El bar estaba por cerrar. Era una de las peores noches del invierno.
La lluvia, en ráfagas, barría la calle y hacía temblar la puerta de madera y vidrios, vieja y desvencijada.
Sosa, el propietario, estaba acodado sobre el mostrador.
A veces la puerta se abría, sola, de golpe, por obra del viento, y los pocos parroquianos suspendían el viaje del vino hacia la boca y bajaban la voz hasta que alguien se levantaba y la cerraba y todo volvía a aquello en lo que estaban: los hombres, a convencer a las mujeres, y éstas, a estirar el momento.
Entonces la puerta se abrió una vez más y entró aquel hombrecito de los ojos febriles, y los bigotes y la barba desprolijos.
Estaba vestido de negro, y despeinado.
-Soy la Muerte- dijo-, y todos aquí van a morir.
Pero solamente le llegó el silencio y la mirada de los parroquianos, serena, e indiferente. Sosa lo miró de costado, sin dejar de fregar el vaso recién lavado.
Alguno tal vez pitó y dejó ir el humo por boca y nariz, un humo perezoso, como de incensario.
-Nadie puede conmigo. Soy un Invicto. Cuando yo paso, todos tiemblan: las mujeres se abren de piernas y los hombres se van a baraja- y paseó la mirada por la sala, midiendo el efecto de las palabras-. Cuando tomo, rompo el vaso, y atrás mío queda el luto y nada más.
Es posible que alguno de los parroquianos volviera a mirarlo de soslayo, pero era cierto que las mujeres bajaron la vista a la mesa porque temían mirar a la Muerte, y los hombres quedaron mudos y pensativos, y era casi como si lo estuvieran escuchando.
-Quién de ustedes- dijo- puede saber si no vengo de su casa, porque no hay mujer que no quiera conmigo si yo quiero con ella. Y no hay macho, alerta o borracho, que no me haya entregado su secreto si yo se lo pedí. No hay mujer que no sea puta si yo se lo exijo.
Y entonces terminó de hablar y encendió un pucho que tenía en la mano, con aire triunfal, más pálido, todavía, que cuando entró al bar, calibrando por entre las volutas la admiración que creía advertir.
Atrás de las palabras, otra vez el silencio, y esta vez, la quietud total de los vasos y las copas.
Entonces Sosa, el bolichero- que era la Muerte-, lo hirió de lejos sin ningún ademán.
El hombrecito cayó al suelo, descubierto en su vanidad, y miró a todos pidiendo auxilio, pero los demás vacilaron, porque nunca habían visto a la Muerte herida y, menos, pidiendo auxilio.
Encogido y débil, el hombrecito trataba de levantarse y no podía.
Daba lástima.
-Me muero- dijo-: ayúdenme.
Entonces, con voz recia, y mientras acomodaba de un golpe el repasador contra la máquina de café, Sosa levantó la voz, amenazador:
-¡Vamos, macho: a morir afuera!
Mientras el hombrecito se arrastraba penosamente hacia la puerta, los parroquianos continuaron sus conversaciones, gratificados por el calor tibio y el galope de la sangre en las venas, porque la Muerte ya no estaba en evidencia y todo volvía a ser como antes.
Anónimo y moribundo, el hombrecito desapareció detrás de la puerta.
Algunas parejas se decidieron por buscar un hotel, y otras demoraron un poco más, haciendo planes; pero antes de que pasara mucho rato, el boliche quedó solitario y silencioso, mientras afuera soplaba el viento frío.
Sosa, atrás del mostrador, hacía números en un papel, y cada tanto, tachaba un nombre. |