Un recuerdo para Don
Ata |
Enero
es el mes aniversario del nacimiento de don Atahualpa Yupanqui, uno de los
más grandes folkloristas que ha dado nuestra América. Personalmente, me
considero afortunado porque hace ya muchos años, al inicio de la década
de 1970, tuve el inmenso honor de conocerle. Me lo presentó un compañero
compatriota suyo, guitarrista clásico y consumado pintor llamado Santiago
Paz, que ahora vive en Tenerife pero que por aquel entonces vivía en
Palma de Mallorca, igual que yo. Yupanqui
visitaba a menudo esa isla porque decía que el Mediterráneo le ofrecía
“un rincón quieto para el cansado
corazón que llevaba por los caminos…” Así entre charlas, mates, asados y evocaciones (él por esos años vivía en Paris, en
un apartamento de la rue Raymond Losserand), intercambiábamos historias y
recuerdos personales de otros tiempos. Yupanqui de su pampa húmeda, Paz
de su Chubut natal y yo de mi añorado Uruguay. Aprendí
mucho de don Ata. Le conocí y admiré no sólo como a un gran artista que
cantaba cosas profundas y contestatarias, hermosas o tremendas, sino también
como a un hombre sincero, amigo de sus amigos. Aunque Atahualpa era un
solitario. Amaba su soledad con devoción y hacía un culto del silencio,
al cual (al menos según sus versos) nunca le tuvo miedo. Filosofía de
vida que mantuvo hasta su muerte en Francia, en mayo de 1992. Uno de sus
dichos favoritos, con el que solía aconsejar a los más jóvenes, se
refería precisamente a eso. El viejo poeta decía: “Si
lo que va a decir no es más valioso que su silencio, mejor quedarse
callado”. Sus
creaciones retrataban fielmente la sensible humildad del hombre de campo,
porque poseía un profundo conocimiento de la naturaleza humana. En sus
canciones siempre hablaba de verdades universales, de sus caballos, de la
tierra, de los montes y los ríos. Y gustaba acotar, “…y
del paisaje más hermoso de todos: El Hombre”. Afirmaba
que el gaucho es un hombre reservado, cauto y discreto. Luego agregaba
solemne: “Somos
tímidos y recatados. La pampa está poblada por miles de solitarios. Me
parece que la geografía nos hace así. Tenemos muchísima tierra, mucho
campo abierto para la soledad. Por eso cantamos y componemos de este modo.
No nos gustan las restricciones ni los sentimentalismos baratos ni las
historias de amores vulgares. Componemos los versos igual que usamos el
lazo, libremente, sin miedo. Así nos explayamos en nuestras historias.
Cuando un pampeano canta, se toma su tiempo para relatar lo que le
interesa porque no quiere que le impongan frenos ni fronteras. Por esa razón,
la música de las pampas es tan diferente de la andina, porque no tiene
una cordillera que le limite el horizonte…” También
sabía ser cáustico y cortante con las personas que intentaban adularle.
Si la conversación no le agradaba, se quedaba con cara muy seria (como
esculpida en piedra), dejaba de hablar y se ponía a tararear en voz baja
alguna canción. Esa era nuestra señal secreta para ir a su rescate. Además,
odiaba que le pidiesen que trajera su guitarra a los asados: “¡Mi
guitarra no come!”
respondía enojado ante la invitación condicionada. Y de nada valdrían
ya las disculpas ni las explicaciones posteriores. A lo sumo, agregaba de
forma lapidaria: “Mire paisano,
mejor no aclare que se oscurece…” Confieso
que me considero afortunado por haber compartido tantas horas con él y de
haberle podido escuchar en casa, tocando su guitarra maravillosa en el
silencio de aquellas cálidas noches mallorquinas. Para Atahualpa, el
folklore era cosa seria. Por eso, cuando cantaba pedía silencio y
concentración. Y agregaba que para escribir buenas canciones, el
compositor debe saber controlar su sentido de la soledad. Atahualpa
defendía con firmeza la privacidad de su vida y sus sentimientos. Quizá
por ese motivo, he tardado tantos años en relatar esta historia personal
y en mencionar la existencia de esta canción, titulada: “Poema
Para Un Bello Nombre”, talvez desconocida por la inmensa mayoría de
los uruguayos. Transcurría
el año 1976 y Yupanqui se encontraba descansando en Mallorca. Habíamos
paseado por la isla, comido asado en casa y don Ata había tomado mate con mis padres, recordando sus tiempos de domador en Cardona
(que curiosamente coincidían con los años que en ese mismo pueblo, mi
padre embarcaba ganado en trenes con destino a La Tablada). Estas
reuniones eran casi un ritual para él. Traía yerba
mate para mis padres y se pasaba
una tarde entera en la casa de San Agustín, charlando de los viejos
tiempos. Otro rito infaltable era la cazuela chilena, que le preparaba
especialmente mi esposa, Anamaría. Una
noche, a don Ata se le ocurrió comer pescado y mariscos. Con Anamaría
decidimos llevarle a La Casa Gallega,
un conocido restaurante palmesano, especializado en los frutos del mar. Le
recogimos en su habitual hotel Zaida, situado en el Paseo Marítimo de la
capital balear y los tres nos fuimos a disfrutar de una deliciosa
caldereta de pescado, bañada con un brumoso vino Ribeiro, bien frío. Don
Ata disfrutó como siempre de la comida porque el viejo poeta era un
verdadero gourmet. Cuando ya esperábamos los postres, repentinamente metió
la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacando un papel de folio doblado
en cuatro, sin más preámbulo, me miró serenamente y dijo: “Esto
lo terminé de escribir esta tarde. Ahora se lo quiero leer y dedicar a
usted…” Y
procedió a recitarnos un nuevo poema suyo, que comenzaba diciendo: Qué
bello nombre es tu nombre/Uruguay/ Sonoro como una fruta salvaje… Quedamos
mudos de emoción y hasta se me enturbiaron los ojos cuando acabó.
Entonces Yupanqui volvió a doblar cuidadosamente aquel folio, lo guardó
en su bolsillo y yo me quedé perplejo, pero infinitamente agradecido.
Permanecimos en silencio un buen rato, como saboreando y atesorando aquel
poema de exaltación a mi patria lejana. Luego don Ata, cambiando súbitamente
de tema, contó algunas historias de sus años en Argentina, en los campos
de Cerro Colorado. No me atreví a pedirle una copia y así pasaron seis
meses. Un
día llegó un mensajero a mi casa en Palma de Mallorca con un paquete de
don Ata. Dentro venía el último LP que acababa de grabar en Paris, que
incluía el poema sobre Uruguay y una sencilla pero emotiva dedicatoria en
su carátula: “A
mi amigo Roberto Bennett, como yo, hermano de la Libertad.” Cada 31 de enero, Anamaría y yo bebemos una copita de vino tinto y brindamos por el alma del amigo ausente, que seguramente debe estar montando su viejo alazán, con la crin revuelta en llamarada, galopando y galopando por los campos celestiales, más allá del Cerro Colorado… |
Roberto Bennett
Letralia
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