Ese lunes en que terminaría el verano, al
verlo con un bolso colgando del hombro, termo y mate bajo el brazo, paso
lento pero firme, nadie hubiera dicho que partía hacia un destino
incierto, acechado por la bestia.
El tener que llenar formularios donde debe explicitarse todo, no le
privaba de mirar de reojo las sinuosas formas del personal que caminaba
con paso displicente de funcionario público que sale a escondidas a
fumar, yendo en u uno otro sentido del deteriorado subsuelo de ingreso.
Llegar a un nuevo y temporal alojamiento era un evento que por
reiterado, no dejaba de ser emocionante, aunque las paredes fueran
mugrientas, el piso estuviera desgastado y las ventanas impracticables,
al contrario de la puerta de la única pequeña mesa cajonera gris
herrumbrada, imposible de mantener cerrada. Tal vez no le tocara una que
fuera gorda y fea, sino una de esas con la sonrisa a flor de labios, aún
no marchitados por el ajetreo de medicar, curar, registrar y archivar,
día a día en una rutina circular.
Lo peor era la espera y la longitud de los días, siempre grises, siempre
idénticos, aunque el aburrimiento trajera el sueño y éste las cotidianas
pesadillas en rojo y negro donde siempre estaba ella.
Ya en el trayecto por corredores que debían ser asépticos y no túneles
de una mina que nunca terminara de vaciarse, donde podía percibirse su
rugir y que quizás fuera solamente de ida y tener esto asumido, mantenía
su pulso estable: todo estaba escrito en el libro de la vida, de Dios, o
vaya uno a saber de quien, pero estaba ahí.
Despertó. El cuerpo no aceptaba órdenes y tampoco las cuerdas vocales:
apenas la mano izquierda tenía un ligero movimiento. Todo estaba lleno
de aparatos de última tecnología a los que estaba conectado y daban un
leve tono de color verde a la sala. Ellos no notaban que sus oídos
estaban en perfecto estado y lo cosificaban ya encajonado.
Lo único que realmente le había molestado fue el no poder reprocharle a
la rubia escultural, la del uniforme desprolijo que debía cuidarlo y
pasaba alternando el celular con el teléfono de línea entre mate y mate,
que no le había suministrado el medicamento cuyo registro mas tarde
desaparecería misteriosamente de la historia clínica y que fuera
indicado por el médico.
Desde su interior, la voz que no quería salir, intentaba bramarle sus
ganas de asesinarla por mano propia, llevarla consigo y adelantarle su
encuentro con la bestia, al cual inevitablemente iría, como todos, en
algún momento. Y en su cabeza resonaba el nombre del medicamento que, de
ser suministrado en su momento, le hubiera salvado la vida: Heparina….
Heparina… Heparina… |