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Hijos del sol
Hugo Bervejillo

bemenor@hotmail.com
 

 
 

Es cierto que nos prepararon para una vida eterna.

Es cierto que somos eternos.

Pero nadie se imagina.

 

Los Sabios lo habían dicho, aunque sus cálculos no resultaron exactos.

 

Y uno tiene tanto tiempo para sumar las vidas, que  el ver demorarse su momento, el constatar que lo dicho por los Sabios no era tan exacto, resultó todo un triste acontecimiento, porque después de tanto tiempo, para los que esperamos- todos los de aquí-, es un momento excepcional. 

 

Puedo decir con certeza que el cálculo resultó corto en cuatro generaciones, pero para los que somos eternos, eso es bien poca cosa.

 

Pero finalmente se produjo.

 

Un pequeño grupo de sabios de alguna parte del Mundo Desconocido, encontró la entrada de la tumba, ayudados por un grupo de gente del desierto.

 

Como de costumbre, derribaron la puerta sin leer las advertencias, ni las invocaciones, ni los saludos. Gente de naturaleza bestial, ignora lo que rompe y desconoce lo que encuentra.

 

Una vez más, rompieron los Lacres que guardaban la entrada y entraron al ámbito de mi tumba. 

 

Ingenuamente simples, se maravillaron de lo que encontraron, alabaron formas y materiales, abrieron mucho los ojos y sacaron impresiones- algunos hasta lloraron- y se sentaron a contar los objetos, como escribas, y a tratar de leer las paredes.  

 

Midieron nuestra importancia en la cantidad y calidad del tesoro, y nos envidiaron.  

 

Pero no es cierto que entiendan.  

 

Creen saber.  

 

Raza de hormigas, su tesón los impulsa a derribar puertas y conceptos, y su soberbia, a pretender que pueden saber todo y recrear la vida que jamás vieron y dialogar con los que ya están muertos.  

 

Torpes. 

 

Si hubieran tenido algo de humildad, algo más del conocimiento que pretenden tener- por ejemplo, si hubieran tratado de entender las advertencias que figuran en todas las puertas-, entonces serían más sabios, no se admirarían tanto de las joyas y riquezas que encuentran aquí, y entonces, tal vez, cerrarían nuevamente la puerta de la tumba y no volverían jamás.

 

Las advertencias lo dicen claramente. 

 

Somos los Reyes. 

 

Hijos del Sol. 

 

Hijos de un dios. Únicos.  

 

Y malditos. 

 

Ese dios nos designa para gobernar- no podemos eludir ese designio-, y eso nos condena. 

 

Nos convence de que somos los que hacemos nuestra propia riqueza, tenemos el poder - y entonces cargamos de impuestos a la plebe para disfrutar la opulencia-, y que podemos aplastar a nuestros vecinos y hacerlos nuestros esclavos para trabajen para nosotros. 

 

Ese dios nos señala como su descendencia  y ese sitial hace que nos rodeemos de todo lo que es apetecible en nuestras tierras o hasta los confines del Mundo Conocido- riquezas en oro, plata o pedrería; tapices, monumentos, joyas, perfumes, coronas de los reyes vencidos, mantos, muebles y adornos, y también mujeres: de las castas vencidas, de los pueblos humillados: esclavas-,  y que vayamos ocupando más piezas de Palacio para guardarlas, ciegos, sin imaginar nuestro destino. 

 

Los dioses ciegan a los que quieren perder, y uno sabe eso eso solamente cuando ya está perdido. 

 

Como Reyes, somos los hijos del Sol, pero los Sabios son sus albaceas, sus vigilantes. 

 

Cuando los Sabios entienden que llegó la hora, un día, sin aviso,  nos cierran las primeras puertas de la tumba. 

 

Es una cena cualquiera; por lo tanto, bebemos en demasía como en todas las cenas. Nada hace suponer que ésta sea una cena distinta. 

 

Cuando recobramos la lucidez, sólo entonces, nos recuerdan que, como hijos de Sol, habíamos sido designados para gobernar,  y honrar al dios, pero no para acumular riquezas.  

 

Al Sol no le interesan las riquezas. 

 

Le interesa la cosecha, la fertilidad, la producción y la distribución de la producción, que es la felicidad de la plebe, sus adoradores. 

 

Entonces, ya que nos olvidamos del dios y nos hicimos devotos de la riqueza, sea ésta nuestra compañía por la eternidad.

 

Y entonces nos abandonan en la tumba. 

 

Solos, tan solos como estuvimos en la vida social, rodeados de algo que sólo tiene valor y significación para lucir ante terceros y que ni siquiera podemos ver en la oscuridad; cuando entendemos que cambiaríamos todo ésto por una simple rata para poder alimentarnos, es cuando el cuerpo va muriendo sin más afecto que nuestras propias manos en la cara.

 

Cuando es seguro que el cuerpo ya no hiede, es cuando abren la tumba y nos evisceran. 

 

Ya saben que los oímos y que los vemos desde todos los poros anquilosados. 

 

Por eso nos llenan las vísceras correosas con perlas y zafiros, las desfondan con collares y anillos y alhajas: todas las riquezas no caben en nuestras vísceras. Tenemos más de lo que podemos comer, más de lo que podemos almacenar: pecado de demasía.  

 

A eso consagramos nuestra vida social. 

 

Y entonces nos rodean de capas de gasa, de tela , de madera y de alhajas: una armadura fría. Para que ninguna mano nos lleve una caricia, para que nos olvidemos de cómo era un beso, para que ningún aliento nos devuelva la tibieza. 

 

No sé si lo dije. 

 

Somos los Reyes. 

 

Los hijos del Sol. 

 

La raza maldita.

 

Hugo Bervejillo
bemenor@hotmail.com
 

 

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