El coche |
-Lo conseguí, mamá. Siempre dijiste que había que tener tesón para triunfar en la vida. Yo lo tuve. Tantos años estudiando y buscando ponerle precio a tanto sacrificio. Tú también te esforzaste, mamá: no creas que no lo aprecio. Sería desagradecido de mi parte ignorarlo. Te puedo decir que me siento distinto. Puedo decir que me levanté de entre la manada gris para ver el camino. Zuloaga, mi jefe, ya me tiene en otra consideración: me consulta y a veces, distraído, me tutea. De repente me cuenta cosas; su hija no estudia como debiera, y su esposa teme al embarazo. El Gerente se detuvo a hablar conmigo, me puso una mano en el hombro, y sonrió, casi con honestidad, delante de la secretaria y a la vista de otros jerarcas. La ciudad ya no es tan gris. Tantos sacrificios, mamá. |
era una mañana luminosa: el sol resplandecía en las gotas de rocío y en las paredes blancas. |
-Cuando nos casamos con Coral, nos prometimos una posición mejor en la vida. Estudiamos juntos, soñamos juntos. Pero sobretodo, cada cual aprendió todo lo que había que aprender de su lugar de trabajo, para tratar de ser importantes. No tuvimos suerte, mamá: tú lo decías. Tantos años de sacrificio y nunca nos llegó una oportunidad. Y buscamos, no nos quedamos quietos: quisimos mejorar, encontrar una posición. Ella me ayudó mucho, mamá. Antes de conocer a Coral, yo ya buscaba una mujer así. |
cuatro perros se perseguían, jugueteando, y más lejos, unos chiquilines estaban en cuclillas en la frontera del gran basural, entresacando cosas indefinibles de entre el humo manso de lo que se quemaba |
-Es hermoso, mamá. Tiene un parabrisas enorme y el tablero quita el aliento porque no parece de este mundo. Tiene indicadores en luz verde y roja y cuando piso el acelerador, me parece que alguien me lanza desde atrás, sin ruido, casi, hacia el futuro. Soñé tanto con esto, mamá. Yo volvía, de niño, por la avenida y veía pasar los coches de los que vivían sin penurias: pasaban rápido, con su olor a nafta y a cuero, llegaban hasta la rambla y se perdían de vista. Ellos eran la gente que yo veía, la diferencia entre lo bueno y lo malo. Papá nunca pudo comprarlo, mamá. Ni siquiera se podía arreglar los zapatos o comprarse una camisa nueva. Y viviendo en aquel barrio donde vivíamos, donde quedamos cuando murió papá, ni robando hubiéramos mejorado algo. Nadie te mira ni te considera si no estás limpio y arreglado, bien vestido. Cuando me presentaba a pedir trabajo, con el recorte de diario en el bolsillo, nunca dejé de tratar de ser otro. Recuerdo cuando en aquel almacén mayorista me pidieron un teléfono donde ubicarme, y yo les dí el de la farmacia: tenía que caminar doce cuadras, pero no podía dar el del almacén porque- te das cuenta-: no me hubieran llamado nunca. -Lo sé, hijo. Así fue. -Es hermoso, mamá. El motor ruge cuando lo lanzo a la carretera, y el mapa entero pasa por debajo mío. Y también ronronea, como Coral, cuando llueve a cántaros un domingo de invierno por la tarde y nos quedamos acostados porque no podemos gastar plata para ir a ningún lado. Algún día podremos, porque ahora estoy seguro que triunfaremos. Coral también me lo decía, mamá. Me lo dijo un día en el jardín: si no tenés coche, no sos nadie. Si vas a cambiar de empleo y te ven llegar en un buen coche, saben que valés algo. Y el hermano de Coral, mamá. Se presentó a un puesto de Gerente y alquiló un coche moderno. Llegó a la empresa y lo estacionó de manera que pudieran verlo por las paredes de cristal. Era el mejor coche de los que estaban allí. Y al otro día tenía el empleo. -Así es, hijo. Ya me lo habías contado. -Hay quien puede decir estoy acostumbrado a un presupuesto de tanto dinero y he tenido la desgracia de que cierre la empresa que me daba trabajo y sé que la gente lo va a compadecer en su inmensa desgracia de no tener lo que ya tuvo. Con el que no tuvo nada, la gente se conforma. Es mucho peor lo otro |
hay otras niñas, más crecidas, que sacan de entre el basural flores de papel y de plástico, floreritos de ínfimo valor, de origen brasilero o chino y con eso llenan bolsas que llevarán a sus casas, donde a fuerza de ingenio, las harán rejuvenecer para venderlas el domingo en la feria. |
-Entonces procuraba que todos pensaran que, en realidad, yo tenía mejor posición hoy que ayer y por lo tanto sería un acto de estricta justicia que me dieran ese puesto hasta que surgiera algo mejor, que también me lo merecía. -Lo sé, hijo. Yo te veía vestirte y soñaba que conseguirías ese puesto. Ibas impecable. Quizás alguna muchacha soñó contigo mientras ibas a la entrevista en tu traje inmaculado, pero no lo sospechaste, siquiera. Para ti nunca fue suficiente. Querías que todos te miraran por la calle. -Sí, mamá. Pero hoy ya no miro por si me miran, ni miro a los demás. Me siento en mi escritorio y miro por la ventana hacia fuera, y allí está esta maravilla. A la vista, resplandece. Es mío. Otros lo miran y me piden datos, hechizados, y lo admiran y se sonríen y terminan por decirme qué lindo que les parece. Me respetan, mamá. Soy el del coche nuevo. |
cada tanto, los niños dan vuelta la cabeza para mirar, entre admirados y desconfiado aquel coche que parece salido de una película de las que dan en el centro. |
-Antes teníamos aquella casa vieja que nunca pudimos pintar y todos se reían a nuestras espaldas: éramos pobres. Para entrar a aquel apartamento alquilado teníamos que pasar por el corredor angosto de baldosas grises y viejas, entre paredes amarillas, húmedas y descascaradas, y soportar el paisaje de sábanas colgando del alambre, ahí nomás, sobre la cabeza, entre calzoncillos y pañales. O el hedor del gallinero del vecino, que en las tardes lluviosas de verano apestaba a tierra cagada. -Hijo: yo lo sé. Doña Elvira me lo contaba porque ella te llevaba ropa limpia, ¿te acordás?. Ella lavaba toda la ropa, la doblaba y la llevaba todos los días. Después, a la vuelta, pobre, pasaba por casa y me contaba cómo te encontraba, qué te sentía comentar. Yo, entonces, ya no podía moverme de la cama y tú nunca tenías tiempo de venir a verme. -No, mamá. Y ahora ya no es lo mismo. |
el sol se filtraba por entre las hojas de los árboles y se hamacaba con ellas, acompasado por la brisa de aquel día de primavera. |
-Cuántas veces quise ir, mamá. Pero el desánimo. Y tantos problemas. Mirá: Coral me lo decía. No vayas: la vas a amargar . Entonces hacíamos planes. Y si nos vamos , decía. Ella sabía hasta cómo quería disponer nuestra casa si es que un día podíamos tenerla: cómo haría pintar las paredes, y las comodidades que disfrutaríamos. Pero sobretodo, lejos del barrio donde vivimos, mamá: bien lejos; donde no oliéramos basura quemada ni fruta podrida al sol después de la feria. Nada de calles de barro. Lejos . Y si nos vamos lejos, decía, a otro país, a otra ciudad donde no nos conozcan. Dicen que en otros países se puede comprar auto y casa a los pocos meses de llegar, que pagan mucho, que sobra plata: podemos triunfar: aquí o allá, tanto da . Porque acá no se puede, no podemos, adónde vamos a ir. -Yo tejía y esperaba, hijo. Sentada en la cama, soñaba que volvías a verme y conversábamos. Tomábamos mate y tú te reías: estabas feliz porque tenías un buen empleo. Estabas elegante. Me contabas de tus cosas en el trabajo, tu éxito, y entonces, y solamente por eso, yo podía levantarme, de alegría, para darte un beso antes de que te fueras. Y soñaba que estaba contenta, porque todo estaba bien. Todavía me dolían las piernas y las articulaciones- doña Elvira me decía que todo estaba igual- y entonces tenía que tomar pastillas para poder dormir. -Ya sé, mamá. Yo soñaba con esta maravilla y ahora que la tengo, casi no lo puedo creer. Tiene todo lo que soñé. La luz entra por las ventanas y reverbera en los controles y en la palanca. Es confortable. El tapizado es como el regazo maternal: suave y cálido. Y si giro en mi asiento, veo panorámicamente el asombro de los transeúntes, sus caras, adivino sus comentarios reflejados en los vidrios de las ventanillas y los colores de la ciudad en el brillo de la pintura. -Qué suerte, hijo, que estés contento. -Sí, mamá. Después de tanta penuria, llegamos a creer, mamá, con Coral, que moriríamos grises y despreciados. Pero ahora que brillamos en nuestro coche, nos invitan a reuniones, nos tienen en cuenta para los cumpleaños. Y ya hay gente que nos odia. -Qué suerte, hijo. -Y todo gracias a ti. |
la calle cuarteada termina en un declive, y en las grietas crecen yuyos de diverso tamaño. Dos niños, más lejos juegan a pisar bolsas de basura, haciéndolas estallar y desparramando el contenido. Las risas de los niños se mezclan con el olor a basura y flores podridas. Los muros están tapados de propaganda política. Ya está haciendo calor. |
-A ti, que ahorraste durante años para pagarte el entierro. Yo nunca tuve esa disciplina. De niño buscaba al idiota de la clase para que me llevara la cartera o me prestara los lápices, y al más vivo para que me hiciera los deberes. Y cómo lloré de rabia el día que le gané al Chueco un par de zapatos de fútbol en el futbolito de manijas: tú me los hiciste devolver, y yo me resistía a creer tanta injusticia. En fin. Pero me sorprendió que no me hubieras dicho nunca que tenías ese dinero ahorrado. Ni a Coral, que fue la que lo encontró, entre tus cosas. -No importa, hijo. Si tú estás bien, yo también lo estoy. No te apenes. Ya no quiero nada de lo que antes quería. No le doy importancia. Antes hubiera querido un entierro como los de mi tiempo, al modo en que siempre se hicieron. Pero ya ves. Me conformo con este cubo de fibrocemento, que encontraste, tan barato. Es chico, sí, pero ya no importa. Y así, sentada y arrollada- no hay más espacio-, sueño que tú, al fin, alcanzaste lo que te merecías. -Gracias, mamá, por comprender. -De nada, hijo. Adiós. -Adiós, mamá. |
el hombre que estaba dentro del auto- se lo podía distinguir por la ventanilla abierta, arrojó el cigarrillo, se colocó los lentes de sol, y encendió el motor del auto. Por el escape salió una nube azulada, el coche empezó a moverse en una maniobra circular, hasta darle la espalda al fondo derruído del cementerio, y después aceleró con potencia y se alejó con rumbo al centro de la ciudad.. |
Hugo Bervejillo
De
"Un caballo en la ventana"
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