Esa noche

 

Había esperado esta hora tres días y tres noches. Miré el reloj para no olvidármela. Las nueve de la noche y veinte minutos. Me repetí el día y después la fecha. Con el mismo cuidado que había observado mi reloj, guardé esos números en mi memoria. Busqué algo para sentarme. Lo encontré. El banco largo me esperaba en ese pasillo interminable. Me senté desparramándome en la tabla y apoyé mi espalda en la pared. La cabeza se sostuvo sola. Era demasiado para mí -en ese momento- ocuparme de ella. Mis manos vacías quedaron sobre mi falda liviana. Y la noche de fines de enero se detuvo. Había tenido tanto tiempo los ojos abiertos que quisieron cerrarse. Y los dejé. No me quedaba ni una gota más de ganas para mirar. Me miraba por dentro buscándome. Y tampoco me encontré.  
Un rato antes me había encontrado con Mónica -la nurse del turno de la noche- y nos abrazamos. Era la última noche por eso el abrazo se llamó despedida. Tenía que ser así. Habíamos pasado las noches de diciembre y enero juntas, sabía de memoria la llegada de las dos de la madrugada. Sabía de memoria que la llamaba y ella venía con el Día...ce...pán. Se lo inyectaba en la vena y por dos horas quedaba en paz.
Esas noches de enero venía a acompañarme y las dos compartíamos el silencio. Me abrazaba un buen rato.
El cuerpo grande se había convertido en huesos recubiertos de piel. Iban quedando sus manos grandes con los dedos largos. Me sentaba al lado de su cama y acercaba mi mano. Así se pasaban las horas de la noche. El doctor me había dicho que no sufría. En la noche el cuerpo se hacía un arco sin quejarse. La cabeza se levantaba y los ojos luchaban por mantenerse abiertos. Eran sus ojos verdes que ningún hijo ni nieto le supo copiar. 
La cama y su cuerpo se habían convertido en un solo cuerpo en tantos días que habían pasado juntos. 
Me había olvidado del color de la noche. Pronto saldría a encontrarme con el cielo de fines de enero. 
Me acordé de mi cuerpo y moví las manos. Esperé un poco más. 
El pasillo estaba sin alguien. Lo sentía. Había llegado al subsuelo del Sanatorio y ahí esperaba. Cuando llevaban el cajón de madera cerrado, lo sentí pasar delante de mí. Rápidamente me incorporé para caminar detrás de él. Terminé de recorrer el pasillo y me esperó la puerta grande de la salida.

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