Cenizas y un gallo muerto
(las siete latas)

Fragmento
Hugo Bervejillo

Consecuencias 1

Veinte años después, todavía se podía ver en el galpón de chapas que estaba en el patio del fondo de la casita del Trapo –cruzando el charco de tierra donde crecían flores silvestres, entre el aroma ácido de la humedad permanente -, por entre las puertas abiertas y manchado a veces por algún rayo de sol, aquel viejo piano Pleyel de cuarta cola, donde algún día habían tocado Chopin, Liszt, Paderewsky y Hugo Balzo, a través de una historia de más de cien años, de un color oscuro y desvaído, cuarteado de humedad y sobrecargado de macetas confeccionadas con latas de aceite viejas, con cretonas, malvones y espadas de San Jorge.

Ya hacía veinte años que estaba allí, sosteniendo plantas.

Y cuando en la noche, el calor y la humedad hacían estallar bruscamente una cuerda en aquel vientre inútil de madera, los perros ladraban furiosamente, sobresaltados, la mujer del Trapo rezongaba y se agitaba entre sueños, y el Trapo, en calzoncillos y descalzo, ya entonces viejo y gastado, se asomaba a la ventana que daba al patio, canoso y despeinado, veinte años después, para putear al Francés, todavía.

Consecuencias 2

Aquel muchacho todavía joven vivía solitario adentro de la carrocería herrumbrada y sin puertas, de vientre en el suelo, de un De Soto del 42, entre escombros y cartones, cerca del Puerto.

Antes, a los diez o doce años, ya lo apodaban Peine Fino por su habilidad en la ratería, pero ahora, unos pocos años después de todo aquello, solamente pasaba el día conversando con una caldera sin tapa, llena de lana vieja y ceniza.

-La libreta- dijo la caldera-. Nunca querés hablar de la libreta. Aquella libreta verde que tiraste en la casa abandonada.

-Cómo jodés con eso. No me acuerdo. Ya está.

-Fue aquella noche.

-Callate.

-Por eso no te querés acordar- insistió la caldera-. Era una noche preciosa de verano. Y no te tapes la cara: si no te acordás vos, me acuerdo yo. La libreta. ¿No fue que te mancaste creyendo que era una billetera? ¿Ves? Yo me acuerdo por vos.

El muchacho al que llamaron Peine Fino la miró con rencor por entre los dedos con que se tapaba la cara, pero no contestó.

-Vos eras un chiquilín y trabajabas en el corredor de la amueblada de la calle Salto, en combinación con Gloria –siguió, habladora, la caldera-: y cuando ella enganchaba un veterano de esos que se escapan cuando pueden del aburrimiento conyugal, te hacía una seña, al pasar, para que entraras despacito a robar lo que pudiera tener de valioso en la ropa que dejaba colgada, ¿te acordás mejor ahora? Estaba bien pensado eso: quién que fuera casado iba a armar un escándalo por algo perdido o robado en una amueblada.

-No jodas más con eso- se agitó bruscamente Peine Fino- Yo no fui. Yo no era. Qué sabía, yo. Y después. Fue el grandote de mierda, ése. Pero no lo digas –y aquí fue cuando se volvió cauteloso, mirando alrededor –Pará- dijo; y se levantó despacio y agarró un diario viejo y lo enrolló y mató una mosca que caminaba por el piso para que no pudiera delatarlo-: y hablá despacio –reprochó, y se volvió a sentar, arrollado-.

-¿Te acordás? –siguió la caldera-: ella tenía tan aquella pinta de virgen india esperando que la violaran, que enganchaba casi exclusivamente veteranos que soñaban con montar chiquilinas. Y cuando los enganchaba te hacía la seña a la entrada. ¿Cómo era la seña? ¿No era que hacía sonar las pulseras?

-Callate.

-Ya sé –siguió la caldera, implacable- Ella apareció con el grandote y te hizo la seña-

-Yo no quería mirarla.

-Mentira. Pero da igual. Y vos entraste cuando sentiste los jadeos fayutos de Gloria.

-Sí. Yo veía al tipo de espaldas, con el culo al aire.

-Y por arriba de la espalda ella te señaló la silla donde él había dejado la ropa.

-Era fácil. Siempre había salido bien. Y después de repartir lo que fuera, me dejaba tocarle una teta.

-Pero encontrarse algo cuadrado y suave.

-La billetera.

-No. No era la billetera. Era la libreta verde.

-Sí. La libreta verde.

-Y cuando tironeaste, enganchaste el pañuelo y el yesquero Zippo.

Y todavía entonces Peine Fino se crispó como si todavía tuviera los dedos metidos en el pantalón del desconocido, y volvió a taparse la cara con los dedos.

-Cuando cayó al suelo el Zippo –siguió la caldera-, el tipo se avivó.

-Y yo corrí. Me fui, me fui. Abrí la puerta y corrí, por el pasillo, y abrí la puerta de afuera y seguí corriendo. Y en la calle. Corrí, corrí, siempre corro. Siempre. Corro mucho, pero el tipo me sigue, me corre, siempre me corre, siempre.

-El grandote debe haber puteado en el pasillo y Gloria, como sorprendida: Qué pasó, Amor y debe haber vuelto a la casa, todavía erecto, a terminar lo que había empezado, pero agarrándola por el cuello con aquellas manos espesas.

¿Y la libreta?

-No sé. Yo qué sé. No me acuerdo- y se arrolló mas apretado, Peine Fino-: sé que la miré, pero parecía escrito todo por un loco. Decía Lunedí, Mardí, decía Dimanche, decía: cosas así: y números, muchos números; y nombres: De Gaulle, Yerú. Yo qué sé. Y la tiré en una casa abandonada. La tiré, sí. Qué querías que hiciera- y se adormeció entre los cartones que lo envolvían-.

(la casa en cuestión estaba deshabitada y sin techo. Cuatro años después, antes de ser demolida, un operario encontró la libreta entre las cenizas de diarios, escombros, botellas viejas y gatos muertos, pero tampoco le encontró valor y se perdió definitivamente una posibilidad de entender un poco más de todo aquello.

Al día siguiente de haberla arrojado Peine Fino, fue que se enteró por la prensa que aquella mujer que le indicaba la entrada para robar, su socia, todavía permanecía en la pieza cuatro de la amueblada de la calle Salto, pero rodeada de policías y con el cuello roto.

Desde entonces vivió a escondidas, dialogando con la caldera. La lana de que estaba llena le recordaba la cabellera de Gloria; y el pico, el último gesto de ella, el que él se esforzaba en perpetuar, el del brazo levantado.)

1.-

Es mi última oferta finalizó diciendo en su carta el gran actor francés Michel Lagarde, carta que recibió el Directorio del Instituto Cultural, en Montevideo, cuatro meses después, por los eternos problemas del Correo.

Lagarde pretendía una copia de su primer filme, de cuando tenía el pelo abundante y se llamaba Pierre Henri Battalonde, es decir, de cuarenta años atrás.

Y quería que se le hiciera una copia porque coleccionaba todos sus filmes, aquellos en los que aparecía su rostro -y casi todos teniéndolo a él como protagonista- y solamente le faltaba ése, el primero, que estaba en el Instituto Cultural, en Montevideo, en una dependencia del viejo edificio llamada Departamento Filmográfico, -cuyo único funcionario permanente era el viejo Gadea-

estúpidos, gritaría después Lagarde en Montfermé

que era una pequeña oficina oscura que se llovía a menudo por las paredes de madera, donde Gadea mal cabía entre las latas redondas que contenían las películas.

imbéciles!

(ya era fama entre los críticos que el único beso a la protagonista se filmó catorce veces porque el joven Battalonde no se sabía contener. El Director amenazó suspender la filmación, pero la actriz estaba encantada)

Es mi última oferta finalizaba la carta y así la leyó el Secretario a los Señores Directivos en la Gran Sala del Instituto, y éstos, después de un meditado silencio, acordaron preguntar por los antecedentes del caso –ocho cartas casi iguales-, y así se pudieron enterar que siempre –desde unos ocho años antes- a cada solicitud del francés se le había dado la misma respuesta: denegado, archívese

(afuera estaba oscuro; en la penumbra de la sala, sobre la mesa, los pequeños focos techados iluminaban hacia abajo, verdosamente, al barniz de la mesa y allí resaltaban las manos de los Directores y su danza gestual o su reposo: a veces se abrían en abanico mostrando las palmas, otras veces apresaban un cigarrillo de humo arbóreo, otras veces se consolaban una a otra y otras veces, alguna, solitaria, saltaba sobre un dedo)

Contéstele que no le dijeron al Secretario las voces oscuras entre el aroma a cigarrillo rubio y a café dulzón del fondo de los pocillos. El Secretario qué viejos pedantes, pensó fue anotando las iniciativas a medida que hacían uso de la palabra.

Vean había dicho un viejo par de manos al que sobrevolaba una moñita voladora granate: se trata de un filme único en el mundo. Si se le hace una reproducción, perderá valor y nadie nos puede garantizar que el viejo Lagarde no vaya a hacer otras copias a partir de la que le diéramos si es que se la damos, ni que a la muerte de él, de Lagarde –y eso hay que esperarlo porque ya hace rato que pasó los setenta-, los hijos o los herederos o los fideicomisarios, no hagan otras copias, si es que vale la pena hacerlas, y todas las otras manos habían asentido en silencio, inmóviles.

El Secretario sabía que se trataba de un filme llamado "Brumas" porque así lo había leído en el expediente

eso es –hubiera podido decirle el viejo Gadea y no hubiera necesitado leerlo, aunque ya entonces tuviera los lentes rotos y remendados-: es una película de 1934, casi artesanal, de un joven realizador malogrado: una rareza filmográfica, con un clima metafísico, que gira alrededor de un triángulo sentimental en un castillo de fin de siglo

que tenía delante de la nariz

idiotas, gritaría Lagarde en Montfermé

y continuaba anotando y escuchando, rozando con los dedos los cigarrillos que quería fumar pero no podía porque estaba en Sala: era el único de la Sala al que se le prohibía hacerlo, pero él tenía siempre una eterna sonrisa conforme.

(-¿Vale algo?- preguntó en un susurro al par de manos de un anciano arquitecto aburrido-.

-Mucho- fue la respuesta; y se empezó a interesar por el tema.)

Yo creo había aportado otro par de manos que empezó a bailar a su turno que no hay que tener tan en cuenta la fama de Lagarde, porque al fin y al cabo está atentando contra el Patrimonio Cultural de la Nación: es un capricho de viejo y otras manos, femeninas, hacían sonar las pulseras y danzaban entre ellas en otro tema distinto, ajeno y susurrado.

Pero el Secretario ya había memorizado el nombre y características de la película, de manera que cuando terminó la reunión anotó la respuesta que se le encomendó y también anotó cuidadosamente la dirección del afamado actor. El expediente y el resto de la documentación quedaron en el mueble de metal y prontamente ignorados, incluso hasta en el detalle de que el viejo actor argüía sentirse al borde de la muerte y quería reunirse con toda su obra, y para ello, al menos en esta última carta, ofrecía hacerse cargo del costo de la reproducción del filme en el mejor laboratorio europeo y aún propuso encargarse de introducir mejoras en el local de custodia de los filmes en el propio Instituto Cultural. Pero nada de esto fue leído por el Secretario, atento a la noticia del posible valor del filme en cuestión.

Rato después los Honorables Directores dejaron en silencio la sala

viejo gángster, murmuró uno de ellos antes de irse

y el Secretario –Yerú Bagé- recogió todos los papeles y los encarpetó, apagó las luces: afuera seguía oscuro-, y salió.

Y así todo había quedado de golpe en el silencio de los papeles, y antes de media hora de finalizada la sesión, ya había llegado al archivo, del lado de la pared, golosa, la primera cucaracha.

Hugo Bervejillo
De "Un caballo en la ventana"

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