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La fuente de los faunos
Andrea Blanqué

1-

Eran tres niños que jugaban en el Cabildo. Rara vez cruzaban a la plaza de la Iglesia,donde allí sí los niños de las pensiones corrían por los canteros de pasto ralo y se perseguían gritándose de árbol a árbol.

Gaia, Marcos y Cecilia  llegaban de la mano por la peatonal a introducirse en los patios del viejo edificio de piedra. En aquellos días Gaia estaba leyendo a Flaubert . Tenía doce años y hacía exactamente uno que había abandonado a Emilio Salgari para siempre.

Las novelas del italiano suicida la habían acompañado sostenidamente desde los siete años, ocupando el grueso de las horas en que no concurría a la escuela, por mucho tiempo. Había leído varias veces Los misterios de la jungla negra, Los tigres de la Malasia,  El Capitán Tormenta , Cartago en llamas, El corsario negro y muchos otros. Gracias a ellos, se había soñado a sí misma en infinidad de oportunidades sacerdotisa de pagoda, doncella camuflada en pirata, amada de soldado desertor.

Pero ahora las páginas de Salgari se le habían cerrado para siempre, y la biblioteca de su madre comenzaba a regalarle gruesos tomos forrados en algo similar a cuero verde. Estando su madre trabajando, Gaia revisaba los estantes con atención, abría y hojeaba con cuidado los larguísimos novelones de páginas amarillentas, e incluso posaba sus ojos ávidos en los destartalados diccionarios de  palabras  infinitas. Gaia había descubierto, por ejemplo,  un vetusto diccionario "latín-español", y a veces pasaba su índice por las largas listas de vocablos, porque su madre le había contado en alguna ocasión  que su nombre y el de sus hermanos provenían de los antiguos tiempos de Roma, y aquello no dejaba de tener para Gaia un sentido misterioso y profundo.

Más allá de la frontera de los libros, al ser Gaia la mayor de los  hermanos , de algún modo debía escoger  la manera de suceder el tiempo de los tres , cuando el calor arreciaba en la Ciudad Vieja y su madre se hallaba en la inmensa torre del Cinco Estrellas encerrada en las cocinas.

Tiempo atrás, la madre de Gaia había realizado,  durante años,  tortas de cumpleaños por encargo: ello significaba que, en un pasado reciente pero ya borroso, ella había estado en casa, allí, efectivamente, cerca, con el sonido de dos batidoras superpuesto y el increíble desparramo de artefactos que se ensuciaban en la cocina durante tal gestión.

Que la madre trabajase de este modo implicaba para todos pasar períodos de extrema austeridad, pues había momentos en que parecía no  festejarse un cumpleaños en varios barrios a la redonda. En épocas de bonanza, en cambio, daba la impresión  de que una década atrás todos los partos se hubiesen producido de golpe, al unísono. En esas fechas, Gaia y sus hermanos aparecían a menudo por la cocina para rebañar los restos de los cacharros con chocolate o chantilly. Su madre en aquellos días estaba cerca, y si bien solía ponerse de pésimo humor cuando se hallaba vecino el momento de entregar la torta, sus anchas caderas deambulaban efectivamente por allí, a poca distancia, grandes y blancas, cubiertas por delantales enharinados.

Un día había llegado para la madre una gran oportunidad: cocinar en el fabuloso hotel que se había inaugurado recientemente a dos cuadras de su casa.

Desde entonces, la madre de Gaia partía de mañana, antes del mediodía, y llegaba cuando ya hacía tiempo que se había puesto el sol. Traía consigo habitualmente un paquete con exquisiteces que muchas veces ella misma preparaba y que sobraban del restaurant. Volvía con un cansancio ancestral, de vaca mojada por la lluvia, y se sentaba en un sillón berger mientras los tres niños se acomodaban encima y alrededor, a mirar televisión. La pequeña Cecilia se dormía en sus brazos y la madre a su vez lo hacía con la cabeza apoyada en la cabeza de la berger. Gaia y  Marcos terminaban por acostarlas a las dos, cada una en su respectiva cama del mismo compartido cuarto.

A veces Gaia intentaba hablar con su madre de aquellos amantes ingratos de Madame Bovary, pero a menudo su madre ya  había caído dormida.

Aquel cuerpo de caderas anchas que se quedaba dormido en la berger era sin embargo el concepto más redondo de madre que Gaia podía conjeturar. A veces Gaia recorría con un dedo los estantes con los libros de su madre y reflexionaba acerca de los tiempos en que ésta no trabajaba ni criaba niños ni había tenido un marido ni un divorcio, tiempos en los cuales simplemente aquella mujer se tumbaba a leer a la hora de la siesta, mientras el mundo se desvanecía tras las letras, las palabras,  y el polvo del papel.

2-

Los tres niños pasaban los veranos sin acudir a playas ni a balnearios: la madre debía hacer horas extras para poder pagar las múltiples facturas que se acumulaban en una caja de madera tallada dentro de un aparador. Solos, en trío, los hermanos recorrían la Ciudad Vieja en los eneros en que los abogados no hacían sus diligencias por allí, ni espectaculares secretarias dejaban al pasar un reguero de viento empapado de perfume.

Pero ni la Plaza Zabala, compacta de magnolios, ni la Plaza  España de la Rambla, frente al mar, ni la Plaza Independencia, con su enorme llanura para andar en bicicleta, podían compararse a los patios interiores del Cabildo, donde las viejas piedras irradiaban un extraño frescor y las plantas y las estatuas evocaban el claustro de un viejo templo pagano.

Cecilia, que tenía tres años de edad, amaba descalzarse e introducir sus mullidos pies en los chorros helados de la fuente de mármol. Marcos, que era un niño de pocas palabras, solía ensimismarse durante horas observando las destartaladas maquetas de fortalezas que en la parte posterior del Cabildo se guardaban sin señal ni cartel.

Gaia, en cambio, permanecía atenta al devenir humano del Cabildo. A veces, al atardecer, los patios del viejo edificio se veían cruzados por gentes que se saludaban unas a otras, y entonces una sala se llenaba de hombres y mujeres que escuchaban con gravedad la voz de alguien que leía sonoramente algunas páginas.

Hubo una ocasión -Gaia lo recordaba perfectamente- en que el patio derecho se inundó de visitantes y que durante dos o tres horas, delante de un micrófono, desfilaron poetisas: mujeres viejas, mujeres maduras, mujeres jóvenes, mujeres rubias, mujeres delgadas, mujeres gruesas. Cada una leyó aquella vez textos que Gaia escuchó con atención, en un estado de embotamiento similar al que la poseía cuando tenía fiebre.

Pero una de las poetisas habló con acento extraño, de ultramar, con las jotas parecidas a un susurro: su poema hablaba de una mujer pequeñita encerrada en un cuarto, que esperaba a un hombre una tarde, y una noche, y una mañana.

Gaia se propuso no olvidar nunca a aquella mujer y su poema . Sentada en la piedra, contra una columna, al lado de las estatuas de los caciques, Gaia observó a las filas de personas que aplaudían, las correctas piernas cruzadas de las mujeres que habían leído, los rostros que se cuchicheaban entre sí. Deseó entonces tomar a la mujer con acento de español caribeño de la mano y llevársela al otro patio, al de la fuente, a jugar con Cecilia en los chorros de agua, a explicarle que ella sólo tenía doce años pero que ya había leído a Balzac y a Flaubert . Pero la mujer alta y sonriente del poema de la mujer pequeñita no hacía más que firmar libros y sonreír.

En otra ocasión, una noche calurosa, Gaia advirtió que los invitados estaban muy ruidosos y que reían con facilidad. Había dos o tres mozos que pasaban con frecuencia. Gaia había tomado uno de los vasos que habían quedado abandonados por allí, en un banco, y se había tragado de un tirón su contenido. Luego había hecho lo mismo con tres o cuatro vasos más. Aquella noche Marcos, solo, había acostado a la pequeña Cecilia, a su madre  y a la mismísima Gaia, que se había dormido sobre las rodillas de su madre, recostada en el berger, con la mandíbula hincada en la carne materna de un modo global e irreversible.

3-

Desde entonces, cada vez que un escritor compartía con sus amigos la presentación de un libro en el Cabildo, Gaia lograba deslizarse entre los ruidosos adultos que brindaban, mientras  Marcos y Cecilia eran convidados por los mozos con Coca-Cola.

Gaia observaba a menudo con sumo interés los lomos de los libros que se apilaban siempre junto a la pared, en una mesa.

Solía detenerse en el número de páginas y reflexionar acerca de lo que ellas significaban: un inmenso tiempo del escritor sobre el papel arrojado a escribir tal cantidad de palabras.

Ser mayor, reflexionaba Gaia, debía tener necesariamente una fuerza insospechada. Debía implicar, por ejemplo, la capacidad de terminar tareas titánicas, inconmensurables. Gaia hacía mentalmente listas de ellas: subir una aguda montaña en una nevada cordillera ; construir -siendo un náufrago y  sin  herramientas- una cabaña y más tarde, un barco de madera; quedar embarazada , parir un niño, y darle de mamar;  recibir un título tras años de exámenes; pintar un retrato, o  finalmente, escribir un libro. Eran todas piedras del mismo lecho del mismo mar.

Gaia creía que nunca sería capaz de hacer algo grande y maravilloso, porque era impensable conjeturarse a sí misma midiendo treinta centímetros más, usando soutien, tacos, siemprelibres, o hablando frente a un auditorio de seres atentos y mordaces, como todos aquellos adultos del Cabildo: hablando sin titubear ni olvidar una palabra.

Después de haber tomado tres o cuatro vasitos del líquido colorado que se repartía por allí, la invadía la incertidumbre de pensar a su madre anciana, a la pequeña Cecilia convertida en una sinuosa joven lúbrica, a Marcos como obrero en una fábrica.

Cuando el Cabildo cerraba sus puertas, los porteros la saludaban con una sonrisa condescendiente. El mundo no la censuraba, pero tampoco la perdonaba. La dejaban en el zaguán de nadie.

4-

Cuando Gaia descubrió al japonés, no esperó nada de él ni hizo el menor gesto de acercarse. Aquella tarde de sábado el calor era insoportable y Cecilia  y  Marcos se tiraban agua mutuamente entre sí , rodeando la fuente, mientras los faunos dejaban salir sus espléndidos chorros entre las barbas. Los helechos del patio del Cabildo estaban verdes, con un verdor de sombra, casi destilaban savia.

Gaia había advertido desde hacía un rato que un hombre oscuro estaba colocando parsimoniosamente un aparato con tres patas.

En la Plaza Independencia, recordó Gaia, un anciano hacía fotos instantáneas con una añejísima cámara también sostenida en un trípode. Ella había observado con detenimiento al viejo fotógrafo en muchas oportunidades: ahora, sin embargo, aquellos artefactos del hombre oscuro tenían el brillo peculiar de las cosas nuevas e inmensamente caras.

El hombre era oscuro porque era de otra raza. En realidad, debía ser japonés, de aquellos japoneses que más que amarillos son cobrizos y tienen el cabello color azabache. Era joven y ancho de espaldas: Gaia había leído en alguna parte que ahora los japoneses eran mucho más altos que sus abuelos porque comían carne de vaca en lugar de carne de ballena, y aquel debía de haberlo hecho en buenas cantidades, por cierto. Llevaba el pelo lacio y bruñido atado atrás, en una coleta. Vestía de negro. El conjunto del muchacho era bellísimo.

Pronto Gaia descubrió que el japonés estaba colocando su cámara de fotografiar sobre el trípode y su tarea concienzuda terminaría en la ejecución de fotos. No tardó tampoco en darse cuenta de que, a menos que Marcos y Cecilia se escabulleran hacia el otro patio, saldrían inexorablemente en ellas.

En realidad, los niños venían a ser el objetivo de las fotos. Gaia lo pensó unos instantes con débil asombro y fijó sus ojos en las piedras grises del suelo, sin pestañear, consumida por el calor del bochorno.

El japonés se había puesto a maniobrar, delante de ellos, como si fueran los niños mismos la propia fuente, las blancas estatuas, los tupidos helechos. No les había consultado ni sonreído , simplemente se había puesto a hacer. Trabajaba serio y silencioso.

Gaia lo dejó manipular sus aparatos, observadora. Muy pronto se percató de que ella misma era objeto de la cámara de ojo inmenso. Sin preguntárselo, el japonés la había emprendido con  ella, con la niña larguirucha del grupo, de doce años.

Mientras tanto, Cecilia y Marcos chapoteaban en el agua.

Gaia titubeó unos instantes, miró hacia el cuadrado del cielo que se elevaba sobre los muros del Cabildo, se observó una y otra vez los pies, se ató el pelo. El japonés, sin dirigirle una sola palabra, entró en una suerte de trance y la fotografió casi sin respirar, fanatizado y poseído, mientras la luz de la tarde se iba haciendo más roja y más sabia sobre cada uno de los seres y objetos dispuestos en el patio centenario.

Cecilia y Marcos salieron corriendo por detrás, de improviso, hacia el otro patio. Gaia quedó sola, frente al japonés:  mientras éste cambiaba el rollo  y plegaba sus instrumentos por primera vez, la miró sin pestañear a los ojos mientras su rostro de lejanísimas tierras esbozaba una sonrisa.

- Merci - pronunció.

Gaia iba a una escuela pública, frente al mar, azotada por los vientos, donde no se había enseñado francés jamás , pero aún así entendió perfectamente las palabras del japonés que quedaron de algún modo rebotando en los altos muros del Cabildo, hasta sus arcadas.

La niña no tardó en animarse y acercarse al trípode, al japonés,  y a la sofisticada cámara que colgaba de su cuello. Los ojos de Gaia recorrieron despaciosos ese conjunto de inventos que durante siglos habían devenido en aquello. Finalmente, sus pupilas terminaron en las alturas del rostro del japonés, que se hallaba sombreado ahora por una extrañísima dulzura.

Cuando Marcos y Cecilia volvieron a buscarla, llamándola a gritos, Gaia llevaba  tembladas  varias veces desde las ingles hasta la garganta. Los niños la tomaron de la mano y la arrastraron lejos del japonés. Marcos no solía preguntar nada, pero casualmente, en aquella ocasión, dejó deslizar un “¿quién era?”.

Aquella noche, cuando la madre de Gaia se durmió en la berger mirando televisión con Cecilia en brazos, Gaia tomó de su cartera aquel pequeño bolso que contenía los artilugios para pintarse y que su madre tan sólo le prestaba en carnaval.

Luego se dirigió a la cocina y tomó del fondo del armario una botella de licor de kiwi, que en la casa se guardaba para las grandes ocasiones.

Gaia se encerró con ella en el baño  - mientras Marcos acostaba a la pequeña Cecilia-  y se entretuvo largos minutos, en ponerse rimmel, delineador, colorete y en pintarse de oscuro los labios. Así, delante del espejo, cerró los ojos y acercó la boca hacia su propia imagen. En sus párpados apretados se apareció entonces el rostro del japonés, bello y distinto, como en una gigantesca pantalla .  Los labios de Gaia rozaron y empañaron la helada superficie del espejo.

Cuando volvió a abrir los ojos, delante de sí, el rostro existente era el de una chica flacucha de ojos grandes y ojeras fuertes, manchado por restos de rouge, que se observaba con asombro.

5-

Diez años más tarde Gaia se hallaba trabajando en el noveno piso del inmenso hotel . La madre de Gaia había conseguido, tras esfuerzos varios, que su hija mayor trabajase en él como mucama , mientras Cecilia y Marcos hacían el liceo.

Gaia  limpiaba habitaciones y fregaba duchas y espejos; cambiaba sábanas, llevaba las bandejas de desayunos a medio consumir, recogía ropa interior del suelo.

Con las propinas que recibía se compraba algunos libros amarillentos en el callejón de la Policía Vieja o en la pequeña librería El Aleph. Ya había leído prácticamente toda la novela francesa, rusa e inglesa del siglo pasado, así que ahora prefería consumir libros de poesía, que eran más breves y más fáciles de esconder en su bolsillo de delantal de mucama. A veces, cuando se hallaba tendiendo una cama de sábanas almidonadas y crujientes, Gaia se sentaba a leer un poema en voz baja , pero muchas veces debía interrumpir la lectura porque un sollozo se le trepaba por la garganta.

Desde las ventanas del inmenso hotel se veía, como siempre, la bahía perlada de barcos, el cerro cada día más chato, el horizonte de casuchas, la nuca de la gente. Entonces se secaba los ojos con el dorso de la mano y se proponía trabajar.

Una mañana, a Gaia le tocó limpiar la habitación 932.

La noche anterior  casi no había dormido mientras escuchaba a Marcos preparando un examen de Biología, con apuntes llenos de plantas y de oscuros nombres latinos.

Gaia había ocultado el rostro en la almohada para que Marcos no percibiera el discurrir de sus lágrimas, que, cada vez más, se hacían presentes entre sus párpados en aquellos días.

A  la mañana siguiente a Gaia le dolían los ojos y gran parte del cerebro. Decidió cerrar la puerta de la habitación 932 con llave y  echarse en la mullida cama, diez minutos. Esperaba que la quietud y el sosiego lograran recuperarla.

Un hombre se había alojado aquella noche  allí. Desde el armario abierto, era fácil divisar los finos trajes del viajero, las camisas de seda, las corbatas de rayas amarillas.

Gaia no dudó en descalzarse y  en meterse bajo las colchas de blanco algodón . Una vez adentro, se dejó estar unos instantes, acurrucándose de costado y aspirando el delicioso perfume que destilaba la hendidura de la almohada.

De costado, así, infinitamente cómoda, descubrió sobre la mesa de luz un libro. La tentación pudo más que la pereza: su mano emergió de las profundidades del lecho para tomarlo. Los clientes del hotel no solían leer y aquello era una buena oportunidad para entretenerse y olvidar el dolor del cerebro y el trabajo.

El libro era bastante voluminoso, pero Gaia sintió cierta decepción al advertir que estaba en un idioma incomprensible . Pronto,  sin embargo , se llenó de entusiasmo al notar que el volumen prácticamente no tenía texto, sino que, en gran medida, era un libro de imágenes. Concretamente,  era un libro de fotografías.

Gaia lo hojeó con interés: en su mayoría, eran fotos de niños sudamericanos  . Había allí niños negros, niños rubios, niños pecosos, niños llenos de mocos, llorones, descalzos, gordos, ricos, felices, prófugos, abandonados,  desgraciados. Las fotos eran silenciosas, turbias. Estaban densamente pobladas de soledad y mudez. Para el fotógrafo el mundo había sido un pañuelito arrugado en el bolsillo de un pequeño de diez años.

Pronto el pecho de Gaia comenzó a agitarse en un temblor irresistible . No era para menos.  En una serie de cinco fotos - desde la página 41 hasta la 46- aparecían inequívocamente Cecilia, Marcos  y ella misma , alrededor de la fuente del Cabildo, cuando eran niños.

El reconocimiento era indudable: debajo de las imágenes, en negrita, las palabras se dejaban leer: “Montevideo, 1998”. Allí estaban los regordetes pies de Cecilia bajo el chorro de agua de la fuente. Allí aparecía el rostro tímido de Marcos escondido detrás de una sonrisa. También estaban registrados los grandes ojos oscuros de la pequeña Gaia inundados de curiosidad y recelo, observando el trabajo meticuloso del fotógrafo.

Con manos temblorosas, Gaia cerró el libro y miró nuevamente la tapa: aparecía allí delante suyo un nombre impronunciable y una frase misteriosa . Pero sin darse por vencida buscó más y pronto dio con la solapa: en un pequeño cuadrado, como fiel testimonio, aparecía el rostro del autor de todo aquello.

Y el autor era , en efecto, aquel fotógrafo japonés, con quien casi se había rozado en el Cabildo, diez años atrás, que ahora miraba  desde la brillante solapa del libro con parsimonia; era el rostro de un viajero, de un mirón, de un degustador de otras culturas, de un sabio antiguo. Tenía sólo una década más que cuando se había hallado tan cerca de Gaia.  Pero en el retrato ya no lucía una coleta ni vestía de negro: en el 2008, se había fotografiado a sí mismo con un fino traje y una corbata a rayas amarillas.

  Gaia dejó a un lado el libro en el lecho y se acurrucó aún más, bajo el blanco acolchado , tapándose la cabeza con las sábanas. Los párpados hinchados de la noche en vela se apretaron y Gaia quedó sumida en sus propias sombras . El olor intenso del hueco de la almohada lo inundó todo.

Andrea Blanqué
La Piel Dura, 1999

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