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Sabina sin música |
Todas las letras del viejo truhán |
En España existe una expresión
habitual (“irse por los cerros de Úbeda”),
que significa irse por un
lugar muy remoto y fuera de camino (en criollo, “por donde el diablo
perdió el poncho”), y que también, en lenguaje familiar -según el
DRAE- da a entender que lo que se dice es incongruente, “o que uno se
divaga o se extravía en el raciocinio o discurso”. Pues fue por los cerros de Úbeda
en donde nació Joaquín Martínez Sabina, en el invierno de 1949, en
plena posguerra española, en una España aún tercermundista y carcomida
por el hambre, el estraperlo y la mediocridad del fascismo en su versión
más barata, el franquismo. Úbeda es una ciudad/pueblo ubicada en Jaén,
una provincia de la Andalucía sin mar y sin las bellezas moras de Córdoba,
Granada o Sevilla. No nació Joaquín Sabina, sin embargo, entre
aceituneros heroicos y altivos,
inmortalizados por Miguel Hernández en el poema que musicalizara
Paco Ibáñez, sino que su padre fue nada menos que un policía -¡de la
policía secreta!-, y su madre, una señora ama de casa. El devenir del destino o del
azar haría que el hijo de aquel gris funcionario de trabajo tan
desprestigiado se transformara en una superestrella del rock español ,
del pop en castellano, y un gurú de la progresía de España y de
Latinoamérica. Un salto social y cultural que la peculiar segunda mitad
del siglo veinte español pudo permitir a más de uno: en realidad, a
miles. Ha circulado la anécdota de que, en plena agonía del franquismo,
Joaquín era uno de los muchos jóvenes que volanteaban o ponían cocktails
molotov. Lo que tuvo de singular su situación fue el modo en que lo
llevaron detenido: su propio padre fue a despertarlo a la cama matinal a
decirle que debía llevarlo consigo. En las canciones de Sabina, es
posible encontrar múltiples referencias a los cuentos infantiles: “el
pirata cojo” (tópico de una maravillosa canción), Peter Pan ( el chico
que no quiere crecer –como él- es citado en varias oportunidades),
Cruela de Vil, princesas, hadas, cenicientas, brujas, Robinson, Gulliver,
el flautista de Hamelín, Barba Azul y varios otros. Pero no hay ningún
ogro que represente a ese padre. No
parece haber sido con su hijo el filicida, el Saturno goyesco devorándose
a su hijo. Ese policía, Jerónimo Martínez, además de fisgonear la
vida de los estudiantes de izquierda como el que tenía en su casa, poseía
otro hobby: la poesía. Leía y daba a leer a su hijo a Fray Luis
de León, a Jorge Manrique. Y también escribía versos: Sabina recuerda
que el policía secreto tenía mil tomos encuadernados con “cientos de
poesías a cualquier cosa”. Cuando el ya casi treintañero Joaquín
realizó el servicio militar (la “mili”), en 1978, en
Palma de Mallorca -a su regreso de su semiexilio en Londres-, recibía
las cartas de su papá con los datos personales en forma de versos rimados
sobre el sobre. Y, por cierto, pasaba gran bochorno por ellos porque su
superior, al repartir el correo, lo hacía leyendo el destinatario
en voz alta. Ser
del Sur. Podría
decirse que los andaluces tienen inscrito en su código genético un don
endemoniado para hacer versos. La lista de los principales poetas españoles
incluye a un pelotón de andaluces: desde las antiquísimas y anónimas
jarchas, pasando por Góngora, Bécquer, Juan Ramón Jiménez, Antonio
Machado, García Lorca, Rafael Alberti, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre,
Emilio Prados, Manuel Altolaguirre, y varios etcéteras que estarían
llegando hasta el propio Joaquín Sabina. En un comienzo, todo parecía
indicar que el chico que escribía versos en cuadernos rayados en su época
de liceal, y que elegiría como carrera nada menos que Filología Románica
en la Universidad de Granada (una forma castiza algo ampulosa de llamar a
la vulgar carrera de “Letras”), pasaría su vida dando lecciones de
literatura española, o de francés, en institutos (liceos) de provincia,
al más puro estilo Antonio Machado. Pero a los catorce años,
junto a los granos y la masturbación, llegó a la vida de Sabina una
guitarra. En los años 60 el rock sonó hasta en los cerros de Úbeda: el
granujiento adolescente tocaba con sus amigos temas de Elvis en español.
Luego la vida en Londres haría el resto de la ingeniería genética: a
los ancestrales talentos andaluces se le sumarían siete años ingleses ,
nada menos que la década del 70 con sus Beatles recién disueltos, sus
Rolling Stones y su Bob Dylan. Sabina llegó hasta Londres con un
pasaporte que no era el suyo, huyó de los sabuesos como su padre, y se
instaló a hacer vida de exiliado y de okupa o de squatter. Se ganó
la vida cantando en el metro y en la calle, y se enamoró de una sudaca,
Lucía, una argentina con quien se casaría y a quien es posible rastrear
en la melancólica canción “Eva
tomando el sol” y en la oficinista de “Caballo de Cartón”. Madrid
me mata. En el cruce del Sur (la
Andalucía milenaria, árabe, judía, gitana y cantaora), y el
Norte (el gélido Londres punteado de pubs), está Madrid. Madrid es la
gran capital -central- que no puede desprenderse de la memoria de haber
sido hasta hace muy pocas décadas una ciudad rodeada de chabolas, a pesar
de su Museo del Prado y su Hotel Ritz, de sus torres de cristal y su
autopista meridiana. Joaquín Sabina se instaló en ella en 1978, con el
cadáver de Franco casi fresco y una euforia política, sexual y cultural
excepcional a la que poco después sucedería el llamado “desencanto”.
Nadie puede identificar a Sabina con suerte alguna de patriota: nada más
lejos de ese personaje que él ha creado de sí mismo que la manida
palabreja “patria”. Sin
embargo, Sabina ha compuesto verdaderos himnos a Madrid, al mejor estilo
nacionalista, épico y heroico. Uno de ellos es una canción
sencillamente inolvidable, titulada “Pongamos que hablo de Madrid”,
con dos versiones contradictorias, que justamente dan con el dedo en la
llaga de la identidad. Parafraseando a Simone de Beauvoir: ¿uno nace o se
hace? Sabina nació en los cerros de Úbeda pero el asfalto de Madrid es
su tierra. La eligió él, o la vida por él, que viene a ser muy
parecido. El conflicto entre Sur y Madrid (si es que lo hay) ha sido
resuelto por el compositor de un modo muy sencillo: haciendo dos finales
para su himno, quedando bien así con ambos costados de su corazón. Así,
una de las versiones finaliza con “Cuando la muerte venga a visitarme/que me lleven al sur
donde nací/ aquí no queda sitio para nadie.../pongamos que hablo
de Madrid.” Y la segunda versión, que añade con su puño y letra
en el libro que recopila sus canciones, dice: “Cuando la muerte venga
a visitarme/ no me despiertes, déjame dormir/ aquí he vivido, aquí
quiero quedarme/ pongamos que hablo de Madrid.” Las
menciones en sus letras a la estación de Atocha –la mole de hierro y
vidrio contigua al Retiro que recibe en Madrid a los trenes que vienen del
Sur- no sólo son numerosas y simbolizan su peripecia vital , sino que
cristalizan en el segundo gran himno a la ciudad, “Yo me bajo en
Atocha”, editado dieciocho años después en el disco compuesto a medias
con Fito Páez, canción en la que se percibe una necesidad de salir
corriendo de las garras de uñas pintadas del rosarino hacia la tibieza
acogedora del carro de la Cibeles. El
pasajero. La retahíla con que termina
el tema, y que permite que siete versos comiencen con la anáfora “pero
siempre hay un” algo que es atraído inexorablemente hacia Madrid,
menciona las palabras “tren”, “barco”, “coche,” “vuelo”.
Aquí y en muchos otras canciones, obsesivamente, Sabina utiliza como metáforas
obvias de la existencia vehículos que viajan (¡incluye hasta lomos de
yegua!). Nada más bonito que imaginárselo con sus lentes oscuros y un
cigarrillo apagado en la comisura de los labios, meciéndose en el
movimiento del vagón del metro, pensando un verso como “el tiempo es
un microbús”, o una lista de comparaciones “Errante como un
taxi por el desierto”, “(Huraño) como un barco sin
polizones” o “oscuro como un túnel sin tren expreso”,
mientras las estaciones de la línea azul se suceden: Bilbao, Tribunal,
Gran Vía, Sol, Tirso de Molina, Antón Martín, Atocha... En el jugosísimo homenaje que
su amigo y colega Luis Eduardo Aute compuso a Sabina “Pongamos que hablo
de Joaquín”, se encuentra el inefable hallazgo “Aunque andaluz de
fin de siglo/universal,
quiero decir/ no sé qué tiene de rabino/cuando le miro de perfil”.
Y mucho tiene de judío errante el personaje que Sabina crea y que
nos hace creer a todos que es autobiográfico. Por
sus versos pululan las maletas, los cajones vacíos, los bolsillos en
donde se busca algo que se ha robado. Sin embargo, frente a tanto
desarraigo y tanta metáfora de transitoriedad en sus versos , frente a
tanto símbolo de desintegración de la identidad, frente a tanto espejo
(las canciones están llenas de ellos) en que tanto personaje se mira para
ver quién está ahí, hay un sólido mundo que hace las veces de hogar,
dulce hogar, con una raíz
profunda en el corazón de la tierra, o más bien del cemento: son los
bares. El bar, el bar nocturno, es en Sabina la verdadera cueva del animal
llamado ser humano. Endemoniado
poeta. Sabina se mueve siempre en la polaridad de las paradojas, de las
antítesis, de los quiasmos y los oxímorons. Un profesor de literatura
podría volver locos a sus alumnos de quinto año de bachillerato si
Sabina estuviera en los programas de Secundaria. La paradoja (mayor
aún que la ecuación “hotel, dulce hotel, hogar , dulce hogar”),
que tiñe obsesivamente la poesía de las canciones de Sabina, es que
entre los desconocidos de la barra de un bar se produce la mayor
intensidad posible de contacto entre la especie humana, y, por el
contrario, en la vida rutinaria es cuando se produce el mayor alejamiento. Aquí el cantante se enrosca
en un discurso adolescente, pro-lumpen, que no le ha sido pocas veces
recriminado: idolatra ladrones, putas, drogadictos, travestis, presos,
suicidas y toda fauna viviente que se aparte de la convención. Es la
apología del “macarra de ceñido pantalón”: en el libro que
recoge sus letras, Sabina agrega anotaciones con su puño y letra y,
justamente a la canción “Qué demasiao”, del disco Malas compañías,
le apunta: “Aquí encontré un camino suburbial luego transitado ad náuseam”.
Un camino que sin duda transitan también tradicionales personajes fatídicos,
como Belcebú (que suele aparecer bajo diferentes rótulos, como por
ejemplo “Mi amigo Satán”) y hasta realiza en él un buen trecho con
Sade, con quien opina que “al deseo los frenos le sientan fatal”.
También se cruza con Casanova y por supuesto con Drácula. Juez,
parte y cuentista. Este “malditismo” tiene su
justificación en la hermosa canción “Princesa”, dedicada a una
heroinómana, uno de cuyos sus versos le pone título al disco: “¿Con
qué ley condenarte/si somos juez y parte/ de todas tus andanzas?” Muchas veces se ha dicho que
en realidad Sabina es un fotógrafo, un retratista tecnologizado que toma
instantáneas de los “nacidos para perder” con la ciudad de
fondo, con ese paisaje urbano
de espaldas al mar y a la primavera, bajo un cielo teñido de humo y
enredado de antenas y chimeneas y cables. Sin embargo, la lectura de
este libro de trescientas veintiocho páginas, donde se registran dieciséis
álbumes y decenas de letras de canciones, muestra a Sabina bien lejos del
testimonio. Por supuesto que lo que escribe tiene un fuerte efecto de
“realidad”: así la chica de
Eva tomando el sol, mientras Adán emborronaba partituras, “
freía las patatas”, en un verso de un prosaísmo pocas veces
superado en toda la obra de Sabina. Pero mucho más que periodista
amarillo, que ojo perspicaz siguiendo el rastro de ladronzuelos y
traficantes de droga del bajo mundo, él es un contador de historias. Cada
canción es un cuentito, un cuentito breve hasta a veces con moraleja. Y
cada estrofa a menudo evoca las rimas cantadas en corro por los niños.
Los juegos de palabras, las rimas consonantes más machaconas, donde los
finales de verso coinciden con los finales siguientes de modo sorpresivo y
juguetón, las retahílas donde se repite una palabra mágica hasta el
cansancio, nos llevan directamente a la poesía popular andaluza, al
romance que se regodea en el sonido mágico de las palabras pero que también
nos narra una historia. Literatura
antiliteraria. Estas canciones son
literatura... el problema está en dilucidar qué literatura. Están bien
lejos de la poesía de libro. En primer lugar, porque son mucho más
divertidas. El humor es un ingrediente fundamental en los textos de
Sabina, y hasta algunas veces toda
la canción es una gran carcajada . Es imposible escuchar o leer “Pacto
entre caballeros” sin reírse, imaginando a Sabina y a los ladrones tomándose
una foto carnet y pareciendo “la cuadrilla de la muerte”. Pero
aún en las canciones más tristes y patéticas el humor aparece en la
comisura de los labios, como en el homenaje que le hace a Cristina Onassis
y a todas las mujeres desgraciadas del mundo. Salvo unos solemnes y
panfletarios textos de su primer disco ( como por ejemplo el imperdible
“Canción para las manos de un soldado”), Sabina se mofa de todos y de
todo, aún con lágrimas en los ojos. Estas canciones tienen también
una desvergüenza que la pudorosa poesía de libro ha perdido hace tiempo:
el compositor no tiene ningún complejo a la hora de usar las rimas, por más
machaconas que sean. Juega con el lenguaje, incorporando a sus textos
decenas de palabras de la calle, rastros de una oralidad que se sabe efímera:
las palabras como “colega”, “talego”, “tronco”, son las del
argot madrileño y quizás no
se entiendan al otro lado del Atlántico, o quizás ya no se usen en un
par de décadas. Del mismo modo, en sus últimos discos, con la
latinoamericanización de su producción, Sabina ha incorporado palabras
del lunfardo, por ejemplo, sin ningún prejuicio. Si en Madrid no
entienden, allá ellos. Recupera el sabor de la
palabra como “cosa”, la mística de la palabra dicha, en oposición a
la lectura silenciosa del libro de poemas. Son textos para ser cantados,
fueron concebidos simultáneamente a su música, y el propio autor ha
tenido miedo de que , sus textos sin música, “puedan ser desabridos
como puchero de pobre”. Los
cantos del santurrón. En sus textos Sabina realiza
una reconversión de aquellos rezos insoportables que todo niño español
educado en la posguerra había de incorporar. Así, sus textos se
transforman en verdaderas “letanías”, reiteraciones
de frases mágicas o palabras talismán, como la anáfora “Hay
mujeres que...” en la canción “Mujer fatal”
y el “Ahora que...” de la canción que usa esta reiteración
como título. Un tema interesante sería
investigar todo el trauma religioso que tiene Joaquín Sabina moviendo los
hilos secretos de su corazón. Se confiesa ateo, pero sus textos
rockanroleros tienen la cadencia de los rezos y los tópicos de la Biblia:
por allí pasan constantemente las referencias al Génesis y son citados
en varias ocasiones Adán y Eva, Caín y Abel, y ni qué hablar de la
serpiente, Judas, Jesús, la Virgen, la Magdalena y numerosos lugares
comunes de las prácticas religiosas más fetichistas. Seguramente, toda
esta herencia y parafernalia católica le llegan más por su fascinación
por lo popular que por la credibilidad que lo sagrado tiene en su alma escéptica. Diosa
poesía. Y sin embargo, no es posible
separar a este Sabina cantador y juguetón del Verbo, con el Sabina que ha
leído multitud de libros de poesía. Sin los grandes libros de poesía de
Vallejo, de Neruda, de Alberti, de Lorca, de Sor Juana Inés de la Cruz, y
sin las horas que se ha pasado leyéndolos, este libro Con buena letra
, cuyo autor es el escritor Joaquín Sabina, sería
inconcebible. Los versos de Sabina están llenos de quiasmos y retruécanos
al más puro estilo barroco. Así, en “Una canción para la
Magdalena”, encuentra un maravilloso
hallazgo digno de Sor Juana: “la más señora de todas las putas/la más
puta de todas las señoras”, pero también están llenos de
enumeraciones, de modo nerudiano: hay estrofas enteras que son
acumulaciones de rótulos, de sustantivos, de nombres de calles. Este libro incluye los textos
de puño y letra del autor, pero no incluye –no puede- incluir la
delicia de la voz de Sabina leyendo en recitales ante un clamoroso público,
poemas de otros. Ha quedado grabada la lectura durante un concierto, de un
emblemático texto de Neruda, “Oda a la crítica”. Cuando se lo
escucha, se percibe el placer de la lengua húmeda de Sabina rozando los
labios, pronunciando aquello verso por verso, con un goce
infinito. Es el lector absoluto de poesía, es el lector que
escribe y que canta. CON
BUENA LETRA, de Joaquín
Sabina. Prólogo de Benjamín Prado. Temas
de hoy, Buenos Aires, 2003, 328 páginas. Distribuye Planeta. (Incluye
numerosos dibujos y fotografías del autor). |
Andrea Blanqué
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