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Mi sobrina Adela |
Mi sobrina
Adela viene a visitarme una o
dos veces por semana. Lleva una campera de cuero, últimamente, los pelos
desgreñados y botas Peter Pan. Ayer traía consigo una cámara de video,
que por cierto, debía ser muy pesada. Está haciendo trabajos para sí,
filma gente y animales. Se ha presentado a cuantos concursos existen. Sólo
una vez obtuvo una No
tiene novio, a veces está presa de la euforia y yo presiento que ha
vivido una o dos noches de
amor rabioso en esos días. Luego reaparece absolutamente melancólica. Yo
nada pregunto, porque no necesito que me
explique su historia. Mi
sobrina Adela es muy parecida a mí, a su padre, a mi madre, a mi abuela.
Cuando nació y vi ese rostro arrugadito supuse que todos habíamos sido
así en otros tiempos, equivalentes. En
el álbum de fotos que he ido recopilando - que nada tiene que ver con
aquellos primorosos de los daguerrotipos, sino que consiste en fotos en
color más bien fuera de foco, tomadas con un flash intempestivo, fotos de
descarte, las que de todo un rollo salieron mal- en este álbum los
rostros se ven de refilón, casi de contrabando. Allí, entreveradas entre
las modas, los cortes de pelo, las sombras verdes de los párpados , los laciados , las minifaldas y los vestidos a lunares, están las facciones, las huellas
borrosas de una genealogía. Cuando
era joven me decían La Griega. Con el pelo negro
me hacía una banana en la nuca, mis cejas tenían el tamaño de un
dedo pulgar. Nunca me quité el bozo. En 1961 viajé a Siena becada a
estudiar italiano. Durante unos meses estuve allí, en una universidad para extranjeros, mezclada
entre hindúes, iraníes, costarricenses, alemanes y muchos , muchos
griegos. En los pasillos, trataba de recordar frases elementales que me
había enseñado mi abuela. Me contestaban y yo me sonreía
bobaliconamente, porque en verdad no les entendía nada. Tenía
de griega un apellido, una fisonomía y un pasaporte. El resto era mitología
en pastillas de enciclopedia. Los
estudiantes griegos formaban un nido compacto. Yo venía de Sudamérica y
en realidad no logré hacer amistad
con nadie. Todos los compañeros de clase me parecían bastante estúpidos,
y posiblemente debían serlo. Eran torpes y lentos a la hora de aprender
el italiano, les resultaba lejano y fantástico el tiempo del subjuntivo,
del deseo y la probabilidad. Yo
después de clase huía por las calles medievales de Siena, caminaba con
dos o tres grados bajo cero durante horas, hasta la medianoche, finalmente
me iba a acostar- la caminata había conjurado el frío- y yo que guardaba
castidad desde hacía un par de años presentía que en cualquier momento
iba a irrumpir otra vez el
sexo dentro de mí. No
es que tuviera pesadillas pornográficas, ni que observara con apremio a
los muchachos que a mediodía devoraban polenta en el comedor
universitario enfrente mío. Pensaba sencillamente que mi cuerpo poseía
una sabiduría ejemplar, un
recurso casi telepático para reconocer el cambio, la metamorfosis, el
traslado del sosiego y la caminata al
animalesco gemido del jabalí. Visitaba
muchas iglesias para admirar el arte románico, observaba Madonnas, ángeles
que irrumpían en la vida tranquila de una muchacha, o también aquellos
cuadros de degollinas como la que hicieron Salomé o Judith. Los museos
abundaban por aquellas zonas. En el helado eco de mis propios pasos sabía
que toda mi vida iba a recordar aquel deslizarse mío por entre los
frescos y las columnas, por entre los retablos. La
abstinencia sexual había sido común entre los que habían hecho ese
mundo, los cuadros reproducían una y otra vez a la virgen tal, al ángel
cual, al santo aquél. Parecían todos saludables, todos bellos, sin
aspecto de penetrados ni penetradores. En aquellos años yo comía muy
poco, por naturaleza, y no
tenía buenas ropas de abrigo. La beca sólo me Ninguna
de aquellas enormes masas de cuerpos desnudos me excitaba, pero la
perspectiva de ser yo misma uno de ellos era francamente
perturbadora. Conjeturaba con mi
cuerpo reproducido por un pintor, con mi cuerpo copiado hasta la última
vena, hasta el último músculo. Y miles de ojos delante de mí durante
siglos. Cuando
recorría las basílicas de piedra vacías hasta el eco, sentía la
convicción de que alguien estaba ahí agazapado detrás de una columna,
dispuesto a desvestirme. Era
lógico que con aquellas sensaciones que me llegaban a cada momento, me
acostara de un día para otro con mi profesor de Historia del Arte. No
recuerdo exactamente cómo sucedió. Su
clase comenzaba a las ocho de la mañana , yo me sentaba en primera fila y
él proyectaba diapositivas. Explicaba el románico, y con su brazo , al
pasar por los pasillos, me rozaba el codo. Lo
consideré azaroso en un comienzo, luego me empezó a producir una vibración
aguda en el vientre. Tenía casi veinte años más que yo. Supongo
que dar clase a jóvenes extranjeras cada año era un desafío a la
fidelidad hacia su esposa. Porque estaba casado, y además tenía dos
hijos. Pero me lo crucé en una de las caminatas hacia las siete de la
tarde en la puerta de una
iglesia circular , nos saludamos, nos detuvimos y media hora más tarde
estábamos haciendo el amor en su automóvil. Fue
extraño en un principio aceptar su piel de cuarenta años. El vello del
pecho tenía canas. Me resultaba asombroso, nunca las había visto de
cerca, allí. Luego, también su forma de besar era más lenta,
más cansada. Siempre me había acostado con muchachos de mi edad,
aunque no llegué nunca a los extremos de Adela, que sale con chicos de
liceo. Aquello era distinto. Era
mi profesor pero no mi maestro. Sus clases eran divertidas, eruditas,
claras, pero yo no estaba allí para aprender. Por primera vez en mi vida
no tomaba apuntes. Estaba suspendida entre la juventud y lo que vendrá.
Después de los veinticinco años, la adolescencia ha dejado de ser, de
molestar, la estadística de intentar un suicidio se hace cada vez más
lejana, y el traje de baño no sienta de aquella manera que tanto
embelesaba a los ancianos bañistas. El
profesor y yo comenzamos a encontrarnos al atardecer, cada noche, paséabamos
por las calles de la pequeña ciudad que subían y bajaban. Alguna vez nos
cruzábamos con estudiantes que nos miraban con rostro de reconocimiento y
de asombro, el escándalo podía estallar siempre
por allí. En su automóvil, hacer el amor era engorroso y dulce.
Sentía un placer agudo, pero algo no me gustaba del todo: su piel de
cuarenta años, el olor a gasolina, la posición de mi pelvis, la idea de
su esposa. Un
día me propuso ir a hacer el amor a la casa de un amigo suyo, a una cama.
Yo debía llegar antes que él, su amigo era calvo y soltero y me abriría
la puerta. El
amigo resultó ser buen
cocinero. Me esperaba con unos spaghettis picantes y un vino tinto traído
del pueblo de sus padres. El profesor llegó un rato después
pero no cenó: ya lo había hecho en su casa. Me
gustó estar allí, con los dos. Estaba en un país extraño, hablaba en
una lengua extraña, la casa donde me hallaba tenía más de quinientos años,
estaba tomando un vino de un sabor indescriptible y pronto iba a hacer el
amor, después de haber vivido dos años de castidad. Pero
el vino fue excesivo y pronto pasé de las risas a vomitar. Vomité mucho,
el profesor me sostenía los cabellos, su amigo me limpiaba. El
profesor intentó hacer el amor conmigo aún en aquellas condiciones: teníamos
un lecho. Hice el amor y volví a sentir un placer agudo pero aún
experimentaba el cuerpo del profesor como ajeno y extrahumano. El decía
constantemente que me amaba. Yo no lo creía. Después volví a vomitar.
No parecía darle asco. Se
fue de madrugada, tenía que dar clase a mis compañeros a las ocho de la
mañana. Yo en cambio falté a clase, y me quedé allí, aquella mañana,
hablando con su amigo. Estaba acostada en una cama estrecha, y al otro
lado del cuarto estaba aquel hombre, a quien yo no conocía, casi nada. Pero
me gustaba hablar con él, en esa lengua que no era la mía. Habló mucho,
había tenido una amante, cerca de cinco años, ella se quería casar, y
él no, porque a menudo se peleaban y aullaban. Rompían cosas. Yo
nunca creí que pudiera estar casada, de hecho nunca lo estuve, pero al
menos hubiese podido tener como tantos la esperanza de una vida de a dos,
cortar cebolla juntos, poner un disco, ir al cine al aire libre en verano. Me
resultaba francamente difícil imaginarme de otro modo que deambulando. Veía
pasar por las calles de Siena las vespas con el muchacho erguido
conduciendo, y la chica detrás, abrazada a la cintura. Podía ser hermoso
dar besos en la nuca al novio, y éste girando la cabeza , arriesgándose,
para reír y hablar. Podía ser hermoso dormir todas las noches de la vida
abrazada a un cuerpo tibio. En
cambio, yo usé siempre bolsa de agua caliente y pastillas para dormir. No
me preparaba la cena, hacía años que no amasaba un pastel. El
profesor volvió cerca del mediodía, yo ya me sentía un poco mejor y
recordaba vagamente las horas de la noche. El estaba sumamente cariñoso,
me miraba con dulzura y cuando su amigo se iba a la cocina me repetía que
me amaba. Todo era muy extraño. Así transcurrieron seis meses. Mientras
el profesor daba sus clases a otros grupos
yo faltaba a mis otras lecciones , me escapaba de la Universidad y recorría
los monumentos una y otra vez . Era invierno y escaseaban los turistas. A
veces algún estudiante buscaba mi
mirada
para hablarme, las extranjeras siempre tienen deseos de hacer el amor con
un italiano, parecían decir sus ojos, yo cada día estaba más delgada y
más me acostumbraba a pasar mis
horas en el frío. Algún chico me invitó a un salón de baile. Más de
una noche mientras el profesor cenaba con sus hijos yo dejaba transcurrir
el tiempo con un muchacho tímido escuchando
al unísono los temas de Luigi Tenco y Rita Pavone. Muchos
de los que acudían a los salones de baile a bailar twist habían nacido
entre las bombas, en plena guerra. Pero yo no deseaba hablar con ellos más
que de tonterías. A veces el profesor se escapaba de su casa, cuando su
esposa estaba dormida, y se acercaba con su automóvil a los salones de
baile, para ver si yo estaba allí. En dos oportunidades me Tarde
o temprano nos encaminábamos al automóvil a hacer el amor. Cada vez me
gustaba más aquello. Yo me reía y me burlaba de él, imaginaba al resto
de los catedráticos súbitamente apoyando su cabeza contra el vidrio de
la ventanilla, rodeando el automóvil, todos observando con asombro al
colega con los pantalones bajos y a la alumna sudamericana que no les
frecuentaba las clases. Pero
durante el día, fuera del aula, fuera de la Universidad, en las plazas y
las fuentes, en los recovecos, observaba mi sombra de manos en los
bolsillos azotada por el viento, pisando aquellas mismas piedras que
cientos de años atrás habían sostenido a santos y herejes, monjas y
curas sodomitas, frailes místicos, campesinos analfabetos aterrorizados
por el fuego del infierno, y muchachas
que a los trece años ya estaban a punto de parir un hijo. No
dejaba de recordar que la gente que había levantado
aquellas iglesias muchas veces no llegaba a los treinta años. A los
veinticinco, que era la edad que yo tenía en
ese tiempo, llevaban más de una década trabajando duro,
alimentando niños y escapando a la muerte. Cuando observaba con lentitud
los rostros de los cuadros buscaba el aliento del modelo detrás de la
imaginería del pintor. Todos ellos estaban convertidos en polvo. Aunque
hiciera el amor todos los días con el profesor de Historia del Arte nada
podía quitarme de la nariz el polvo traído de la tierra, de las piedras,
confundido con mi olor, con la grasitud de mi cabello, dentro de mis uñas.
Mirarme a los espejos era temible, mirar al profesor fijamente también. Mi
beca terminaba rápidamente. Mi proyecto era , una vez acabados los
cursos, visitar a mis
parientes griegos en su isla. Tenía numerosos tíos y primos en Patmos,
en Athenas, en el pueblo de Rethimon de Creta. Tal vez pudiera trabajar
con ellos un tiempo, conocer sus bailes, sus comidas condimentadas,
escuchar su griterío, pero yo sabía que más que nada El
profesor sabía que mi partida era inminente, lo mencionaba a menudo.
Ahora me llevaba a hacer el amor a hoteles de pueblecitos cercanos, en el
camino nos deteníamos a veces a
recorrer pequeñas capillas románicas donde entre la humedad aún podían
advertirse los frescos. El
decía constantemente que yo era bella, que me amaba. Yo le
contestaba que no era verdad, que ninguna
de las dos cosas lo era. Por supuesto que también hablábamos de otros tópicos.
El, en realidad, sabía muchísimo de la Edad Media, de columnas, arcos y
técnicas de escultura, trataba de compartirlo conmigo, y yo, que siempre
había sido una estudiante A
veces , en mitad de tales paseos, me besaba apasionadamente.Yo le
preguntaba que cómo era posible para él regresar luego a su casa, besar
en los labios a su esposa, la cabeza de sus hijos, él me lo explicaba
pero ahora ya no consigo recordar sus argumentos. También hablábamos de
cine, eran los tiempos de gloria de la Dolce Vita, de Visconti, de Alberto
Sordi. Leíamos juntos versos de Montale. Nunca le creí demasiado aquello
del Cuando
me fui de Siena decidió acompañarme. Yo debía tomar el tren para
Athenas en Trieste, un tren que atravesaba la Yugoslavia de Tito y que
finalmente llegaba a la capital griega . Antes, deseaba detenerme para
recorrer un día Venecia, que en el mes de mayo aún no atosigaban los
turistas. Casi no contaba
con dinero. El profesor me llevó hasta allí, El
día que recorrimos Venecia
no dejamos de hablar un instante. El me hacía prometer
constantemente que volvería, que después de Grecia, después de Uruguay,
después de los años, volvería, inevitablemente, volvería para él. Lo prometía pero sabía
que aquello eran palabras
colgadas en el cielo de Venecia, sostenidas por la luz de las cúpulas
donde se No
volvería, no debía ser así. El
tren hacia Athenas partía a las 7 de la mañana. Permanecimos
toda la noche despiertos, hasta la madrugada, en la oscuridad de la pensión,
haciendo el amor de todas las formas posibles, porque aquello se acababa,
de verdad, se acababa. Los preservativos, que nos habían acompañado
indefectiblemente en el automóvil, junto con la incomodidad, el ruido a
plástico y los transeúntes indiscretos, aquella Nunca
creí que quedara embarazada, tal vez el profesor lo anhelara
calladamente. Cuando comenzó a percibirse la claridad del sol, la niebla
inundaba Venecia, cubría los canales y los puentes, no pude despedirme de
la ciudad oculta en la bruma. En
la estación de tren , el profesor me abrazó, aquello era esperable, pero
me temblaron las rodillas y me sentí aspirar el aire con ansiedad. Un
dolor punzante me atravesaba directamente desde la garganta hasta el
vientre. El tenía los ojos rojos. Dijo en un momento: ahora sí. Subí al
tren y poco más tarde ya arrancaba. Finalmente, así, en un instante, me
estaba yendo. Me
fui. Tras
dos días de un tren lentísimo , que se quedaba un par de horas detenido
por doquier, que expedía un olor nauseabundo de los baños, que
atravesaba maizales eternos, que se llenaba de pronto de taciturnos
gitanos, llegué a Athenas. Sucia
, cansada, con hambre y sueño, llamé por teléfono
a mi primo hermano, el hijo de la hermana de mi padre, que cuando
niño había estado en Montevideo y habíamos jugado juntos un verano. Estaba
allí, justamente, en su casa, porque trabajaba
para un periódico desde su máquina
de escribir. Dos años atrás había sufrido un terrible accidente;
desde un automóvil destrozado lo sacaron rengo para siempre y con grandes
cicatrices en el cuello y la mejilla. Mi primo , como muchos griegos
universitarios, hablaba italiano. Luego
de la soledad de Siena
cruzada tan sólo por los besos y las palabras del profesor, resultaba
extraño estar allí, instalada en el living de la casa de mi primo, un
hombre joven lleno de cicatrices pero con un rostro muy similar al mío,
que me sonreía constantemente y
me daba la bienvenida a cada paso. Me
llevó con su cojera por numerosos rincones de Athenas. Me hizo probar
vinos y licores que me daban tos, me presentó a sus amigos, aunque con
ellos no logré entender una palabra. La política les hervía en la
sangre. En
la grata hospitalidad de mi primo me di cuenta de que estaba embarazada.
No tuve más remedio que confesárselo. Entre citas y reportajes, tuvo
tiempo de suspender su trabajo en plena tarde y acompañarme hasta una clínica. Los
días que siguieron me encontraron muda y somnolienta. Había llegado la
muerte dentro de mí, y olerla era duro. Mi
primo me propuso viajar a Patmos, una isla bellísima, donde se decía que
San Juan había escrito el Apocalipsis, muy cerca de la costa de Turquía.
Así lo hice. Viví durante meses en una pequeña habitación sin puerta
escuchando a mis tías hablar y reír a los gritos hasta la medianoche. La
isla era aterradoramente bella. Desde cualquier colina se veía un mar
dorado, negro, blanco, gris. Había días en que la belleza me hacía
bien, otros me dañaba en lo hondo. A
veces paseando sola me topaba con pastores ancianísimos y con sus cabras.
¿Eran como yo, me preguntaba, eran verdaderamente como yo? Al
año siguiente viajé a Rethimon y trabajé en Creta en la cosecha de
naranjas. Aprendí griego, las manos se me llagaron una y otra vez. De
noche dormía como un fardo pero aún así soñaba con las piedras de
Siena y el profesor. Cada tanto el barco del correo me traía sus cartas.
Eran cartas de un romanticismo antiguo,
fulgurante. Yo apenas las contestaba con una postal. Cuando
contaba con veintisiete años volví a Athenas para despedirme de mi primo
y llegar al aeropuerto. En
la navidad de l963 regresé a Uruguay. La noche anterior a mi
regreso hice el amor con mi primo, su cuerpo fallido lleno de cicatrices
me resultó muy hermoso y aún me lo resulta en la memoria. Por
varios años el profesor me escribió aventurando la idea de atravesar el
Atlántico y venir a verme. También me enviaba telegramas con mensajes
cortos, intensos. Yo guardaba estos telegramas en los libros de texto .
Durante treinta y cinco años di clases de italiano en varios espantosos
liceos, y en los exámenes oscilaba entre la apatía y la cólera, entre
el desprecio y la piedad por mis alumnos. Hoy
Adela regresó y me pidió dinero. Yo le dije que sí, que por
supuesto, fui hasta la biblioteca, y tomé de adentro del
forro de un viejo cuaderno trescientos dólares. Cuando regresé
con los billetes la encontré llorando, desconsoladamente llorando, llena
de mocos y con los párpados con Me
dijo que estaba embarazada. Me dijo que tenía terror de ser madre
soltera. Me dijo que tenía terror de quitarse el niño. Yo
la dejé llorar, hasta que se durmió vestida, sobre el sofá. Cuando
se despertó, horas más tarde, le dije que yo podía ayudarla con el niño, cuidarlo
mientras ella trabajaba, pagarle la guardería, quedarme con él los sábados
de noche para que pudiera ir al cine, coserle la ropa y comprarle los pañales
desechables. Tengo sesenta años y quizás pueda vivir hasta la
adolescencia de su hijo. Adela estaba desgreñada, hinchada, silenciosa. Tras unos diez
minutos de hermetismo me dijo que sí. |
Andrea Blanqué
La Piel Dura, 1999
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