Si alguien se
tomara el trabajo de entresacar todas las alusiones a la naturaleza y a
los tiempos humanos, e incluso a los animales que hay en los cuentos de
Quiroga, se podría ver el cuadro, incluso bastante minucioso y,
recompuesto pieza a pieza, del Chaco y, especialmente de las Misiones. Más interesante es, sin embargo, el empleo
de lo mágico, de la alucinación. Tal el caso de los foxterriers que ven
cómo la Muerte se acerca a su amo. Y en "El hijo" se pasa de
una serenidad inicial a un clima premonitorio, para desembocar en una visión
alucinatoria. Y lo mismo podríamos decir de "El vampiro" o de
"El destilador de naranjas", cuento en el que un padre, en el
delirio provocado por sus excesos alcohólicos, ve formas monstruosas, y
al fin confunde a su hija con una enorme rata y horrorizado de lo que
mira, descarga sobre ella su hacha. Ella muere, pero de todas partes de la
pieza, enormes ratas se acercan al asesino involuntario. El narrador observó profundamente la lucha
de la selva por no entregarse al hombre. Que la selva no quiere ser
hollada ya lo sabían los aborígenes de todos los tiempos y hay muchos
ejemplos en los mundos del mito y de la literatura. Entre los guaraníes
existe la creencia de un dios, Cabigyara, que defiende a la jungla y ataca
a los que penetran en ella. Quizá en los cuentos de Quiroga pueda decirse
que ese dios, no mencionado directamente, está sin embargo presente, pues
toma la forma de todas las manifestaciones de la naturaleza, la que, al
verse agredida, a su vez agrede. Se materializa en "la cosa algo
blancuzca" que pisa Paulino antes de sentir la mordedura de la
yararacuzú, o en la acción dañosa del
yaciyateré, que, según una superstición indígena, roba a los niños
en medio de la selva o los deja locos; están en el cuento "los
cazadores de ratas", donde se narra la venganza de una serpiente de
cascabel contra un niño cuyo padre mató, de un golpe de azada, a su
pareja. La nota social se manifiesta de dos modos.
Uno dado por el desamparo, la pobreza del hombre que vive en ese mismo
medio hostil que señalábamos. Si el machetero de "A la deriva"
hubiera tenido botas no habría sido alcanzado por la yararacuzú. Pero
vive en la pobreza absoluta. No siempre, sin embargo, la selva es la
homicida; también lo es el hombre, que explota a seres indefensos, abúlicos,
como los protagonistas del cuento "Los mensú", el más notable
antecedente de "La vorágine" de José Eustasio Rivera. Entre el
contratista Barrera, que vende hombres como esclavos a las empresas
caucheras de Pezil y Cayeno, de la novela colombiana, y el mayordomo de
"Los mensú", o el Korner de "La bofetada", o el patrón
de los yerbales de "Los recursores", tres cuentos de Quiroga,
hay algo así como una hermandad en el diablo, hecha por la identidad de
rapacidades, de violencias, de oprobioso dominio sobre seres que tampoco
dejan de tener su culpa, porque se manifiestan abúlicos e incapaces de
alzarse de las ruinas humanas en las que se hallan convertidos. Más adelante, desde el Uruguay, Quiroga
recibió la protección de manos amigas y generosas que se le tendieron y
entre ellas hay que citar las de José Batlle y Ordóñez y Baltasar Brum.
Se le nombró primero Secretario Contador del Consulado General del
Uruguay, y luego Cónsul. A la vez que estos nombramientos ayudaron a
Quiroga, lo vincularon nuevamente a su patria. También fue importante el
hecho de que el Jurado Literario del Ministerio de Instrucción Pública,
al juzgar la producción correspondiente a 1935, le otorgara el máximo
galardón por su libro "Más allá". En realidad, se premiaba
allí, no sólo ocasionalmente ese libro, sino la producción total de
Horacio Quiroga y el reconocimiento de que ese salteño se había
convertido entonces en el más grande narrador de cuentos de las letras
hispanoamericanas, por lo menos hasta ese momento. En Argentina se le leía mucho y se le
admiraba, pero las nuevas generaciones comenzaron a hacerle una conspiración
del silencio. Desde el círculo de "Anaconda", Quiroga dominó,
por varios años el escenario rioplatense, pero luego se produjo un viraje
hacia nuevas formas de expresión. Los jóvenes intelectuales se agruparon
alrededor de la revista ultraísta "Martín Fierro". Y no fue
ella sola, sino también la revista mural "Prisma", y asimismo
"Proa" y también "Sur". Nada de esto era cosa nueva o
insólita en la evolución de las escuelas literarias. Cada generación,
movimiento o escuela cree que tiene que ser parricida de la anterior, que
debe denigrar estilos, autores, libros, estéticas. En el fondo eso es
inmadurez. Y esa inmadurez está frecuentemente aliada a una ambición de
dudosa procedencia. El estudio de esos ataques, celos, guerrillas, a través
de la historia de la literatura tiene ribetes tragicómicos. Los románticos
agredieron a los clásicos y sostuvieron que la literatura debía tener
tales y cuales características. Y pobre el que en el momento de apogeo
del romanticismo hubiera querido escribir fuera de esa tendencia; los
episodios de la batalla romántica fueron bien expresivos. Los clásicos,
naturalmente, se defendieron. Cuando llegaron los parnasianos hicieron
también sus declaraciones, en las que abominaron la sensibilidad, la
individualidad, y todo lo que
los románticos preconizaban. No les duró mucho a los parnasianos su estética
de la impersonalidad y de la poesía concebida como una manifestación rítmica
de la plástica, pues la escuela simbolista los arrinconó y proscribió.
Pero apenas se pisó el siglo XX entraron en batalla los futuristas, los
cubistas, los surrealistas, los expresionistas, los imaginistas, los
ultraistas, los existencialistas, proscribiéndose unos a los otros por
medio de estéticas excluyentes, como dueños de una verdad que no admitía
otra manera de escribir. Y todo ello con vehemencia e intransigencia. Con
cuánta razón Quevedo, en "El alguacil alguacilado" dice, por
boca de un diablo, que el infierno entero arde de poetas y que la pena que
se les impone a cada uno de ellos, es la de elogiar los versos de los
otros”. Comparado con lo expresado anteriormente, el
ostracismo literario de Quiroga por obra de los ultraistas del grupo de
"Martín Fierro" es poca cosa. Fue predominantemente una
conspiración de silencio, con algún pequeño arañazo, pero nada más. Quiroga se sintió tocado y se defendió.
Escribió algunas páginas en las que hizo su defensa, como aquella que
tituló "Ante el Tribunal". Aquí el cuentista fingió, y tal
vez no fue fingimiento, sino realidad, hallarse ante el Tribunal de las
nuevas generaciones ante el que debía explicar su manera de escribir, y
expresó: "luché porque no se confundieran los elementos emocionales
del cuento y de la novela, pues si bien idénticos en uno y otro tipo de
relato, diferenciábanse esencialmente en la emoción creadora, que a modo
de corriente eléctrica manifestábase por su fuerte tensión en el cuento
y por su vasta amplitud en la novela"... "Luché porque el
cuento tuviera una sola línea, trazada por una mano sin temblor desde el
principio al fin. Ningún obstáculo, ningún adorno o digresión debía
acudir a aflojar la tensión del hilo..." Pero piensa, y muy
amargamente, que estos y otros conceptos no sean válidos ante el Tribunal
de la nueva generación. Cree que cada veinticinco o treinta años se
produce una revolución estética, y los que fueron crueles con la
generación anterior, serán a su vez juzgados y colgados. Por eso, en su
resentimiento, llega a expresar: "Esos jueces... Oh, no cuesta prever
decrepitud inminente en esos jóvenes que han borrado el ayer de una sola
plumada y dentro de otros treinta años -acaso menos- deberán comparecer
ante otro Tribunal que juzgue sus muchos yerros. Y entonces, si se me
permite volver un instante del pasado ... entonces tendré un poco de
curiosidad por ver qué obras de esos jóvenes han logrado sobrevivir al
dulce y natural olvido del tiempo". Y bien, señor Quiroga: a cien años de su nacimiento no tiene que pedir permiso para volver. Usted nunca murió realmente. Ahora hay, efectivamente un nuevo Tribunal, que está formado por los que actualmente escriben. Y ese Tribunal de alzada lo reconoce, sin lugar a dudas, un verdadero maestro, un clásico, en el sentido más vivo de la palabra. Es más, es difícil decir con certeza que exista un cuento suyo que haya perdido totalmente su valor. Muchísimos son perfectos, otros muy buenos, ninguno es material de desecho. Pero, usted mismo, ahora que está seguro de su triunfo, que ha entrado en la región donde nada de lo que es grande muere ¿no cree que habrá que salvar también a algunos de esos jóvenes que injustamente lo desconocieron? "Bien sabe ustedd ahora que es así". Es posible que ante este nuevo Tribunal, Quiroga, liberado de las pasiones de la carnalidad, asienta. También es probable que pregunte: "¿Y ellos? Los vivos y los muertos... ¿Al fin me reconocen?" - "Eso, señor Quiroga, ya no puede importarle... Pero peor para los que no lo hayan comprendido todavía”. |
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Suplemento Huecograbado "El Día"
31 de Diciembre de 1978
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