Muy pintoresco me parece el pueblo. Está situado en una mediana
elevación y en plano ligeramente inclinado al norte, lo que le pone en
buenas condiciones de limpieza, hallándose preservado, además, por su
situación, de la demasiada hostilidad del viento, temible en estas
alturas por los encajonamientos y contraimpulsos que recibe al
desatar su furia entre los cerros. Tiene calles largas, que me parecen limpias (y pongo que me parecen, porque, aprovechando un pequeño alto,
estoy tomando esta perspectiva de la cima del cerro rapado al que aludí
en el último parágrafo del capítulo anterior). En el centro del pueblo
hay un cuadro verde. Lo verde son árboles y el cuadro debe ser la plaza,
que, según dicen, es muy bonita. No hay casas altas, limitándose en su
mayoría a la primera planta. En las afueras, sobre la orilla norte,
descuella la torre redonda de un molino de viento, cuyas aspas,
estiradas e inmóviles, parecen brazos amagando al cielo. Más a las
afueras, cerca del molino, corre un pequeño arroyo, en cuyas orillas se
balancean frondosos sauces de troncos esbeltos y copas verdegay. El
arroyuelo tiene pequeñas lagunas unidas por angostos hilos de agua, a
manera de istmos, junto a las cuales las lavanderas van de aquí para
allí tendiendo en el suelo la ropa jabonada; o entradas en el agua, en
cuclillas, arremangadas las faldas, golpean las piezas contra una tabla,
mientras sus chiquitines retozan en cueros, o cuando más en camisa,
apostando quien tira una piedra al otro lado, o quien la hace dar más
saltos sobre el agua, y amenizan su diversión ora con risas bulliciosas,
ora con memorables cachetinas.
Por no quedarnos ya reales, sentamos nuestros vintenes en una gran
barraca de tablas, improvisada para celebrar la romería con que una
Sociedad Española de Socorros Mutuos celebra anualmente el aniversario
de su fundación. Las fiestas han durado tres días, y según, dicen,
estuvieron bien, solamente que resultaron de ellas dos heridos de bala.
No sé quién observó juiciosamente que los tiros son explosiones
peligrosas del regocijo popular. Los de la tragedia fueron dos
napolitanos que aprovecharon el ruidito de la fiesta para ventilar a
balazos sus asuntos. Afortunadamente les echaron mano, lo que prueba que
la justicia no puede dejar en paz a las personas ni siquiera en los
grandes días de regodeo.
Estábamos sancionando con mate amargo la toma de posesión, sentados,
unos sobre un cuero, otros sobre un tronco, otros sobre la yerba, otros,
en fin, sobre sí mismos, que es el medio más eficaz para estar sobre
algo, cuando vimos llegar un guardia civil de la Jefatura Política con
una carta en la mano. El sobre amarillo me hizo pensar que podía ser un
despacho telegráfico, y entre bromeando y convencido, le dije al
Comandante: "Ahí viene un telegrama que lo va a hacer bajar a
Montevideo". ¡Ni aunque lo hubiera sabido! El telegrama era del Ministro
de Guerra y Marina, ordenando al Comandante que inmediatamente se
pusiese en camino para la Capital, encargando de la expedición al Mayor
Roure, su segundo.
Al otro día pasaba la diligencia a Pando, y temprano, muy temprano, se
embarcó en ella el Comandante director, fugando casi, para evitar a los
cadetes la ocasión de manifestarle sus afectuosas y tocantes simpatías.
Estaba lloviendo; Nosiglia y yo lo despedimos. Iba afectado, pues tanto
como nosotros, sabía que no había de volver a dirigir sus cariñosos e
inteligentes alumnos. Teníamos por seguro, como lo fue efectivamente,
que lo llamaban para darle el mando de un batallón, empleo que él había
manifestado deseo de obtener, para llevar a terreno práctico las ideas
reformadoras que durante largo tiempo patrocinara en la prensa, fundando
sucesivamente dos publicaciones militares, en la última de las cuales
cúpome el honor de secundarlo. Antes de partir me dejó una media hoja de
papel escrito con lápiz, para entregar al Mayor. Era una despedida
lacónica, pero llena de sentimiento y cariño, para sus queridos
estudiantes. Después del primer momento, empezaron entre éstos los
comentarios. ¿Quién sería su nuevo Director?. Este problema los
tenía inquietos, y tristes la dificultad que creían ver de encontrar uno
como el que perdían. La noticia de que el Mayor Roure asumía el mando de
la expedición, dejó sin resolver el problema, pero por lo pronto
tranquilizó los ánimos cavilosos.
Aquí perdemos un compañero y ganamos otro. El que perdemos es el
Teniente Coronel Quintana, alegre y espiritual paisano que nos acompaña
desde que salimos de Pando. Es un delicioso compañero, junto al cual no
cabe el aburrimiento; lleno de recursos, de agudezas y de amigos que nos
han obsequiado al obsequiarle. Tiene cada caída impagable. Nadie como él
relata con chistosa exageración un sucedido; nadie acierta a dar tanto
sabor cómico a un percance cualquiera de los tantos que nos ocurren a
cada paso. Tiene la instrucción variada que da la experiencia a un
entendimiento claro, y aprovecha su discreción y donaire haciendo cortas
las horas. Cuando con su ojo avizor y perspicaz de campero viejo atisba
algo de qué poder sacar partido, larga el ático bolazo de su sátira
campestre y se queda muy serio. Oportuno siempre, jamás le oí una frase
harto madura o un chiste fuera de sazón. Llamaba a Nosiglia La Tribuna
Popular y a mí El Ejército Uruguayo, y más de una vez se valía de los
tales motes periodísticos para palpitar a algún prójimo, diciéndole muy
formal: "Pero amigazo, ¿a que usté no ha visto nunca puebleros tan
lindos con unos nombres tan largos y tan fieros?. ." Fue subdelegado de
Mosquitos y lo sacaron no sé porqué. A buen seguro que no fue por
voluntad del vecindario, entre el que goza de generales simpatías. No
puedo decir lo mismo, salvo muy rara excepción, respecto a los demás
funcionarios públicos que hemos encontrado al paso. Parece que hubiese
especial cuidado en buscar el elemento peor para mortificar a estos
pobres paisanos, que no necesitan para mandarlos hombres sabios, y sí
hombres buenos. Debe entenderse que no digo esto porque nos hayan
tratado mal, sino haciéndome eco, quizás perdido, de las quejas que con
tristeza he oído formular por casi todos los vecinos de casi todos los
distritos.
El compañero que ganamos es el profesor de Geografía e Historia don
Albino Benedetti, que ha venido a alcanzarnos aquí por no haber podido
salir con nosotros el 20. A última hora, y merced a nuestras instancias,
el Comandante Quintana se ha decidido a acompañarnos una jornada más.
Hemos pasado el día de ayer bastante divertidos. Como que hemos estado
de haraganes... Los cadetes visitaron el pueblo vestidos con sus
sencillos y elegantes uniformes de gala. Se murmura que nos van a dar un
baile; pero, si es, será esta noche, porque mañana nos vamos. Vinieron a
visitar el campamento varias personas; pero lo que es faldas, no. Creí
que aquí, como en Pan de Azúcar, podría contemplar desde nuestros
dominios, a las beldades de la localidad. Chasco como él...
Me invitaron esta tarde para pasear a caballo por el pueblo, y acepté
con gusto, montando un soberbio oscuro, de ojo vivo y ardiente, abierta
nariz y apretados belfos, remos delgados, ancas ligeramente deprimidas,
cabeza pequeña, casco acopado y hondo, sedosa y larga crin, corvejones
nerviosos, sillar corto y superior alzada... Un caballo que hace honor a
cualquier jinete.
Dimos vuelta a todo el pueblo. Me explico ahora por qué no vi el
campanario al divisar a Minas. La iglesia está al lado de la Jefatura,
contrastando tristemente con ella en tamaño, arquitectura y todo. No
creí encontrar semejante iglesia en Minas, sobre todo junto a un
edificio bueno y frente a una linda plaza. Todavía si la hubiesen puesto
por donde no le diese el sol... pero, no señor: la han colocado
modestamente en las narices del curioso viajero, como diciéndole: ¡eh!
¡despacito que ahí está eso!..
Estoy viendo el día en que algún sonriste, impresionado con el
aspecto de esa casa grande junto a esa casuca fea, escribirá en su
lengua, sobre poco más o menos:
"En un pueblo bastante pequeño que hay en las Minas de la Banda
Oriental, se hacen casas bajas con puertas grandes que se abren para
adentro y ventanas más chicas que las puertas, cuyas casas grandes
tienen a su lado el granero, cuyo granero tiene un aparato muy ingenioso
para espantar ratones. Este aparato según pudimos informarnos por vista
de ojo, consiste en dos grandes campanillas, cuyo cencerreo destemplado
lleva el sobresalto al ánimo suspicaz de los temibles roedores".
Y se quedará muy fresco, después de haber agregado tan importante dato a
los muchos y muy exactos que de estos países y sus costumbres tienen los
centros científicos europeos.
Después pareció que los muertos se
quedaban solos.
Eduardo Acevedo Díaz
Cuando hubimos recorrido el pueblo y visto de cerca los sauces que ayer
mencioné desde lejos, salimos por la parte sur, y tras un breve galope
llegamos al cementerio. Tuve curiosidad de verlo, no se por qué. Lo
único que pudiera moverme a una investigación -algunos restos de los
antiguos minuanos- no se encuentra aquí... quizás esos restos se
han perdido totalmente, aunque me han asegurado que se encuentran en el
paraje denominado Sepultura. Condescendiendo a mi deseo, uno de mis
acompañantes fue en busca del sepulturero, volviendo en breve con un
hombre mal vestido, feo, de manos sucias y ojos amarillentos, que
miraban desde allá del fondo de las órbitas redondas... digo mal: no
miraban, acechaban: luego no eran dos ojos, sino dos espías. Tenía el
hombre, o me pareció que tenía en el rostro cierto color terroso. Tal
vez la muerte, en fuerza de tratarse con él, se iba posesionando
familiarmente de su fisonomía. Abrió la puerta, diciendo con risa "que
iba a presentarnos su clientela". Si hubiera de ser enterrado por este
hombre, estoy seguro que había de pasar un mal rato.
Entramos a la aldea de los muertos, -pues no creo que figure como ciudad
en la geografía de ultratumba-. Nada hay de notable allí. Cada sepultura
representa, como en todos los cementerios, una solución al problema de
la vida: personas que se han muerto y las enterraron. Después nada
más... Todos lo mismo. Los lineamientos de la sombra tienen una
monotonía abrumadora.
No obstante, sobre la igualdad de la muerte queda la variedad pintoresca
de las inscripciones y el mayor o menor lujo y primor de los túmulos y
lápidas. Aquí no se pronuncian mucho las muestras de piadosa esplendidez
póstuma. Alguno que otro sepulcro con estatuas o grupos alegóricos, por
lo general de yeso. Tal cual de mármol. Inscripciones más o menos
pretenciosas, más o menos tiernas, pero todas favorables a los muertos .
.. Creo que la historia debería ir a escribirse al cementerio. Allí se
vería claramente que tienen derecho a un sitio en sus páginas todos los
muertos que llevan letrero, especialmente los que viven en casa propia..
. ¡Siempre y siempre la misma condición! ¡Oh, si los muertos pudiesen
corregir las obras de los vivos, cuántas inscripciones se borrarían de
las lápidas!... Oye, tú que pierdes un ser querido: hombre, medita sobre
tu tumba; mujer, llora sobre ella, para eso eres débil; y si sabéis
orar, orad los dos... Si no queréis al extinto por inclinación, si lo
queréis por fórmula, enterrado y guardad un silencio decoroso.
¿Cuándo volveré a levantarme? Esta pregunta al arcano fue mandada a
grabar en una tumba alemana por el que duerme en ella... ¿Sabéis
preguntar lo mismo?... Aquello fue lo último que dijo el alma al
abandonar sigilosamente su terrenal encierro. Haced otro tanto,
enhorabuena: lo haréis con vosotros; pero nadie os autoriza para cargar
una tumba ajena con letreros que el indiferente lee en alta voz y
haciendo comentarios sobre el muerto.. . ¡que tal vez lo está oyendo! .
. Por si hay quien venga a llorar o a sentir entre sus huesos, basta un
nombre que nada revela al profano y a ningún comentario se presta. No sé
por qué, cuando veo una lápida con la descripción en detalle de las
cualidades del finado y el afecto de sus deudos, pienso
involuntariamente que éstos han temido olvidar, andando el tiempo, lo
que era el muerto y los quilates de cariño que le profesaban, y han
salvado el contratiempo haciendo escribir en piedra el pormenor de las
unas y la intensidad del otro... ¡Oh, Dios mío! ¡Yo quisiera que cuando
rasgues mi envoltura miserable, la arrojes a un rincón tan apartado y
oscuro, que ni siquiera sepan dónde está, para ir a roerla las larvas!
Vi también el osario, el carnero, que dicen vulgarmente. Es un
tabuco pequeño y sucio que hay a un lado, cerca de la entrada. Será para
no tener que andar mucho con los destinados a alojarse allí. Los pobres
son, por lo regular, gentes pesadas, y deben ser lo menos cargosos
posible... A pesar de que a este osario creo que sólo deben ir los
cadáveres inhumados, después de la momificación. Hay un montón de huesos
desencuadernados, tibias, fémures, costillas, falanges, hacinados
desordenadamente en un rincón. En otro están los cráneos, riendo con la
risa siniestra que graba la muerte en las calaveras; mueca espantosa que
traduce el drama sombrío de la eternidad en una carcajada
interminable... En el fondo hay pingajos llenos de costras y jirones:
aquel rincón recibe las miserias de la miseria, las herencias de los
desheredados. A un lado hay otro hacinamiento: son los esqueletos que
han quedado enteros, sujetos por la piel como por un sudario. Allí
están, unos sobre otros, rígidos, amarillos, repugnantes. Las caras de
estos esqueletos no ríen: tienen en su enflaquecimiento una inexplicable
expresión de angustia y miedo. En esto se diferencian la calavera y el
rostro de la momia. Aquélla ha sacudido la carne repugnante y parece
celebrar su libertad riendo con extraña risa; ésta, encarcelada en la
piel pergaminosa y sujeta por las endurecidas y tensas cuerdas del
tejido muscular, conserva la apariencia humana y sufre una segunda
esclavitud... ¡Cómoda es la incineración! Se reduce el cuerpo a su
volumen mínimo; se le salva de la putrefacción y la asquerosa tarea de
los gusanos, y al mismo tiempo, con su leve residuo de cenizas, se hace
de la vida y sus grandezas una magnífica parodia. |