Amigos protectores de Letras-Uruguay

El mago
Hugo Bervejillo

El hombre, de traje y sombrero oscuros, llegó caminando cansinamente del lado de donde venía la luz del sol.

Cuando llegó frente a la casa, se detuvo si haber mirado el número de puerta, de la misma manera que si hubiera recordado algo, repentinamente, y entonces, lentamente, sacó de los bolsillos tabaco y hojillas, y armó y dejó listo, pero no lo encendió.

En el bolsillo todavía guardaba, doblado en cuatro, el papel que lo llevó hasta allí.



VENDO O PERMUTO
CASA, MUJER Y BICICLETA
Por Mejor Valor


Recién entonces miró hacia la casa y enderezó los pasos hasta la puerta.

Era un sendero de tierra pelada entre gramilla verdeamarillenta que iba hasta la casa humilde, de techo a dos aguas, de chapa, con un árbol al frente: casi un ranchito.

En la puerta, mateando, parado y esperanzado, estaba el Hombre.

-Buenas-

-Buenas. Vengo por el aviso-

-Ah, sí; pase, pase.

En ese ambiente que era el vestíbulo, se concentraba toda la casa: a la derecha, al fondo, estaba la cocina; a la izquierda, al fondo, el dormitorio.

Por la puerta que daba al patio trasero, se podía ver la construcción precaria que oficiaba de servicio higiénico. A la izquierda del visitante, contra la venta a que daba al frente, la bicicleta, y al lado de la cocina, sentada en un banquito, estaba la Mujer.

-Esta es la casa- dijo el Hombre, con una sonrisa de buen vendedor-: es firme, seca. Tal vez- otorgó- precise algún arreglito, pero mínimo: poca cosa. Tiene buen fondo; arbolito al frente, para matear. Cómoda.

-Ajá.

-Te va a joder- dijo la Mujer al Hombre, como si el visitante no estuviera presente-: solamente vos no te das cuenta.

-Vos, callate- dijo el Hombre-.

-¿Y la bicicleta?.

-Está acá- se apuró el Hombre, y caminó hacia ella y la levantó, para demostrar su peso, y la golpeaba con la mano, mientras mostraba las partes, para que se viera su fortaleza-: está entera. Fuerte. Es inglesa: de las de antes. Ruedas nuevas, frenos seguros. Impecable.

El hombre hablaba, entusiasmado, de la bicicleta, y de cómo él había andado en ella por tantos lugares y con tanta comodidad, mientras solamente la mujer, con los ojos atentos desde el principio, veía cómo el Visitante- mientras el Hombre, de espaldas, enseñaba la bicicleta-, encendía el cigarrillo con una llama que brotaba de la palma de la mano.

-Te van a joder- insistió la Mujer, mientras el Hombre, entusiasmado, hablaba ahora de la construcción perfecta del techo de la casa, y mostraba los tirantes. Llegó al extremo de subirse a una silla y pasar la mano por la pared, inmediatamente por debajo de la chapa, para mostrar que ho había ni sombra de humedad.

(fue en ese momento que la Mujer vió, por debajo del saco del visitante, asomar la larga cola negra, peluda y puntiaguda)

-Ajá- dijo el Visitante.

-Y ésta es la Mujer- prosiguió el Hombre, ya no tan entusiasmado-:cocina, limpia, hace las cosas.

-Pero se queja.

-Ah, sí. Pero no le hace. No gasta mucho, come poco. Es tranquila para los vecinos.

-Bueno- dijo el Visitante-: lo voy a pensar.

-Lo acompaño hasta la puerta-dijo el Hombre-.

Cuando llegaron casi hasta la vereda, el Visitante preguntó:

-¿Y cuánto pide, por todo?.

-Cinco mil. En la mano. Y ya mismo lo dejo dueño de todo y me voy.

-¿Por qué tanto apuro?.

-Quiero viajar a otro país y empezar de nuevo. Dicen que Allá- y señaló un punto lejano e indescifrable, pero fácil de intuir para todos- hay mucho trabajo y uno hace plata enseguida: compra casa, auto. Vive bien.

-Ajá.

Y quedaron los dos, como meditando cada cual en lo suyo, hasta que el Visitante invitó:

-Vamos a tomar unos vinos.

-No, mire- dijo el Hombre-: ya tomé mucho, antes, hasta hace poco. No quiero tomar más. Quiero empezar de nuevo entero.

Hubo otro silencio hasta que el Visitante le dijo, de repente:

-Está bien. Compro- y aquí fue que metió la mano en el bolsillo del saco y sacó cinco billetes de mil-.

-No se va a arrepentir- dijo el Hombre-.

-Pero la mujer se la devuelvo- dijo el Visitante-.

-¿Por qué?- atinó a balbucear el Hombre-.

-Mujer quejosa, es para problemas. Yo vivo y quiero vivir solo. Mujeres, puedo tener todas las que quiera. Pero ésa, no. Me mira mal. Y cuando algo empieza mal...

-Pero no le haga caso, don. Ella - mire- no es mala.

-Puede ser. Pero no la quiero. Tengo otras, mejores, que vienen cuando yo las llamo, y la vida es más llevadera. No quiero estafarlo, tampoco. Igual se la pago. Pero no la llevo: eso sí que no.

-Ah, no. De ninguna manera. Si no me la lleva, no me la va a pagar. No, señor.

La Mujer, en el interior de la casa, escuchaba la conversación lejana con cara sombría, tomando mate y masticando galleta, todavía sentada en el banquito. De a ratos, todavía con algunas migas en la boca, levantaba la voz llamando al Hombre, pero desde afuera no se entendía bien si gritaba Abelardo o Abombado. Después escuchaba, y, visto que el Hombre no contestaba- aunque era cierto que ante cada grito, él se distraía en su conversación y miraba hacia atrás como si esperara verla asomada a la puerta de la casa por algún asunto que el no conociera y que fuera realmente tan urgente como para que él debiera atenderlo en persona y que hubiera sucedido exactamente en ese momento en que él estaba tratando de cerrar el negocio-, parecía llenarse de angustia, fruncía la cara y volvía a llamar.

-Mire: si no la va a llevar, se la descuento, no faltaba más. No va a decir por ahí que estafo a la gente- No, señor.

-Pero no, hombre. Usted fijó su precio y a mí me pareció bien, no se va a perjudicar usted, cuando es asunto mío que su mujer no me guste. No le voy a quitar méritos- que capaz que los tiene, y muchos-, pero yo no le gusto a ella, y ella a mí, menos. No me gusta. Y disculpe.

-Pero, amigo: no se fije en eso. Si a usted no le gusta, me lo dice así, llanamente, y yo le descuento el valor de ella. No va a estar gastando, como se dice, al pedo. Pero si es por ella: mire: a ella le tiene que gustar, quiera o no quiera. ¿Me entiende lo que le digo?. Ella tiene que ir.

-Pero no, déjela. Que haga lo que quiera. A mí no me interesa.

-Se la descuento. Ya está. Venga que le doy el vuelto. Y no se habla más.

El Visitante intentó decir, pero se ablandó y volvió caminando, con el Hombre, hasta la puerta de la casa. Allí, en el interior, en la penumbra, estaban los ojos de la Mujer, desconfiados. Ella seguía mateando con galleta como si eso la calmara, y algunas migas le caían de la comisura de los labios hasta el hueco de la falda, entre las piernas, y otras rodaban hasta el suelo.

Mientras el Hombre planchaba con las manos algunos billetes que sacaba de otro pantalón que estaba colgado de un clavo al lado de la ventana, y los iba contando con cierta urgencia de dar por terminado todo aquello de una manera que fuera satisfactoria para su huésped, en la pieza quedó, pesante, un silencio algo tenso, solamente quebrado por los susurros urgentes del Hombre, que contaba y sumaba los valores de los billetes que iba encontrando, y los sorbos finales de cada mate, que parecían querer rascar el fondo del poronguito de todo vestigio de agua.

-Trescientos- dijo, finalmente, en voz alta, el Hombre-. Aquí está.

-Pero, mire que.

-Nada, nada. Esto es suyo.

-Pero usted se queda sin mujer.

La Mujer, apenas escuchó eso, tuvo un momento de sorpresa y dejó de masticar.

-Pero,¿no te digo que te quiere joder?. Te va a joder, hombre- y se desesperaba-.¡Qué porfiado!.

-Callate, vos- dijo el Hombre, mirando hacia el lado donde estaba ella-: te metés en todo, carajo. ¡Dejá hablar!- y le quedó como un aire de molestia y de impaciencia, pero al volver a mirar al Visitante, cambió la cara por la que seguramente hubiera usado un vendedor de autos usados-.¿Qué me decía, caballero?

-Digo que usted, así, se queda sin mujer.

-Es que no hay otro remedio. Así viajo más cómodo, con menos equipaje. Créame que así estoy bien. La mujer – usted ya lo ve- rezonga, pelea, desconfía, malicia, murmura, desautoriza, cambia de parecer, pedorrea y gasta, y hasta le parece que hay que perdonarle todo porque cree que es la Reina de la Gracia, y que con una sonrisa de disculpa arregla todo. Mire que yo las conozco. Yo no soy como los otros. Yo las uso, pero no me usan a mí. Ah, sí. Conmigo, las cosas claritas. La casa limpia, la comida pronta, la ropa lista y planchada, y todo con buenos modos.

-Qué lástima, mire.

-Por que, diga.

-Le iba a plantear una permuta. Y no se lo tome a mal. Pero para qué va a renunciar a su legítima ganancia. Si no le parece mal, quédese con todo el precio, y en vez de su mujer- si no la quiere: bueno: déjela ahí, nomás-, lleve otra, más joven- usted se va a sentir más joven, también-, y no pierde plata.

-Podría ser, pero de dónde.

El Visitante se apartó un paso al costado, y en la puerta de la casa, en el espacio de luz que entraba de afuera, había una muchacha adolescente, de vestido precario, con una mirada huidiza que destellaba entre inocente y desafiante, con un niño de meses enlazado en un brazo, y el otro brazo articulado hacia el pecho, donde, con la mano libre, estaba pronta a desprenderse el primer botón de su vestidito, abajo del cual se adivinaba que ni siquiera había ropa interior.

La Mujer, silenciosamente, hizo un intento inútil de arreglarse el pelo con una mano, y de apartar algunas migas de su vestido, aunque sin soltar el mate, pero en la médula de sus huesos supo con certeza que no había forma alguna de competencia con aquélla hembra joven, de carne firme, con la forma y la gracia de cualquier adolescente y sin traza alguna de ese carbón frío que se deposita en los huesos y en el alma, ése que trae el vivir muchos años y que hace que la esperanza se parezca a una bolsa de seda repleta de restos de porcelana rota.

Pero el Hombre no veía esto, sino que adivinaba el tacto de los vellos de los muslos a contrapelo, ésos que asomaban tan generosamente por debajo de la pollerita escuálida, adivinaba la sangre caliente y los espacios estrechos, los labios con poco uso, la carcajada inocente y casi tonta.

La Mujer veía la criatura que colgaba del brazo de la muchacha, veía a la muchacha, y adivinaba con qué facilidad estaba lista a desnudarse, pero estaba claro que al Hombre eso no parecía preocuparle.

Extasiado, el Hombre todavía tenía los billetes grandes en una mano y el valor de su propia mujer en la otra.

El Visitante, suavemente, le insistió:

-Si dice que no quiere, bueno: pero si quiere cambiarla: en fin: llévela, no se quede ahí.

Hubo solamente un mínimo instante en que las dos mujeres se miraron a los ojos, y cualquier persona que hubiera vivido lo suficiente, habría notado una fugaz partícula de entendimiento, una con los ojos en la penumbra y otra de espaldas a la luz.

Lo cierto es que el Hombre guardó todo su dinero en el bolsillo superior de la camisa, y pagó al Visitante con la otra mano, sin mirar a nadie más que a la muchacha, que le sonrió suavemente.

-Trato hecho- murmuró mientras la tomaba de la cintura, la hacía dar vuelta, y se la llevaba por el sendero hasta la vereda, y de allí a la esquina, hacia la Avenida que llevaba hasta el aeropuerto.

Caminaron hacia el horizonte y se perdieron de vista.

El Visitante, con una sonrisa de íntima satisfacción, hizo un gesto con la mano, y entonces desapareció la casa y la bicicleta. La Mujer quedó sentada sobre el banquito, sobre el pasto inculto del baldío, y notó con sorpresa que ni el mate se había enfriado ni se humedecieron las galletas, pero no hizo el menor comentario, esperando.

El Visitante solamente la miró, un rato, satisfecho. Después se sacó el sombrero- la luz del sol descubrió una calvicie avanzada, pero él no le dio importancia-, le sacó algo de pelusa con la manga del saco negro, se puso los lentes negros, y miró pasar una nube baja, pequeña y rápida.

Se calzó el sombrero, miró el reloj, y metió las dos manos en los bolsillos profundos.

La Mujer, sin levantar la vista, le preguntó:

-¿Siempre caen, así?

Pero él no quiso contestarle.

El sol llegaba, lentamente, hacia la línea de edificios de la ciudad lejana, y ya cerca de la sombra celeste del horizonte de nubes.

-Mañana, a esta hora, a él ya no le queda ni un solo billete, y el avión que quería tomar, ya se fue.

Ella miró al vacío, delante de ella, masticando lentamente.

-Bueno- dijo el hombre de negro, tocándose el ala del sombrero-: aquí me despido.

-Espere- dijo súbitamente la Mujer, y hasta dejó el mate en el suelo y se paró, haciendo lloviznar las migas que todavía tenía depositadas en la pollera-:¿cuánto me cuesta- digamos- veinte años menos, carne firme y dientes sanos? ¿se lo puedo pagar a crédito?. Soy buena pagadora, y voy a ser mejor, todavía. Si quedo así como esa muchacha, se lo pago el doble. Capaz que un día lo encuentro, acá o en cualquier otro lado. No a usted sino a él. O a otro como él- y miró a lo lejos, la Mujer, como hablando con ella misma-: y que le quede el alma a tiras.

El hombre lo pensó un rato, miró al suelo, y después sacó del bolsillo interior de la chaqueta un papel y una birome.

-Firme acá- dijo, solamente. Ella firmó, con una sonrisa que le alisó las arrugas, y se puso a caminar, y a partir de la esquina, cada paso era más ágil, y ella misma cada vez más joven, y antes de dos cuadras, varios hombres la silbaban al paso.

El hombre de negro, cuando quedó solo, abrió una sonrisa ancha, miró hacia arriba, al cielo azul que se apagaba con la tarde, y dijo en voz alta:

-¿No te lo dije, Viejo?: lo que mueve al mundo es el rencor.

Después largó una carcajada de satisfacción y desapareció en el aire.

Hugo Bervejillo
Puertas que dan al patio

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