Rosario 

 

El chofer abrió la puerta -en la parte delantera de la camioneta- y me indicó el asiento. Sentí el cuerpo de mi madre al lado del mío.
Volví a cerrar los ojos, se me habían terminado las palabras.
El golpe del cajón contra el piso de la camioneta fue un solo golpe. Después lo empujaron y se deslizó hasta quedar inmóvil. 
Las dos pequeñas puertas de la parte trasera de la camioneta se cerraron al mismo tiempo y el ruido no se sintió. 
Sólo quedó el golpe duro del cajón contra el piso.

La noche de fines de enero seguía corriendo y pensé en la distancia de Montevideo a Rosario solamente en horas. 
Las luces de la Avenida Luis Alberto de Herrera guiaron al chofer. Nos comenzamos a mover. 
Quise aprenderme de memoria el cielo de esa noche de fines de enero. Abrí lo más que pude mis ojos y empecé.

Las horas seguían y me empujaban a vivirlas. Yo seguía midiendo la distancia en tiempo. El silencio me acompañaba. Mientras, seguía aprendiendo de memoria ese cielo de esta noche de enero. 
Las horas no dolían, pasaban. Calculé la hora de llegada a Rosario y seguí aprendiendo de memoria el cielo de enero, el que se veía en la ruta.

Pedía todos los días que le alcanzaran al pantalón...Para volver. 
Lo pedía y lo pedía.
Solamente movía los brazos hasta extenderlos y quedar vacíos.
Las piernas ya no sostenían lo que quedaba del cuerpo, los brazos vacíos caían. Sus ojos seguían esperando.
Pedía y pedía. Quería volver, volver a Rosario. 

Esa noche ya aprendida de memoria, regresábamos.

Al llegar al kilómetro 128 de la ruta Uno, las luces de Rosario ya se reflejaban. 
Las luces de Rosario se encendieron como todas las noches.

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