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Inmensamente Eunice |
1- Eunice tenía 27 años y pesaba 114 kilos. Apenas un siglo atrás
un pintor la hubiese contratado como modelo y podría haberse ganado la
vida de ese modo. Ella en cambio había estado buscando trabajo durante
largos e inútiles meses, en los cuales sin duda había abierto la vieja
heladera con más frecuencia. Es habitual creer que un gordo ve un promedio de once horas de
televisión por tarde. A las gordas se les atribuye también la lectura
copiosa de revistas del corazón, pero Eunice jamás las hojeaba siquiera.
Rara vez probaba las famosas
papas chips, y menos aún con los ojos fijos en una brillosa pantalla. En los tiempos en que buscó trabajo, ningún comercio de
comestibles quiso contratarla por temor a que comiese clandestinamente
todo aquello que estuviera en unos metros a la redonda. Finalmente Eunice
había conseguido un puesto en una tienda de plantas. Sin duda, nadie podía
imaginarla probando los helechos o los geranios, ni saboreando rosas
amarillas. En cambio ella conocía sobradamente los nombres de las flores
y del redondo rostro de
Eunice se respiraba un aura de candor. El dueño de la tienda conjeturó
que su enorme presencia en el lugar podía resultar adecuada. Pasaba entonces Eunice
allí las horas, sentada en un taburete de madera. En el grabador sonaba
una y otra vez el mismo cassette de música new age. A veces Eunice extendía
su hinchada mano y acariciaba las hojas de una cretona, suavemente,
sintiendo las rugosidades de su superficie en la punta de los dedos. El
tiempo se deslizaba, inmenso. 2- La casa de Eunice era un viejo apartamento interior de la calle San
José. Los fines de semana Eunice se echaba en la cama con todas sus
carnes distribuidas al costado, a la derecha y a la izquierda, y en
compacta relación con el colchón se dejaba llevar por los sonidos que
provenían del gris pozo de aire. Eran sonidos como surgidos de una gran
boca de dios cartaginés: llantos de niños, mujeres acuciadas por la hora
del almuerzo, disparos de serial norteamericana, radios mal sintonizadas,
hombres protestando. Pese a sus 114 kilos Eunice nunca cocinaba. Cada sábado, luego de
cerrar la tienda, se dirigía a una populosa feria que hormigueaba en el
costado del barrio. Allí se detenía, provista de grandes bolsas, básicamente
frente a dos puestos clásicos. Uno era el camión de chacinados,
que se elevaba con su conglomerado de productos sobre las cabezas
de los que esperaban. Colgaban delante de los ojos expectantes de la gente
racimos sonrosados de chorizos, rondas infinitas de morcillas con el color
de un africano, salamines de piel añeja, butifarras de grasa traslúcida,
el costillar de algún animal perdido para siempre, y, a veces, el rostro
adormecido de un lechón de orejas tristísimas. Eunice aguardaba su turno y recorría con la mirada la gran
acumulación de carne porcina cuyo destino era convertirse en carne
humana. Compraba luego un buen surtido de mortadela, bondiola, cabeza de
cerdo, paleta y longaniza, y habitualmente -cuando lo había- un espléndido
y aromático paté. Luego , con una de las bolsas ya completa, Eunice se dirigía al
puesto de quesos y allí, mientras los números transcurrían, quedaba
ensimismada en los agujeros del laberíntico gruyere, en el aspecto lúdico
del putrefacto roquefort, en las tonalidades que iban del amarillo al
naranja de la sucesión de quesos colonia, que evocaban con sus nombres un
campo verde con la familia de un granjero levantado al alba. Eunice pedía
un kilo de manteca, un kilo de dulce de leche, un kilo de mermelada
de ciruelas. Observaba cómo los contenidos de los grandes tarros se iban
vaciando de su sustancia pegajosa , cómo los dulces restos
pugnaban por adherirse a todo. Después de la visita de estos puestos, a Eunice sólo le restaba
la rutina de la panadería. Allí compraba varias piezas de pan casero
humeante aún, con forma de cuerno mitológico, y unas cuantas bolsas de
leche. Formidablemente cargada, Eunice retornaba a su casa
despaciosamente. Delante de ella se alzaban las altas figuras del sábado
de tarde y del domingo. En su mesa de luz, junto a la maciza cama, siempre se hallaba
reposando alguna biografía, de un mártir o de un héroe, de un músico o
un viajante, a medio leer. 3- Había dos clases de clientes en la tienda: los que amaban las
plantas, y los que amaban a otro. Entre estos últimos la gama era grande
y nunca perdían tiempo: novios, amantes, amigas íntimas, hijos de madres
solas. Los que venían en busca de su propia planta, en cambio, eran
morosos. Observaban con sagacidad científica el verdor de las hojas, la
humedad de la tierra, el olor. Entre ellos se destacaba un ciego. Llevaba un par de lentes oscuros
que jamás se quitaba, por lo que Eunice presentía que había algo
tremendo e improfanable detrás de esos cristales. Era un gran conocedor
del reino vegetal, y antes de llevar una planta sopesaba cuidadosamente
las cuestiones de la luz, el regado, la maceta, la poda. No hablaba
demasiado pero Eunice lo veía hacer, recorrer sin preguntar la tienda
identificando con los dedos cada hoja, o con la palma de la mano extendida
la altura del arbusto. Eunice se debatía interiormente entre su deseo de preguntarle al
ciego si lograba suponer además el color de las plantas -imaginarlo o
recordarlo de otros tiempos , antes de que la noche lo hubiera inundado
todo- y su silencio
respetuoso de gorda, que
prefería respirar despacio a hablar solícita con los clientes. El ciego siempre olía las flores que se hallaban en exposición y
aventuraba su nombre. Jamás fallaba. Eunice sonreía ante los aciertos del ciego sin dejar jamás
escapar una risa, por temor a que éste percibiera el jadeo característico
de la gordura. Cada vez que atisbaba al ciego, a través del cristal de la
vidriera, a punto de entrar a la tienda, Eunice inmediatamente sacaba de
un cajón un frasco de colonia y se refrescaba el cuello y los brazos. Un
hombre con un olfato tan acuciante podía entrever a pesar de la pulcritud
el dejo aromático de 114 kilos. 4- Un día el ciego le propuso a Eunice un trabajo a realizar un
domingo. Se trataba de podar las trepadoras de las paredes de su jardín,
que amenazaban irrumpir en las ventanas de la casa del vecino. El ciego
prometió a Eunice una escalera para subirse allí. El amaba los trabajos
de jardinería pero aquello estaba fuera de sus posibilidades. Eunice accedió, aunque aterrorizada: temió sentir su propio
cuerpo desplomándose haciendo astillas la escalera ante el ciego alelado,
intentando levantar del suelo aquella inmensa mole malherida. El domingo entonces se encaminó llena de desasosiego hacia la casa
del ciego: era ésta una bella y pequeña construcción de Bello y
Reborati contigua al Parque Rodó. Adentro, al costado de la entrada, había
una hermosa y retorcida escalera de madera que llevaba a la segunda
planta. Eunice suspiró de alivio cuando el ciego le propuso ir al jardín
por el costado contrario. Felizmente, la vieja escalera de roble no crujiría
con Eunice. En el jardín, el diligente ciego lo había preparado todo: allí
se encontraban las podadoras, los guantes de trabajo, las mangueras y demás
implementos de jardinería. Reposaban junto a una moderna escalerilla de
metal, fuerte y resistente, de las que venden en ferreterías y bazares.
Aquello llenó de alegría a Eunice que se puso a trabajar con ahinco. 5- Hasta el atardecer, Eunice y el ciego organizaron las enormes
enredaderas y los racimos de Santa Ritas. Era agosto pero casualmente
aquel año se vivía un tibio veranillo
y Eunice acabó la jornada llena de tierra y polvo estampados en el
sudor. Ya llegaba el crepúsculo. El
ciego propuso a la acalorada Eunice que se duchara en el baño de la
planta baja, contiguo a la cocina. Trajo, presto y comedido, grandes
toallas blancas bordadas con unas cursivas iniciales. Eunice estaba
agotada, aunque se sentía liviana y contenta, y sin pensarlo demasiado ,
accedió. Cerró la puerta con tranca, se quitó la ropa de trabajo, y
luego de observarse un tiempo en el espejo, abrió la humeante ducha y se
metió. Eunice se hallaba de alguna medida colmada de una tibia dicha, y
bajo el estruendo de la gruesa ducha, comenzó a tararear una canción.
Pronto cerró los ojos bajo el agua, que caía a chorros sobre su ancha
nuca. La fuerza de la ducha caía con ímpetu sobre la vieja bañera de porcelana, produciendo
cierto estruendo. Súbitamente, el tarareo se convirtió en alarido. Dos manos extrañas,
tenaces y voluntariosas, se hallaba palpando intrusas el enorme cuerpo de
Eunice bajo el agua. Eunice temblando comprendió en un instante confuso:
el baño, según la arquitectura de las viejas casas, tenía dos puertas.
Una de ellas había quedado sin su correspondiente tranca. El
terror de Eunice la inmovilizó. Aquel hombre
ciego que se empapaba las ropas bajo la ducha y que estaba
recorriendo con ambas manos la gran extensión de carne del cuerpo de
Eunice, compuesta por sus muslos, su vientre promimente, sus rollos bajo
las axilas, sus senos sobrenaturales, estaba descubriendo asombrado que
ella era poseedora de una inmensa gordura. El agua chorreaba por los lentes oscuros del ciego, pero este no
interrumpió su sagrada labor: sabio, realizó un reconocimiento minucioso
del cuerpo de Eunice, mientras afuera la noche se ganaba definitivamente
al crepúsculo. 6- Durante seis meses Eunice concurrió cada domingo a realizar
trabajos de jardinería a la casa del ciego. Llegó el verano y los
jazmines explotaron de aromas, los rosales trepados a la pared estaban más
rojos que nunca y el viejo magnolio del centro del jardín parecía
dominar el aire de toda la ciudad. Eunice ya no temía el crujido de la vieja escalera de roble. Luego
de llenar la casa de perfumados ramos, el ciego y Eunice se dirigían al
gran dormitorio de la planta superior, que tenía en su centro una cama
con una cabecera compacta de oscuro cedro, sobre la cual se apoyaban los
simétricos rollos de la espalda de Eunice cuando el ciego reposaba con el
rostro casi escondido entre los gigantescos senos. A las cinco de la tarde sonaba el timbre y llegaba el pedido de la
confitería Esmeralda que ahora el ciego realizaba cada domingo. Traía el
cadete un surtido de sandwiches olímpicos, saladitos de palmita con
roquefort y nuez, bocaditos de queso y guinda, cestitas de palmitos con
salsa golf, canastas de mayonesa de aceituna, rollitos de jamón con
cabellos de ángel, pequeñas croquetas aún calientes de jamón y queso,
empanadillas de hojaldre rellenas de atún y , luego , una magnífica
bandeja de masitas compuesta por bombitas de chocolate, de sambayón
y de crema, tartas de frutilla, de ananá y de kiwi, trufas, milhojas, cañones
de dulce de leche y gelatinas. Eunice comía y acariciaba la frente del ciego, que ya no usaba sus
oscuros lentes y dejaba al aire libre la imagen de sus pupilas desvaídas
y asimétricas. No hablaban demasiado. 7- Un domingo al atardecer, cuando Eunice ya estaba dispuesta a
movilizar su enorme cuerpo de la cama para vestirse, el ciego le comunicó
que en quince días partiría para Cuba. El grueso pecho de Eunice quedó
petrificado, sin emitir palabra. El ciego llenó el silencio explicando a Eunice que allí sería
sometido a un tratamiento y a sucesivas operaciones, durante cuatro meses,
que posiblemente hicieran que recuperara la vista. Existía un sesenta por
ciento de posibilidades de que ello fuera así y, lleno de esperanzas, el
ciego hablaba a la vez que sonreía. Eunice alabó el proyecto, llenó de elogios el entusiasmo del
ciego, lo alentó y rodeó con sus espléndidos brazos, pero adentro de su
cuerpo, bajo las diversas capas de grasa, su corazón se encongió como el
de un pollito. Al despedirse de Eunice, en el morisco zaguán de la casa Bello y
Reborati, el ciego no logró percibir las lágrimas que por el rostro de
ella bajaban. Cuando se cerró la puerta con un grave chirrido Eunice odió
al destino que estaba siéndole, una vez más, tan cruel. Se encaminó a
su casa por el costado del lago del Parque Rodó, lenta como una
centenaria tortuga. En unos pocos meses, pensaba apesadumbrada, el hombre que acababa
de abrazarla podría verla, tal como era, grotescamente gorda. Aquel
cuerpo deforme y gigantesco abarcaría el espectro de sus redivivos ojos. 8- Al día siguiente de marchar el ciego hacia Cuba, acompañado por
una anciana tía, los 114 kilos de Eunice se dirigieron a una clínica
para adelgazar. Todos los ahorros que había acumulado en una cuenta desde
que trabajaba en la tienda de plantas se fueron en pagar el tratamiento.
Allí le aseguraron que no tardaría en bajar diez kilos por mes.
Además de los rigores de una dieta inenarrable, Eunice debía pasar el día
bebiendo sorbos de agua y caminar varios kilómetros desde la madrugada
hasta el momento de abrir la tienda. Por las noches, debía concurrir a
un gimnasio donde se erigían aglomerados de aparatos que seres
ensimismados y sudorosos se empecinaban en mover y mover. Tenía además
que envolver sus grandes muslos, caderas y vientre en unos nylons, debajo
del equipo de lycra, para transpirar
aún más sin alivio alguno. La clínica de adelgazamiento le enviaba dos veces por día las
viandas empaquetadas con las calorías cuidadosamente calculadas: habían
eliminado de las comidas todo rastro de sal, de aceite, de harina. Un médico con rostro de hamster inspeccionaba a Eunice cada
semana, la auscultaba, le miraba los ojos y le hacía unas preguntas
rutinarias. Aunque todos los clientes de la tienda le preguntaban
atemorizados si no se sentía bien, el médico con cara de hamster le
aseguraba que los resultados del tratamiento estaban desarrollándose en
forma excelente. Los
sábados y domingos Eunice hacía gimnasia frente a la luna del ropero.
Cada media hora descansaba quince minutos echada en su vieja cama. En
bombacha y soutien, se atisbaba el cuerpo , se lo palpaba, abría las
palmas de las manos en toda su extensión sobre sus naldas y abdomen, y
percibía , silenciosamente, secretamente, la metamorfosis, el devenir,la
huída de su cuerpo hacia regiones del pasado perdido. A los tres meses y medio Eunice se acostaba en la cama, de costado,
y podía divisar ya el hueso de la cadera, allí, prominente, luego de
tantos años de haberlo perdido de vista entre
capas soterradas de grasa. De pronto descubrió que por la calle ya nadie la miraba con
asombro. Un día, fue una boutique y se compró un par de pantalones de
una talla normal. Al correr un ómnibus, consiguió detenerlo, llegar a
tiempo antes de que arrancara. Los pasajeros podían sentarse al lado de
ella sin que se hallaran perturbadoramente incómodos. 9- Un atardecer sonó el teléfono de la tienda y al atender Eunice
reconoció la voz del ciego diciéndole que ya no era ciego. Hecha un solo
temblor, Eunice combinó con él una visita a la casa Bello y Reborati,
como antes. El le dijo que en todos estos meses las hierbas del jardín
habían crecido desmesuradamente y que era necesario fertilizar las flores
y quitar malezas. Era
otoño y aquel domingo Eunice no llevó ropa de trabajo sino un ligero
vestido de algodón blanco que apenas le tapaba las rodillas. Cuando alzó
la mano menuda para apretar el timbre de bronce, cruzó como alada por su
memoria la imagen de sus dedos rollizos realizando ese mismo gesto, apenas
un año atrás. El abrió la puerta, y en su rostro lucían unas pupilas castañas
fijas y penetrantes. Durante un tiempo nada dijo, esperando que fuera
aquella mujer la que se diera a conocer. Ella
sonrió, temblorosa y pálida: tardó algunos instantes en explicar que
era Eunice, que era la mismísima Eunice, que había aprovechado la
ausencia y la espera para decidirse a adelgazar. Su voz había perdido el
característico jadeo de la presión de las capas de grasa y ahora fluía,
contra el sonido de los pájaros del Parque Rodó. En el rostro escrutador de aquel hombre que durante dieciséis años
había sido ciego, se perfiló una sombra de desánimo. Rígido, parecía
no decidirse a invitarla a pasar. Finalmente lo hizo, pero aquello no fue
más que una fórmula de simple cortesía. |
Andrea Blanqué
La Piel Dura, 1999
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