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La fuente de los faunos |
1- Eran tres niños que jugaban
en el Cabildo. Rara vez cruzaban a la plaza de la Iglesia,donde allí sí
los niños de las pensiones corrían por los canteros de pasto ralo y se
perseguían gritándose de árbol a árbol. Gaia, Marcos y Cecilia
llegaban de la mano por la peatonal a introducirse en los patios
del viejo edificio de piedra. En aquellos días Gaia estaba leyendo a
Flaubert . Tenía doce años y hacía exactamente uno que había
abandonado a Emilio Salgari para siempre. Las novelas del italiano
suicida la habían acompañado sostenidamente desde los siete años,
ocupando el grueso de las horas en que no concurría a la escuela, por
mucho tiempo. Había leído varias veces Los misterios de la jungla
negra, Los tigres de la Malasia, El
Capitán Tormenta , Cartago en llamas, El
corsario negro y muchos otros. Gracias a ellos, se había soñado a sí
misma en infinidad de oportunidades sacerdotisa de pagoda, doncella
camuflada en pirata, amada de soldado desertor. Pero ahora las páginas de
Salgari se le habían cerrado para siempre, y la biblioteca de su madre
comenzaba a regalarle gruesos tomos forrados en algo similar a cuero
verde. Estando su madre trabajando, Gaia revisaba los estantes con atención,
abría y hojeaba con cuidado los larguísimos novelones de páginas
amarillentas, e incluso posaba sus ojos ávidos en los destartalados
diccionarios de palabras
infinitas. Gaia había descubierto, por Más allá de la frontera de
los libros, al ser Gaia la mayor de los
hermanos , de algún modo debía escoger
la manera de suceder el tiempo de los tres , cuando el calor
arreciaba en la Ciudad Vieja y su madre se hallaba en la inmensa torre del
Cinco Estrellas encerrada en las cocinas. Tiempo atrás, la madre de
Gaia había realizado, durante
años, tortas de cumpleaños
por encargo: ello significaba que, en un pasado reciente pero ya borroso,
ella había estado en casa, allí, efectivamente, cerca, con el sonido de
dos batidoras superpuesto y el increíble desparramo de artefactos que se
ensuciaban en la cocina durante tal gestión. Que la madre trabajase de este
modo implicaba para todos pasar períodos de extrema austeridad, pues había
momentos en que parecía no festejarse
un cumpleaños en varios barrios a la redonda. En épocas de bonanza, en
cambio, daba la impresión de
que una década atrás todos los partos se hubiesen producido de golpe, al
unísono. En esas fechas, Gaia y sus hermanos aparecían a menudo por la
cocina para rebañar los restos de los Un día había llegado para la
madre una gran oportunidad: cocinar en el fabuloso hotel que se había
inaugurado recientemente a dos cuadras de su casa. Desde entonces, la madre de
Gaia partía de mañana, antes del mediodía, y llegaba cuando ya hacía
tiempo que se había puesto el sol. Traía consigo habitualmente un
paquete con exquisiteces que muchas veces ella misma preparaba y que
sobraban del restaurant. Volvía con un cansancio ancestral, de vaca
mojada por la lluvia, y se sentaba en un sillón berger mientras los tres
niños se acomodaban encima y alrededor, a mirar televisión. La pequeña
Cecilia se dormía en sus brazos y la madre a su vez lo hacía con la
cabeza apoyada en la cabeza de la berger. Gaia y
Marcos terminaban por acostarlas a las dos, cada una en su
respectiva cama del mismo compartido cuarto. A veces Gaia intentaba hablar
con su madre de aquellos amantes ingratos de Madame Bovary, pero a menudo
su madre ya había caído
dormida. Aquel cuerpo de caderas anchas
que se quedaba dormido en la berger era sin embargo el concepto más
redondo de madre que Gaia podía conjeturar. A veces Gaia recorría con un
dedo los estantes con los libros de su madre y reflexionaba acerca de los
tiempos en que ésta no trabajaba ni criaba niños ni había tenido un
marido ni un divorcio, tiempos en los cuales simplemente aquella mujer se
tumbaba a leer a la hora de la siesta, mientras el mundo se desvanecía
tras las letras, las palabras, y
el polvo del papel. 2- Los tres niños pasaban los
veranos sin acudir a playas ni a balnearios: la madre debía hacer horas
extras para poder pagar las múltiples facturas que se acumulaban en una
caja de madera tallada dentro de un aparador. Solos, en trío, los
hermanos recorrían la Ciudad Vieja en los eneros en que los abogados no
hacían sus diligencias por allí, ni espectaculares secretarias dejaban
al pasar un reguero de viento empapado de perfume. Pero ni la Plaza Zabala,
compacta de magnolios, ni la Plaza España
de la Rambla, frente al mar, ni la Plaza Independencia, con su enorme
llanura para andar en bicicleta, podían compararse a los patios
interiores del Cabildo, donde las viejas piedras irradiaban un extraño
frescor y las plantas y las estatuas evocaban el claustro de un viejo
templo pagano. Cecilia, que tenía tres años
de edad, amaba descalzarse e introducir sus mullidos pies en los chorros
helados de la fuente de mármol. Marcos, que era un niño de pocas
palabras, solía ensimismarse durante horas observando las destartaladas
maquetas de fortalezas que en la parte posterior del Cabildo se guardaban
sin señal ni cartel. Gaia, en cambio, permanecía
atenta al devenir humano del Cabildo. A veces, al atardecer, los patios
del viejo edificio se veían cruzados por gentes que se saludaban unas a
otras, y entonces una sala se llenaba de hombres y mujeres que escuchaban
con gravedad la voz de alguien que leía sonoramente algunas páginas. Hubo una ocasión -Gaia lo
recordaba perfectamente- en que el patio derecho se inundó de visitantes
y que durante dos o tres horas, delante de un micrófono, desfilaron
poetisas: mujeres viejas, mujeres maduras, mujeres jóvenes, mujeres
rubias, mujeres delgadas, mujeres gruesas. Cada una leyó aquella vez
textos que Gaia escuchó con atención, en un estado de embotamiento
similar al que la poseía cuando tenía fiebre. Pero una de las poetisas habló
con acento extraño, de ultramar, con las jotas parecidas a un susurro: su
poema hablaba de una mujer pequeñita encerrada en un cuarto, que esperaba
a un hombre una tarde, y una noche, y una mañana. Gaia se propuso no olvidar
nunca a aquella mujer y su poema . Sentada en la piedra, contra una
columna, al lado de las estatuas de los caciques, Gaia observó a las
filas de personas que aplaudían, las correctas piernas cruzadas de las
mujeres que habían leído, los rostros que se cuchicheaban entre sí.
Deseó entonces tomar a la mujer con acento de español caribeño de la
mano y llevársela al otro patio, al de la fuente, a jugar con Cecilia en
los chorros de agua, a explicarle que ella sólo tenía doce años pero
que ya había leído a Balzac y a Flaubert . Pero la mujer alta y
sonriente del poema de la mujer pequeñita no hacía más que firmar
libros y sonreír. En otra ocasión, una noche
calurosa, Gaia advirtió que los invitados estaban muy ruidosos y que reían
con facilidad. Había dos o tres mozos que pasaban con frecuencia. Gaia
había tomado uno de los vasos que habían quedado abandonados por allí,
en un banco, y se había tragado de un tirón su contenido. Luego había
hecho lo mismo con tres o cuatro vasos más. Aquella noche Marcos, solo,
había acostado a la pequeña Cecilia, a su madre
y a la mismísima Gaia, que se había dormido sobre las rodillas de
su madre, 3- Desde entonces, cada vez que
un escritor compartía con sus amigos la presentación de un libro en el
Cabildo, Gaia lograba deslizarse entre los ruidosos adultos que brindaban,
mientras Marcos y Cecilia
eran convidados por los mozos con Coca-Cola. Gaia observaba a menudo con
sumo interés los lomos de los libros que se apilaban siempre junto a la
pared, en una mesa. Solía detenerse en el número
de páginas y reflexionar acerca de lo que ellas significaban: un inmenso
tiempo del escritor sobre el papel arrojado a escribir tal cantidad de
palabras. Ser mayor, reflexionaba Gaia,
debía tener necesariamente una fuerza insospechada. Debía implicar, por
ejemplo, la capacidad de terminar tareas titánicas, inconmensurables.
Gaia hacía mentalmente listas de ellas: subir una aguda montaña en una
nevada cordillera ; construir -siendo un náufrago y
sin herramientas- una
cabaña y más tarde, un barco de madera; quedar embarazada , parir un niño,
y darle de mamar; recibir un
título tras años de exámenes; pintar un retrato, o
finalmente, escribir un libro. Eran todas piedras del mismo lecho
del mismo mar. Gaia creía que nunca sería
capaz de hacer algo grande y maravilloso, porque era impensable
conjeturarse a sí misma midiendo treinta centímetros más, usando
soutien, tacos, siemprelibres, o hablando frente a un auditorio de seres
atentos y mordaces, como todos aquellos adultos del Cabildo: hablando sin
titubear ni olvidar una palabra. Después de haber tomado tres
o cuatro vasitos del líquido colorado que se repartía por allí, la
invadía la incertidumbre de pensar a su madre anciana, a la pequeña
Cecilia convertida en una sinuosa joven lúbrica, a Marcos como obrero en
una fábrica. Cuando el Cabildo cerraba sus
puertas, los porteros la saludaban con una sonrisa condescendiente. El
mundo no la censuraba, pero tampoco la perdonaba. La dejaban en el zaguán
de nadie. 4- Cuando Gaia descubrió al
japonés, no esperó nada de él ni hizo el menor gesto de acercarse.
Aquella tarde de sábado el calor era insoportable y Cecilia
y Marcos se tiraban
agua mutuamente entre sí , rodeando la fuente, mientras los faunos
dejaban salir sus espléndidos chorros entre las barbas. Los helechos del
patio del Cabildo estaban verdes, con un verdor Gaia había advertido desde
hacía un rato que un hombre oscuro estaba colocando parsimoniosamente un
aparato con tres patas. En la Plaza Independencia,
recordó Gaia, un anciano hacía fotos instantáneas con una añejísima cámara
también sostenida en un trípode. Ella había observado con detenimiento
al viejo fotógrafo en muchas oportunidades: ahora, sin embargo, aquellos
artefactos del hombre oscuro tenían el brillo peculiar de las cosas
nuevas e inmensamente caras. El hombre era oscuro porque
era de otra raza. En realidad, debía ser japonés, de aquellos japoneses
que más que amarillos son cobrizos y tienen el cabello color azabache.
Era joven y ancho de espaldas: Gaia había leído en alguna parte que
ahora los japoneses eran mucho más altos que sus abuelos porque comían
carne de vaca en lugar de carne de ballena, y aquel debía de haberlo
hecho en buenas cantidades, por cierto. Llevaba el pelo lacio y bruñido
atado atrás, en una coleta. Vestía de negro. El conjunto del muchacho
era bellísimo. Pronto Gaia descubrió que el
japonés estaba colocando su cámara de fotografiar sobre el trípode y su
tarea concienzuda terminaría en la ejecución de fotos. No tardó tampoco
en darse cuenta de que, a menos que Marcos y Cecilia se escabulleran hacia
el otro patio, saldrían inexorablemente en ellas. En realidad, los niños venían
a ser el objetivo de las fotos. Gaia lo pensó unos instantes con débil
asombro y fijó sus ojos en las piedras grises del suelo, sin pestañear,
consumida por el calor del bochorno. El japonés se había puesto a
maniobrar, delante de ellos, como si fueran los niños mismos la propia
fuente, las blancas estatuas, los tupidos helechos. No les había
consultado ni sonreído , simplemente se había puesto a hacer. Trabajaba
serio y silencioso. Gaia lo dejó manipular sus
aparatos, observadora. Muy pronto se percató de que ella misma era objeto
de la cámara de ojo inmenso. Sin preguntárselo, el japonés la había
emprendido con ella, con la
niña larguirucha del grupo, de doce años. Mientras tanto, Cecilia y
Marcos chapoteaban en el agua. Gaia titubeó unos instantes,
miró hacia el cuadrado del cielo que se elevaba sobre los muros del
Cabildo, se observó una y otra vez los pies, se ató el pelo. El japonés,
sin dirigirle una sola palabra, entró en una suerte de trance y la
fotografió casi sin respirar, fanatizado y poseído, mientras la luz de
la tarde se iba haciendo más roja y más sabia sobre cada uno de los
seres y objetos dispuestos en el patio centenario. Cecilia y Marcos salieron
corriendo por detrás, de improviso, hacia el otro patio. Gaia quedó
sola, frente al japonés: mientras
éste cambiaba el rollo y
plegaba sus instrumentos por primera vez, la miró sin pestañear a los
ojos mientras su rostro de lejanísimas tierras esbozaba una sonrisa. - Merci - pronunció. Gaia iba a una escuela pública,
frente al mar, azotada por los vientos, donde no se había enseñado francés
jamás , pero aún así entendió perfectamente las palabras del japonés
que quedaron de algún modo rebotando en los altos muros del Cabildo,
hasta sus arcadas. La niña no tardó en animarse
y acercarse al trípode, al japonés,
y a la sofisticada cámara que colgaba de su cuello. Los ojos de
Gaia recorrieron despaciosos ese conjunto de inventos que durante siglos
habían devenido en aquello. Finalmente, sus pupilas terminaron en las
alturas del rostro del japonés, que se hallaba sombreado ahora por una
extrañísima dulzura. Cuando Marcos y Cecilia
volvieron a buscarla, llamándola a gritos, Gaia llevaba
tembladas varias veces
desde las ingles hasta la garganta. Los niños la tomaron de la mano y la
arrastraron lejos del japonés. Marcos no solía preguntar nada, pero
casualmente, en aquella ocasión, dejó deslizar un “¿quién era?”. Aquella noche, cuando la madre
de Gaia se durmió en la berger mirando televisión con Cecilia en brazos,
Gaia tomó de su cartera aquel pequeño bolso que contenía los artilugios
para pintarse y que su madre tan sólo le prestaba en carnaval. Luego se dirigió a la cocina
y tomó del fondo del armario una botella de licor de kiwi, que en la casa
se guardaba para las grandes ocasiones. Gaia se encerró con ella en
el baño - mientras Marcos
acostaba a la pequeña Cecilia- y
se entretuvo largos minutos, en ponerse rimmel, delineador, colorete y en
pintarse de oscuro los labios. Así, delante del espejo, cerró los ojos y
acercó la boca hacia su propia imagen. En sus párpados apretados se
apareció entonces el rostro del japonés, bello y distinto, como en una
gigantesca pantalla . Los
labios de Gaia rozaron y empañaron la helada superficie del espejo. Cuando volvió a abrir los
ojos, delante de sí, el rostro existente era el de una chica flacucha de
ojos grandes y ojeras fuertes, manchado por restos de rouge, que se
observaba con asombro. 5- Diez años más tarde Gaia se
hallaba trabajando en el noveno piso del inmenso hotel . La madre de Gaia
había conseguido, tras esfuerzos varios, que su hija mayor trabajase en
él como mucama , mientras Cecilia y Marcos hacían el liceo. Gaia
limpiaba habitaciones y fregaba duchas y espejos; cambiaba sábanas,
llevaba las bandejas de desayunos a medio consumir, recogía ropa interior
del suelo. Con las propinas que recibía
se compraba algunos libros amarillentos en el callejón de la Policía
Vieja o en la pequeña librería El Aleph. Ya había leído prácticamente
toda la novela francesa, rusa e inglesa del siglo pasado, así que ahora
prefería consumir libros de poesía, que eran más breves y más fáciles
de esconder en su bolsillo de delantal de mucama. A veces, cuando se
hallaba tendiendo una cama de sábanas almidonadas y crujientes, Gaia se
sentaba a leer un poema en voz baja , pero muchas veces debía interrumpir
la lectura porque un sollozo se le trepaba por la garganta. Desde las ventanas del inmenso
hotel se veía, como siempre, la bahía perlada de barcos, el cerro cada día
más chato, el horizonte de casuchas, la nuca de la gente. Entonces se
secaba los ojos con el dorso de la mano y se proponía trabajar. Una mañana, a Gaia le tocó
limpiar la habitación 932. La noche anterior
casi no había dormido mientras escuchaba a Marcos preparando un
examen de Biología, con apuntes llenos de plantas y de oscuros nombres
latinos. Gaia había ocultado el rostro
en la almohada para que Marcos no percibiera el discurrir de sus lágrimas,
que, cada vez más, se hacían presentes entre sus párpados en aquellos días. A
la mañana siguiente a Gaia le dolían los ojos y gran parte del
cerebro. Decidió cerrar la puerta de la habitación 932 con llave y
echarse en la mullida cama, diez minutos. Esperaba que la quietud y
el sosiego lograran recuperarla. Un hombre se había alojado
aquella noche allí. Desde el
armario abierto, era fácil divisar los finos trajes del viajero, las
camisas de seda, las corbatas de rayas amarillas. Gaia no dudó en descalzarse y
en meterse bajo las colchas de blanco algodón . Una vez adentro,
se dejó estar unos instantes, acurrucándose de costado y aspirando el
delicioso perfume que destilaba la hendidura de la almohada. De costado, así,
infinitamente cómoda, descubrió sobre la mesa de luz un libro. La
tentación pudo más que la pereza: su mano emergió de las profundidades
del lecho para tomarlo. Los clientes del hotel no solían leer y aquello
era una buena oportunidad para entretenerse y olvidar el dolor del cerebro
y el trabajo. El libro era bastante
voluminoso, pero Gaia sintió cierta decepción al advertir que estaba en
un idioma incomprensible . Pronto, sin
embargo , se llenó de entusiasmo al notar que el volumen prácticamente
no tenía texto, sino que, en gran medida, era un libro de imágenes.
Concretamente, era un libro de fotografías. Gaia lo hojeó con interés:
en su mayoría, eran fotos de niños sudamericanos
. Había allí niños negros, niños rubios, niños pecosos, niños
llenos de mocos, llorones, descalzos, gordos, ricos, felices, prófugos,
abandonados, desgraciados.
Las fotos eran silenciosas, turbias. Estaban densamente pobladas de
soledad y mudez. Para el fotógrafo el mundo Pronto el pecho de Gaia comenzó
a agitarse en un temblor irresistible . No era para menos. En una serie de cinco fotos - desde la página 41 hasta la
46- aparecían inequívocamente Cecilia, Marcos
y ella misma , alrededor de la fuente del Cabildo, cuando eran niños. El reconocimiento era
indudable: debajo de las imágenes, en negrita, las palabras se dejaban
leer: “Montevideo, 1998”. Allí estaban los regordetes pies de Cecilia
bajo el chorro de agua de la fuente. Allí aparecía el rostro tímido de
Marcos escondido detrás de una sonrisa. También estaban registrados los
grandes ojos oscuros de la pequeña Gaia inundados de curiosidad y recelo,
observando el trabajo meticuloso del fotógrafo. Con manos temblorosas, Gaia
cerró el libro y miró nuevamente la tapa: aparecía allí delante suyo
un nombre impronunciable y una frase misteriosa . Pero sin darse por
vencida buscó más y pronto dio con la solapa: en un pequeño cuadrado,
como fiel testimonio, aparecía el rostro del autor de todo aquello. Y el autor era , en efecto,
aquel fotógrafo japonés, con quien casi se había rozado en el Cabildo,
diez años atrás, que ahora miraba desde
la brillante solapa del libro con parsimonia; era el rostro de un viajero,
de un mirón, de un degustador de otras culturas, de un sabio antiguo. Tenía
sólo una década más que cuando se había hallado tan cerca de Gaia.
Pero en el retrato ya no lucía una coleta ni vestía de negro: en
el 2008, se había fotografiado a sí mismo con un fino traje y una
corbata a rayas amarillas.
Gaia dejó a un lado el libro
en el lecho y se acurrucó aún más, bajo el blanco acolchado , tapándose
la cabeza con las sábanas. Los párpados hinchados de la noche en vela se
apretaron y Gaia quedó sumida en sus propias sombras . El olor intenso
del hueco de la almohada lo inundó todo. |
Andrea Blanqué
La Piel Dura, 1999
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