En los comienzos del Imperio Romano, hace más o menos veinte siglos, había un hombre que fue primero esclavo, pero tras gran esfuerzo logró comprar su libertad. Trabajó la tierra de una propiedad pequeña, se casó y de ese matrimonio nació un hijo al que llamaron Quinto Horacio.
El padre quería que el chico adquiriera una cultura y fuese educado por maestros, de los mejores de esa época, y para pegarlos vendió su propiedad y envió a Horacio a Roma, a aprender junto con los hijos de los senadores y de los potentados. Y el muchacho se aplicó lo mejor que pudo.
Lamentablemente se enredó en la violenta política de la época, que sucedió al asesinato de Julio César; participó en las guerras civiles pero el ejército en el que servía fue derrotado y aunque el emperador victorioso, Augusto, perdonó luego a los vencidos, Horacio, al volver a Roma, se halló sumido en la mayor pobreza. Se dedicó entonces a la poesía, pues dijo:
-La miseria me dio audacia suficiente como para escribir versos.
Pero un día, estando en una taberna, trabó conocimiento casual con el mejor poeta latino de todos los tiempos, es decir, con Virgilio. Este se dio cuenta del talento de Horacio y en vez de esconder la posibilidad de un rival, lo presentó a Mecenas, que era amigo y ministro de Augusto y gran protector de la literatura y de las artes.
Ambos poetas recibieron tierras cerca de Roma, pues los dos amaban la naturaleza y aunque ayudados por servidores, gustaban también cultivar plantas, criar ganados y cuidar de las abejas, cuyos panales daban tan dulce miel.
Mecenas los recibía en pequeñas tertulias de amigos seleccionados entre los más inteligentes en las artes y en las ciencias, a los cuales protegía.
Horacio podía haber aprovechado esa amistad para lograr altos cargos en la corte o en el gobierno de alguna provincia, pero consideraba que subir muy alto era exponerse a caer desde la cumbre de su ambición; tampoco quería volver a ser demasiado pobre; por eso pensaba que la sabiduría consistía en lo que él consideraba "la dorada medianía", que le permitía llegar hasta el mismo emperador, el cual le encargaba poesías y sátiras de las vituperables costumbres de la época, y asimismo gozar de la amistad de amigos selectos y recibir el aplauso de los entendidos en el arte. A él se debe una famosa epístola en la que establece las reglas de la poesía clásica, que durante siglos fueron consideradas una teoría perfecta. ¿Para qué ambicionar más?
Así, ese hijo de un esclavo, que fue un ejemplo extraordinario de padre excepcional, que tuvo en Virgilio un aigo capaz de introducirlo en el mundo más selecto de la época, logró, porque por encima de todo eso tenía genio, ser, después de Virgilio, el más eminente poeta que haya tenido la literatura latina. Sin uno de esos tres elementos: padre notable, amigo fidelísimo y el don de la poesía, Horacio quizá hubiera sido uno de esos talentos perdidos, que desaparecen sin haber dado su brillo a letras o a ciencias, esta consideración da para meditar mucho acerca de los genios oscuros que pasan cerca de nosotros y no lo vemos. Y mismo no pensar que es imperdonable no ayudarlos a realizar lo que podrían dar beneficios a los demás hombres, en cualquiera de las ciencias o artes. Y vuelvo a repetírtelo: si sabes de alguien que te parezca que es uno de esos posibles sabios oscuros, ayúdale, no lo escondas porque te parezca superior a ti, pues es notable no tener envidia de los demás. |