El rumor que viene con el viento |
-No hay nada que hacer dijo el hombre del casco amarillo. El otro, el de traje marrón, se acomodó los lentes, dio media vuelta y empezó a caminar otra vez hacia las escaleras que conducían a su escritorio. Era un día claro, y la sombra celeste que surgía abajo del enorme galpón abovedado estaba impregnada de olor y polvo de cemento, que flotaba en al aire, liviano y sutil. El hombre de marrón empezó a subir la escalera entre ruido de camiones que moderaban los motores, y tractores que arrastraban chatas con chapas y bolsas, y los montacargas que transportaban palletes y bidones. Cuando llegó al primer descanso, el hombre de marrón vaciló, se detuvo, volvió a mirar hacia los costados, miró después hacia atrás, hacia la gigantesca planta baja donde trabajaba la mayoría de los operarios: mucho más lejos, estaba el portón de acceso y la pequeña oficina donde los operarios registraban entradas y salidas y donde un funcionario de la empresa revisaba los bolsos. El portón estaba abierto, pero no había nadie llegando y nadie, tampoco, junto al funcionario. El hombre de marrón tomó el tubo de un teléfono que estaba empotrado en una viga en el descansillo y llamó al capataz: -Silva. Habla Castro aquí fue que hizo una mueca de contrariedad: si viene, déjelo entrar hizo otra pausa y la voz ahora sonó podría decirse que con un algo de ternura y déle algo liviano. Gracias. El hombre de marrón cerró la puerta de su escritorio y se sentó en el sillón reclinable. El escritorio tenía por encima un vidrio y debajo de ese vidrio, frente al hombre de marrón, como para no perderlos de vista o quizás para mirarlos de tanto en tanto, se destacaban los colores de dos escudos deportivos. Uno de ellos era de primera importancia, el otro, un equipo barrial, que militaba en la Divisional Intermedia. Eran los dos amores del hombre de marrón. Él nunca había jugado fútbol: siempre había sido un niño gordo y blanduzco, muy protegido por la madre y dos tías viejas; él sacaba notas altas, mientras que los otros no. Los otros, los que jugaban al fútbol. Él tenía la túnica siempre blanca, y los otros no. Pero los otros dominaban la pelota y la pelota parecía que tenía vida propia entre los pies de los otros. Los otros se reían, disfrutaban al sol, y un día quizás todavía niños y ni siquiera todos con la voz más gruesa, conocieron lo que era el misterio de estar solos con una mujer. Pasaron la puerta que cierra la infancia. Y después seguramente fumaron, porque también seguramente fueron todos juntos y por eso tuvieron tanta camaradería por tanto tiempo. Pero él no. Las tías y la madre decían que él tenía que estudiar, y que no podía salir y menos con aquellos facinerosos. Y un día, él también pudo traspasar la puerta. Pero quince años después, solo, y sin nadie a quien contárselo, después. Por eso el nombre y la cercanía de Sanabria a él sonaba a gloria Él sabía que Sanabria había aparecido como marcador de punta exitoso, que de la Liga Guruyú había pasado a River Plate, y un día, casi de golpe, fue seleccionado para el Sudamericano del ´42. Seleccionado uruguayo. Con Gambetta, con Agenor Muniz, Con Obdulio, con el Tano Porta. Y además, Campeones. El hombre del traje marrón que era Subjefe de Personal de una empresa inglesa, y seguía todas las noticias en el diario, día a día, y también estaba vinculado a Barrio Obrero, el club del viejo barrio lejano, del que él no se quería desprender, que era el cuadro donde habían jugado todos aquellos facinerosos de la infancia, donde habían hecho su propia y legítima gloria de jugar en el primer equipo- y de donde guardarían marcas y recuerdos, y, quizás, hasta la misma camiseta- , y donde él no habría podido jugar jamás sino solamente mirar desde detrás del alambrado. Pero pasó el tiempo, con sus domingos de gloria, el Sudamericano con su trofeo y muchos domingos más, demasiados, y Sanabria, aquel marcador aguerrido, quedó jugando en Canillitas, cada domingo más lento y más cansado, hasta que un día, de pura casualidad, cuando ya lo había olvidado, el hombre del traje marrón lo conoció personalmente. Entonces, el hombre de marrón ya era Jefe de Personal de una empresa de materiales de construcción. Fue en un boliche de la Unión, en un asado que organizaban en forma espontánea los empleados de la empresa de construcción, para festejar a su manera la despedida del año. Alguien le dijo al hombre del traje marrón que habían traído para esa ocasión a un asador afamado, especialista como nadie en lechón, un mago de la parrilla. Y agregó, el informante, que además, el asador había sido una estrella del fútbol. Cuando se le dijo que el asador era Sanabria, el hombre de marrón pidió inmediatamente para conocerlo. Sanabria se limpió las manos con un repasador viejo y marrón y saludó con una mano dura y rápida, sonrió con cierta satisfacción cuando se le enumeraron de memoria algunas fechas de su carrera deportiva y solamente mostró interés por lo que se conversaba cuando el hombre del traje marrón le informó que él era directivo de un equipo de fútbol, y que ese equipo necesitaba un jugador de sus condiciones para hacerse respetar en la Divisional. Al final del asado, el directivo del traje marrón le pidió los datos, y junto con ellos, el veterano jugador le impuso de la falta de circulante que era su característica desde hacía unos años. El negocio, entonces, era un préstamo hasta que él ganara como para concurrir a los entrenamientos por sus propios medios Como el equipo era de carácter amateur y el directivo no quería perder importancia frente a aquel ídolo, el trato se cerró con un empleo en la fábrica como forma de producir haberes y de esa manera el aguerrido marcador de punta podía desempeñarse como jugador. Y así fue, entonces. Cuando llegaba la hora del partido, Sanabria volvía al viejo entusiasmo de la juventud, a ponerse la vestimenta que lo distinguía otra vez como jugador, limpia y con bastante poco uso, y salir al campo a pisar otra vez el césped y correr, y levantar la cabeza y ordenar el juego, a olvidarse de todo lo que no quería saber ni acordarse y ser lo que siempre había querido ser, con lo que le quedaba de talento o con la desesperación por detener el tiempo. Y desde la tribuna, el hombre de marrón- siempre de marrón- esperaba, como cuando era niño, una jugada genial de alguien que ya estaba consagrado y con el orgullo de que había sido él quien lo había traído al club. Si alguno gritaba que Sanabria estaba viejo, él, el Directivo, y aunque el viejo jugador no lo hubiera oído, se paraba y corría a trompearse o a hacer el pamento con el atrevido que osaba ofender a lo que quedaba del viejo jugador, todo lo que el Directivo nunca pudo ser. Y el jugador, que todavía sentía que le vibraba la camiseta cuando oía el rumor de la tribuna alzarse para aplaudir todas las veces en que él se quedaba, todavía, con una pelota frente al atacante y la entregaba, como antes, haciendo valer su nombre, su clase, su prestigio, todo lo que era en otra época, se extremaba, buscando estirar aquel instante, buscando justificar aquella gloria, antes de desvestirse por afuera- ya que por dentro hacía años que no se desvestía y seguía siendo jugador todo el día, más allá de la ropa que tuviera puesta, más allá de la hora -, al terminar el partido, y salir a la calle, como otro cualquiera, y dejar de ser lo que era y pasar a ser lo que no toleraba ser, lo que nunca quiso ser: un hombre simple más, un hombre marrón. |
Hugo
Bervejillo
Puertas que dan al patio
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