Felisberto
Hernández, el hombre y el narrador Raúl Blengio Brito |
5.1. Introducción.- 5.2. Comentario.- 5.3. Comentario (continuación).-5.4. Comentario (continuación).- 5.5. Comentario (conclusión).- 5.6. Notas al capítulo.- 5.1. "El Cocodrilo" es un cuento relativamente breve —unas doce páginas, en las obras completas—, compuesto en la misma época en la que fueron compuestos los cuentos que integraron el volumen titulado "Nadie encendía las lámparas" (título, a su vez, del primero de los relatos que lo forman), y que pertenece, como ellos, al tercero de los períodos en los que hemos dividido la obra de Hernández. Apareció, por primera vez, en "Marcha", en 1949 [221]; pero necesitó más de diez años para reaparecer, y como complemento, en el breve texto de editorial "Alfa", de 1960, encabezado por "La casa inundada", en relato en el que, muy presumiblemente, porque Hernández vivía y ha de haber sido consultado, tanto el autor como los editores tenían las mayores esperanzas. Descubierto otra vez, "El cocodrilo" mereció una edición privada, de apenas setenta y cinco ejemplares numerados y firmados por el autor, de "Editora del Este", Punta del Este, en 1962.[222] A partir de la muerte del autor, en fin, y como ya hemos dicho, ha figurado en antologías individuales y colectivas, como ejemplo ilustrativo de las características fundamentales de su narrativa, especialmente, de la de su último período. El tema, también lo hemos dicho, está de alguna manera presente en una de sus narraciones tempranas. En "La cara de Ana", en efecto, texto publicado por primera vez en 1930, ya aparece una reflexión sobre el llanto y su independencia de la tristeza (que no es su causa, sino más probablemente su consecuencia): "cuando yo era niño y empezaba a llorar, me empezaba el comentario de mi tristeza y seguía llorando hasta que se me terminaba el comentario".[223] Sería, sin embargo, quedarse solamente en el principio aceptar sin otras precisiones que el tema del relato es el llanto, o aun el llanto independiente, y nada más. En realidad (y aceptamos provisoriamente la afirmación, porque del comentario del cuento irán surgiendo ajustes y precisiones) parece razonable subrayar que la idea central es esta otra: la felicidad, el éxito en cualquier cosa o actividad que se emprenda, depende de un factor misterioso, "de naturaleza benigna y desconocida, como es el caso de los duendes, de las lámparas maravillosas, de los genios, de los gnomos o de los tapices voladores"[224]. O, tal vez, una verdadera e inesperada parábola sobre la piedad[225]. En cambio -y así como no vimos la pretendida relación de las cosas en Hernández con las cosas hostiles de Marx-, conociendo la manera de pensar del autor, no nos parece, en absoluto, que "El cocodrilo" se convierta en "la metáfora de una situación sustancial de nuestra época, aquella del hombre que realizando una determinada acción, pierde la dirección de su propio producto el que, por el contrario, lo controla y lo opresiona"[226]. No es buen sistema interpretar a los demás según las propias ideas u opiniones, o de modo de poner artificiosamente el pensamiento ajeno al servicio del pensamiento del que lo interprete. No parece correcto, tampoco, olvidar aquella afirmación ya comentada del propio Hernández, en la que subraya su necesidad de comportarse como actor, y regular ante sus amigos, a su gusto y voluntad, la risa y el llanto: "Iré a un café y diré muchos disparates seguidos a mis amigos; después que se rían, se cansen y me desprecien, entonces lloraré y creerán que estoy loco; después me reiré, y me sentaré a conversar tranquilamente, y les diré que no estoy loco, que lo que quería era asombrarlos, que tengo una vanidad asombrosa, que necesito ser actor y llamar la atención".[227] El tema del llanto, naturalmente asociado al tema del agua (como el cocodrilo, como animal, también lo está) aparece así, además, vinculado con esos otros grandes temas a los que hemos aludido en el capítulo anterior: el tema del espectáculo y el tema del doble o del desdoblamiento. Es, pues, desde este punto de vista, un relato ideal para mostrar varias de las líneas temáticas fundamentales en Hernández; como lo es, asimismo, para analizar o reflexionar sobre algunas de las más marcadas características de su estilo: está armado sobre oraciones breves separadas por punto y coma[228], en lenguaje coloquial, y el humor y la angustia discurren, como en lo mejor de Hernández, en armonioso equilibrio. Todo ello, y otras reflexiones, surgirán más claramente del comentario del texto. 5.2. El cuento se inicia como lo iniciaría un narrador oral a un auditorio de amigos, tal vez reunidos alrededor de un fuego y dispuestos a escuchar de cada uno una experiencia diversa pero misteriosamente vinculada a la de los demás: En una noche de otoño hacía calor húmedo y yo fui a una ciudad que me era casi desconocida; la poca luz de las calles estaba atenuada por la humedad y por algunas hojas de los árboles. No hace falta mucho para descubrir, ya en estas dos primeras frases breves, articuladas apenas por un signo de puntuación de pausa media, algunas de las características que hemos señalado como definitorias del estilo de Hernández: es muy claro, en efecto, el tono coloquial, de conversación entre amigos[229], que se imprime al período; y es también bastante clara la deliberada modestia del léxico utilizado, el deliberado apartamiento de todo artificio formal, y aun la ligera incorrección en la construcción gramatical[230], porque no suena demasiado académico eso de que "hacía calor húmedo" "en una noche de otoño". Entré a un café que estaba cerca de una iglesia, me senté a una mesa del fondo y pensé en mi vida. Aparentemente, Hernández proporciona al lector algunos datos de lugar y tiempo. Pero es sólo apariencia. Si se los analiza, se advertirá que, tras esta introducción, sabemos tan poco —nada, en realidad— como antes de ella. Es, cierto, una ciudad, pero "casi desconocida", de la que no se dice ubicación en el mundo ni en el país, y de la que no se da ningún dato concreto; además de desconocida, es una ciudad cualquiera, y sin personalidad. Se habla de un café, una iglesia, una mesa (siempre con el indeterminado artículo "un" o "una"), pero nada se dice de la mesa, la iglesia, o el café, que más que descripciones de cosas son apenas conceptos que permiten al lector identificarlos con sus propios recuerdos. El relato se inicia "en una noche"; que es de otoño, húmeda y calurosa, pero que no difiere de otras similares ni permite ubicar la acción en tiempo concreto. El espacio y el tiempo, pues, quedan indeterminados.[231] A esta indeterminación contribuye, además, la referencia a la luz, atenuada por la humedad y por las hojas de los árboles. La imagen que resulta a su vez de la utilización de ciertos filtros para efectos de niebla o dispersión de la luz. Sentado allí, el protagonista del cuento, que es también el narrador (ya hemos dicho que casi toda la obra de Hernández está escrita en primera persona, lo que acentúa su tono coloquial), reflexiona primero sobre la reflexión y luego sobre su vida y sus problemas. Yo sabía aislar las horas de felicidad y encerrarme en ellas; primero robaba con los ojos cualquier cosa descuidada de la calle o del interior de las casas y después la llevaba a mi soledad. Gozaba tanto al repasarla que si la gente lo hubiera sabido, me hubiera odiado. Están aquí, pues, esas grandes líneas temáticas a las que también nos hemos referido: el cómo de la evocación[232], y la vida como fábrica de recuerdos[233]: el narrador planta hechos, los cuida, los disfruta después, al evocarlos. Surgen así algunos referencias para el lector: el protagonista ya ha pasado antes por esta ciudad, pero como concertista de piano y más concretamente como concertista sin éxito: él mismo, dice, tenía que organizar sus conciertos y a sus patrocinadores, estudiar su programa, y hasta escribir artículos sobre sus eventuales virtudes en los diarios del lugar. Ya desde aquí, la angustia y el humor andarán juntos en el cuento .[234] Otra actividad ha sustituido a la artística. Hernández lo dice con ese mismo humor ligeramente amargo con el que ha comentado la circunstancia de haber tenido que escribir sobre sí mismo: Desde hacía algún tiempo, ya no tenía esa preocupación: alcancé a entrar en una gran casa de medias para mujer. Había pensado que las medias eran más necesarias que los conciertos y que sería más fácil colocarlas. Un amigo mío le dijo al gerente que yo tenía muchas relaciones femeninas, porque era concertista de piano y había recorrido muchas ciudades: entonces podría aprovechar la influencia de los conciertos para colocar medias. Aparte de que esto no es en realidad así (poco después dice que "la venta de medias no tenía nada que ver con mis conciertos"), lo que importa es señalar que aunque el protagonista (Hernández) toma aparentemente a la ligera el cambio de profesión, y alude casi cómicamente a razones y circunstancias, es clara, sin embargo, la sensación de fracaso y de impotencia que de la no tan broma se desprende: es más fácil vender medias que vender arte, tal vez porque todos, o todas, tienen piernas pero no todos sensibilidad. Más aun: no ha sido fácil obtener el puesto de vendedor de medias -un oficio tan poco gratificante como el que ostentan los personajes de Kafka, pero, por lo que se ve, apetecible por sus resultados para los artistas—; si lo ha logrado ha sido gracias a la influencia de un amigo y a la sorprendente circunstancia de haber logrado un segundo puesto en el concurso de frases comerciales organizado por la casa: Su marca era "Ilusión". Y mi frase había sido: "¿Quién no acaricia hoy una media Ilusión"? La frase es ambigua, de doble sentido, uno de ellos marcadamente erótico, como muchos pasajes de la obra de Hernández: todos los hombres acarician una ilusión, pero además la pierna de mujer que calza las medias "Ilusión" (y ya volveremos, en este mismo cuento, sobre las piernas de mujer y sobre sus medias). La reflexión (no olvidemos que el protagonista se ha sentado a la mesa de un café, y está pensando en sí mismo desde el comienzo del cuento) llega a su fin: el protagonista no sólo ha fracasado como concertista, sino también, por lo menos hasta ahora, como vendedor de medias ("vender medias también me resultaba muy difícil"). Y no, conste, por entregarse sin lucha a su propia mediocridad, porque en cuanto a colocar medias, todas las mañanas yo me animaba y todas las noches me desanimaba: era como vestirse y desnudarse. La imagen -este colocarse y quitarse, como un vestido, el entusiasmo— es por cierto una imagen extraña, sin duda consecuencia de aquella tendencia a la personificación de las cosas y los sentimientos o a la fragmentación del ser, a las que ya hemos hecho referencia.[235] Pero el fin de la reflexión no es fruto de la voluntad o de la deliberación del hombre que reflexiona, sino de una circunstancia, de un hecho, o de una persona (en el caso) ajena o externa a él: entra al café un hombre ciego y sucio con un arpa de madera también sucia y de cuerdas añadidas. La irrupción de este personaje en el cuento merece algunos comentarios. El primero de todos es que el ciego (y al final del cuento estará claro) nada tiene que ver con la acción misma, nada determina, nada cambia que importe; es, sencillamente, como tantas otras cosas ajenas que entran y salen en la vida o en el movimiento de cada hombre, sin afectarlos, o rozándolos apenas. El segundo, es que resulta muy difícil no ver en él a Clemente Colling, aquel bohemio, desprolijo y también ciego músico que ejerció sobre Hernández, en su adolescencia, una fuerte influencia[236], y no sólo como músico, sino por su compleja y extraña personalidad. Es cierto que Colling, que sepamos, no tocaba el arpa (aunque tal vez pudiera hacerlo, puesto que tocaba piano y órgano); pero es esta, en la descripción, la única y no muy importante diferencia entre ambos personajes. Por último: la imagen de este ciego entrando con su arpa en el café, quebrando la luz filtrada por la humedad v las hojas de los árboles, proporciona al lector una impresión de sueño, de cosa soñada, y no sólo porque es difícil imaginar a un arpista ambulante, por el propio tamaño del instrumento, sino por el conjunto de circunstancias y de detalles que lo rodean, por su ceguera y sus movimientos de ciego, por la extraña luz en la que la acción se desarrolla, por el silencio (Hernández no ha hecho referencia a un solo ruido) que envuelve a la escena. No hay pausa marcada. Pero la acción cambia bruscamente de escenario. Pasa del café a la pieza del hotel en la que el protagonista se aloja. El clima onírico persiste; y se carga de elementos eróticos y aun ligeramente pesadillescos. Este pasaje, por ejemplo, en el que la cama abierta se presenta como una prostituta en actitud de entrega, y la lámpara de luz como el globo de un ojo bajo un párpado oscuro, parecen tomados, o dignos, de "El perro andaluz": Cuando encendí la luz en la pieza de mi hotel, vi mi cama de aquellos días. Estaba abierta y sus varillas niqueladas me hacían pensar en una loca joven que se entregaba a cualquiera. Después de acostado apagué la luz pero no podía dormir. Volví a encenderla y la bombita se asomó debajo de la pantalla como el globo de un ojo bajo un párpado oscuro. La acción vuelve a cambiar de lugar, y, ahora, de tiempo. Al día siguiente, este pianista frustrado y mediocre vendedor de medias, comienza su tarea en una tienda abigarrada y pequeña ubicada en el extremo de una de las calles principales del pueblo (sin más precisión: la indeterminación, como se ve, persiste). Lo primero que ve, al entrar en ella, es un maniquí desnudo, de tela roja, y con una perilla negra en lugar de cabeza. Y luego, saliendo de atrás del maniquí, a una niña como de diez años, que se dirige a él, y habla con él, con hostilidad y de mal modo. Lo primero que vale la pena señalar es el sentido teatral de la escena: la descripción de la tienda, el primer efecto del maniquí (vinculado, sin duda, al tema y a las muñecas de "Las Hortensias") y la efectista aparición de la niña, desde un lugar (atrás del maniquí) inesperado. El diálogo es breve y no del todo coherente (la madre de la niña es la dueña del negocio, pero no está en él: "fue a lo de doña Vicenta", otra falsa indidualización, típica de Hernández), y se cierra con la aparición, no se sabe desde dónde, de un niño "como de tres años", que queda en fila, alineado con el maniquí y la niña. El vendedor de medias se sienta entonces sobre un cajón, frente a los tres, para esperar así a la tendera. La escena, al principio inmóvil y casi muda (amortiguado el sonido de las voces por las telas acumuladas en desorden), adquiere ahora cierto movimiento y algún sonido: el protagonista comienza a jugar con el niño; y saca un chocolate de su bolsillo (incidentalmente: Hernández, utilizando la terminología uruguaya de la época, habla de "chocolatín", como ha hablado poco antes de "bombita" de luz; es el fruto directo de esa preferencia por las palabras comunes a la que nos hemos referido al hablar de su léxico); el niño se lo quita; y el vendedor se cubre la cara con las manos y finge llorar. Este es un momento importante del cuento. Marca, en efecto, el comienzo del proceso, el punto de partida del llanto por el que habrán de llamarle cocodrilo. Ese punto de partida no es llanto real: yo me puse las manos en la cara y fingí llorar con sollozos; ni, por supuesto, es fruto del dolor ni de la tristeza; el personaje sólo está jugando con el niño, actuando para él, representando un papel: el papel del que sufre por el chocolate perdido. No obstante, siendo ficción deliberada el comienzo, y faltando la tristeza o el dolor de los que naturalmente nacen las lágrimas, al retirar las manos de su cara el protagonista se da cuenta que la tiene mojada por el llanto. Su cara, diríamos, como cosa distinta de él mismo[237], ha llorado sola. 5.3. Tal vez por el descubrimiento, tal vez por la necesidad de reflexionar sobre él, el protagonista abandona la tienda antes del regreso de la dueña; y en el espejo de una joyería ve que sus ojos están secos. Después de almorzar, vuelve al café en el que ya ha estado el día anterior reflexionando sobre sus maneras de evocar y sobre sus fracasos como músico y como vendedor de medias. Ve en él, por segunda vez, y sin que tampoco tenga otro sentido que el que suelen tener las cosas y las personas que entran y salen de la vida o el pensamiento de todos, al ciego del arpa, "revoleando" —dice, en una expresión no muy académica pero de uso zonal y marcada fuerza sugestiva, porque describe bien y casi cruelmente un gesto habitual en los ciegos -los ojos hacia arriba. Es apenas un pasaje, éste, por segunda vez en el café, y por segunda vez con el ciego, muy breve y sin consecuencias en la acción, pero que le sirve, sin embargo, sobre todo por el ciego, para mantener el clima onírico o de sueño que caracteriza a todo el cuento. La acción cambia otra vez de escenario: Entonces fui a una plaza solitaria de un lugar despoblado y me senté en un banco que tenía enfrente un muro de enredaderas. Otra vez los indeterminantes "un" y "una", que le quitan precisión a la descripción del lugar, pero que el lector, por lo menos si es uruguayo o argentino y conoce el interior, puede identificar con cualquiera —con "una"— de las plazas secundarias de cualquier pueblo de campaña. La primera reflexión del personaje ha sido aquélla, en el café, que comentamos al principio. Ahora, en la plaza, se produce la segunda. Es, naturalmente, una reflexión sobre su inesperada experiencia como llorón; y una reflexión acompañada de una nueva experiencia; ahora de un esfuerzo deliberado por llorar (la primera vez, recordamos, su cara había llorado sin que su voluntad hubiera intervenido, sin que su conciencia incluso lo hubiera advertido). Allí pensé en las lágrimas de la mañana (...). Arrugué la nariz y los ojos, con un poco de timidez para ver si me salían las lágrimas; pero después pensé que no debería buscar el llanto como quien escurre un trapo; tendría que entregarme al hecho con más sinceridad; entonces me puse las manos en la cara. Aquella actitud tuvo algo de serio; me conmoví desesperadamente; sentí como cierta lástima de mí mismo y las lágrimas comenzaron a salir.[238] Este, pues, es el segundo llanto del personaje. Es, diríamos, una experiencia más perfeccionada: el primer llanto fue involuntario; el segundo, provocado. Algo así como lo que le ocurre al científico, que parte de una observación casual, y, advirtiendo sus posibilidades, intenta repetir el fenómeno en su laboratorio. Pues bien: mientras el personaje llora, deliberadamente, ve venir hacia él a una mujer, que, por singular casualidad, calza medias "Ilusión". El pasaje es gracioso. Lo
es, ante todo, la forma indirecta, y muy de
Hernández, utilizada para anunciar a la
mujer: "de arriba del muro venían
bajando dos piernas de mujer". Como
Herrera y Reissig cuando habla, en uno de
los sonetos de "Los éxtasis de la
montaña" de la sotana del cura
paseándose por la huerta, o como Joyce
cuando dice que "el sombrero de copa y
su cabeza" entraron en el carruaje,
también Hernández alude a la mujer por una
de sus partes —las piernas- o de sus ropas
-las medias-. Está demás que señalemos
que el pasaje ¡lustra también sobre el
tema de la fragmentación del ser, típico
de Hernández.[239] Lo es, además, por la irrupción de un elemento prosaico y formalmente incompatible con el clima de llanto que el relato ha creado: vi venir hacia mí, dice, "dos piernas de mujer con medias 'Ilusión' semibrillantes". Dicho de otra manera: las lágrimas no le impiden reconocer la marca de las medias que llevan aquellas piernas, ni le dificultan, tampoco, identificar la variedad: son medias "Ilusión" semibrillantes. La terminología profesional, en fin, asegura, en este clima extraño, el ancla a la realidad: el personaje sigue siendo el vendedor de medias, el corredor o agente viajero, que ha llegado el día antes a esta indeterminada ciudad en una de cuyas plazas se encuentra. Y lo es, en fin, porque el encuentro deriva hacia un equívoco. La mujer, en efecto, no imagina siquiera que aquel llanto sea falso; y, con frases hechas y muy convencionales ("yo soy una persona en la que usted puede confiar"; "hable nomás; yo he tenido hijos y sé lo que son penas"), le ofrece su ayuda o su consuelo. También optando por la hipótesis más convencional, lo estimula a hablar preguntándole sobre lo que supone que es la razón fundamental de su llanto: Dígame la verdad, ¿cómo es ella? La mujer, pues, no sólo no imagina que pueda no haber causa para el llanto; no imagina siquiera que pueda haber causa diferente a la del amor contrariado. Lo interesante del caso es que la pregunta le da al personaje la respuesta que hasta ahora no había tenido disponible para seguir el diálogo. Y, pensando en una antigua novia, contesta inesperadamente (inesperadamente incluso para él): Ella era una mujer que lloraba a menudo. Otro de los temas frecuentes en Hernández asoma en el pasaje: el de la evocación de hechos y personas de la adolescencia.[240] Frente a la confesión (falsa para el caso, pero basada en hechos verdaderos), la mujer ríe y lo consuela con su también convencional sabiduría: Ustedes siempre creen en las lágrimas de las mujeres. Lo gracioso, sin embargo, es que, por lo menos en el caso, las lágrimas falsas son de un hombre, y es una mujer la que cree en ellas. Es como si Hernández compensara sutilmente, a través de este hombre que engaña con su llanto a una mujer, todos los casos en los que un llanto de mujer engaña o ha engañado a un hombre (a él mismo, sin duda, en alguna o algunas de sus seis experiencias estables). Como otros episodios (el de la tienda, por ejemplo), también éste termina abruptamente: el protagonista agradece el consuelo de la mujer, pero se va sin mirarla. Otra noche pasa. Al día siguiente, lleva sus muestras a una de las tiendas más importantes (la visitada el día antes era una tienda pequeña) de la ciudad. El dueño las revisa distraídamente, y, sin dar importancia a la oferta, apenas con un dedo negativo, indica su desinterés al vendedor. El lector, a esta altura, ya está imaginando lo que va a pasar, el método que el vendedor va a emplear para convencer al tendero. El vendedor, sin embargo, hasta este momento, no había ligado las cosas, ni había pensado sino fragmentadamente en cada una. Ahora, de golpe, como ocurren las cosas en este mundo mágico de Hernández[241], se pregunta "¿qué ocurriría si yo me pusiera a llorar aquí delante de toda esta gente?". Y sin una decisión clara —sin conciencia plena ni voluntad deliberada, para utilizar los términos que marcan las condiciones imprescindibles para la imputabilidad moral— lleva las manos a la cara y comienza a hacer ruido de sollozos, al principio sin éxito, pero luego resueltos en llanto. Es la tercera vez que el personaje llora, voluntariamente como la segunda vez, pero por primera vez con una finalidad concreta: convocar la solidaridad del comerciante y sus clientes, y vender las medias que acaba de rechazarle. Sigue, naturalmente, el asombro y el alboroto, y también el consuelo del comerciante: "Pero compañero, le dice, un hombre tiene que tener más ánimo". Así como no ha sabido explicarse ante la mujer en la plaza, o se ha explicado estimulando un equívoco, así tampoco se explica ahora con claridad (y hay que reconocer que no es fácil tal tarea). Vagamente, dice: ¡Pero si me va bien! iY tengo mucho ánimo! Lo que pasa es que a veces me viene esto; es como un recuerdo... Alcanza la expresión ("recuerdo") para que ingrese al relato un nuevo equívoco, tan convencional como el nacido con la mujer en el parque, y del mismo tipo. Una mujer exclama: iAy! Llora por un recuerdo... La similitud es patente. La mujer del parque no ha podido imaginar para el llanto del hombre otra causa que un amor contrariado. Y esta, en la tienda, carga a la expresión polivalente utilizada ("recuerdo") de un parecido contenido sentimental y romántico, porque evidentemente también ella está pensando en amores contrariados cuando gime con él, o por él, con ese " iayl" con el que precede a su comentario. Los efectos del llanto, desde el punto de vista comercial diríamos, son inmediatos. Una de las mujeres, por ella y por sus amigas, se ofrece para comprarle medias. Pero el dueño de la tienda, como responsabilizándose por la cosa, le pide media docena. —La casa no vende por menos de una... Saqué la libreta y empecé a llenar la hoja del pedido escribiendo contra el vidrio de una puerta y sin acercarme al dueño. El mecanismo del absurdo es idéntico al empleado con la mujer del parque. Allí, el llanto no ha impedido al vendedor identificar en las piernas que se acercan a un par de "medias 'Ilusión' semibrillantes"; acá, no anula su sentido comercial, y, pese al pedido de circunstancias (media docena), aprovecha la oportunidad para venderle una. A partir de este momento, la suerte del vendedor (concertista también, conviene recordarlo) cambia: Pronto se supo que a mí me venía "aquello" que al principio era como un recuerdo. Yo lloré en otras tiendas y vendí más medias que de costumbre. Cuando ya había llorado en varias ciudades, mis ventas eran como las de cualquier otro vendedor. El llanto, que normalmente es una consecuencia, adquiere aquí el rango de la acción ("yo lloré en otras tiendas", "cuando ya había llorado") voluntaria y deliberada y orientada concretamente a un fin; deja así de ser una consecuencia para pasar a desempeñarse como causa. 5.4. La frase final del párrafo transcripto ("Cuando ya había llorado en varias ciudades, mis ventas eran como las de cualquier otro vendedor"), marca el fin de la primera etapa o tiempo de la acción: la que tiene lugar, en tres días y pocos más (el día de la llegada y la reflexión en al café; el día del llanto en la primera tienda y del llanto en la plaza; el día del llanto en la segunda tienda y de la primera venta de medias; y los días —no muchos— siguientes, en los que llora y vende medias en las otras tiendas), en la indefinida ciudad inicial; y abre una segunda etapa, de lugares y tiempos más indefinidos todavía: "cuando había llorado en varias ciudades", "una vez me llamaron de la casa central". Este llamado, que tiene importancia desde el punto de vista de la anécdota, y que permite al narrador algunas nuevas bromas derivadas de su extraña virtud, es en realidad un llamado de rutina, no sólo al protagonista (y no porque llora) sino a todos los vendedores de medias viajeros de la empresa para pedirles mejores rendimientos. Mientras el protagonista espera su turno para hablar con el gerente, oye el diálogo -la mayor parte de él- que éste mantiene con otro vendedor. El tema es la necesidad de aumentar las ventas; pero una referencia incidental y secundaria hace ingresar el tema del llanto: —Yo hago todo lo que puedo; ¡pero no me voy a poner a llorar para que me compren! Y la voz enferma del gerente le respondió: —Hay que hacer cualquier cosa, y también llorarles. El corredor interrumpió: — ¡Pero a mí no me salen las lágrimas! Y después de un silencio, el gerente: —¿Cómo, y quién le ha dicho? —¡Sí! Hay uno que llora a chorros... No está claro si la frase con la que arranca el diálogo ("no me voy a poner a llorar para que me compren") es sólo una frase hecha o pretende poner en la conversación el tema del corredor que llora. De todas formas, el tema sale. El vendedor, en voz baja, inaudible para el que espera ("después de un silencio" se oye la asombrada pregunta del gerente: "¿Cómo?"), informa de este extraño colega, precisamente el que espera turno en la habitación contigua, que para vender medias hace realmente lo que el gerente, en sentido figurado, recomienda: llorar. La primera reacción del gerente es la natural: se ríe de lo que oye. Pero luego, sin duda porque el que está con él le dice que el llorón está al lado y puede oírlo (lo que de alguna manera confirma la hipótesis de que la primera referencia al llanto no es incidental, sino para traer el tema del vendedor que llora), se oyen chistidos y vuelve el silencio. Puede presumirse que, sin perjuicio de seguir considerando que la circunstancia es graciosa, el gerente comienza a sospechar que el novedoso procedimiento de ventas tiene buenas perspectivas. De ahí que haga llamar a su presencia al vendedor y le pida una demostración. Todo el episodio es de humor, ahora tapando la base de frustración y angustia, más evidente al principio del cuento[242]. Otros empleados de la empresa asisten también al espectáculo. Hay comentarios burlones ("Que piense en la mamita, así llora más pronto"), e imágenes insólitas ("yo me sentía como una botella vacía y chorreada"). Este llanto —que difiere del primero, involuntario; del segundo, experimental; y del tercero y siguientes, voluntarios y ordenados a la venta de medias; porque es, estrictamente, un llanto a pedido, como el bis de un concertista ante los aplausos de su auditorio—, ante este público profundamente interesado, es también una variante de ese otro punto de interés y tema frecuente en la narrativa de Hernández: el tema del espectáculo[243], incluso en sus resultados, ya que provoca risas y silencios, y hasta un "Muy bien, muy bien" del gerente, que equivale a los "bravo" de los conciertos. El vendedor-concertista-actor aprovecha entonces la oportunidad para pedir a la empresa que le asegure la exclusividad del sistema. El pasaje que se destina a la variante es igualmente risueño. Lo es que el vendedor pida la exclusividad de llorar para vender. Lo es imaginar las dificultades de los que deban preparar y redactar el documento. Lo es en fin el borrador (el cuento no incluye el texto definitivo, tal vez porque Hernández no encontró ninguna fórmula lo suficientemente seria como para incluirla por tal): "La casa se compromete a no utilizar y a hacer respetar el sistema de propaganda consistente en llorar..." Aquí los dos se rieron y el gerente dijo que aquello estaba mal. Ocurre entonces un pequeño incidente que de alguna manera es similar al ocurrido en la plaza. Una empleada, luego de oírle que "llora por gusto", le aclara: —Entonces yo sé más que usted. Usted mismo no sabe que tiene una pena. Es lo mismo que ha pensado la mujer de la plaza, y lo que han pensado las mujeres de la tienda, y el tendero. Pero hay una diferencia con todos ellos: mientras los otros tienen un punto de partida adicional al puramente lógico para suponer que el llanto responde a una pena (la mujer de la plaza, la referencia del protagonista a una antigua novia; los demás, a "un recuerdo"), ésta en cambio hace su afirmación a pesar de que el protagonista le asegura que "llora por gusto", es decir, sin causa o sin razón. El pasaje corre casi inadvertido en la narración, pero tiene su importancia, porque autoriza, incluso al intérprete, a preguntarse si no habrá en realidad en el personaje una angustia básica e indefinible de la que no tiene conciencia plena. Al final de cuentas, él mismo aclara: "no es que yo sea de los más felices; pero sé arreglarme con mi desgracia y soy casi dichoso"; y en realidad, quien sólo se arregla con su desgracia, como el hombre de la flor en la boca de Pirandello, que encuentra la manera de vivir en paz con su cáncer, conserva en sí un fondo de angustia, una pena para decirlo con la palabra de la empleada de la compañía, que por algún camino (que puede ser el llanto aparentemente inmotivado) debe disipar. Con pena o sin pena, pero con su contrato de exclusividad en mano, el personaje sigue su exitosa carrera de vendedor, a la que ha agregado el orgullo (y hay que ligar la afirmación con lo que ya hemos dicho en cuanto al interés de Hernández por el mundo del espectáculo) de ser actor: Ese año, yo lloré hasta diciembre, dejé de llorar en enero y parte de febrero, empecé a llorar de nuevo después de carnaval. Aquel descanso me hizo bien y volví a llorar con ganas. Mientras tanto, yo había extrañado el éxito de mis lágrimas y me había nacido como cierto orgullo de llorar. Eran muchos más los vendedores; pero un actor que representara algo sin previo aviso y convenciera al público con llantos... La referencia al espectáculo está explícita en la frase final ("un actor que convenciera al público"), pero también, muy claramente, en la graciosa referencia inicial: este vendedor que llora hasta diciembre, descansa en enero y febrero, y en semana de carnaval, es como un actor estrictamente profesional, que incluso se toma sus vacaciones en verano para recuperar sus fuerzas: "aquel descanso me hizo bien y volví a llorar con más ganas". Comienza ahí, después del descanso de carnaval, al año siguiente de aquel en el que comenzara, el último tramo de la acción. 5.5. Es, de alguna manera, simétrico con el inicial: la acción te desarrolla, otra vez, en "una ciudad", que no es la misma que la primera, pero que tampoco es distinta porque también aparece indeterminada y sin personalidad. Llega a ella, al parecer, más que como vendedor de medias, como concertista, como si se tratara de oficios intercambiables, ejercidos simultáneamente, o alternativamente, según las circunstancias y conveniencias, pero ambos integrantes de su modo de ser y misteriosamente conectados entre sí a pesar de sus obvias diferencias: al final de cuentas, ambos son sus medios de vida, y el llanto incluso, que hasta ahora ha servido sólo para vender medias, puede servir también -y en el episodio, por primera vez, sirve— para vender música. En efecto: cansado y nervioso, el protagonista toma demasiado ligero uno de los movimientos de la última pieza de la primera parte del programa, y al advertir que no es capaz de recuperar el tiempo correcto y que no va a llegar felizmente al final, entonces, antes de pensarlo, ya había sacado las manos del teclado y las tenía en la cara; era la primera vez que lloraba en escena. Hay también en este llanto diferencias con los llantos anteriores. Ante todo: es el primero (no se sabe si habrá otros) incluido en un concierto y no en una operación de venta de medias; y es el primero, además, que se produce "en escena", es decir, en un escenario convencional, diríamos, porque todos los otros se han producido también en el gran escenario del mundo. Pero además: no es estrictamente deliberado ni estrictamente involuntario; parece, más bien, un movimiento reflejo de defensa, una forma de escapar a la realidad, de prevenir el inevitable fracaso, de esconder la cabeza, de huir de la responsabilidad, de convocar incluso a la piedad ajena como compañera de la piedad que el personaje siente por sí mismo. La reacción del público es variada: hay sorpresa, murmullos, chistidos y hasta tentativas de aplauso, sin duda más de consuelo que de felicitación. Y una voz que llega desde el paraíso y que por primera vez en el cuento califica al llanto como falso: —i ¡Cocodriiilooooo!! Ya hemos visto que, hasta ahora, ha sido interpretado por los espectadores como fruto de una pena de amor, de un vago recuerdo, de una pena que el que llora no sabe que tiene, de un método en fin para aumentar o estimular la venta de medias, reconocido y expresamente garantizado en exclusividad por la fábrica. Ahora, puesto al servicio de un inevitable fracaso artístico, identificado por un espectador con el llanto que no responde a dolor ni a tristeza del cocodrilo, parece más bien un recurso hipócrita para esquivar la realidad. El concierto se reanuda y termina felizmente. Pero la palabra cocodrilo ha prendido en todos, en el público y en el concertista. Y en este, ha prendido sin disgusto: -A mí me parece que el que me gritó eso tiene razón: en realidad yo no sé por qué lloro; me viene el llanto y no lo puedo remediar; a lo mejor me es tan natural como lo es para el cocodrilo. En fin, yo no sé tampoco por qué llora el cocodrilo. La anécdota deriva otra vez hacia lo burlesco. Hay un médico presente, y alguien le pregunta su opinión. El médico entonces, por su parte, asume también su papel en la comedia; y como si tuviera importancia (¿cuántas cosas sin importancia preguntan los médicos para enmascarar su ingnorancia?, parece preguntar Hernández; ¿cuántas conclusiones ajenas a las respuestas proporcionan a los pacientes para no defraudar sus esperanzas o para cumplir cabalmente con su papel de defensores de la salud?), pregunta: -Dígame una cosa: ¿cuándo llora más usted, de día o de noche? Yo recordé que nunca lloraba en la noche porque a esa hora no vendía, y le respondí: -Lloro únicamente de día. No recuerdo las otras preguntas. Pero al final me aconsejó: -No coma carne. Usted tiene una vieja intoxicación. La broma es notoria: el médico deduce una intoxicación porque el llanto sólo es diurno (como si una cosa pudiera tener algo que ver con la otra), y el llanto sólo es diurno porque sólo lo usa el personaje en su actividad de vendedor de medias. Naturalmente: no hay constancia en el cuento de que el paciente siga el consejo, ni razón para que lo siga, desde que sabe errado el diagnóstico. Días después, siempre en la misma ciudad, el concertista asiste a una fiesta. Viste su frac, y reflexiona con complacencia, al mirarse en el espejo: "No dirán que este cocodrilo no tiene la barriga blanca. ¡Caramba! Creo que ese animal tiene papada como la mía. Y es voraz..." Da la impresión que ha comenzado —tal vez cuando da razón al que le grita cocodrilo en el concierto— y que ahora continúa un proceso de transformación de la persona, de cocodrilización diríamos, no tan brusco y marcado como el de transformación de Gregorio Samsa en insecto (para tomar el antecedente de "La metamorfosis" de Kafka), pero muy afín a la predilección de Hernández por la cosificación de las personas y la personificación de las cosas, por la fragmentación del ser y por sus desdoblamientos. En el personaje, ahora, coinciden no sólo un concertista y un vendedor de medias, distintos e iguales al mismo tiempo, sino incluso (y con sus características "morales", el llanto, y físicas, la papada, la barriga blanca, la cola del frac) ¡un cocodrilo!. Los pasajes inmediatos lo confirman. Mientras ensaya en el piano, en efecto (y lo hace para disimular la circunstancia de haber llegado demasiado temprano a la reunión, un nuevo y pequeño fracaso), una "muchacha delgada y de cabellera suelta" se le acerca; trae sólo una media puesta, y otra, en cambio, en la mano. El concertista la ve, pero no por accidente, sino porque aprovecha —dice el texto— para "mirarle las piernas", con lo que reaparece aquel aire ligeramente erótico que ya se había sentido en el cuento desde el principio (por lo menos, desde la aparición de la mujer en la plaza) y que la fuerza del tema, el llanto, había hecho desaparecer. Y reaparece, además ese aire de sueño, de cosa irreal, que también había sido evidente al principio y que también había ido perdiéndose: esta muchacha con una pierna desnuda y una media en la mano cumple una función similar, aunque su imagen sea más grata, a la de aquel ciego con su arpa que ingresa al café en la primera escena del cuento. La muchacha viene a pedir un autógrafo al concertista; pero lo quiere no en un álbum, o en el programa, sino en una media. Hay toda una tonta y graciosa explicación de las dificultades que semejante empresa implica: Al principio me reí; y en seguida traté de hablarle como si ya me hubieran hecho ese pedido otras veces. Empecé a explicarle cómo era que la media no resistía la pluma; yo ya había solucionado eso firmando una etiqueta y después la interesada la pegaba en la media. Pero mientras daba esas explicaciones mostraba la experiencia de un antiguo comerciante que después se hubiera hecho pianista. Ya me empezaba a invadir la angustia, y al ponerse la media me decía: —Es una pena que usted me haya resultado tan mentiroso... debía haberme agradecido la idea. Yo había puesto los ojos en sus piernas; después los saqué y se me trabaron las ideas. El pasaje ilustra con claridad varias de las características que hemos señalado en la narrativa de Hernández: ese aire erótico que sopla si no constantemente por lo menos con regularidad; la presencia enlazada del humor y la angustia[244], y aun la independencia de las partes del cuerpo con relación al cuerpo mismo, en este caso los ojos[245], y poco después la cabeza, el pelo, las manos, la pierna y el pie: Ella, con la cabeza inclinada, dejaba caer el pelo; y debajo de aquella cortina rubia, las manos se movían como si huyeran. Yo seguía callado y ella no terminaba nunca. Al fin la pierna hizo un movimiento de danza, y el pie, en punta, calzó el zapato en el momento de levantarse, las manos le recogieron el pelo, y ella me hizo un saludo silencioso y se fue. El pasaje, realmente, podría tomarse como ejemplo de aquello que decía Roberto Ibáñez: en la obra de Hernández hay "una teoría del dividuo; del hombre concebido no como individuo sino como federación de elementos autónomos".[246] Sobre las dos imágenes del concertista y del vendedor de medias, asociados ahora por la muchacha que le pide a aquél un autógrafo sobre lo que vende éste, sigue marcándose la del cocodrilo. Después de un whisky en el bar (el personaje no es experto en la materia: "el mozo me nombró muchas marcas y como yo no conocía ninguna le dije: —Déme de esa última"; y luego: "—¿Whisky Caballo Blanco?. —Caballo Blanco o Loro Negro", tanto da), y un discurso del director del liceo (de cuyos giros oratorios convencionales, que incluyen palabras como "avatares" y "menester", tan reñidas con el lenguaje de Hernández,[247] se burla francamente), el pianista cumple su parte (a la que alude con sorprendente brevedad: "Después de mi vuelta, abracé al director del Liceo") y vuelve a la muchacha de la media. Estamos otra vez con el aire ligeramente erótico y ligeramente onírico, y otra vez también, al mismo tiempo, con la música y las medias: Ella me sonrió y levantó su pollera del lado izquierdo y me mostró el lugar de la media donde había pegado un pequeño retrato mío recortado de un programa. Yo me sonreí lleno de alegría, pero dije una idiotez que todo el mundo repitió: —Muy bien, muy bien. La pierna del corazón. El cuento entra entonces en su última incidencia, destinada a asegurar la impresión de la tercera imagen sobre las otras dos: un muchacho tan poco identificado o identificable como la muchacha, luego de asegurarse que el concertista no se ofende porque lo llamen cocodrilo, le entrega una caricatura dibujada por "el Pocho". Y conste que este vulgar sobrenombre no lo hace tampoco más individualizable que los otros personajes del cuento. La caricatura era un gran cocodrilo muy parecido a mí: tenía una pequeña mano en la boca, donde los dientes eran un teclado; y de la otra mano le colgaba una media; con ella se enjugaba las lágrimas. La caricatura es en realidad el retrato completo del triple personaje: del músico, del vendedor de medias, y del cocodrilo y sus lágrimas. Ya en la habitación del hotel, terminada la fiesta y otra vez a solas con su cuerpo y las partes de su cuerpo, "me ocurrió -dice, en ese giro tan típico de Hernández, y que como hemos señalado contribuye a crear sus climas mágicos[248]— algo inesperado": De pronto y sin haberme propuesto imitar al cocodrilo, mi cara, por su cuenta, se echó a llorar. Yo la miraba como a una hermana de quien se ignoraba la desgracia. Tenía arrugas nuevas y por entre ellas corrían las lágrimas. Apagué la luz y me acosté. Mi cara seguía llorando. Las lágrimas resbalaban por la nariz y caían por la almohada. Y así me dormí. Cuando me desperté sentí el escozor de las lágrimas que se habían secado. Quise levantarme y lavarme los ojos; pero tuve miedo que la cara se pusiera a llorar de nuevo. Me quedé quieto y hacía girar los ojos en la oscuridad, como aquel ciego que tocaba el arpa. Es, sin duda, un final muy típico. Ante todo: no cierra la acción, por lo que estrictamente no es un final; el cuento termina, pero podría seguir, como ocurre, en realidad con todas las cosas en la vida. No obstante, el desdoblamiento es ahora muy claro. Las lágrimas vienen "sin haberme propuesto imitar al cocodrilo", es decir, sin deliberación, o porque la cara está funcionando con independencia o autonomía de su dueño: era como "una hermana"; "seguía llorando"; "tuve miedo que se pusiera a llorar de nuevo". Es casi, o sin el casi, como si del personaje se hubiera desprendido un doble, uno de los temas constantes de Hernández.[249] El regreso del ciego, en fin, con su arpa a cuestas, aunque sólo por la vía de la evocación o del recuerdo, mantiene al cuento, en su final, en el mismo clima mágico o de sueño en el que se había iniciado. Es que Hernández, que es al mismo tiempo el concertista y el vendedor y el cocodrilo, que es el humorista y el angustiado, el de la inclinación erótica y el de los fracasos grandes y pequeños, dejó que su propia vida discurriera así, entre la magia de los recuerdos cultivados como plantas y el aire brumoso de las ciudades y los barrios por los que anduvo. "El cocodrilo" no es en realidad autobiográfico. Pero sólo pudo ser escrito por Hernández. Notas al capítulo [221] Walter Rela, "Felisberto Hernández; bibliografía anotada" cit., pág. 19. [222] Walter Rela, "Felisberto Hernández; 5 cuentos magistrales" cit., pág. 150. [223] En "Primeras invenciones" cit., pág. 65. [224] Norah Giraldi de Dei Cas, "Aproximación a 'El cocodrilo"', en "Cuadernos de literatura" cit., pág. 89. [225] Rubén Cotelo. "La casa inundada" cit., "El País" de 19-XII-960. [226] Fernando Moreno T., "Enfoque arbitrario para un cuento de Felisberto Hernández", en "Felisberto Hernández ante la crítica actual" cit., pág. 206. [227] En "Juan Méndez", "Primeras invenciones" cit., pág. 120. [228] Giraldi de Dei Cas, "Aproximación a 'El cocodrilo'" cit., pág. 93. [229] Véase 3.3. [230] Véase 3.2. [231] Véase 3.7. 88 [232] Véase 4.3. [233] Véase 4.4. [234] Véase 3.4. [235] Véase 3.8. y 3.9. [236] Véase 1.3. [237] Véase 3.9. [238] Puede tornarse el pasaje para ilustrar esa tendencia al uso del punto y coma, señalada por Giraldi de Dei Cas y a la que hemos hecho referencia: hay nada menos que cuatro en el período. [239] Véase 3.9. [240] Véase 4.2. [241] Véase 3.6. [242] Véase 3.4. [243] Véase 4.5. [244] Véase 3.4. [245] Véase 3.9. [246] Según testimonio de Ricardo Pallares, en "Felisberto Hernández y las lámparas que nadie encendió" cit, págs. 28 y 10. [247] Véase 3.2 y 3.3. [248] Véase 3.6. [249] Véase 4.6. Bibliografía básica 1. Obras Completas de Felisberto Hernández. 1.1. Primeras invenciones. Contiene: Fulano de Tal; Libro sin tapas; La casa de Ana; La envenenada; otros cuentos y fragmentos éditos; cuentos inéditos; poemas. Editorial Arca, Montevideo, 1969. 1.2. El caballo perdido. Contiene: EI cabal lo perdido; Por los tiempos de Clemente Colling. Editorial Arca, Montevideo, 1970. 1.3. Nadie encendía las lámparas. Contiene: Nadie encendía las lámparas; El balcón; El acomodador; Menos Julia; La mujer parecida a mi; Mi primer concierto; El comedor oscuro; El corazón verde; Muebles "El Canario"; Las dos historias. Editorial Arca, Montevideo, 1967. 1.4. Tierras de la memoria. Contiene: Tierras de la memoria. Editorial Arca, Montevideo, 1967. 1.5. Las Hortensias. Contiene: Explicación falsa de mis cuentos; Las Hortensias; La casa inundada; El cocodrilo; Lucrecia; La casa nueva. Editorial Arca, Montevideo, 1967. 1.6. Diario del sinvergüenza y últimas invenciones. Contiene: relatos; fragmentos; Diario del sinvergüenza; Estoy inventando algo que todavía no sé lo que es; Sobre literatura; Apéndice. Editorial Arca, Montevideo, 1974. 2. El cocodrilo. En: 2.1. La casa inundada. Editorial Alfa, Montevideo, 1960. 2.2. El cocodrilo. Editora del Este, Punta del Este, 1962. 2.3. Antología del cuento uruguayo contemporáneo. Edición de la Universidad de la República, Montevideo, 1963. 2.4. Las Hortensias. Editorial Arca, Montevideo, 1967. 2.5. El cocodrilo y otros cuentos. Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1968. 2.6. Cuentos. Edición de la Casa de las Américas, La Habana, 1968. 2.7. Narradores uruguayos. Editorial Monte Avila, Caracas, 1969. 2.8. Cuentos de dos orillas. Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1971. 2.9. La casa inundada y otros cuentos. Editorial Lumen, Barcelona, 1975. 2.10. Nueva antología del cuento uruguayo. Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, 1976. 3. Obras sobre Felisberto Hernández 3.1. Varios, "Felisberto Hernández, notas críticas". Cuadernos de Literatura No. 16, edición de Fundación de Cultura Universitaria, Montevideo, 1970. 3.2. Paulina Medeiros, "Felisberto Hernández y yo", edición de la Biblioteca de "Marcha", Montevideo, 1974. 3.3. Norah Giraldi de Dei Cas, "Felisberto Hernández: del creador al hombre". Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, 1975. 3.4. Alain Sicard, "Felisberto Hernández ante la crítica actual", Editorial Monte Avila, Caracas, 1977. 3.5. Walter Rela, "Felisberto Hernández; 5 cuentos magistrales". Editorial Ciencias, Montevideo, 1979. |
Raúl
Blengio Brito
De Felisberto Hernández,
el hombre y el narrador
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