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Vidriera
Hugo Bervejillo

bemenor@hotmail.com
 

Fue de noche.

Yo esta sentado, comiendo.

Cerca de mí, las otras mesas tenían los mismos manteles amarillos y blancos a cuadros, de a tres en fondo en el salón largo y angosto.

En la pared, de a trechos, colgaban percheros, adornos con motivos españoles y un solo espejo, grande y sin marco. A mi derecha estaba la parrilla, pero dominaban los aromas que venían de mi izquierda, al fondo, donde estaba la cocina.

Solamente estaban ocupadas tres mesas, incluida aquella en que yo comía. 

En una mesa conversaba, de postres, un matrimonio maduro; en la otra, tres hombres con aspecto de oficinistas se hacían relatos picantes y se carcajeaban de tanto en tanto, manteniendo en susurros el motivo, y tomaban vino entre platos donde asomaba alguna osamenta de pollo.

Yo estaba terminando el primer vaso de cerveza cuando llegó ella.

No pude escuchar qué fue lo que dijo, pero el mozo asintió con la cabeza y se fue antes de que ella se sentara, después de colgar el abrigo oscuro en el perchero que estaba inmediatamente atrás del asiento de ella. 

Era ropa común, y ella, también.

Dejé el vaso sobre la mesa, vacío, y calculé que ella tendría unos treinta y cinco o cuarenta años. No parecía una ama de casa, pero tampoco una mujer de la noche, y tenía una mirada firme, de mujer que ha vivido.

Cuando me volví a servir cerveza, ella encendió un cigarrillo y se acomodó el pañuelo que llevaba en el cuello. Mientras la estuve observando discretamente, ella no miró a nadie, ni siquiera para reconocer el salón: solamente tenía ojos para el mantel, el cigarrillo y sus propias manos.

Ilustración de Hugo Bervejillo

Al rato- ella todavía no había terminado el cigarrillo-, un hombre pequeño pero robusto se sentó a esa mesa, enfrente de ella. Era el dueño de la casa de comidas: eso yo lo sabía.

Miré hacia el lugar donde estaba la caja registradora y estaba la silla vacía.

Dejé bajar por la garganta otro poco de cerveza.

Él tenía una sonrisa amable y ella se acomodó el pelo con una mano.

Él era claramente gallego, de piel muy blanca y bastante calvo, cincuentón y de poca gestualidad. Parecía recién bañado.

Cuando ella terminó de fumar, entre sonrisas forzadas, él llamó al mozo, y cuando éste se acercó, le solicitó, casi al oído, algo que previamente debió haber consultado con ella, que evitaba, también, mirar al mozo.

Solamente cuando éste ya se había retirado, ella se acomodó en la silla, se irguió algo frente a él y empezó a hablar.

No me era posible entender qué decía, pero ella lo hacía con pasión, mientras que el gallego solamente asentía, con los lentes puestos y los brazos cruzados sobre la mesa.

Ella trató de encender otro cigarrillo, y recién entonces él la interrumpió levantando una mano y señalando con la otra hacia la parrilla. Ella, entonces, desistió de fumar, pero siguió hablando de lo que quería hablar. Tenía el cigarrillo sin encender apretado entre dos dedos y con los otros tres agarraba de arriba la cajilla, mientras con la otra sostenía el encendedor, como amenazando encenderlo.

Todavía antes de que llegara lo que fuera que él había pedido para ella, ella dejó los implementos de fumar sobre la mesa de un solo envión, se puso la cartera sobre las rodillas, la abrió y desdobló tres o cuatro papeles. Mientras hablaba, inconteniblemente, los fue barajando, y me fue posible distinguir franjas de colores. Entendí que se trataba de formularios de recibo de pago: tal vez de la electricidad, del agua, de alguna mutualista.

Ella, después de un rato, se los extendió al gallego, que hizo un gesto de no querer tomarlos, pero ella insistió, y él accedió, sin expresión, y los hojeó, con la misma ninguna expresión, como por compromiso.

Ella seguía hablando, enfáticamente, pero el sonido de la voz no me llegaba, porque era evidente que ella susurraba. Solamente se oía el ruido de los platos que apilaba la persona oculta que lavaba la vajilla, alguna conversación de los parroquianos que estaban en el mostrador de la parrilla y las explosiones de carcajadas de los tres oficinistas de los chistes verdes.

El gallego dejó de mirar los formularios y la miró, y ella pareció rematar lo que decía con una expresión así como no puedo más. Él le devolvió los papeles lentamente y ya parecía tener bastante más de sesenta años.

Ella, casi con desesperación, adelantó una mano para tocarle el brazo, y rápidamente, cuando estaba a medio camino, se arrepintió. Él se había quedado quieto y la miraba, con una mirada clara y fija, sin parpadear, mientras ella guardaba los papeles en la cartera.

De pronto, ella cambió la expresión de la cara por otra más tierna y sacó de la cartera- que no había cerrado-, una foto pequeña, que mostró al gallego, sin ningún comentario. Él sonrió, sin acercar la foto, pero hizo un gesto rápido a la mujer para que la guardara otra vez.

Hubo un silencio largo. Ella encendió, finalmente, el cigarrillo que tanto había amenazado encender.

Llegaron otros parroquianos, que se sentaron cerca, ruidosamente, pero de espaldas a ellos, que seguían mudos. El gallego pareció despabilarse un poco y tímidamente señaló su lugar en la caja registradora.

Yo terminé lo que había pedido- una porción de asado al horno con papas-, y lentamente volví a servirme cerveza, esta vez de la segunda botella, que recién me habían traído a la mesa. El envase estaba escarchado y el sonido de la cerveza, al llenar el vaso, era de una suavidad seductora.

El mozo le alcanzó a ella lo que estaba convenido que ella iba a comer, y ella, previamente, con la comida servida ante ella y humeando, mientras lo miraba fijamente al gallego, que se estaba levantando y no la miraba, tomó una servilleta y se limpió el color de los labios, modelándolos, morosamente, y consiguiendo un rostro más duro.

El gallego volvió a la caja registradora, donde había gente que esperaba para pagar, aunque con una sonrisa, amable, sin darle importancia a la espera, y el gallego tiqueaba lo más rápidamente que podía, deshaciéndose en disculpas.

La mujer, sin levantarse de la silla en que estaba, se asomó al espejo y seguramente se cotejó con su concepto de lo estéticamente aceptable; sucede que, entonces, tuve la cara de la mujer casi de frente. 

Tenía cejas oscuras y los ojos verdes, pero eso no la rescataba de entre cuatro o cinco otras mujeres. Era una cara común. Pero algo la hacía diferente para el gallego.

Ella terminó de examinarse, se aprobó, y recién entonces pareció darse cuenta que tenía comida servida. 

Levantó la vista y descubrió que nadie a su frente la miraba; miró al costado donde no estaba la pared, que era hacia mi lado y yo desvié rápidamente la mirada al mozo, para llamarlo. Después, volví a mirar y ella ya tenía, al comer, una mirada más dulce.

Recuerdo que yo pedí un postre chico, simplemente para terminar de saber algo más, por si era lo que yo presentía.

El mozo retiró lo que yo tenía sobre la mesa, y entonces volvió el gallego a la mesa de la mujer, y se sentó otra vez enfrente de ella. En el mismo movimiento, metió la mano en el bolsillo alto de la camisa, sacó sin mirar un rollo de billetes que ocultó dentro de la palma de la mano, y se lo dio a ella por encima de la mesa.

Ella lo agarró con la mano con que no manejaba el tenedor y los metió en bolsillo de la cartera.

Llegaron más parroquianos, y otros, los del fondo, ya estaban pidiendo la cuenta para irse. El gallego volvió a levantar de la mesa y volvió a su función en la caja registradora.

Yo recibí el postre que había pedido y lentamente comencé a demolerlo. 

El gallego, desde la caja registradora, sonreía a los clientes que pagaban la consumición, supuestamente a raíz de algún comentario o saludo de la gente que le era habitual recibir en su negocio, pero ahora daba la sensación de que se sentía más a gusto sentado allí que en la mesa con la mujer.

La mujer seguía comiendo con la mirada baja y daba la sensación de que todo aquello de la caja no le importaba nada.

Pasado un rato- ya no había más gente para cobrarle la consumición-, el hombre, después de mirar varias veces, y hacer tiempo, mirando el contenido de varios cajones y de tratar de conversar con el hombre que manipulaba la parrilla y con el mozo que estaba recostado contra los taburetes, esperando algún pedido, decidió volver a la mesa donde estaba la mujer. Ella tenía el plato vacío y la botella de refresco también, y ya estaba fumando otra vez, mirando al plato, con las piernas cruzadas por debajo de la mesa. Cuando lo divisó frente a ella, desató una amplia sonrisa que tenía bastante de ternura pero algo más de expresión de triunfo.

El gallego, sorpresivamente, inició una conversación, también en voz inaudible para mí, que acompañaba con gestos de las manos, pero me pareció que ella no le prestaba la misma atención que él le había prestado a ella en su momento. Ella tenía el cuerpo más laxo, la espalda más descansada sobre el respaldo, y lo miró como arrobada: entonces el gallego pareció vacilar, hablar a tropezones y tal vez dejó que se le licuaran las ideas. Ella tenía unas piernas hermosas, y después de pitar, cruzada de brazos, arrojaba el humo hacia arriba.

Terminé el postre, quizás algo decepcionado, y decidí volver a casa.

La mujer arrojó el pucho del cigarrillo al piso- ignorando el cenicero que le había hecho llegar el mozo, tal vez por disposición del gallego-, se levantó de la silla, se puso la chaqueta y se despidió con un gesto de la mano, sin acercarse al gallego, que quedó como derrumbado en la silla, con una mirada que fue cayendo hacia la nada.

Cuando yo me levanté, después de contar varias veces la plata para pagar- constaté que no me quedaba suficiente como para tomar otra cerveza-, el gallego ya había vuelto, lentamente, a su lugar tras la caja.

Unos pocos minutos después entró, con una sonrisa amable, una señora pequeña y regordeta, de ojos claros, que saludó con familiaridad al parrillero poniendo en evidencia su acento gallego: fue hasta la caja, donde estaba el dueño y lo besó discretamente en la boca. Recién entonces, se sacó el saco marrón y se acomodó, diciendo alegremente sus noticias al gallego y moviendo sus manos pequeñas.

Pagué, al gallego, evitando mirarle la cara.

Antes de abrir la puerta de vidrio, por el reflejo, mientras la señora pequeña se dirigía al fondo, hacia la cocina, lo vi sacarse los lentes y apretarse los ojos con la palma de la mano.


Cuatro meses después, pasé por allí una tarde.

El restorán estaba cerrado y vacío.

El gallego, delgadísimo, estaba en la esquina, apoyado en un bastón, sin atreverse a cruzar la calle.

Hugo Bervejillo
bemenor@hotmail.com
 
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