El centrejas |
Lo que son las cosas. En aquella época él era rubio, de pelo abundante, tenía los pómulos marcados, y una mirada concentrada, estudiosa, que lo distinguía de los demás en la cancha. Desde chico, desde siempre, quiso jugar en Peñarol, como otros soñaban con jugar en Nacional, o River, o Lito o Charley. El soñaba con ser titular en Peñarol. Y de cinco. Tenía que ser de cinco. Dominando el centro de la cancha, metido entre los entrealas contrarios, cortando el juego rival y organizando el ataque, esperando los rebotes de la defensa contraria y rematando al arco, como hacía aquel Uslenghi en Estudiantes. Tenía buen físico, era espigado y resistente, corría por toda la cancha, trancaba con fuerza en cualquier minuto del partido, tenía visión para elegir el momento del pase; apoyaba al pie a los entrealas y tres metros adelante a los punteros, a la espalda de los jalvitas. Salía jugando desde el fondo, sin rifar la pelota. Y siempre quería ganar. Tenía todo para ser el cinco de Peñarol. Pero, entonces, en Peñarol estaba Lorenzo. Lorenzo era un poco más bajo, tenía menos aire, menos piernas y ocho años más. Pero era nada menos que Lorenzo: quite, pase, organización: era el temperamento, el mandón que hacía jugar, el que no quería que su equipo perdiera jamás. |
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Ilustración de Hugo Bervejillo |
Y era Campeón del Mundo. Pero él, el rubio, corría más, hacía pesar que corría más, exuberaba. Pero estaba siempre en el equipo suplente.
Se sobraba, pero jugó de seis. Una, dos, tres temporadas. Un día, lo mandaron buscar de Italia.
Y él vaciló, hizo tiempo, esperó Y consultó, dejó entrever, mire, me llaman, me ofrecen ésto, si yo supiera que aquí: porque yo, pero de titular y no sabía cómo pero al final les dijo. Y esperó la respuesta como la podían esperar los chiquilines, esperando el premio por saber que lo tenían merecido. Aproveche, le dijeron. Vayasé. Y salió del vestuario caminando erguido y erguido se fue a la parada y así esperó el tranvía Vayasé y viajó y llegó a la casa y saludó y se fue al patio y se sentó y recién al rato, cuando ya parpadeaban las estrellas aproveche fue que sintió el fresco y se miró los zapatos y le molestó la humedad vayasé y la pared rajada y no quiso ver a ninguno de los que fueron sus compañeros, no quiso salir, ni ver a nadie. Vayasé, le dijeron : a él Fue al cuarto, descolgó el banderín de aquel cuadro donde jugaba hasta ese día y que era el que él quería desde siempre, y lo guardó, doblado en el ropero, debajo de los calzoncillos. Después se lavó la cara y se sentó a la mesa, a cenar. -Viejos- les dijo- me voy a jugar a Italia. Cuando se fue, subió, anónimo, la escalerilla del barco- gorra, valija y bufanda- entreverado con tanos, franchutes y argentinos, y otros pocos más que iban de vacaciones. En el camarote, viajó con un winger porteño de Barracas, que le enseñó el truco ciego. Llegó a Italia, lo probaron, gustó. En aquellas canchas, resaltaba su dominio de pelota, era como jugar sobre una mesa de billar: su estilo tuvo otro brillo; la prensa lo elogiaba todos los lunes, después que la hinchada lo ovacionaba, lo aplaudía, y él, de cabeza levantada, quitaba, eludía, pasaba, y a veces enfilaba un tiro al arco que hacía levantar a las tribunas. Gente hubo, partidaria, que bautizó al hijo con el nombre de él, y guardaban las fotos de él delante de la heladera. Años, así. Un día sintió que ya era bastante. Todavía era el mismo, pero ya le costaba un poco más el entrenamiento, los partidos ya se le hacían muy seguidos, al final se le cansaban las piernas, tenía pereza para entrar a la cancha. Se sentía veterano. Lo llamaba más una vida más tranquila, sin viajar todas las semanas por toda la península: una vida sin sudores ni linimento. Había contribuido a ganar varios campeonatos para su club, y entonces era a todo lo que podía aspirar. Había llegado a lo mejor, había ganado plata. Ya se empezaba a aburrir. Pero ya había decidido retirarse, y lo hizo. Lo despidieron con un banquete, le dieron un premio retiro, una plaqueta con los colores del club, una bandera firmada, lo aplaudieron otra vez, interminablemente, lo acompañaron hasta el barco, lloraron. Y volvió a su país. Compró una casita, se gestionó un empleo en un banco que se llamaba igual que el país donde él había triunfado, vió crecer a los hijos. Iba a veces a ver jugar a aquel equipo que él había querido tanto, y salía siempre disgustado porque él prefería el juego que se hacía en su época, no el de ahora, que hay tanto patadura; cierto que ahora corren, pero él corría más y con más discernimiento; y antes, a los veinte años ya eran hombres mientras que ahora tienen veinticinco y son como chiquilines, que se hacen echar por desplantes ridículos. Fue cuando se dió cuenta que ya estaba viejo. Y siguió envejeciendo – caminaba por la rambla, canoso y algo encorvado, y a veces quedaba como hipnotizado, mirando a los que jugaban al fútbol en la playa, y a veces se tentaba y bajaba a la arena y jugaba él también, a pesar de los años y volvía a sentir aquel vértigo de la juventud, la magia de la pelota en movimiento, de la habilidad para raptarla, secuestrarla a la habilidad del contrario y seducir al marcador con la picardía propia, apilar a los contrarios y hacer pasar la guinda entre ellos, dominar la pelota, adormecerla, entregarla dominada. O soñar que volvía a hacer todo eso, con las rodillas temblando y sin aliento, con palpitaciones. Y al volver del trance, conversando, después del picado con todos los integrantes, jamás pudo evitar, porque lo tenía clavado en el alma, cuando le preguntaban adónde había jugado: yo soy Fulano de Tal: jugué tantos años en Italia, en la época en que se jugaba al fútbol. Y ¿sabés una cosa, pibe?: yo debí haber sido el cinco de Peñarol. Lo que pasa es que en esa época, estaba Lorenzo. Y nunca pudo evitar, tampoco, que los demás comentaran: Bueno, viejo: pero: era nada menos que Lorenzo. Y entonces era cuando se daba cuenta que Lorenzo ya había fallecido, pobre, y que no tenía la culpa de todo aquello, y cuando miraba hacia atrás, a su propia vida y comparaba, era cierto que Lorenzo nunca había ido a jugar a Italia, que no había visto tantas cosas como él había visto, que no había vivido como él había vivido, que no había ganado jamás tanta plata como él, y tal vez no lo había aplaudido tanta gente.
Y al final, cuando al que fue el botija rubio le dió el infarto, ya con ochenta años cumplidos, en la ambulancia que lo llevaba a la mutualista, antes de que le inyectaran el calmante, le estaba contando al médico que yo tenía que haber sido el cinco de Peñarol. Pero estaba Lorenzo. |
Hugo
Bervejillo
bemenor@hotmail.com
De "Un caballo en la ventana"
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